Por Luis Olea
Jueves 16 de julio de un soleado día de 1925. Enrique Barscoj esperaba pasajeros para su vehículo de alquiler, un reluciente Hudson con placa patente 2525, en el paradero de la Plaza de Armas cuando un individuo alto, grueso y de bigotes abundantes le solicitó sus servicios. La orden era dirigirse a calle San Diego y, desde allí, hasta la sucursal Matadero del Banco de Chile. Era el día de la santa patrona nacional: la Virgen del Carmen. El pasajero era absolutamente distinto a quienes trasladaba a diario: tenía un marcado acento español y actuaba con tranquilidad. Al llegar frente a la sucursal bancaria, se subieron al vehículo otros cuatro ocupantes, uno de ellos usaba bufanda granate y una gorra negra. Al cruzar la calle en dirección al banco, el español se colocó un antifaz negro de cuero y los demás desenfundaron armas cortas desde sus bolsillos. Se acercaba el momento. Esto ya lo habían hecho varias veces en distintas partes del mundo y no parecía ser diferente. Los cinco hombres presentaron sus pistolas. Estaban a punto de perpetrar el primer asalto a un banco en la historia de Chile.LOS HOMBRES DE DURRUTI
En la sede de la IWW (Industrial Workers in the World), en pleno centro de Santiago, los dirigentes anarquistas Félix López y Pedro Nolasco Arratía, este último, trabajador gráfico y fundador de la Federación de obreros de imprenta, estaban viviendo su propia película de vaqueros. Las noches anteriores habían departido con unos compañeros españoles que llegaron a Chile huyendo de la persecución que ellos, aguerridos anarquistas, sufrieron en Europa. López y Nolasco tuvieron mayor contacto con dos de ellos: Buenaventura Durruti, que exudaba coraje y carisma, y Francisco Ascaso, más bien serio y retraído. El resto del contingente estaba compuesto por el hermano de Ascaso, Alejandro; Gregorio Jover y Antonio Rodríguez, El Toto. Todos pertenecían al grupo Los Solidarios, destacamento que había emprendido un sinnúmero de acciones armadas y ajusticiamientos en la península ibérica. Esa fama tenía omnibulados a sus pares chilenos, quienes conocían, por ejemplo, el famoso y sanguinario asalto al Banco de Gijón, en 1923, y por el que habían conseguido automático exilio en Francia y Bélgica. López y Nolasco sabían que el paso por Chile era una escala no prevista por los 5 anarquistas, pero a la que le sacarían el mayor provecho posible. Ascaso y Durruti tenían una férrea doctrina de silencio y trataban de hablarse a través de señas, por lo que transmitieron escasamente sus planes a los ‘compañeros’ chilenos. Se podía decir que su relación era de saludos y despedidas. Durruti les había prometido que si los ayudaban con la logística, les confiarían parte del botín para su organización. Una cosa estaba clara, en el atraco actuarían sólo ellos. Y así lo hicieron. Días antes, en la tarde del domingo 12, habían intentado asaltar a los empleados del Club Hípico que llevaban el dinero de las apuestas hacia la administración, ubicada en calle 21 de Mayo. Pero las cosas no salieron como lo habían planificado, ya que los empleados se defendieron a balazos y el robo de los hombres de Durruti fue abortado con rapidez. “Últimamente la capital se ha visto invadida por un grupo de gentes de pésimos antecedentes que viene huyendo de las policías extranjeras. Descubrimiento hecho hace poco días de una banda de tenebrosos extranjeros ha venido a confirmar plenamente esa suposición”, señalaba con asombro el diario Los Tiempos, el día lunes 13 de julio. Tres días más tarde, sin embargo, no habría errores ni malas casualidades. Los cinco forasteros habían decidido que el banco estaría en la periferia de la ciudad y el más adecuado el Banco de Chile que prestaba servicios en el bullente sector del matadero. El robo, entonces, sería allí.
