El anarquismo no es una doctrina de cátedra ni un
descubrimiento de laboratorio, sino un movimiento social de los oprimidos y los
explotados contra la opresión y la explotación. Con filósofos o sin ellos, el
anarquismo no desaparecerá como movimiento revolucionario llamado a cimentar la
sociedad entera sobre nuevas bases económicas, morales y políticas, por la
sencilla razón de que no ha nacido de las fórmulas mágicas de tal o cual
pensador ni fue generado en ninguna biblioteca de viejos infolios.
No negamos
que los filósofos y los pensadores hayan acelerado el desenvolvimiento de las
ideas anarquistas y estamos lejos de poner en tela de juicio su valiosa
contribución al proceso de concreción y de solidificación del pensamiento
revolucionario. Pero de eso a conceder el monopolio del anarquismo a los
filósofos y filosofastros, hay un gran trecho. Los pensadores y los plagiarios
de los pensadores pueden escribir grandes bibliotecas y leer millares y
millares de volúmenes; pueden elevar monumentos literarios de mayor o menor
valor a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad, al esperanto y al
sexualismo revolucionario, pero con esos monumentos no se crea un movimiento social
en que toman parte preferentemente quienes apenas saben leer y quienes, por su
situación material, no pueden permitirse el lujo de devorar bibliotecas o de
divagar en el café. ¡Pobre anarquismo si, por su esencia, se fundara en la
labor de los filósofos y filosofastros!
Felizmente, el anarquismo sigue su curso con una cierta
independencia de nuestras discusiones y mientras debatimos si lo blanco es
blanco o negro, puede muy bien ocurrir que hayamos perdido el contacto efectivo
con el movimiento social libertario de los trabajadores. Porque es entre los
trabajadores oprimidos y explotados donde se alimenta la tendencia
revolucionaria a cuyo desenvolvimiento debemos contribuir con nuevas ideas e
iniciativas y cuya difusión debemos facilitar por medio del periódico, del
libro, de la tribuna, pero no monopolizar como entretenimiento peripatético o
como deporte de nuestras horas de "snobismo" intelectual.
El lastre mental de
las definiciones hechas y de los conceptos estereotipados en los círculos de la
"intelligentzia" es terriblemente sofocador. Hemos creado
caprichosamente palabras y hábitos mentales que luego nos esclavizan y nos unen
a la noria de los automatismos. Las ideas de la lucha de clases, de la unidad
de los trabajadores, del hombre económico y del hombre político, etc., son para
nosotros otros tantos puntos sobre los cuales el peso de los hábitos adquiridos
nos impide reflexionar. Cuando se procura reaccionar contra la dominación de
uno de esos convencionalismos, se advierte la magnitud de su arraigo en las
conciencias y de su poder sobre los hombres.
Ciertamente no vamos a sostener que sea imposible hacer una
cierta separación ideal entre las actividades económicas y las actividades
políticas, pero también podemos clasificar a los hombres en sanguíneos y
biliosos, en partidarios de los tallarines y en partidarios del arroz a la
valenciana, en altos y bajos; en..., la serie es interminable. Lo que nos
parece arbitrario es eso de las separaciones absolutas, por ejemplo: en el
sindicato eres un hombre económico y ¡cuidado con introducir allí el veneno
corruptor de tus ideas particulares! Si quieres ser hombre político,
preocuparte de cosas ideales y culturales, vete al grupo de afinidad de tu
predilección o al partido de tus preferencias. Ese punto de vista de los
sindicalistas franceses y de una minoría de soi-disent anarquistas que
regentean el movimiento obrero de Barcelona, no lo hemos podido comprender
nunca. Si Malatesta se siente inclinado a compartirlo, allá él; si Neno Vasco
lo defendió en un libro de ciento cincuenta páginas, lo mismo nos da. ¿Somos
anarquistas, o no lo somos? Si lo somos, hemos de serlo a todas horas y en
todos los lugares; si no lo somos, mal haríamos en simular ciertos días de
fiesta o entre ciertos contertulios, ideas y sentimientos que no abrigamos.
