El siguiente texto fue elaborado a partir de diversos artículos de Errico Malatesta publicados en la prensa libertaria de principios de siglo pasado, y corresponde a un fragmento del capítulo I del libro Malatesta, pensamiento y acción revolucionarios a cargo del compilador Vernon Richards. Para más información, referencias y citas pueden consultar el libro haciendo clic aquí
Recuerdo que en ocasión de un resonante atentado
anarquista, alguien que figuraba entonces en las primeras filas del partido
socialista y acababa de volver de la guerra turco–griega, gritaba fuerte, con
aprobación de sus compañeros, que la vida humana es sagrada siempre y que no
hay que atentar contra ella ni siquiera por causa de la libertad. Parece que exceptuara la vida de los turcos y la
causa de la independencia griega. ¿Es esto ilógico o hipócrita?
La violencia anarquista es la única justificable, la
única que no es criminal. Hablo naturalmente de la violencia que tiene en
verdad caracteres anarquistas, y no de este o aquel hecho de violencia ciega e
irrazonable que se ha atribuido a los anarquistas, y que quizá fue cometido por
verdaderos anarquistas empujados a un estado de furor por infames persecuciones,
o enceguecidos, por exceso de sensibilidad no moderada por la razón, por el
espectáculo de las injusticias sociales, por el dolor que les producía el dolor
de los demás. La verdadera violencia anarquista es la que termina
donde cesa la necesidad de la defensa y de la liberación. Está moderada por la
conciencia de que los individuos, tomados aisladamente, son poco o nada
responsables de la posición que les ha asignado la herencia y el ambiente; éste
no se inspira en el odio sino en el amor; y es santa porque tiende a la
liberación de todos y no a la sustitución del dominio de los demás por el
propio.
Ha habido en Italia un partido que, con fines de
elevada civilidad, se ha aplicado a extinguir en las masas toda fe en la violencia...
y logró hacerlas incapaces de toda resistencia cuando llegó el fascismo. Me
pareció que el mismo Turati ha reconocido más o menos claramente o lamentado
este hecho en su discurso de París, en ocasión de la conmemoración de Jaures. Los anarquistas no son hipócritas. Es necesario
rechazar la fuerza con la fuerza: hoy contra las opresiones de hoy; mañana
contra las opresiones que pudieran tratar de sustituir a las de hoy. McKinley, jefe de la oligarquía norteamericana,
instrumento y defensor de los grandes capitalistas, traidor de los cubanos y
los filipinos, el hombre que autorizó la masacre de los huelguistas de
Hazleton, las torturas de los mineros de Idaho y las mil infamias que todos los
días se cometen contra los trabajadores en la “república modelo”, el que encarnaba
la política militarista, conquistadora, imperialista a que se lanzó la pingüe
burguesía americana, cayó víctima del revólver de un anarquista.
¿De qué queréis que nos aflijamos, como no sea por
la suerte reservada al hombre generoso que, oportuna o inoportunamente, con
buena o mala táctica, se ofreció en holocausto a la causa de la igualdad y de
la libertad? “El acto de Czolgosz (podría responder L’Agitazione)
no ha hecho progresar en nada la causa del proletariado y de la revolución; a
McKinley le sucede su igual, Roosevelt, y todo queda en el estado anterior, salvo
que la posición se ha vuelto un poco más difícil para los anarquistas.” Y puede
ocurrir que L’Agitazione tenga razón: más aún, en el ambiente norteamericano,
por lo que yo sé, me parece probable que sea así.
Y esto quiere decir que en la guerra hay movimientos
brillantes y otros equivocados, hay combatientes sagaces Y otros que, dejándose
llevar por el entusiasmo, se ofrecen como fácil blanco al enemigo, y quizá
comprometen la posición de los compañeros; esto quiere decir que cada uno debe
aconsejar, defender y practicar la táctica que crea más adecuada para lograr la
victoria en el tiempo más breve con el menor sacrificio posible; pero no puede alterar
el hecho fundamental, evidente, de que quien combate bien o mal contra nuestro
enemigo y con nuestros mismos propósitos es nuestro amigo y tiene derecho no
sólo a nuestra incondicional aprobación, sino también a nuestra cordial
simpatía.
