El texto a continuación fue elaborado a partir de diversos artículos de Errico Malatesta publicados en la prensa anarquista a principios de siglo pasado, y corresponde a un fragmento del capítulo II del libro Malatesta, pensamiento y acción revolucionarios a cargo del compilador Vernon Richards. Para más información, referencias y citas pueden consultar el libro haciendo clic aquí
El error fundamental de los reformistas es soñar con una solidaridad,
con una colaboración sincera entre patrones y siervos, entre propietarios y
proletarios que, si ha podido existir en algún lugar en épocas de inconsciencia
profunda de las masas y de ingenua fe en la religión y en las compensaciones
ultraterrenas, hoy es totalmente imposible.
Quien fantasea con una sociedad de cerdos bien alimentados que
chapotean alegremente bajo la férula de un pequeño número de porquerizos, quien
no toma en cuenta la necesidad de libertad y el sentimiento de dignidad humana,
quien cree en serio que existe un Dios que ordena, para sus fines recónditos, que
los pobres estén sometidos y que los ricos sean buenos y caritativos, bien
puede creer y aspirar a una tal organización técnica de la producción, que asegure
a todos la abundancia y sea al mismo tiempo ventajosa materialmente para los
patrones y los operarios. Pero en realidad “la paz social” fundada sobre la
abundancia para todos seguirá siendo un sueño mientras la sociedad esté
dividida en clases antagónicas, es decir, en propietarios y proletarios. Y no
habrá paz ni abundancia.
El antagonismo está más en los espíritus que en las cosas. No
habrá nunca un entendimiento sincero entre patrones y trabajadores para la
mejor explotación de las fuerzas naturales en beneficio de la humanidad, porque
los patrones quieren ante todo seguir siendo patrones y ampliar cada vez más
sus dominios en detrimento de los trabajadores e incluso mediante la competencia
con los demás patrones, mientras los trabajadores no quieren tener más patrones.
Es inútil que nos vengan a decir, como lo hacen algunos
buenos amigos, que un poco de libertad vale más que la tiranía brutal sin
límite ni freno, que un horario razonable de trabajo, un salario que permite
vivir un poco mejor que las bestias, la protección de las mujeres y los niños,
son preferibles a una explotación del trabajo humano hasta la consunción
completa del trabajador, que la escuela del Estado, por mala que fuera, es
siempre mejor desde el punto de vista del desarrollo moral del niño, en
comparación con las escuelas de curas y frailes...
Estamos totalmente de acuerdo; y también coincidimos en que puede
haber circunstancias en que el resultado de las elecciones, en un estado o una
comuna, tenga consecuencias buenas o malas, y que ese resultado podría estar
determinado por el voto de los anarquistas si las fuerzas de los partidos en
lucha fueran casi iguales.
Generalmente se trata de una ilusión; las elecciones, cuando
son tolerablemente libres, sólo tienen el valor de un símbolo: muestran el
estado de la opinión pública, que se habría impuesto con medios más eficaces y
con resultados mayores si no se le hubiera ofrecido el desahogo de las
elecciones. Pero no importa: aunque ciertos y pequeños progresos fueran
consecuencia directa de una victoria electoral, los anarquistas no deberían
concurrir a las urnas y dejar de predicar sus métodos de lucha.
Puesto que no es posible hacerlo todo en el mundo, hay que elegir
la propia línea de conducta.
Hay siempre una cierta contradicción entre los pequeños mejoramientos, la satisfacción de las necesidades inmediatas y la lucha por una sociedad que sea seriamente mejor que la que hoy existe.
Hay siempre una cierta contradicción entre los pequeños mejoramientos, la satisfacción de las necesidades inmediatas y la lucha por una sociedad que sea seriamente mejor que la que hoy existe.
Quien quiera dedicarse a colocar mingitorios y fuentes de agua
donde sea necesario, quien quiera gastar sus fuerzas para obtener la
construcción de un camino o la creación de una escuela municipal, o cualquier
pequeña ley de protección del trabajo, o la destitución de algún policía
brutal, quizás haga bien en servirse de su boleta electoral prometiendo el voto
a este o aquel personaje poderoso. Pero entonces –puesto que queremos ser
“prácticos” hay que serlo hasta el fondo–, mejor que esperar el triunfo del partido
de oposición, mejor que votar por el partido más afín, es preferible hacer la
corte al partido dominante, servir al gobierno de turno, hacerse agente del
prefecto o del intendente de la ciudad. Y en efecto, los neo–convertidos de que
hablamos no proponían ya votar por el partido más avanzado sino por el que
tenía más probabilidad de éxito: el bloque de izquierda.
Pero en ese caso, ¿a dónde vamos a terminar? En el curso de
la historia humana ocurre generalmente que los descontentos, los oprimidos, los
rebeldes, antes de concebir y de esperar un cambio radical de las instituciones
políticas y sociales, se limitan a pedir transformaciones parciales,
concesiones de parte de los dominadores, mejoramientos.
La esperanza en la posibilidad y eficacia de las reformas
precede a la convicción de que para abatir el dominio de un gobierno o una
clase es necesario negar las razones de ese dominio, es decir, hacer una
revolución.
