El siguiente ensayo de Luis Di Filippo (1902-1997), fue publicado inicialmente en 'Reconstruir' Nº 82, enero-febrero de 1973, Argentina. Años más tarde, el escrito fue rescatado por Ángel Cappelletti y Carlos M. Rama, para el libro 'El Anarquismo en América Latina'. Luego de compartir 'Liberalismo, Democracia y Socialismo Libertario', continuamos de este modo la transcripción progresiva de una selección de textos de interés histórico-filosófico presentes en dicha obra. (N&A)
Quien considera detenidamente su
origen, ve que todos los Estados reposan sobre la violencia.
F.
Guicciardini (1483-1540)
Pero el affaire Lin Piao demuestra que,
como los soviéticos, los chinos gobiernan sobre las masas y no con las masas.
Actualmente, la contradicción principal se produce entre pueblo y poder. Todos
los pueblos contra todos los poderes. Porque los que están arriba, aunque con
signos distintos, no tienen en cuenta a las masas, no las consultan, no
gobiernan para ellas.
Mikis
Theodorakis (Reportaje de Silvia Rudni. La
Opinión, 3/9/72, Bs. As.)
EL LENGUAJE
POLÍTICO incorporado al habla cotidiana de la gente común es significativo en cuanto
expresa, más allá de su vulgaridad, algo que puede ser considerada una
ideología compartida; o una manera colectiva de pensar y de sentir que refleja
el grado de saturación que una idea, o un prejuicio, logra en el cuerpo social.
No hay como prestar oídos a los «slogans» más enfáticos y más repetidos por lo
contagiosos, para tener una noción bastante aproximada de cómo piensa la masa o
de cuáles son sus creencias pensadas por otros.
Claro que el
«slogan» es ambivalente: a veces determina, impone, una idea, una norma de
conducta, una necesidad potencialmente sentida pero todavía no manifiesta; a
veces solo refleja escuetamente, con su retórica autoritaria, un estado de
ánimo difuso que necesitaba la frase contundente creada para ser repetida hasta
convertirse en ciega convicción.
El lenguaje
revolucionario, como todo lenguaje político, apela a la imaginación y a la
fantasía, estimulándolas como si fuese una droga; es un lenguaje de ficciones,
especialmente desde el punto de vista de la propaganda.
En estos
momentos, revolucionarios por excelencia, ahora que las revoluciones ─no importa si dignas de tal nombre─
explotan por doquier, a granel, como los fuegos de artificio en noches
festivas, iluminando con su resplandor pirotécnico todos los cielos del desarrollo
como los del subdesarrollo; en estos momentos es cuando con más fecundidad la
literatura revolucionaria o pseudo revolucionaria, crea su propio vocabulario o
enriquece con nuevos matices inéditos el viejo léxico tradicional. Lo malo es
que el espíritu desquiciador que corre parejas con el de la violencia
subversiva pierde el sentido de los límites en la embriaguez de la lucha; no respeta
nada en absoluto, ni siquiera algo tan respetable por lo inofensivo como el
solemne diccionario de lengua que es como subvertir la lógica y el buen
sentido, entre otros pecados menos graves.
Pero no vamos
a detenernos ahora en problemas lingüísticos, ni de lógica formal; más bien
deseamos ocuparnos de un problema que es de lógica, sí, pero de lógica
política, de lógica dictada por la historia, de una lógica, en fin, que nace de
la experiencia, y de una experiencia que viene de lejos aunque en sus expresiones
lingüísticas parecen novedosas. Las reflexiones que nos sugieren las frases
iniciales de estas digresiones pueden girar desde el comienzo hasta las últimas
líneas de este trabajo, en torno una palabra mágica que ha adquirido la
majestad gráfica de la letra mayúscula merced al prestigio que goza y a la
cuantía de sus reverentes admiradores; nos referimos a la palabra poder, que en su manifestación política
es el Poder. Esta palabra tiene
conexión con la idea de máquina. También se la asimila a la idea de gobierno,
de autoridad, de fuerza imperativa; aunque por algo se pregona la conquista del
Poder con más énfasis que la conquista del Gobierno o del Estado. Pero aunque
interesante el destalle, no es el caso de analizarlo ahora.
El pregón ─«conquista del Poder»─ aparece
escrito en las paredes de las urbes, repetido en los escuetos mensajes que como
partes de guerra comunican los grupos políticos beligerantes, beligerantes en
el sentido menos metafórico del término; retumba el pregón en la caja de resonancia
de los pechos juveniles enardeciéndolos hasta el heroísmo o hasta la crueldad
gratuita. Se diría que sólo mediante esta llave mágica del Poder puede abrirse
las puertas de un futuro venturoso, el mundo de la utopía hecho realidad; punto
de arribo y de llegada de la gran aventura humana; pero no sólo las puertas que
introducen a un hipotético futuro remoto, sino las que se abren al tránsito de
logros más inmediatos, de aquí y de ahora.