Se nos dice que el sindicato es para los obreros asalariados
que quieren luchar contra el capitalismo. ¡Otra frase hecha! Ahí está el
ejemplo ruso de la primera hora, para demostrar a los que no tienen voluntad de
ser ciegos, que el capitalismo es un adversario menos fundamental que el
estatismo, que el principio de autoridad. La revolución rusa destruyó las
viejas formas capitalistas; llevó a la ruina el capital privado, pero dejó en
pie una máquina estatal y el capitalismo arrojado por la ventana volvió dos
años más tarde, por la puerta, acompañado de los honores y genuflexiones de sus
pretendidos enemigos de ayer, recibido como el salvador del país. Ser enemigo
del capitalismo no es bastante para ser revolucionario, después, sobre todo, de
la experiencia rusa. Y los que se esfuerzan por sugerir a las masas obreras que
su enemigo principal es el capitalismo se esfuerzan simultáneamente por desviar
el proletariado de su guerra instintiva al Estado. Por lo demás, las luchas de
cada día no nos ponen frente al capitalismo una sola vez, que no tengamos que
contar con la huéspeda -la intervención del Estado en forma de gendarme, de
soldado, de juez, etc.- Los intereses del Estado, aun en los países que se
pretenden regidos por gobiernos "obreros" se identifican con los del
capitalismo. Lo ve todo el mundo. Y hacía falta que vinieran unos señores
sofistas en nombre del sindicalismo a separar las dos cosas y a agrupar a los
trabajadores para la lucha contra el capitalismo, dejando intacto el Estado,
sus instituciones y las ideas que lo fundamentan, en loor a una pretendida
unidad de clase que se quebrantaría cuando los anarquistas, enemigos del
principio de autoridad, atacáramos el Estado y el estatismo.
Comparad esas
generalidades con la valentía de nuestros precursores, los hombres de la
primera Internacional en España e Italia, que decían: "En economía somos
federalistas, en religión ateos, en política anarquistas". Aquellos
hombres no tenían miedo a las palabras ni retrocedían ante ideas que hubieran
parecido demasiado radicales para su tiempo; pero sus continuadores quieren
evitar que se hable de Dios en el Sindicato, porque entonces los religiosos
escaparán y no volverán a pagar sus cuotas para mantener secretarios; no
quieren que se hable de política, porque los partidarios del Estado harían lo
mismo que los religiosos si prevaleciese el punto de vista de los anarquistas;
a lo sumo, ¡gracias a Dios!, nos dejan hablar de economía, y, felizmente, no se
prohíbe atacar el capitalismo… siempre que no se vaya muy lejos, pues de ir
hasta el fondo de la cuestión, los timoratos se retirarían de la agrupación de
los asalariados y sus cuotas se perderían.
Terminemos con estas majaderías. El sindicato, como decía
Borgui, es un continente cuyo contenido puede ser diverso. Supongamos tres
botellas, una de vino, otra de petróleo y otra de ácido sulfúrico: ¿es que
hemos de confundir el contenido el ácido sulfúrico con el vino, por el hecho de
que ambos líquidos están contenidos en botellas? El sindicato, con esa base
común de organismo de asalariados, puede ser fascista, católico, comunista,
anarquista… Lo único que no puede ser el sindicato es… sindicalista, según el
tipo imaginado por Pierre Besnard en Francia.
Algunos pontífices sindicalistas, anarquistas de días de
fiesta, nos acusan del crimen de querer plantar la bandera del anarquismo en el
movimiento obrero. ¡Horror! En el movimiento obrero no hay que plantar esa
bandera; esa bandera pertenece a las tertulias del café o a los grupos de afinidad;
esa bandera tienen que monopolizarla los filósofos; para los trabajadores es
demasiado abstracta; los trabajadores deben permanecer unidos en tanto que son
explotados.
Confesamos el crimen, y confesamos, además, que no
lloraríamos la muerte de organizaciones obreras que no tuvieran más
preocupaciones que la obtención de mejores salarios y de menos horas de
trabajo; digámoslo todo: no lloraríamos
la muerte de organizaciones en donde no pudiera flamear la bandera del
anarquismo.
