Errico Malatesta (1853 - 1932) |
«La conquista de los poderes públicos» es el objetivo de los
socialistas-demócratas.
No examinaremos esta vez hasta qué punto este fin está de
acuerdo con sus teorías históricas, según las cuales la clase económicamente
predominante detentará siempre y fatalmente el poder político, y, por tanto, la
emancipación económica debería necesariamente preceder a la emancipación
política. No discutiremos si, admitida la posibilidad de la conquista del poder
político por parte de una clase desheredada, los medios legales pueden bastar
para lograrla.
Queremos hoy discutir únicamente si esta conquista de los
poderes públicos se armoniza o no con el ideal socialista de una sociedad de
seres, libres e iguales, sin supremacías ni división en clases.
Los socialistas demócratas, especialmente los italianos,
que, quieran o no, han sufrido más que otros la influencia de las ideas
anarquistas, suelen decir en alta voz, por lo menos cuando polemizan con
nosotros, que también quieren abolir el Estado, o de otro modo dicho, el
gobierno, y que precisamente para poder abolirlo quieren apoderarse de él.
¿Qué significa esto? Si significa que pretenden con el acto
de conquistarlo, abolir el Estado, anular toda garantía legal de los «derechos
adquiridos», disolver toda la fuerza armada oficial, suprimir todo poder
legislativo, dejar en su plena y completa autonomía a todas las localidades, a
todas las asociaciones, a todos los individuos, e instaurar una organización
social de abajo a arriba, mediante la libre federación de los grupos de
productores y consumidores, entonces toda la cuestión quedaría reducida a ésta:
que expresan con ciertas palabras las mismas ideas que nosotros expresamos con
otras palabras: Decir: queremos asaltar aquella fortaleza y destruirla, o decir:
queremos apoderarnos de aquella fortaleza para demolerla, es una misma cosa.
Quedaría, sin embargo, entre los socialistas-demócratas y
nosotros la diferencia de opinión, ciertamente de máxima importancia, sobre la
participación en las luchas electorales y saber si yendo los socialistas al
parlamento favorecen o estorban la revolución; si preparan los hombres para una
radical transformación del presente orden de cosas o si educan al pueblo para
aceptar, después de la revolución, una nueva tiranía; por lo menos en aquella
finalidad estaríamos de acuerdo. Pero la verdad es que estas declaraciones de
querer apoderarse del Estado para destruirlo, o son censurables artificios de
polémica, o, si son sinceras, provienen de anarquistas en formación que aún se
consideran demócratas.
Los verdaderos socialistas demócratas tienen una idea bien
diferente de esta «conquista de los poderes públicos». En el Congreso de
Londres, para no citar más que una declaración reciente y solemne, dijeron
claramente que es necesario conquistar los poderes públicos «para legislar y
administrar la sociedad nueva». En la
Critica Sociale leímos que es un error creer que el partido socialista una
vez llegado al poder podrá o querrá disminuir los impuestos, que, al contrario,
el Estado deberá, por medio de un aumento gradual de los impuestos, absorber
gradualmente la riqueza privada para poner en práctica las grandes reformas que
el socialismo se propone (institución de retiros para la vejez, para los
inválidos, para los accidentes del trabajo; organización de escuelas dignas de
los países civilizados; rescate de los grandes capitales, etc.) y de este modo
irse encaminando hacia la lógica meta del perfecto comunismo, cuando todo se
transformará en beneficio público y la riqueza privada en riqueza de la
sociedad. (José Bonzo, «El partido socialista y los impuestos», Critica
Sociale, mayo de 1897).
Por lo visto, es un gobierno completo lo que nos prometen
los socialistas-demócratas, un gobierno con toda la necesaria secuela de
múltiples y diversos funcionarios, de policías y carceleros (para los que
tuvieren intención de no obedecer), sus jueces, administradores de fondos
públicos; con sus programas escolares y sus profesores oficiales, etc., etc.,
y, naturalmente, con todo un cuerpo legislativo que hará leyes y fijará los
impuestos y los varios ministerios que ejecutan y administran las leyes. Sobre
esto podrá haber diferencias de modalidad, de tendencias más o menos
centralizadoras, de métodos más o menos dictatoriales o democráticos, de procesos
más o menos rápidos o graduales; pero en el fondo todos están de acuerdo,
porque esta es la sustancia de su programa.
Es necesario ver ahora si este gobierno que los socialistas
desean ofrece garantías de justicia social, si podría o querría abolir las
clases, destruir toda explotación y opresión del hombre sobre el hombre, si, en
una palabra, podría y querría fundar una sociedad verdaderamente socialista.
Los socialistas-demócratas parten del principio de que el Estado, o gobierno,
es simplemente el órgano político de la clase dominante. En una sociedad
capitalística, dicen, el Estado sirve necesariamente los intereses de los
capitalistas y les garantiza el derecho de explotar a los trabajadores; pero en
una sociedad socialista, abolida la propiedad individual y desaparecidas, con
la destrucción del privilegio, todas las distinciones de clase, entonces el
Estado se transformaría en un órgano de los intereses sociales de todos los
miembros de la sociedad.
Pero aquí se presenta una inevitable dificultad. Si es
verdad que el gobierno es necesariamente y siempre el instrumento de los que
poseen los medios de producción, ¿cómo podrá efectuarse el milagro de un
gobierno capitalista con la misión de abolir el capital? Será, como querían
Marx y Blanqui, por medio de una dictadura impuesta revolucionariamente, como
un acto de fuerza, que revolucionariamente decreta e impone la confiscación de
las propiedades privadas a favor del Estado, representante de los intereses
colectivos? ¿O será, como parece quieren todos los marxistas y gran parte de
los blanquistas modernos, por medio de una mayoría socialista mandada al
parlamento por el sufragio universal?