No hace falta
la posesión de antenas muy sensibles ni muy altas para captar las voces que con
mayor abundancia vibran en el tiempo histórico actual: el proletariado al
Poder, el Poder joven, el Poder negro, todo el Poder a los sindicatos, o todo
el Poder a los soviets; esta última frase, no obstante expresar un ideal frustrado,
puede ser considerada el comienzo de la epidemia verbal contemporánea; si
faltaba una expresión poética en este repertorio de apetencias de Poder, ya la
tenemos en la novísima consigna estudiantil: «la imaginación al Poder»…
Como suele
ocurrir con lamentable frecuencia, los «slogans» de esta naturaleza nacen con
fines revolucionarios, pero se prestan dócilmente a fines reaccionarios. No es
fácil descubrir a simple vista cuándo la ficción revolucionaria encubre fines
reaccionarios; pero en último análisis, en llegando a la conquista del Poder e
instalados en él, lo más frecuente es que Revolución y Reacción se confundan
como hermanos siameses. Es que en los dominios de la praxis, la lógica de las ideas no coincide con la lógica de los
hechos; hay más: una lógica suele ser contradictoria de la otra, no obstante el
ideal punto de partida común.
Por de
pronto, lo primero que salta a la vista es que los más diversos y a menudo
contrastes movimientos de la ideología revolucionaria, desde los marxistas ateos
a los tercermundistas católicos, desde los que actúan en los países opulentos a
los menesterosos, todos coinciden en considerar la conquista del Poder como el
único medio de lograr sus fines; y coinciden también en los métodos de acción
para esta conquista. Dicho en otros términos: todos coinciden en cultivar,
teórica y prácticamente, una concepción autoritaria de la Revolución y,
consecuentemente, absolutista del Poder. Claro que, con pudor superfluo,
prometen la transitoriedad de su ejercicio absolutista del gobierno.
Sin embargo,
a ningún «progresista» de ahora se le ocurre pensar que si hay algo anacrónico
en la historia de las ideas y de las instituciones políticas es el absolutismo,
desde el teocrático de remoto cuño al monárquico posterior, si bien hereda del
otro la divinidad de su facultad autoritaria. Confundir el principio de
autoridad divino con el principio de autoridad político es historia antigua.
Pero se convierte, enmascarada, en la historia política moderna cuando se
endiosa a los dictadores y a los tiranos, y cuando, de modo más impersonal
surge el «mito del Estado», según la feliz expresión de Cassirer.
Si las
palabras conservasen su genuina significación aun en el mudable diccionario
político, habría que considerar legítimamente reaccionarios a los movimientos revolucionarios
que de hecho restauran el absolutismo desembocando en el gigantismo
burocrático, en el militarismo espectacular, en el centralismo unitario, con su
«élite» omnímoda tan omnisapiente como omnipotente, «élites» que remedan las
castas sacerdotales de remota historia.
¿Cómo vamos a
descalificar ─tan luego en nombre de las ideas modernas─ a los movimientos
revolucionario antiabsolutistas de antaño, que se impusieron a los monarcas
constitucionales, que les despojaban de su presenta divinidad originaria, que
al crear los tres poderes del Estado ─Ejecutivo, Legislativo, Judicial─ abrían
el camino a la pluralidad del Poder, antecedentes de la dispersión del Poder,
del pluralismo del Poder, del pluralismo político, meta digna de ser
considerada revolucionaria precisamente por estar en las antípodas del
anacrónico absolutismo unitario? Si este razonamiento careciese de lógica,
lógica histórica, habrá que convenir en que merecen el calificativo de revolucionarios quienes cultivan la
noción autoritaria y unitaria del Poder; y contrario sensu, el calificativo de reaccionarios quienes postulan la
dispersión del Poder, o su reducción a medidas «humanas», antes que
monstruosas. Lo que no deja de ser una ironía provocada por ciertas torsiones
arbitrarias de lenguaje ahora muy en boga.