El hecho de que la unidad combatiente sea una
colectividad o un individuo solo no puede cambiar nada en el aspecto moral de
la cuestión. Una insurrección armada que se realiza en forma inoportuna puede
producir un daño real o aparente para la guerra social que nosotros libramos,
como ocurre con un atentado individual que choca contra el sentimiento popular;
pero si la insurrección se hace para conquistar la libertad, no habrá nadie que
se atreva a negar el carácter de combatientes político–sociales que tienen los
insurgentes vencidos. ¿Por qué debería ser de distinta manera en caso de que el
insurgente sea uno solo?...Aquí no se trata de discutir de táctica. Si se
tratase de eso, yo diría que en líneas generales prefiero la acción colectiva
más bien que la individual, incluso porque en el caso de la acción colectiva,
que requiere cualidades medias bastantes comunes, se puede realizar más o menos
la asignación de tareas, mientras que no se puede contar con el heroísmo
excepcional y por naturaleza esporádico, que requiere el sacrificio individual.
Se trata ahora de una cuestión más elevada: se trata del espíritu revolucionario,
del sentimiento casi instintivo de odio contra la opresión, sin el cual no vale
nada la letra muerta de los programas, por más libertarios que sean los propósitos
que se afirmen; se trata del espíritu de combatividad, sin el cual incluso los anarquistas
se domestican, y terminan por una u otra vía en el pantano del legalismo...
Gaetano
Bresci, operario y anarquista, asesinó al rey Humberto. Dos hombres: uno muerto
inmaduramente, el otro condenado a una vida de tormentos que es mil veces peor
que la muerte. ¡Dos familias sumergidas en el dolor! ¿De quién es la culpa?...Es cierto que si se toman en cuenta las
consideraciones de herencia, educación y ambiente, la responsabilidad personal
de los poderosos se atenúa mucho y quizá desaparece por completo. Pero
entonces, si el rey es irresponsable de sus actos y de sus omisiones, si pese a
la opresión, el despojo, la masacre del pueblo realizada en su nombre, hay que
mantenerlo en el primer lugar en el país, ¿por qué sería responsable Bresci?
¿Por qué debería Bresci pagar con una vida de inenarrables sufrimientos un acto
que por más que se lo quiera juzgar equivocado, ninguno puede negar que se
inspiró en intenciones altruistas? Pero esta cuestión de la investigación de las
responsabilidades no nos interesa mucho. Creemos en el derecho de castigar,
rechazamos la idea de la venganza como sentimiento bárbaro: no nos proponemos
ser ejecutores de la justicia, ni vengadores. Más santa, más noble, más fecunda
nos parece la misión de liberadores y pacificadores.
A los reyes, a los opresores, a los explotadores les
tenderíamos con gusto la mano, siempre que quisieran volverse hombres entre los
hombres, iguales entre los iguales. Pero mientras se obstinen en disfrutar del actual
orden de cosas, y en defenderlo con la fuerza, produciendo así el martirio, el
embrutecimiento y la muerte por privaciones de millones de seres humanos, nos
vemos forzados a oponer la fuerza a la fuerza y tenemos el deber de hacerlo. Sabemos que estos hechos de violencia aislada, sin
suficiente preparación en el pueblo, son estériles y a menudo producen, al
provocar reacciones a las que es incapaz de resistir, dolores infinitos y dañan
la causa misma que tratan de servir. Sabemos que lo esencial, lo indiscutiblemente útil
consiste no ya en matar la persona de un rey, sino en matar a todos los reyes
–los de las Cortes, de los Parlamentos y de las fábricas– en el corazón y la
mente de la gente; es decir, en erradicar la fe en el principio de autoridad al
cual rinde culto una parte tan considerable del pueblo.
No necesito reiterar mi desaprobación, mi horror por
atentados como los del Diana, que aparte de ser malos en sí son también
estúpidos, porque dañan inevitablemente a la causa a la que deberían servir. Y
no he dejado nunca, en casos similares, también y especialmente cuando resultó
que esos casos eran obra de anarquistas auténticos, de protestar enérgicamente.
He protestado cuando la protesta podía beneficiarme personalmente y también lo
hice cuando me habría sido más útil guardar silencio, porque mi protesta se
inspiraba en elevadas razones de principio y de táctica y constituía para mí un
deber, pues me ocurre encontrar gente que, dotada de escaso espíritu crítico personal,
se deja guiar por mis palabras. Pero ahora no se trata de juzgar el hecho, de
discutir si estaba bien o mal hacerlo y si estaría bien o mal cometer otros similares.
