Todo poder supone alguna forma de esclavitud humana, pues la división de la sociedad en clases superiores e inferiores es una de las primeras condiciones de su existencia. La separación de los hombres en castas, estamentos y clases, que emana de toda estructura de poder, corresponde a una necesidad interna para separar del pueblo a los privilegiados, y las leyendas y tradiciones procuran alimentar y ahondar en las concepciones de los hombres la creencia en la ineludibilidad de esa separación. Un poder joven puede poner fin al dominio de viejas clases privilegiadas, pero sólo si suscita simultáneamente una nueva casta privilegiada, necesaria para la ejecución de sus planes. Así los fundadores de la llamada dictadura del proletariado en Rusia hubieron de dar vida a la comisariocracia, que se aparta de las grandes masas de la población laboriosa lo mismo que las clases privilegiadas de la población de cualquier país.
Ya Platón, que quería hacer coincidir, en interés del Estado, el sentimiento psíquico del individuo con un concepto de la virtud establecido por el gobierno, haciendo derivar toda moral de la política, siendo con ello el primero en crear las condiciones espirituales de la llamada razón de Estado, había comprendido que la división de clases era una necesidad interior para la existencia del Estado. Por esta razón hizo de la pertenencia a uno de esos tres estamentos en que había de asentar su institución estatal, un problema del destino, en el cual el individuo carecía de toda influencia. Pero para inculcar en los seres humanos la fe en su destino natural, tiene que servirse el estadista de un engaño saludable, diciéndoles: Para aquellos de vosotros destinados a ejercer el poder, mezcló el Dios creador oro en la substancia productora; por eso su valor es el más precioso; pero mezcló plata para los auxiliares de aquéllos, y hierro y bronce para los campesinos y otros artesanos. A la pregunta sobre cómo podría infundirse a los ciudadanos la fe en ese engaño, dice la respuesta: El persuadirles a ellos mismos de eso lo tengo por imposible, pero no es imposible hacer creer la fábula a sus hijos y descendientes y a todas las generaciones sucesivas.[1]
Aquí se determina el destino del hombre, pues de la mezcla que ha recibido de Dios, depende el que haya de ser en la vida amo o siervo. Hacer ahondar esa creencia en un destino inevitable en la imaginación del hombre y darle la consagración mística de una convicción religiosa, fue, hasta hoy, el objetivo primordial de toda política de dominio.
Como el Estado aspira a obstruir dentro de sus límites toda nivelación social de sus súbditos y eternizar la escisión entre ellos por la estructuración en clases y castas, tiene también que procurar aislarse hacia fuera de todos los otros Estados e infundir a sus ciudadanos la fe en su superioridad nacional frente a todos los demás pueblos. Platón, el único pensador griego en quien se manifiesta bastante claramente la idea de una unidad nacional de todos los helenos, se sintió también exclusivamente griego y trató con evidente desprecio a los bárbaros. La idea de que se les pudiera equiparar o tan sólo aproximar a los helenos, le pareció tan ridícula como inconcebible. Por esa razón quiso ver realizados por extranjeros y por esclavos todos los trabajos pesados y humillantes en su Estado ideal. No sólo lo consideró una ventaja para la casta helénica de los señores, sino también un beneficio para los esclavos mismos, los cuales, según su interpretación, tenían que considerar como un signo favorable del destino el servir precisamente a los griegos, si estaban ya predestinados a realizar los trabajos inferiores de un esclavo.
Aristóteles ha concebido más claramente aún la noción del destino natural del hombre. También para él había pueblos y clases destinados por la naturaleza a ejecutar los trabajos inferiores. A ellos pertenecían, ante todo, los bárbaros y los no griegos. Hizo una distinción, es verdad, entre esclavos por naturaleza y esclavos por ley, entendiendo por los primeros aquellos que, a causa de su falta espiritual de independencia, han sido destinados por la naturaleza a obedecer a los otros, mientras que califica de esclavos por ley a los que han perdido su libertad por la prisión en la guerra. Pero en ambos casos el esclavo es para él sólo una máquina viviente, y como tal una parte de su señor. Según los principios que defiende Aristóteles en su Política, la esclavitud es beneficiosa para el dominador y para el dominado, porque la naturaleza ha dado a uno capacidades superiores, al otro sólo la fuerza bruta del animal, con lo cual resulta por sí mismo el papel del amo y el del esclavo.