LA EXPERIENCIA AUTORITARIA
Después de la
contienda denominada primera guerra mundial, partieron hacia la conquista del
Poder con sus respectivas consignas revolucionarias tanto los fascistas de
Mussolini, como los nacionalistas de Hitler, por una parte, y los bolcheviques
de Lenin y Trotsky, por la otra. Pero no termina la aventura política, con la
conquista del Poder; pues al Poder hay que consérvalo. Los conquistadores del Poder,
instalados en él mediante la fuerza, no tienen luego inconveniente en apelar a
los métodos más violentos para afirmarse en la posición conquistada. Los
métodos «defensivos» son curiosamente semejantes en revolucionarios de derecha
y en revolucionarios de izquierda; tanto los fascistas como los bolcheviques
pusieron, como es lógico, implacable empeño en aplastar a «la reacción», sólo
que el concepto de «reacción» varía de uno a otro frente revolucionario; los
reaccionarios de Hitler y de Mussolini son los revolucionarios de Lenin y de
Trotsky, y viceversa. Pero lo que interesa al observador sin anteojeras
partidarias es advertir cómo unos y otros, tras la conquista del Poder, apelan
a los mismos argumentos y a los mismos métodos no obstante levantar banderas
doctrinarias contrastantes. En el fondo todo el aparato retórico que encubre la
violencia propia de quienes dominan se reduce a una frase nada novedosa: razón
de Estado. Es oportuno recordar a quienes presumen de «progresistas» que el
fraile Campanella ─allá por 1600─ estampó en sus «Aforismos políticos» que «la
razón de Estado es nombre inventado por los tiranos»…
Para
mantenerse en el Poder violentamente conquistado nunca faltan buenas razones
«históricas» y de las otras. Razones que obedecen a necesidades fatalmente
impuestas por las circunstancias, máxime cuando una minoría temerosa tiene
conciencia de que le falta una sólida base de sustentación popular espontánea:
lo que suele ocurrir con los movimientos llamados «populistas» o populares.
Cuando el pueblo no demuestra voluntaria adhesión al Poder revolucionario, los
que están en el ejercicio del dominio se autojustifican diciendo que el pueblo
no tiene todavía conciencia de la hora que vive: razonamiento que no osa
expresar en público ningún populista que se precie. De aquí la necesidad de una
dictadura púdicamente anunciada como transitoria: dictadura que por razones de
eficiencia ejercerá una «élite» partidaria la cual, a su vez, por razones
técnicas creará un jefe, un conductor, un líder, un héroe para el consumo
interno.
Esta «élite»
impondrá, también por razones prácticas, la unidad nacional quieras que no;
organizará un partido único, designará un parlamento también único cuyos
integrantes serán votados, pero no elegidos por el pueblo. Si hay algo
incuestionable es la economía de esfuerzos físicos, morales e intelectuales que
tal sistema produce. Estos regímenes de pueblo espectador pasivo, con su máxima
autoridad y mínima libertad, suelen llamarse democracias populares. Para que
este sistema autoritario funcione lo más pacífica y ordenadamente posible no
basta con un aparato policial bien montado ni con un ejército mejor
pertrechado, hace falta una prensa oficial única, cuyos redactores digan lo que
el Poder quiere y nunca otra cosa; hace falta que toda manifestación
periodística, editorial, literaria, artística y hasta científica esté
severamente fiscalizada para impedir peligrosas infiltraciones heréticas o
meramente inconformistas.
Lo trágico de
estas necesidades que se producen por doquier con evidente monotonía desde hace
medo siglo, es que los movimientos de liberación nacional en cuanto conquistan
el Poder se convierten de libertadores en liberticidas. Es el caso de recordar
aquí la reflexión de Will y Ariel Durant: «Nada es más manifiesto en la
historia que la adopción por parte de rebeldes triunfadores de los métodos que
condenaban en las fuerzas que derrocaron». Solo que, en homenaje a la verdad,
los actuales rebeldes triunfadores perfeccionaron los métodos de los vencidos
en magnitud y técnicas superlativas.
Los métodos
terroristas incorporados al Poder revolucionario se justifican en las horas
iniciales de la reconstrucción política y social por la necesidad de aplastar
los residuos supervivientes del régimen vencido. Pero más tarde, el terror ya
instalado y organizado en forma permanente actúa con la misma fuerza ya no
contra los burgueses capitalistas, imperialistas o fascistas, sino contra los
revolucionarios disidentes a quienes se acusa de contrarrevolucionarios. Al
respecto, George Goriely llega a estas conclusiones harto significativas, en
las páginas de la revista «Socialisme»: «En Ceylan ejercita el poder un grupo
integrado por socialistas, comunistas y también un sector de trotskistas,
quienes gobiernan poniendo en práctica cierta tradicional dialéctica socialista
occidental. Pero el Oriente no es el Occidente; y estos revolucionarios luchan
contra otros revolucionarios rurales dirigidos por estudiantes universitarios
de la nueva izquierda que no acatan lo dictados de los jefes urbanos. Y el gobierno
de izquierda en el poder se muestra
tan ferozmente represivo contra la revuelta campesina como lo eran los
gobiernos burgueses con respecto a los movimientos obreros1.
A la opinión
de Goriely podemos sumar la muy categórica de un profundo intérprete del
marxismo, Rodolfo Mondolfo. En un artículo polémico aparecido también en la
«Crítica Sociale» (20 de enero de 1972), el maestro italiano recuerda estas
palabras del Manifiesto Comunista
redactado por Carlo Marx: «… a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus
antagonismos de clase (la sustituirá) una asociación en la cual el libre
desarrollo de cada uno ha de ser la condición del libre desarrollo de todos»;
Mondolfo acota: «esta exigencia fundamental es totalmente desdeñada y renegada
por el leninismo cuya aspiración y cuyo esfuerzo están concentrados en la
conquista del Poder».