EL HOMBRE DEL ANTIFAZ
Después de dejar el Hudson azul con placa patente 2525, los hombres ingresaron con rapidez al banco. Dentro del edificio la actividad era tranquila. Lo único que llamaba la atención era la presencia de Urbano Villaseca, un arriero que se encontraba recolectando dinero en favor de los calicheros del norte salitrero. Había cuatro funcionarios en actividad y tres en horario de colación cuando irrumpieron los asaltantes. Los hechos se sucedieron rápido: Carlos Thompson, cajero del lugar, contaba y empaquetaba monedas cuando el tipo de bigotes, quien según testigos tenía “aspecto de abastero”, saltó por sobre el mostrador e intentó apoderarse de la caja. En un primer instante Thompson creyó que se trataba de una broma de pésimo gusto, pero entendió que todo era muy serio cuando el hombre del antifaz, apostado a un costado de las cajas y con una Colt de 38 mm en cada mano, lo apuntó directo en las sienes y gritó: -Señores, ¡arriba las manos! Luego de este hecho, los demás bandidos saltaron por sobre las rejas de bronce que resguardaban al cajero, y fueron en busca de los billetes. Thompson, hombre fuerte y bien alimentado, cayó al suelo y desde aquel innoble lugar dio la alarma. La acción del cajero impidió que los malhechores intentaran hacerse de la bóveda mayor y tuvieron que contentarse con el dinero de la caja. Luego sobrevino la fuga y su consiguiente persecución: los asaltantes corrieron hasta el vehículo de alquiler que habían abordado en el centro. En el trayecto dispararon varias veces al cielo para sembrar el pánico entre la muchedumbre que circulaba por San Diego, y lo consiguieron con efectividad. Detrás de ellos venían tres funcionarios del banco. El segundo cajero, Domingo Pérez, intentó seguir el auto, pero recibió un balazo en la mano izquierda que lo detuvo en su intento. Alfredo Muñoz y Manuel Moya fueron más lejos y, aprovechando un momento de confusión ocasionado por el asombro del chofer, se aferraron de la parte posterior del vehículo en movimiento. Allí se inició una intensa balacera por parte de la banda, quienes, asomándose por la ventanilla trasera dispararon sus armas. Primero dieron con Muñoz, quien recibió dos balazos, uno que se alojó en el cráneo y otro que impactó en su rodilla derecha. Moya, en cambio, sólo recibió una contusión leve al caer mientras el Hudson de color azul intentaba la fuga. En San Diego esquina Concepción el auto ya corría solo y sin dificultades. Mientras tanto el auxiliar del Banco, Benjamín Valdés, detuvo un auto de alquiler que se hallaba en las cercanías y, junto al policía (Dragoneante en esa época), Miguel Mella, fueron tras los asaltantes. Claro que sólo alcanzaron a seguirlos unos cuantos metros, pues el chofer del carro se negó a seguir la persecución a causa de la lluvia de balas que provenía del auto de los asaltantes. En San Diego, entre Victoria y Pedro Lagos, les perdieron pisada definitivamente. Algunos testigos dijeron que el auto dobló por Matta al oriente, aunque otros aseguraron que tomó la dirección contraria hacia el Parque Ercilla. El monto total del asalto bordeó los 50 mil pesos de la época. Con respecto a la banda, la policía sólo llegó a dos conclusiones. Una: tenían “voces extrañas que les daban el aspecto de argentinos o de españoles”, como hizo mención La Nación del viernes 17 de Julio. Y dos: en el suelo del local se encontró el antifaz del jefe de la banda. En la prensa se habló del nacimiento de una nueva etapa en la criminología del país. El Mercurio editorializó de la siguiente manera: “Está demostrando que Santiago no tiene hoy solo el peligro de los bandidos que obran a la antigua, sino también de los que siguen los nuevos sistemas terroríficos capaces de atemorizar a los hombres de más ánimo”. Los diarios llamaron a los asaltantes “Apaches”, en alusión al nombre con que los periodistas franceses caracterizaban a los hampones de París, y que había sido tomado de un famoso tango del uruguayo Manuel Gregorio Arostegui, “El Apache Argentino”. Santiago de Chile, poniéndose al día con el resto del mundo, había conocido a sus primeros “Apaches”. Nadie sabía que se trataba de Buenaventura Durruti, el anarquista más famoso de Europa.