Para Aristóteles el hombre era un creador del Estado, llamado por toda su naturaleza a ser ciudadano bajo un gobierno. Sólo por ese motivo condenaba el suicidio, pues negaba al individuo el derecho a privar de su persona al Estado. Aunque Aristóteles juzgó bastante desfavorablemente el Estado ideal de Platón, y calificó especialmente la comunidad de bienes a que éste aspiraba como contraria a las leyes de la naturaleza, el Estado en sí y por sí era, para él, a pesar de todo, el centro en torno del cual giraba la existencia terrestre. Y como, igual que Platón, opinaba que la dirección de los asuntos del Estado debía estar siempre en manos de una pequeña minoría de hombres selectos, destinados por la naturaleza misma para ese oficio, tuvo necesariamente que justificar el privilegio de los elegidos en base a la supuesta inferioridad de las grandes masas del pueblo, y atribuir esa situación al poder férreo del proceso natural. Pero en esas nociones arraiga, en última instancia, la justificación moral de toda tiranía. En cuanto se ha llegado hasta a escindir a los propios conciudadanos en una masa espiritualmente inferior y en una minoría destinada por la naturaleza misma para una labor creadora, se deduce de ello, por propio peso, la creencia en la existencia de pueblos inferiores y selectos, particularmente cuando los selectos pueden sacar provecho del trabajo esclavizado de los inferiores y eludir así la preocupación por la propia existencia.
Y sin embargo la creencia en las supuestas capacidades creadoras del poder se basa en un cruel autoengaño, pues el poder como tal no crea nada y está completamente a merced de la actividad creadora de los súbditos para poder tan sólo existir. Nada es más engañoso que reconocer en el Estado el verdadero creador del proceso cultural, como ocurre casi siempre, por desgracia. Precisamente lo contrario es verdad: el Estado fue desde el comienzo la energía paralizadora que estuvo con manifiesta hostilidad frente al desarrollo de toda forma superior de cultura. Los Estados no crean ninguna cultura; en cambio sucumben a menudo a formas superiores de cultura. Poder y cultura, en el más profundo sentido, son contradicciones insuperables; la fuerza de la una va siempre mano a mano con la debilidad de la otra. Un poderoso aparato de Estado es el mayor obstáculo a todo desenvolvimiento cultural. Allí donde mueren los Estados o es restringido a un mínimo su poder, es donde mejor prospera la cultura.
Ese pensamiento parece desmedido a muchos porque nos ha sido completamente falseada, por un mentido adiestramiento instructivo, la visión profunda de las verdaderas causas del proceso cultural. Para conservar el Estado, se nos ha atiborrado el cerebro con una gran cantidad de falsos conceptos y absurdas nociones, en tal forma que los más no son ya capaces de acercarse sin preconceptos a las cuestiones históricas. Sonreímos ante la simplicidad de los cronistas chinos que sostienen del fabuloso emperador Fu-hi, que ha llevado a sus súbditos el arte de la caza, de la pesca y de la cría de animales; que ha inventado para ellos los primeros instrumentos musicales y les ha enseñado el uso de la escritura. Pero repetimos sin pensar todo lo que nos metieron en la cabeza sobre la cultura de los Faraones, sobre la actividad creadora de los reyes babilónicos o las supuestas hazañas culturales de Alejandro de Macedonia o del viejo Federico, y no sospechamos que todo es mera fábula, urdimbre de mentiras que no contiene ni una chispa de verdad; pero que se nos ha remachado en la cabeza tan a menudo, que se ha convertido para la mayoría en una especie de certidumbre interior.