Ahora se trata de juzgar a hombres amenazados por una pena mil veces peor que
la muerte, y entonces hay que examinar quiénes son esos hombres, cuáles eran
sus intenciones y las circunstancias ambientales en que actuaron...Pero he dicho que esos asesinos son también
santos y héroes; y contra esta afirmación protestan aquellos amigos míos, en
homenaje a los que ellos llaman héroes y santos verdaderos que, según parece,
no se equivocan nunca.
Yo no puedo sino confirmar lo que he dicho.
Cuando pienso en todo lo que aprendí de Mariani y de
Aguggini, cuando pienso qué buenos hijos y hermanos eran y cuán afectuosos y
devotos compañeros se mostraban en la vida cotidiana, siempre dispuestos a correr
riesgos y realizar sacrificios cuando la necesidad urgía, lloro su suerte,
lloro la fatalidad que hizo asesinos de aquellas naturalezas bellas y nobles.
Dije que se los celebrará un día –no dije que los
celebraría yo–; y se los celebrará porque, como ocurrió con tantos otros, se
olvidará el hecho brutal, la pasión que los extravió, para recordar sólo la
idea que los iluminó, el martirio que los hizo sagrados. No quiero extenderme aquí en recuerdos históricos;
pero si quisiera podría encontrar en la historia de todas las revoluciones, en
la del Risorgimento italiano –no trato en absoluto de aludir a los casos de
Felice Orsini y otros semejantes–, en la misma historia nuestra, mil ejemplos
de hombres que cometieron hechos tan malos y estúpidos como el del Diana, y son
sin embargo celebrados por los respectivos partidos, justamente porque se
olvida el hecho y se recuerda la intención, y el hombre se vuelve símbolo y la
historia se transforma en leyenda. Torquemada, que torturaba y se torturaba para servir
a Dios y para salvar almas, era un santo y un asesino. La madre que consagrara, como no es raro que ocurra,
todo su tiempo y sus medios, y se expusiera a todos los peligros y sufrimientos
para asistir y socorrer a los enfermos, dejando que sus hijos se consumieran en
la suciedad y murieran de hambre, sería una santa, pero también sería una madre
asesina. Se podría sostener fácilmente que el santo y el
héroe es casi siempre un desequilibrado. Pero entonces todo se reduciría a una
cuestión de palabras, de definición. ¿Qué es el santo? ¿Qué es el héroe?
Basta de sutilezas.
Lo importante es no confundir el hecho con las
intenciones, y al condenar el hecho malo, no omitir el hacer justicia a las buenas
intenciones. Y esto no sólo por respeto a la verdad, no sólo por piedad humana,
sino también por razones de propaganda, por los efectos trágicos que nuestro
juicio puede producir. Existen, y existirán siempre mientras duren las
actuales condiciones y el ambiente de violencia en que vivimos, hombres generosos,
rebeldes, supersensibles, pero privados de reflexión suficiente, que en
determinadas circunstancias son pasibles de dejarse arrastrar por la pasión y
asestar golpes a ciegas. Si no reconocemos paladinamente la bondad de sus
intenciones, y no distinguimos el error de la maldad, perdemos todo ascendiente
moral sobre ellos y los abandonamos a sus impulsos ciegos. En cambio, si rendimos
homenaje a su bondad, a su coraje, a su espíritu de sacrificio, podemos por la
vía del corazón llegar a su inteligencia y hacer de modo que esos tesoros de
energía que residen en ellos se empleen en favor de la causa de una manera inteligente,
buena y útil.
"A los reyes, a los opresores, a los explotadores les tenderíamos con gusto la mano, siempre que quisieran volverse hombres entre los hombres, iguales entre los iguales".
ResponderEliminar¿Cuándo, a lo largo de la historia, hemos oído semejante proclama por parte del opresor? Es de esta generosa y justa oferta de la que se defienden quienes quieren perpetuar su privilegiada e injusta posición dominante.
En Alcoy, España, los pequeños burgueses se entregaron a trabajar para las colectividades, no les quedaban muchas opciones.
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