Ese crimen afecta a los nervios de Fabio; felizmente, no
dispone de verdugos ni de guardia civil; no ocupa todavía el puesto de mandarín
del futuro reinado sindicalista y el crimen no nos llevará por esta vez a la
guillotina. Pero tenemos en cuenta las amenazas ocultas en una dictadura de
dirigentes de organizaciones obreras. Lo que será ese régimen nos lo advierte
ya su pensamiento: las masas organizadas no son nada, lo son todo los que las
dirigen; en otras palabras ha sido dicho, pero el significado es ese. El
sindicato soy yo, dirán nuestros futuros gobernantes, y nos harán callar, como
nos hacen callar Trotzky y los diferentes Mussolinis europeos. Dejemos los
problemas del mañana para el mañana, y mientras nos sea posible hoy, luchemos
por que el movimiento obrero se encamine a la anarquía y reconozca como suya
nuestra bandera. Y en torno a esa bandera agrupemos a los explotados y los
oprimidos para la lucha por un mundo mejor, hoy para una huelga por un poco más
de pan, mañana para una defensa solidaria del hermano caído en la garras de la
ley; otro día para lo que se presente, y diariamente para educar en la libertad
a los materiales humanos que deberán construir el mundo libre.
No queremos
fundar grandes organizaciones obreras sobre la mentira y la simulación de nuestras
ideas; no nos conformamos tampoco con influenciar con nuestras ideas las
organizaciones proletarias; queremos despertar en esas organizaciones las ideas
y tendencias naturales del movimiento obrero, y a esas tendencias se les da el
nombre de anarquismo, porque el movimiento obrero, libre de las influencias
extrañas que lo desvían de sus cauces espontáneos, tiende a la destrucción del
Estado y a organizar la vida social sobre las bases libres que nosotros
deseamos. La finalidad anarquista del movimiento obrero no es ningún
descubrimiento nuestro. La frase de Bovio: anárquico es el pensamiento y hacia
la anarquía marcha la historia, la defendió también Carlos Marx; recordemos una
vez más este pasaje del famoso libelo contra Bakunin: “Todos los socialistas comprenden
por anarquía esto: una vez alcanzado el objetivo del movimiento proletario, el
poder de Estado desaparece y las funciones de gobierno se transforman en
simples funciones administrativas.”
Ahí tenemos a Heinrich Cunow, el compinche
de Karl Kautski en Die Neue Zeit, que acusa a Marx y a Engels de haberse dejado
influir por corrientes ideológicas anarcoliberales de su tiempo (véase el libro
Die Marxsche Geschichte-, Geseschafts-und Staatstheorie. Grunzüge der Marxchen
Soziologie). Y no hace falta más que tomar en la mano libros de los socialistas
más conocidos, por ejemplo Vandervelde, por ejemplo Lenin, para comprobar que
aceptaban y reconocían como un proceso natural el de la finalidad anarquista
del movimiento obrero social y revolucionario. ¡No seamos menos anarquistas que
Marx, pues, y no llevemos nuestra cobardía hasta el punto de abdicar de nuestras ideas en los sindicatos y de cesar en nuestros
esfuerzos por plantar sobre el movimiento obrero total o al menos sobre la
parte que nos responda, la bandera de la anarquía, el objetivo de nuestras
luchas y de nuestros pasos!
No se es traicionado más que por los propios, dice
el refrán; sería doloroso que la defensa de la finalidad anarquista del
movimiento revolucionario tuviéramos que hacerla contra los anarquistas mismos,
recurriendo a la autoridad de nuestro querido amigo Carlos Marx. Las maniobras
de algunos dirigentes de la Confederación Nacional del Trabajo de España, que
se dicen anarquistas, para borrar de ese organismo la finalidad anárquica
históricamente reconocida por el proletariado revolucionario organizado de ese
país es un mal síntoma. Esperamos que la enfermedad no prosperará.
D. A. de Santillán
(Del Suplemento
semanal de La Protesta, Buenos Aires, 10 de agosto de 1925.)
Tomado del Libro El anarquismo en el movimiento obrero