La cultura no se crea por decreto; se crea a sí misma y surge espontáneamente de las necesidades de los seres humanos y de su cooperación social. Ningún gobernante pudo ordenar a los hombres que formasen las primeras herramientas, que se sirviesen del fuego, que inventasen el telescopio y la máquina de vapor o versificasen la Ilíada. Los valores culturales no brotan por indicaciones de instancias superiores, no se dejan imponer por decretos ni vivificar por decisiones de asambleas legislativas. Ni en Egipto, ni en Babilonia, ni en ningún otro país fue creada la cultura por los potentados de las instituciones políticas de dominio; éstos sólo recibieron una cultura ya existente y desarrollada para ponerla al servicio de sus aspiraciones particulares de gobierno. Pero con ello pusieron el hacha en las raíces de todo desenvolvimiento cultural ulterior, pues en el mismo grado que se afianzó el poder político y sometió todos los dominios de la vida social a su influencia, se operó la petrificación interna de las viejas formas culturales, hasta que, en el área de su anterior círculo de influencia, no pudo volver a brotar usa sola chispa de verdadera vida.
La dominación política aspira siempre a la uniformidad. En su estúpido intento de ordenar y dirigir todo proceso social de acuerdo con determinados principios, procura siempre someter todos los aspectos de la actividad humana a un cartabón único. Con ello incurre en una contradicción insoluble con las fuerzas creadoras del proceso cultural superior, que pugnan siempre por nuevas formas y estructuras, y, en consecuencia, están tan ligadas a lo multiforme y diverso de la aspiración humana como el poder político a los cartabones y formas rígidas. Entre las pretensiones políticas y económicas de dominio de las minorías privilegiadas de la sociedad y la manifestación cultural del pueblo existe siempre una lucha interna, pues ambas presionan en direcciones distintas y no se dejan fusionar nunca voluntariamente; sólo pueden ser agrupadas en una aparente armonía por coacción externa y violación espiritual. Ya el sabio chino Lao-Tsé reconoció esa contradicción cuando dijo:
Dirigir la comunidad es, según la experiencia. imposible; la comunidad es colaboración de fuerzas y, como tal, según el pensamiento, no se deja dirigir por la fuerza de un individuo. Ordenarla es sacarla del orden; fortalecerla es perturbarla. Pues la acción del individuo cambia; aquí va adelante, allí cede; aquí muestra calor, allí frío; aquí emplea la fuerza, allí muestra flojedad: aquí actividad, allí sosiego.
Por tanto, el perfecto evita el placer de mando, evita el atractivo del poder, evita el brillo del poder.[2]También Nietzsche ha concebido en lo más profundo esa verdad, aunque su dislocación interna, su perpetua oscilación entre concepciones autoritarias anticuadas y pensamientos verdaderamente libertarios, le impidieron toda la vida deducir de ella las conclusiones naturales. Sin embargo, lo que ha escrito sobre la decadencia de la cultura en Alemania es de la más expresiva importancia y encuentra su confirmación en la ruina de toda suerte de cultura.
Nadie puede dar más de lo que tiene: esto se aplica al individuo como se aplica a los pueblos. Si se entrega uno al poder, a la gran política, a la economía, al tráfico mundial, al parlamentarismo, a los intereses militares; si se entrega el tanto de razón, de seriedad, de voluntad, de autosuperación que hay hacia ese lado, falta del otro lado. La cultura y el Estado ─no hay que engañarse al respecto─ son antagónicos: Estado cultural es sólo una idea moderna. Lo uno vive de lo otro, lo uno prospera a costa de lo otro. Todas las grandes épocas de la cultura son tiempos de decadencia política: lo que es grande en el sentido de la cultura, es apolítico, incluso antipolítico.[3]Si el Estado no consigue dentro de la esfera de influencia de su poder encarrilar la acción cultural por determinadas vías adecuadas a sus objetivos, y obstaculizar de esa manera sus formas superiores, precisamente esas formas superiores de la cultura espiritual harán saltar, tarde o temprano, los cuadros políticos que encuentren como trabas en su desarrollo. Pero si el aparato del poder es bastante fuerte para comprimir en determinadas formas, por largo tiempo, la vida cultural, sé buscan poco a poco otras salidas, pues la vida cultural no está ligada a ninguna frontera política. Toda forma superior de la cultura, en tanto que no está demasiado obstaculizada por los diques políticos en su desenvolvimiento natural, lleva a una continua renovación de su impulso creador. Toda obra alcanzada despierta la necesidad de mayor perfección y de más honda espiritualización. La cultura es siempre creadora: busca nuevas formas de expresión. Se parece al follaje de la selva tropical, cuyas ramas tocan la tierra y echan sin cesar nuevas raíces.