Valgan estas
citas de dos marxistas prestigiosos, porque a los llamados movimientos de
izquierda, aun a los tercermundistas católicos, no se les cae de la boca el
nombre de Marx a quien posiblemente conocen de oídas o a través de la versión
oportunista de los intérpretes moscovitas, pekineses y hasta… habaneros. Pero
como en este orden de opiniones críticas lo que abunda no siempre daña, valga
también el juicio de un escritor revolucionario ajeno a la heterogénea y
prolífica familia que se considera descendiente de Marx, nos referimos al
pensador libertario Luis Fabbri, quien ya en 1921 expresaba: «… Carlos Marx
concebía para la revolución un proceso democrático-obrero, no dictatorial.
Quería, eso es, un gobierno socialista democrático, que usase el puño de
hierro, ciertamente, contra la burguesía, pero que dejase al proletariado y a
las varias fuerzas y corrientes socialistas esas libertades que suelen llamarse
democráticas (de voto, de prensa, de reunión, de asociación, de autonomía
locales, etc.), en cuanto se basaban sobre la prevalencia de las mayorías a
través del sistema de representaciones».
¿Por qué,
entonces, los que anhelan la conquista del Poder y quienes se aferran a él
después de conquistarlo ponen empeño en cubrir con el nombre de Marx y la
interpretación escolástica de la doctrina, el terrorismo de Estado al servicio
de la dictadura no ya del proletariado sino sobre el proletariado? Habrá que
convenir en que no le faltaba razón a Plejanov cuando ─conocedor del paño─
afirmaba: «la culpa no es de Marx, sino de aquellos que dicen tantas tonterías
en su nombre».
UNA
IDENTIFICACIÓN SOFISTICADA
Es que se ha
identificado la conquista del Poder con la Revolución como si fuesen la misma
cosa. Manera bastante infantil de reducir a términos de simplicidad minúscula
un problema de complejidad mayúscula.
No es el
Poder, sino la Sociedad lo que se debe «conquistar» para la revolución; pero si
es posible conquistar por asalto el Poder, no es posible conquistar la Sociedad
del mismo modo. Al Poder se puede llegar audazmente por un atajo; a la Sociedad
solo se le conquista, o transforma o renueva, transitando un largo, paciente,
quizá sinuoso camino.
El drama de
los revolucionarios que han conquistado el Poder que para mantenerse en él no
pueden prescindir del aparato burocrático centralizado, ni del militar
imponente, ni del policial implacable, consiste en que a medida en que el
tiempo transcurre se hace más tajante el divorcio entre la Sociedad y el
Estado, pues se cristalizan los aparatos provisorios de dominio con destino de
perennidad. Lo que equivale a decir que más está en auge el estatismo que el
socialismo, términos que tienden a confundirse maliciosamente, pues el dominio
del Estado sobre la Sociedad es el imperio de la parte sobre el todo, dominio
que por su índole tiene que ser fatalmente violento tanto en sentido moral como
físico.
Parece
innecesario destacar que la sumisión de la Sociedad al Poder político ocasional
entraña carencia de libertad para el individuo, para la manifestación
espontánea de toda personalidad, para el desarrollo del espíritu crítico de
cuya raíz ha nacido todo pensamiento revolucionario en su momento inicial;
carencia de autonomía y posibilidad de desarrollo para las creaciones
societarias culturales, económicas, y de cualquier otra índole; mengua, en fin,
para todo lo que el humanismo considera desde siglos «la dignidad humana»,
herencia intelectual y sentimental que las corrientes revolucionarias
libertarias llevan a sus más radicales consecuencias, sin que dejen de ser
compatibles los conceptos de sociedad y de individuo, de organización y de
libertad, de orden y de autonomía, de disciplina espontánea y de solidaridad
racional.
Cuando
aparece en forma tan relevante este fenómeno de sumisión de la Sociedad al
Estado, puede decirse que se ha producido una fractura de la Sociedad
dividiéndose en dos fuerzas antagónicas: la Sociedad civil por una parte y la
Sociedad política por la otra. Pero la Sociedad política del lenguaje académico
sociológico se reduce, en última instancia, a la «élite» gobernante, al equipo
representativo del Partido dueño del Poder, y solo por exceso de imaginación
puede decirse que es la clase quien asume la conducción del proceso en marcha.