¿Se procederá de
golpe a la expropiación de la clase dominante por parte de la clase
económicamente sujeta, o se procederá gradualmente obligando a los propietarios
y a los capitalistas a que se dejen quitar poco a poco todos sus privilegios?
Todo esto parece extrañamente en contradicción con la teoría
del «materialismo histórico» que para los marxistas es dogma fundamental.
Nosotros no queremos ahora examinar estas contradicciones ni saber lo que pueda
haber de verdad en la doctrina del materialismo histórico. Supongamos que de
cualquier modo que sea, el gobierno ha caído en manos de los socialistas y
quedó bien y fuertemente constituido un gobierno socialista. ¿Habría, por este
solo hecho, llegado la hora del triunfo del socialismo?
Nosotros creemos que no.
Si la institución de la propiedad individual es el origen de
todos los males que conocemos, no es porque una cierta parte de terreno esté
inscrita en el registro de la propiedad en nombre de fulano o de zutano, sino
porque dicha inscripción da a este individuo el derecho de usar de la tierra
como le plazca, y el uso que de ella hace es regularmente malo, es decir, en
perjuicio de sus semejantes.
En su origen todas las religiones dijeron que la riqueza es
un gravamen que obliga a sus poseedores a cuidarse del bienestar de los pobres
y servirles de padre, y en las fuentes del derecho civil vemos que el señor de
la tierra está preso por tantas obligaciones cívicas que mejor parece un
administrador de los bienes en interés del público, que propietario en el
sentido moderno de la palabra. Pero el hombre está de tal modo forjado que
cuando tiene modo de dominar e imponer a los demás su voluntad, usa y abusa
hasta reducirles a la esclavitud y a la abyección. Así el señor, que debía ser
padre y protector de los pobres, se transformó siempre en su más feroz
explotador. Así sucedió y sucederá siempre con los gobernantes.
De nada sirve decir que cuando el gobierno salga del pueblo
hará los intereses del pueblo; todos los poderes salieron del pueblo, porque el
pueblo es quien da la fuerza, y todos oprimen al pueblo. De nada sirve repetir
que cuando no haya clases privilegiadas el gobierno no podrá dejar de ser el
órgano de la voluntad colectiva. Los gobernantes constituyen por sí mismos una
clase, y entre ellos se desarrolla una solidaridad de clase mucho más poderosa
que la existencia entre las clases fundadas sobre los privilegios
económicos.
Es verdad que hoy el Gobierno es siervo de la burguesía,
pero más lo es porque sus miembros son burgueses que por ser gobierno; como todos
los siervos detestan al amo y le engaña y roba. No fue para servir a la
burguesía que Crispi saqueó los bancos, como tampoco era para servirla que
violó la Constitución.
Aunque el gobernante
no abuse ni robe personalmente, provoca en torno suyo una clase que le debe sus
privilegios y tiene interés en que permanezca en el poder. Los partidos de
gobierno son en el campo político lo que las clases propietarias en el
económico.
Mil veces lo hemos repetido los
anarquistas y toda la historia lo confirma: La propiedad individual y el poder
político son dos eslabones de la cadena que sujeta la humanidad. Imposible
librarse de uno sin librarse del otro. Abolid la propiedad individual sin
abolir el gobierno y aquélla se reconstituirá por obra de los gobernantes. Abolid
el gobierno sin abolir la propiedad individual y los propietarios se
reconstituirán en gobierno.
Cuando Federico Engels, tal vez previendo la crítica
anarquista, decía que, desaparecidas las clases, el Estado propiamente dicho no
tiene ya razón de ser y se transforma de gobierno de hombres en administrador
de las cosas, no hacía más que un vano juego de palabras. Quien tiene el
dominio sobre los hombres, quien gobierna al producto gobierna al productor,
quien mide el consumo es dueño del consumidor.
La cuestión es ésta: o se administran las cosas según los
libres pactos de los interesados y entonces es la anarquía, o son administradas
según la ley fabricada por los administradores y entonces es el gobierno, es el
Estado, y fatalmente será tiránico.
Aquí no se trata de la buena o de la mala fe de este o aquel
hombre, sino de la fatalidad de las situaciones, y de las tendencias que en
general los hombres desarrollan cuando se hallan en ciertas circunstancias.
Además, si se trata verdaderamente del bien de todos, si verdaderamente
administrar las cosas quiere decir en interés de los administrados, ¿quién
mejor puede hacerlo que los mismos productores y consumidores de estas cosas?
¿Para qué sirve un gobierno?
El primer acto de un gobierno socialista apenas llegado al
poder debería ser este: Considerando que siendo gobierno nada podemos hacer y
paralizaríamos la acción del pueblo obligándole a esperar leyes que no podemos
hacer sino sacrificando los intereses de unos y de otros y de todos los
nuestros en particular, nosotros, gobierno, etc., declaramos abolida toda
autoridad, invitamos a todos los ciudadanos a que se organicen en asociaciones
que correspondan a sus varias necesidades, confiamos en la iniciativa de esas
instituciones y para bien de ellas les aportaremos el tributo de nuestra obra
personal.
Jamás gobierno alguno hizo cosa semejante y tampoco lo haría
un gobierno socialista. Por esto si algún día el pueblo tiene la fuerza en sus
manos y sabe ser juicioso impedirá que se constituya un gobierno cualquiera.
Errico Malatesta
Excelente artículo, muy claro y descriptivo. Eso si, con varios errores de redacción.
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