Pero el poder no es nunca creador: es infecundo. Se aprovecha sencillamente de la fuerza creadora de una cultura existente para encubrir su desnudez, para darse jerarquía. El poder es siempre un elemento negativo en la Historia, que se adorna con plumaje extraño para dar a su impotencia la apariencia de fuerza creadora. También aquí da en el clavo la palabra zarathustriana de Nietzsche:
Donde hay todavía pueblo, no se comprende el Estado y se le odia como el mal de ojo y el pecado contra las costumbres y el derecho. Os doy estos signos: todo pueblo habla su lengua para lo bueno y para lo malo, que no comprende el vecino. Inventó su idioma de costumbres y leyes. Pero el Estado miente en todas las lenguas de lo bueno y de lo malo; y, hable lo que quiera, miente, y, cualquier cosa que tenga, la ha robado. Falso es todo en él; muerde con dientes robados el mordaz. Son falsos incluso sus intestinos.El poder actúa siempre destructivamente, pues sus representantes están siempre dispuestos a encajar por fuerza todos los fenómenos de la vida social en el cinturón de sus leyes y a reducirlos a una determinada norma. Su forma espiritual de expresión es un dogma muerto; su manifestación física de vida es la violencia brutal. La ausencia de espíritu en sus aspiraciones imprime a la persona de su representante su sello y lo vuelve paulatinamente inferior y brutal, aun cuando tenga por naturaleza los mejores dones. Nada achata el espíritu y el alma de los hombres como la monotonía eterna de la rutina; y el poder sólo es rutina.
Desde que Hobbes ha dado al mundo su obra De Cive, las ideas que se expresaron allí no han quedado nunca enteramente fuera de curso. Al correr de los últimos tres siglos han ocupado, en una o en otra forma, el pensamiento de los hombres y hoy dominan los espíritus precisamente más que nunca. El materialista Hobbes no se afirmaba en las doctrinas de la Iglesia, lo que no le impidió, sin embargo, hacer propio su postulado trascendental: el hombre es malo por naturaleza. Todas sus consideraciones filosóficas están inspiradas por ese supuesto. Para él el hombre era la bestia nata, excitado sólo por instintos egoístas y sin consideración alguna para el prójimo. Tan sólo el Estado puso un fin a esa condición de guerra de todos contra todos y se convirtió así en providencia terrestre, cuya mano ordenadora y punitiva impidió que el hombre cayese en el abismo de las más desconsoladora bestialización. De ese modo fue el Estado, según Hobbes, el verdadero creador de la cultura; impulsó a los hombres con fuerza férrea a una etapa superior de su existencia, por mucho que repugnara a su naturaleza íntima. Desde entonces se ha repetido incontablemente esa fábula del papel cultural del Estado y se ha confirmado supuestamente con nuevos argumentos.
Y, sin embargo, contradicen esa concepción insostenible todas las experiencias de la Historia. Lo que ha quedado a los seres humanos de bestialidad como herencia de lejanos antepasados, ha sido cuidadosamente atendido y artificialmente fomentado por el Estado a través de todos los siglos. La guerra mundial, con sus espantosos métodos de asesinato en gran escala, las condiciones en la Italia de Mussolini y en el Tercer Reich hitleriano tienen que persuadir hasta a los más ciegos sobre lo que significa el llamado Estado cultural.
Todo conocimiento superior, toda nueva fase de la evolución espiritual, todo pensamiento grandioso que haya abierto a los hombres nuevos horizontes de acción cultural, sólo pudo abrirse paso en lucha permanente contra los poderes de la autoridad eclesiástica y estatal, después que los representantes de esa superación tuvieron que dar testimonio, a través de épocas enteras, de sacrificios enormes en bondad, libertad y vida por sus convicciones. Si tales innovaciones de la vida espiritual fueron, sin embargo, reconocidas al fin por la Iglesia y por el Estado, fue sólo porque con el tiempo se hicieron tan irresistibles que no se pudo hacer otra cosa. Pero incluso ese reconocimiento, que se obtuvo después de una enérgica resistencia, condujo en la mayoría de los casos a una dogmatización sistemática de las nuevas ideas; bajo la tutela sofocadora del poder se volvieron gradualmente éstas tan rígidas como todos los ensayos de creación anteriores.