Vamos a decirlo con palabras de Luis Fabbri: «El Estado, es decir la
institución gubernativa que hace las leyes y las impone por medio de la fuerza
coercitiva, con la violencia o la amenaza de la violencia, tiene una vitalidad
propia y constituye con sus componentes estables o electivos, con sus
funcionarios o magistrados, con sus gendarmes o con sus clientes, una verdadera
y propia clase social aparte, dividida en tantas castas cuantas sean las
ramificaciones de su poder; y esta clase tiene sus intereses especiales,
parasitarios o usurarios, en conflicto con los de la colectividad restante que
el Estado pretende representar». Es oportuno recordar que estas consideraciones
de Fabbri es, por otra parte, continuidad del de Malatesta quien, a su vez, a
fines del siglo pasado expresaba que «… los gobernantes constituyen por sí
mismos una clase, y entre ellos se desarrolla una solidaridad de clase mucho
más poderosa que la existente entre las clases fundadas sobre privilegios
económicos».
Es importante,
para comprender el sentido del fetichismo del Poder, este poco frecuente
reconocimiento de que el Estado, la burocracia inherente, el aparato político
gobernante, todo lo que sirve a la voluntad y ejercicio del Poder, forman una
clase, o casta, poco menos que autónomas en relación con la Sociedad civil que
la nutre y soporta.
El hecho de
que la actitud crítica y decididamente opositora hacia el desarrollo del
concepto fetichista del Poder se manifieste con especial énfasis a través de
las diversas corrientes doctrinarias que circulan bajo el común denominador
anarquista ─no obstante sus diferencias─ no quita que tomemos especialmente en
cuenta algunas manifestaciones de Marx al respecto por lo mismo que hacen uso y
abuso de la literatura marxista los revolucionarios que identifican Revolución
y conquista del Poder. En su «El 18 de Brumario de Luis Bonaparte», Marx
escribió: «Ese Poder, con su enorme organización burocrática y militar, con su
complicado y artificioso mecanismo, cual espantoso parásito que aprisiona a
manera de red el cuerpo de la sociedad francesa y le cierra todos los poros,
nació en la época de la monarquía absoluta. Todas las revoluciones sólo
sirvieron para perfeccionar la máquina gubernativa, antes que hacerla añicos.
Los partidos que alternativamente luchaban por la supremacía consideraban la
conquista de este enorme edificio como el botín reservado al triunfador».
No faltará el consabido escolástico con su
manía interpretativa «sui generis» que nos diga: ese juicio tan despectivo de
Marx va referido a un poder burgués o contrarrevolucionario. Como si el Poder
revolucionario adquiriese técnica y moralmente otras características, como si
la «enorme organización burocrática y militar» no fuese también en el Poder
revolucionario una red que aprisiona el cuerpo de la sociedad cual espantoso
parásito, según la plástica frase de Marx. Y si Marx hubiese vivido en estas
últimas décadas del siglo XX, comprobaría cómo, en efecto, con el transcurso
del tiempo y los cambios políticos habidos, se ha perfeccionado la máquina
gubernativa; ninguna se hizo añicos, mucho menos las que adorna sus desfiles
militares impresionantes del 1º de mayo con el retrato gigantesco de Marx.
Estamos seguros, además, que a Marx le sorprendería la persistencia de este estilo
de organización social nacido «en la época de la monarquía absoluta».
Aún los
cambios más dramáticos que una y otra vez alteran la superficie de las
sociedades no logran atacar la raíz del Poder. «El Estado moderno no es otra
cosa que el rey de los últimos siglos, que continua triunfalmente su trabajo
tenaz sofocando todas las libertades locales, nivelando y uniformando sin
descanso»: escribió P. Viollet2, tras considerar que «nuestra noción
de Estado omnipotente es, bien mirada, el mismo instinto directriz del Viejo
Régimen erigido en doctrina y en sistema».
No fue con
ironía que Rousseau escribió en una carta al Rey ─9 de julio de 1790─ estas
palabras harto elocuentes: «La idea de formar nada más que una clase de
ciudadanos le hubiese gustado a Richelieu; esta superficie igual facilita el ejercicio
del poder…»
La frase de
Rousseau ─«superficie igual»─ se traduce
en el lenguaje político actual por sus equivalentes: partido único, clase
única, unidad nacional, frente único monolítico; frases que tienden a la
uniformidad, a la disciplina, a la obediencia conformista, bajo el imperio del
Poder absoluto; a igualar la superficie, lo que facilita el ejercicio del
Poder.
Es cierto,
que de tanto en tanto aparece en la cúspide del Poder un «democrático» jefe que
puede exclamar con todo derecho «el Estado soy yo», como lo hiciera el monarca
francés. Pero lo más frecuente es que tal fetiche encarnado ─Hitler, Mussolini,
Stalin, quizás mañana Mao y Castro─ son reemplazados tras el natural desgaste
por equipos que dan la sensación ilusoria de pluralidad y diversidad aunque de
hecho subsiste unicidad del Poder cuya base está en la élite partidaria y cuya
permanencia asegura «su enorme organización burocrática y militar, con su
complicado y artificioso mecanismo», al decir de Marx.
