Señor editor del New York Herald
La
sentencia de Chicago indica que el conflicto está tomando en América
una proporción más aguda y un giro más brutal que jamás lo tuvo en
Europa. Las primeras páginas de esta historia empiezan con un acto de
represalias del peor género. Una buena dosis de venganza, pero ningún
hecho concreto, es todo lo que se infiere del proceso de Chicago.
He
leído con atención los datos de la causa; he pesado con detenimiento
los indicios y la evidencia, y no titubeo en asegurar que semejante
sentencia sólo puede hallarse en Europa después de las represalias
llevadas a término por los Consejos de guerra a raíz de la derrota de la
Commune de París, en 1871, el terror blanco de la restauración
borbónica de 1815, se queda muy atrás.
Estoy
completamente conforme con las misivas dirigidas al embajador americano
por el Ayuntamiento de París y el Consejo general del Sena en favor de
los anarquistas sentenciados. Pero el tribunal de Chicago no tiene la
excusa que tenían los consejos de guerra de Versalles, a saber: la
excitación de las pasiones producida por una guerra civil después de una
gran derrota nacional.
Es
evidente, por de pronto, que ninguno de los siete acusados ha arrojado
bomba alguna. Está por demás probado que algunos ya se habían marchado
al cargar furiosamente la policía sobre la multitud. Todavía más: el
fiscal no sostiene que la bomba fue arrojada por cualquiera de los siete
acusados, puesto que de ese hecho acusa a otra persona que no está bajo
la acción de la justicia.
Sólo Spies
es acusado de haber entregado una mecha para poner fuego a la bomba,
pero el único hombre que de ello da testimonio es un tal Gilmer, cuya
mala reputación es bien sabida y cuya costumbre de mentir ha sido
afirmada por diez personas que habían vivido con él. Además el mismo
Gilmer declara haber recibido dinero de la policía.
Después
de los sucesos de Haymarket, los cuerpos colegisladores de Illinois
promulgaron una ley contra los dinamiteros y están ahora a punto de
promulgar otra contra toda clase de conspiradores.
Según esta última ley, cualquier acto relacionado con la fabricación de
bombas, aunque tenga fines legales, será considerado como criminal. Acaba, pues, de ser destruido uno de los principales articulos de la Constitución. Según reza la futura ley, cualquier incidente que dé por resultado un acto ilegal, será también considerado como delito.
No
hace falta probar que la persona que comete un acto ilegal puede haber
leído artículos o escuchado discursos que aconsejaban cometerlo, y así
ahora todos esos artículos y discursos serán responsables de dicho acto.
Queda virtualmente suprimida la libertad de hablar y de escribir. Del
mismo modo la ley francesa reconoce una relación directa entre la
excitación por medio de la palabra, hablada o escrita y el acto
ejecutado.
La nueva ley del Illinois me interesa poco en sí misma y sólo deseo que conste lo siguiente: Siete
anarquistas de Chicago han sido condenados a muerte gracias a un
simulacro de la ley que aún no lo era en 1886, cuando se cometieron los
hechos de que se les acusa. La referida ley fue propuesta con el
propósito de ser aplicada en el proceso de Chicago, y su primer efecto
será matar a siete anarquistas.
Soy de usted afectísimo.
P. Kropotkin
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