En el orden de los hechos las reformas se realizan luego o
no se realizan, y en el primer caso consolidan al régimen existente o lo minan,
ayudan al advenimiento de la revolución o lo obstaculizan, favorecen o dañan el
progreso general según su naturaleza específica, según el espíritu con que se
las concede, y sobre todo según el espíritu con que se las pide, reclama o
arranca.
Naturalmente los gobiernos y las clases privilegiadas están siempre
guiados por el instinto de conservación, de consolidación, de acrecentamiento
de su potencia y privilegios; y cuando consienten reformas es porque juzgan que
esas reformas ayudan a sus fines o porque no se sienten bastante fuertes como
para resistir y ceden por temor de lo peor.
Los oprimidos, por otra parte, o piden y acogen los
mejoramientos como un beneficio, gratuitamente concedido reconociendo la
legitimidad del poder que está sobre ellos, y entonces hacen más daño que bien
y sirven para retrasar la marcha hacia la emancipación o incluso para detenerla
o desviarla. O, en cambio, reclaman e imponen los mejoramientos con su acción y
los acogen como victorias parciales obtenidas sobre la clase enemiga y se
sirven de ellas como estímulos, aliento, medio para conquistas mayores, y entonces
constituyen una sólida ayuda y preparación para la liquidación total del
privilegio, es decir, para la revolución.
En efecto, llega siempre un momento en que al aumentar las pretensiones
de la clase dominada, y no pudiendo los dominadores ceder más sin comprometer
su dominio, estalla necesariamente el conflicto violento.
No es cierto entonces que los revolucionarios se opongan a los
mejoramientos y a las reformas. Se encuentran en contraste con los reformistas,
por una parte porque el método de éstos es el menos eficaz para arrancar
reformas a los gobiernos y a los propietarios, los cuales no ceden sino por
miedo, y, por otra parte, a menudo las reformas que éstos prefieren son las
que, mientras aportan a los trabajadores una discutible ventaja inmediata, sirven
después para consolidar al régimen vigente y para interesar a los trabajadores
mismos en la perduración de ese régimen. Así las pensiones, los seguros
estatales, la coparticipación en las utilidades en los establecimientos agrícolas
e industriales, etcétera.
Aparte de la odiosidad de la palabra de la que se ha abusado
y de su descrédito por obra de los politiqueros, el anarquismo ha sido siempre
y no podrá ser nunca otra cosa que reformista. Preferimos decir reformador para
evitar toda posible confusión con los que están oficialmente clasificados como
“reformistas” y desean hacer más soportable el régimen actual y por lo tanto consolidarlo
mediante pequeñas y a menudo ilusorias reformas, o bien se engañan de buena fe creyendo
que podrán eliminar los males sociales lamentados reconociendo y respetando, en
la práctica si no en teoría, las instituciones políticas y económicas
fundamentales que son causa y sostén de esos males. Pero en síntesis siempre se
trata de reformas y la diferencia esencial está en el tipo de reforma que se
desea y en el modo en que se cree poder llegar a la nueva forma a que se
aspira.
Revolución significa, en el sentido histórico de la palabra,
reforma radical de las instituciones, conquistada rápidamente mediante la
insurrección violenta del pueblo contra el poder y los privilegios
constituidos; y nosotros somos revolucionarios e insurreccionales porque
queremos no ya mejorar las instituciones actuales sino destruirlas por
completo, aboliendo todo dominio del hombre sobre el hombre y todo parasitismo
sobre el trabajo humano; porque deseamos hacer esto lo más rápidamente posible
y porque estamos convencidos de que las instituciones nacidas de la violencia
se sostienen con la violencia y sólo cederán ante una violencia suficiente.
Pero la revolución no se puede hacer cuando se quiere.
¿Debemos permanecer inertes, esperando que los tiempos maduren por sí mismos? E
incluso después de una insurrección victoriosa, ¿podremos realizar directamente
todos nuestros deseos y pasar como por milagro del infierno gubernativo y
capitalista al paraíso en la deseada solidaridad de intereses con los demás
hombres?
Éstas son ilusiones que pueden enraizar entre los
autoritarios que consideran a la masa como materia bruta a la cual quien posee
el poder puede dar, a fuerza de decretos y con ayuda de fusiles y esposas, la
forma que quiera.
Pero no tienen arraigo entre los anarquistas. Nosotros
necesitamos el consenso de la gente y por lo tanto debemos persuadir con
la propaganda y el ejemplo, educar y tratar de modificar el ambiente de modo
que la educación pueda llegar a un número cada vez mayor de personas...
Somos reformadores hoy en tanto tratamos de crear las
condiciones más favorables y el personal más consciente y numeroso posible para
conducir a buen término una insurrección del pueblo; lo seremos mañana, cuando
triunfe la insurrección y se conquiste la libertad, en tanto buscaremos, con
todos los medios que la libertad consiente, es decir con la propaganda, con el
ejemplo, con la resistencia incluso violenta contra quienes quieran coartar nuestra
libertad; buscaremos, digo, la manera de conquistar para nuestras ideas un
número cada vez mayor de adherentes.
Pero no reconoceremos nunca a las instituciones, tomaremos o
conquistaremos las reformas posibles con el espíritu con que se va arrancando
al enemigo el terreno ocupado para proceder cada vez más adelante, y seguiremos
siendo enemigos de cualquier gobierno, sea el monárquico de hoy o el
republicano o bolchevique de mañana.
Errico Malatesta
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