Este fenómeno
político, y psicológico también, que vemos como una constante en la historia,
parece dar razón a quienes suponen, cierto que a título de hipótesis, la
existencia de una «voluntad de mandar» en armonía con una «voluntad de obedecer».
Pero, en homenaje a un concepto más optimista del hombre, digamos que la
voluntad de mandar es espontánea y visible, en cambio la voluntad de obedecer
no es espontánea y sólo son visibles sus manifestaciones aparentes,
superficiales, y frecuentemente organizadas por el aparato oficial, engañosas
por lo tanto, como esas manifestaciones «masivas» que llenan las plazas donde
se aclama el discurso del jefe delirante, el consabido monólogo del héroe
histriónico que hipnotiza a las multitudes secuaces esas mismas multitudes que
otro día arrasarán retratos y estatuas en la hora inevitable del derrumbe del
fetiche.
Las huestes
organizadas en partidos para fines revolucionarios, presas de natural
impaciencia, eligen el camino corto del Poder. Pero la experiencia demuestra de
inmediato que el Poder revolucionario no es la Revolución. Cuando la embriaguez
del éxito fulminante se disipa y la conciencia crítica se aclara, se descubre
que el Poder concebido como un medio se convierte en un fin; que allí se
cristalizan otros intereses imprevistos y echan raíces otras emociones
insospechadas. Por lo general, si el análisis crítico se ahonda se descubre que
el Poder es la contrarrevolución, por más que desde el Poder se acuse de contra
revolucionario a todo movimiento o juicio personal discrepantes, no importa si
esta discrepancia tiende precisamente a reivindicar los ideales y los métodos
genuinos de la Revolución abandonados en el camino.
La
experiencia revolucionaria de estos últimos años abona tales afirmaciones realistas
aparentemente escépticas. La experiencia revolucionaria anterior, que la
historia registra, demuestra por otra parte hasta qué punto las viejas
frustraciones se parecen a las nuevas.
No se le
pondrá negar a Proudhon experiencia revolucionaria. Aquel pensador francés,
hombre de acción al mismo tiempo, puso su dedo crítico en la llaga de los
movimientos populares dirigidos hacia la conquista del Poder. Pierre Ansart, en
su obra «Sociología de Proudhon», señala que «el fracaso de la revolución, aún
cuando muy amargo, no es para Proudhon una sorpresa inesperada dado que conoce
bien las debilidades del movimiento obrero»; y señala entre estas debilidades
dos importantes: «la persistencia de los mitos cesarianos y el mal criterio
para resolver la lucha de clases». Proudhon, en efecto, denuncia que ese
movimiento «se complace en lo grande: la centralización, la república indivisa,
el imperio unitario. Por esa misma razón, es comunista». Agrega Ansart que
Proudhon «señaló algo que criticó en todo momento durante la revolución de
febrero; la ciega confianza en el Poder del Estado y el error fundamental de
pensar que la reforma política puede aparejar la reforma económica».
Proudhon
tenía frente a sus ojos la presencia de Napoleón III. De haber vivido en este
siglo nuestro, le parecería un César minúsculo aquel Emperador francés
comparado con los césares fascistas y proletarios de hogaño aclamados por las
multitudes en las plazas italianas o alemanas, o soportados silenciosamente por
las multitudes rusas sordas a los ditirambos de los adictos sumisos, muchos de
éstos, intelectuales de nota dentro y fuera de Rusia, más fuera que dentro…
¿Y, entonces,
a qué se debe el perenne prestigio del fetiche autoritario? Se debe, quizás, a
que muchos piensan «que por encima de cada uno existe una entidad
fantasmagórica, abstracción del organismo colectivo, una especie de divinidad
autónoma, que no piensa con ninguna cabeza concreta, pero que no obstante
piensa; que no se mueve con determinadas piernas humanas, pero que no obstante
se mueve»3; estas palabras del marxista italiano A. Gramsci sirven
admirablemente para caracterizar el fetichismo del Poder, aunque su autor no
las escribió precisamente para darles el mismo destino que nosotros les hemos
dado.
El punto de
partida fundamental que engendra esta fe en la eficacia del camino estatista
para alcanzar una meta revolucionaria está en la identificación de los
conceptos de Sociedad y de Estado. Pero tan grave como esta falsa
identificación es la otra ideal y sentimental que consiste en suponer que
conquista del Poder y revolución social son equivalentes. Es cierto que ningún
teórico serio creerá semejante falacia; no es menos cierto que, cuando más, el
sociólogo revolucionario dirá que la conquista del Poder es tan sólo un paso previo
indispensable para el ulterior proceso de cambio; también es sabido que la
dictadura del proletariado es pregonada como una fatalidad transitoria; pero
toda esta literatura harto conocida, a veces de estilo académico, no es la que
las masas captan íntimamente. A las masas se las alimenta con «slogans»,
consignas, fetiches espirituales, dogmas contundentes. Y es precisamente esta
literatura facciosa de consumo masivo la que se convierte en ideología
seductora, o mejor dicho en pseudo ideología.