SIEMPRE SEREMOS PRÓFUGOS
Después del asalto y aprovechando el alboroto que causaron, el quinteto de asaltantes intentó dar el golpe maestro. El día sábado 18 asaltaron en la calle Seminario a un cajero de ferrocarriles con el fin de adueñarse de las llaves de caudales del terminal Alameda. Por desgracia para ellos, el cajero no llevaba las llaves consigo, lo que frustró el asalto. La prensa estaba conmocionada, hablaba de peligrosos asaltantes argentinos fugados recientemente de la cárcel de La Plata, y que se habían coludido con hampones locales. Las pulsaciones de la ciudad marcaban un ritmo frenético, y cercano al pánico. Para aparentar agilidad y pericia, la justicia sometió a proceso a Enrique Barscoj, el chofer que los condujo hasta el banco y luego huyó con ellos bajo amenaza, pero que tuvieron la deferencia de cancelarle la carrera. El juez instructor de la causa, Fernando Soro Barriga, solicitó a la prensa que no siguiera endiosando a los hampones y que dejaran de lado la tesis que hablaba de forajidos extranjeros. Durante todo ese tiempo los cinco se hospedaron en un hotel de poca monta en las cercanías de Avenida Matta. La dependienta recordó años después a un grupo de “gente muy educada” y que hablaba todo el tiempo sobre temas sociales. A principios de agosto, y con toda calma, Durruti, Ascaso, Jover y los demás hombres abandonaban el país. Primero se trasladaron a Los Andes y desde allí tomaron el Tren Trasandino como pasajeros comunes y corrientes con destino a Argentina.
DE LOS PIRINEOS A LOS ANDES
En Argentina trataron de trabajar. Durruti intentó ser un estibador, Ascaso quiso ser cocinero y Jover, un carpintero. Pero aquello les duró poco. El 18 de enero de 1926 asaltaron el Banco San Martín. No dieron con ellos y se creyeron a salvo. Pronto, sin embargo, se dieron cuenta que se cerraba el cerco; había fotografías suyas en las estaciones de ferrocarril, en trenes y tranvías. Era tiempo de escapar. Cruzaron a Montevideo. Ahí elaboraron una estrategia que dejaba en claro que no se trataba de simples niños jugando a los bandidos: compraron boletos de primera clase en el buque que los trasladaría a Cherburgo, pero terminaron en las Islas Canarias. Acababa así su travesía por América Latina. La posterior vida de Durrutiy sus compañeros se convirtió en vértigo: En 1926, en París, ideó un doble atentado contra el Rey y Primo de Rivera, el que fracasó y provocó un nuevo exilio hasta 1931. En 1932 fue desplazado al Sahara español. En 1933 y 1934 cayó sucesivamente preso después tres intentos insurreccionales sin éxito. En febrero de 1936 el izquierdista Frente Popular ganó las elecciones españolas, con el apoyo a regañadientes de los anarquistas. El 18 de julio de ese mismo año, Francisco Franco dió un golpe militar y detonó la Guerra Civil Española. Seis días después Durruti armó una milicia con más de 2.500 hombres para luchar contra los franquistas. Se bautizó como la “Columna Durruti”. En noviembre de ese año su columna se dirigió a Madrid para defender la ciudad de Franco. El 20 de ese mes, sin embargo, encontró la muerte, contando con 40 años de edad. En ese momento Buenaventura Durruti dejó de ser historia y se convirtió en mito. Su cuerpo fue trasladado a Barcelona donde se hicieron los funerales ante cerca de medio millón de personas. Era el mismo hombre que 11 años antes, con un antifaz de cuero negro, había ocupado las portadas de los diarios con un robo histórico, el del Banco de Chile, sucursal Matadero.
Texto extraído de http://www.rebelion.org/noticia.php?id=21122
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