Ya el hecho de que toda institución de dominio tiene siempre por base la voluntad de minorías privilegiadas, impuesta a los pueblos de arriba abajo por la astucia o la violencia brutal, mientras que en toda fase especial de la cultura sólo se expresa la obra anónima de la comunidad, es significativo de la contradicción interna que existe entre ambas. El poder procede siempre de individuos o de pequeños grupos de individuos; la cultura arraiga en la comunidad. El poder es el elemento estéril en la sociedad, al cual falta toda fuerza creadora; la cultura encarna la voluntad fecundante, el ímpetu creador, el instinto de realización que buscan el modo de manifestarse. El poder es comparable al hambre, cuya satisfacción conserva en la vida al individuo hasta una determinada edad. La cultura, en el más alto sentido, es como el instinto de reproducción, cuya manifestación conserva la vida de la especie. El individuo muere; la sociedad no. Los Estados sucumben; las culturas sólo cambian el escenario de su actividad y las formas de su expresión.
El Estado sólo se muestra favorable a aquellas formas de acción cultural que favorecen la conservación de su poder; pero persigue con odio irreconciliable toda manifestación cultural que va más allá de las barreras por él trazadas y puede poner en litigio su existencia. Por eso es tan absurdo como engañoso hablar de una cultura de Estado, pues el Estado vive siempre en pie de guerra contra todas las formas superiores de la cultura espiritual y actúa siempre en una dirección que la voluntad creadora de cultura elude forzosamente.
Pero aun cuando el poder y la cultura son polos opuestos en la Historia, los dos tienen, sin embargo, un campo de acción común en la colaboración social de los hombres, y queriéndolo o no deben entenderse. Cuanto más profundamente cae la acción cultural de los hombres en la órbita del poder, tanto más se pone de manifiesto una petrificación de sus formas, una paralización de su energía creadora, un amortiguamiento de su voluntad de realización. Por otra parte, pasa la cultura social tanto más vigorosamente por sobre todas las barreras políticas de dominio, cuanto menos es contenida en su desenvolvimiento natural por los medios políticos y religiosos de opresión. En este caso se eleva a la condición de peligro inmediato para la existencia misma del poder.
Las energías culturales de la sociedad se rebelan involuntariamente contra la coacción de las instituciones políticas de dominio, en cuyas agudas aristas se hieren, e intentan consciente o inconscientemente romper las formas estáticas que dañan su desarrollo natural y le oponen nuevas trabas. Pero los representantes del poder tienen que preocuparse siempre de que la cultura espiritual de la época no entre por caminos prohibidos que perturben las aspiraciones de la acción política dominadora y tal vez la paralicen completamente. De esta continua divergencia entre dos tendencias contrapuestas, de las cuales una representa siempre el interés de casta de las minorías privilegiadas y la otra las exigencias de la comunidad, surge gradualmente una cierta relación jurídica, en base a la cual se trazan periódicamente de nuevo, y se confirman mediante constituciones, los límites de las atribuciones entre Estado y sociedad, entre política y economía, en una palabra, entre el poder y la cultura.
Lo que hoy entendemos por Derecho y Constitución es sólo la cristalización espiritual de esa lucha infinita, y se inclina en sus efectos prácticos más a una o a la otra parte, según obtengan el poder o la cultura, en la vida de la sociedad, un predominio temporal. Pues el Estado sin la sociedad, la política sin la economía, el poder sin la cultura no podrían existir un solo momento; por otra parte, la cultura no fue hasta aquí capaz de excluir completamente el principio del poder de la convivencia social de los hombres, y así el derecho se convierte entre ambos en paragolpe que debilita sus choques y preserva a la sociedad de un estado de continuas catástrofes.