Los últimos
en llegar a engrosar las filas del fetichismo autoritario son los llamados
sacerdotes del Tercer Mundo, quienes de la noche a la mañana se han convertido
en maestros de la subversión tras un brevísimo aprendizaje en las escuelas del
mesianismo revolucionario. En una de sus últimas reuniones habidas en Carlos
Paz (Provincia de Córdoba), llegaron a conclusiones nada insólitas en este tipo
de asambleas post-conciliares. Una de las conclusiones, que repetimos por harto
significativas, hace referencia a la «liberación que el pueblo va gestando a
través de largos años de lucha, y que implica la toma del Poder por las
mayorías populares»… Este tópico de la toma del Poder por las mayorías
populares es una fantasía retórica. Las mayorías populares no actúan en la toma
del Poder, apenas si la apoyan. La verdad es que la toma del Poder, por razones
técnicas o por fatalidad histórica, está a cargo de minorías bien adiestradas
las cuales no son necesariamente de extracción «popular», salvo que al término
popular se le dé tanta elasticidad que quepan en él los más heterogéneos
elementos de la sociedad. Lo único incuestionable es que las llamadas mayorías
populares han de soportar, quieras que no, el dominio de las minorías que
invocan su representación no siempre legítimamente habida y otorgada. Se diría
que para los tercermundistas escribió Proudhon hace un siglo estas palabras:
«Poned a un San Vicente de Paul en el Poder, se convertirá en un Guizot o
Talleyrand». Por su parte, Lenin, que algo sabía del arte político revolucionario,
en «¿Qué hacer?» (1902), expresaba: «Hemos dicho que no podría haber aún una
conciencia social democrática entre los trabajadores. Esto sólo podría
procurársela desde afuera». Y como esa «conciencia social democrática» tampoco
había madurado, al parecer, desde 1917 en adelante, los bolcheviques «desde
afuera» se encargaron de imponerla violentamente; sin éxito hasta la fecha,
como lo demuestra el aparato dictatorial subsistente.
A los pocos
días de la citada declaración tercermundista, el presidente de Chile, que
conquistó el Poder merced a una coalición electoral de izquierda, se vio en la
necesidad de amenazar no a los burgueses opositores, sino a sus propios
partidarios: «usaré de la fuerza si es necesario para terminar con las
ocupaciones ilegales de tierras fiscales y particulares»… Parece obvio subrayar
que estos ocupantes «ilegales» de tierras son campesinos menesterosos, parte de
esas mayorías populares que los tercermundistas alientan para la toma del
Poder.
Como se ve,
«la toma del poder por las mayorías populares» no siempre favorece en la medida
soñada «la liberación que el pueblo va gestando a través de largos años de
lucha»… No debemos sorprendernos mucho en presencia de estos dramáticos
contrasentidos aparentes. Ya Landauer, a comienzos de este siglo, en sus
escritos sobre «La Revolución» se refería a «los jóvenes partidos
revolucionarios que a veces gradualmente, o en unos pocos meses cuando el
tiempo corre impetuoso, terminan por seguir los mismos pasos de aquellos contra
quienes se revelaron». El mismo Landauer cuyo profundo pensamiento y heroica
conducta revolucionaria reconocen hombres de muy alta jerarquía intelectual,
como Buber, dice en la misma obra: «Llegará el tiempo en que se verá más claro
lo que Proudhon, el más grande entre los socialistas, dijo en palabras
imperecederas aunque hoy olvidadas: que la revolución social no tiene ninguna
semejanza con la revolución política»…
El fetichismo
de la conquista del Poder forma parte de la revolución política antes que de la
social; tiene ante sus ojos la imagen hechicera del Estado antes que la visión
concreta de la Sociedad.
LOS CONVERSOS
NEOSOCIALISTAS
Los distintos
movimientos y partidos que se autodefinen revolucionarios, y lo son por sus
métodos de acción, postulan la conquista del Poder para realizar el socialismo.
No sospecharon los socialistas del siglo pasado ─utopistas o científicos─ que
esa palabra tan «peligrosa», tan combatida hasta exorcizada como idea
diabólica, llegaría a convertirse en término vulgar, en palabra de uso común.
Menos sospecharían que el término «socialismo» pudiese integrar palabras
compuestas como «nacional-socialismo» y otras por el estilo, doctrinas híbridas
en las cuales la idea socialista se mezcla tanto con el término complementario
como el aceite con el vinagre…
Pero, en
estos momentos, parece que no hay palabras con más fuerza catequista que la
palabra socialismo. Es una etiqueta que sirve para cualquier brebaje. Palabra
echada a perder, que será difícil rescatar de la turbia confusión mental en que
se la sumerge. Mucho antes de que apareciesen estas manifestaciones espurias de
socialismo, Landauer decía que en ese socialismo «se vuelven a encontrar todas
las formas del capitalismo y de la reglamentación y como ellas hacen progresar
hasta la última perfección la tendencia que hoy existe a la uniformidad y a la
nivelación… del proletariado; del establecimiento capitalista ha surgido el
proletariado del Estado… todos los seres humanos sin excepción son pequeños
funcionarios económicos del Estado». Solo que ─esto no pudo ver Landauer─ entre
estos «pequeños funcionarios económicos», los hay aprovechados satisfechos; los
más son sufridos productores insatisfechos.
A los pseudos
socialistas improvisados les encanta la centralización que el Poder organiza,
que acrecienta los atributos del Estado, y que lógicamente, va en detrimento de
la iniciativa individual, cooperativa, comunal, sindical, social. Es un
socialismo que desprecia a la Sociedad; un guiso de liebre sin liebre. No se
comprende cómo puede merecer el calificativo de socialista un Estado que para
afianzarse necesita absorber las fuerzas de la Sociedad supeditándolas con
férrea voluntad de dominio. Proudhon vio claro en la confusión cuando, al tener
presente la experiencia de 1848, señalaba que «los demócratas, todavía víctimas
del mito, depositaron su confianza en un poder superior en vez de encaminar sus
esfuerzos hacia una transformación de las bases sociales… El ciudadano que se
adhiere indiscriminadamente al mito del Estado hace de él una causa superior
independiente, espera de él protección y remedio para sus males, tal como el
creyente acepta la realidad de su Dios, de quien aguarda una acción benéfica»4.
¿Habrá logrado imantar, el mito del Estado, la presunta mística de los
sacerdotes tercermundistas?
Los conversos
al socialismo presumen de nacionalistas para que no se los confunda con los
internacionalistas de viejo cuño: «¡Proletarios del mundo, uníos!». En realidad
son más nacionalistas que socialistas; y de acuerdo con lo que podríamos
considerar tradición en el nacionalismo, estos presuntos socialistas son,
correctamente hablando, estatistas. A estos conversos, más nacionalistas que
socialistas, que han inventado un «socialismo nacional», como quien dice, un
socialismo casero, para uso nostro se
dirigía Proudhon hace un siglo, en una famosa polémica con Herzen: «Esos que
hablan tanto de restablecer la unidad nacional sienten poca inclinación por las
libertades individuales». Fue profeta el revolucionario francés. Todos los
movimientos nacionalistas del tercer mundo africano, asiático y sudamericano,
son liberticidas; todos, mutatis mutandis, siguen el modelo de las democracias
populares donde se ha tomado muy en serio aquella irónica frase de Lenin: «la
libertad es un prejuicio de pequeño-burgueses”.
El descrédito
de la doctrina socialista, sea ésta autoritaria o libertaria, no puede ser
mayor si se piensa que no hay régimen militar sudamericano, más o menos
nasserista ideológicamente, que no se cubra con el nombre del socialismo; si
faltaba una variante pintoresca del socialismo de Estado, ya lo tenemos:
socialismo militar o militarismo socialista.
Entre el
socialismo de los cuarteles y el socialismo de los conventos, el socialismo
genuino, marxista o proudhoniano, aparece transfigurado impunemente en un
arlequín carnavalesco.
Estos
conversos neosocialistas no han contribuido con nuevos aportes a enriquecer el
acervo teórico o práctico del socialismo tradicional; tienen, eso sí, el triste
privilegio de haber logrado en cierta medida el desprestigio de una idea, de
una doctrina, de una ética, tan noble y tan suscitadora de hechos, conductas y
esperanzas heroicas, tan dignas, en fin, de mayor respeto.
Pero no
seamos excesivamente severos en nuestro juicio negador. Habrá que reconocerles
por lo menos, a estos parásitos del socialismo auténtico el mérito de haber
convertido a una palabra temida y poco menos que impronunciable durante mucho
tiempo, en un concepto que transita libremente por los caminos de la política,
aunque inmerso él también en el caos mental que caracteriza esta época de
dramática transición.
Luis Di Filippo
* El presente
ensayo fue publicado en Reconstruir (Nº 82 enero-febrero de 1973)(A.J.C.)
Notas
1 Crítica Sociale. Abril de 1972.
2 «Le Roi et ses Ministres durant les
trois dernieres siècles de la Monarchie». París, 1912. (Cita tomada de El Poder, de B. de Jouvenel).
3 Gramsci, Note sul Macchiavelli, Einaudi, 1949.
4 Ansart, Sociología de Proudhon, Ed. Proyección, 1971.