En el derecho hay que distinguir ante todo dos formas: el derecho natural» y el llamado derecho positivo. Un derecho natural existe donde la sociedad no está aún políticamente estructurada, es decir, donde el Estado no se manifiesta todavía con sus castas y sus clases. En ese caso el derecho es el resultado de un convenio mutuo entre los seres humanos que se encuentran unos frente a otros como libres y tomo iguales, defienden los mismos intereses y gozan de la misma dignidad como hombres. El derecho positivo se desarrolla tan sólo en los cuadros políticos del Estado y se refiere a los hombres separados por intereses diversos y que pertenecen, a causa de la desigualdad social, a castas o clases distintas.
El derecho positivo se manifiesta cuando se atribuye al Estado ─cuyo advenimiento en la historia procede en todas partes de la violencia brutal, de la conquista y de la esclavización de los vencidos─ un carácter jurídico, y se trata de alcanzar una nivelación entre los derechos, deberes e intereses de los diversos estamentos sociales. Esa nivelación no existe más que mientras la masa de los dominados se acomoda a la situación jurídica existente o no se siente todavía bastante fuerte para luchar contra ella. Se modifica cuando es sentida tan urgente y tan irresistiblemente en el pueblo la necesidad de una reordenación de las condiciones jurídicas, que los poderes dominantes ─obligados por la necesidad, no por propio impulso─ tienen que dar satisfacción a esa necesidad, si no quieren correr el peligro de verse arrojar del trono por una transformación violenta. Si se da este caso, el nuevo gobierno establece la formulación de un nuevo derecho, tanto más progresivo cuanto más fuerte vive y se expresa en el pueblo la voluntad revolucionaria.
En los despotismos asiáticos de la antigüedad, donde todo poder se encarnaba en la persona del señor, cuyas decisiones no eran influídas por intervención alguna de la comunidad, el poder era Derecho en la completa significación de la palabra. Siendo el soberano venerado como descendiente directo de la divinidad, su voluntad era la ley suprema en el país y no consentía ninguna otra pretensión. Así, por ejemplo, el derecho, en el famoso Código de Hammurabi, imita completamente el derecho divino revelado a los hombres por mandamientos sagrados y que, a consecuencia de su origen, no es accesible a las consideraciones humanas.
Ciertamente, los conceptos jurídicos que hallaron su expresión en la legislación de un autócrata tampoco nacieron simplemente del capricho del déspota; estaban bien anudados con viejos ritos y costumbres tradicionales que en el curso de los siglos tomaron carta de ciudadanía entre los hombres y son el resultado de su convivencia social. Tampoco la legislación de Hammurabi constituye una excepción a esta regla, pues todos los principios prácticos surgidos de la vida social del derecho babilónico poseían ya validez en el pueblo mucho antes de que Hammurabi pusiera fin a la dominación de los elamitas y hubiera echado los fundamentos de una monarquía unitaria por la conquista de Larsa y Jamutbal.
Justamente aquí se muestra el doble carácter de la ley, el cual, aun en las condiciones más favorables, no se puede poner en tela de juicio; por un lado la ley establece cierta formulación de las viejas costumbres, que echaron raíces en el pueblo desde la antigüedad como el llamado derecho consuetudinario; por otro da carácter legal a los privilegios de las castas privilegiadas de la sociedad que debían ocultar a los ojos de la mayoría su origen profano. Sólo cuando se examina seriamente esa manifiesta mistificación, se comprende la honda fe de los hombres en la santidad de la ley; ésta adula su sentimiento de la justicia y sella al mismo tiempo su dependencia ante una fuerza superior.
Ese dualismo se revela clarísimamente cuando se ha superado la fase del despotismo absoluto y la comunidad participa más o menos en la elaboración del derecho. Todas las grandes luchas en el seno de la sociedad fueron luchas por el derecho; los hombres trataron siempre de afianzar en ellas sus nuevos derechos y libertades dentro de las leyes del Estado, lo que, naturalmente, tenía que llevar a nuevas insuficiencias y decepciones. A eso se debe el que hasta ahora la lucha por el derecho se haya convertido en una lucha por el poder, que hizo de los revolucionarios de la víspera los reaccionarios del día siguiente, pues el mal no arraiga en la forma del poder, sino en el poder mismo. Toda especie de poder, cualquiera que sea, tiene la pretensión de reducir al mínimo los derechos de la comunidad para sostener su propia existencia. Por otra parte aspira la sociedad a un ensanchamiento permanente de sus derechos y libertades, que cree conseguir por una restricción de las atribuciones estatales. Esto se evidencia sobre todo en los períodos revolucionarios, cuando los hombres están inspirados por el anhelo de nuevas formas de cultura social.
De ese modo la disidencia entre Estado y sociedad, poder y cultura es comparable a las oscilaciones de un péndulo, cuyo eje se mueve siempre en una línea recta y de tal manera que se aleja cada vez más de uno de sus dos polos ─la autoridad─ y pugna lentamente hacia su polo opuesto ─la libertad─. Y así como hubo un tiempo en que el poder y el derecho eran una sola cosa, nos dirigimos presumiblemente hacia una época en que toda institución de dominio seguramente desaparecerá, dejando el derecho el puesto a la justicia y las libertades a la libertad.
Toda reforma del derecho, por la integración o la ampliación de nuevos o ya existentes derechos y libertades, parte siempre del pueblo, nunca del Estado. Todas las libertades de que disfrutamos hoy, más o menos en medida restringida, no las deben los pueblos a la buena voluntad y menos aún al favor especial de sus gobiernos. Al contrario: los dueños del poder público nunca perdieron la oportunidad de ensayar medios para obstaculizar o hacer ineficaz la aparición de un nuevo derecho. Grandes movimientos colectivos, incluso revoluciones, han sido necesarios para arrancar a los titulares del poder cada ínfima concesión que hicieron y que nunca habrían consentido voluntariamente.
Resulta, pues, una completa negación de los hechos históricos la afirmación que hace un extraviado radicalismo de que los derechos políticos y las libertades cristalizadas en las Constituciones de los diversos Estados no tendrían ninguna significación, porque han sido formulados legalmente y confirmados por los gobiernos mismos. Pero no fueron confirmados porque los representantes del poder viesen con simpatía esos derechos, sino porque fueron forzados por la presión de fuera, porque la cultura espiritual de la época había roto los cuadros políticos en alguna parte y los poderes dominantes debieron inclinarse ante los hechos que en el momento no pudieron pasar por alto.
Derechos y libertades políticas no se conquistan nunca en las corporaciones legislativas, sino que son impuestos a éstas por la presión externa. Pero incluso su sanción legal dista mucho aún de ser una garantía de su consistencia. Los gobiernos están siempre dispuestos a cercenar los derechos existentes o a suprimirlos del todo, si consideran que no han de encontrar resistencia en el país. Ciertamente, tales ensayos resultaron perjudiciales para algunos representantes del poder, cuando no supieron estimar exactamente la fuerza del adversario o no supieron elegir bien el momento oportuno. Carlos I tuvo que pagar su intentona con la vida, otros con la pérdida de su soberanía. Pero esto no ha impedido que se hayan repetido los ensayos en esa dirección. Hasta en aquellos países donde ciertos derechos como, por ejemplo, la libertad de prensa, el derecho de reunión y de asociación, etc., han arraigado desde hace muchos decenios en el pueblo, aprovechan los gobiernos toda ocasión oportuna para limitarlos o para darles, por sutilidades jurídicas, otra interpretación. Inglaterra y América nos brindan en este aspecto algunas enseñanzas que pueden incitar a la reflexión. De la famosa Constitución de Weimar, en Alemania, puesta fuera de uso cada día de lluvia, apenas vale la pena hablar.
Derechos y libertades no existen por el hecho de estar legalmente registrados sobre un pedazo de papel; sólo tienen consistencia cuando se han vuelto para el pueblo una necesidad vital e ineludible, cuando han penetrado, por decirlo así, su carne y su sangre. Y serán respetados únicamente mientras en los pueblos esté viva esa necesidad. Si no es así, de nada valdrá la oposición parlamentaria ni la apelación, por patética que sea, a la Constitución. La reciente historia de Europa es un ejemplo magnífico de ello.
Rudolf Rocker
[1] Platón: La República, tercer libro.
[2] Lao-Tsé: Die Bahn und der rechte Weg, en alemán, por Alexander Ular: Inselbücherei, Leipzig.
[3] Friedrich Nietzsche: Crepúsculo de los dioses.
Fragmento extraído del Libro Nacionalismo y Cultura
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