El texto a continuación, fue elaborado a partir de
diversos artículos de Errico Malatesta publicados en la prensa anarquista a principios de siglo pasado, y corresponde a
un fragmento del capítulo IV del libro Malatesta, pensamiento y acción revolucionarios, trabajo a cargo del compilador Vernon Richards. Para más información,
referencias y citas pueden consultar el libro haciendo clic aquí
Misión de los anarquistas es la de trabajar y reforzar las conciencias revolucionarias entre los organizados y permanecer en los sindicatos siempre como anarquistas.
Es cierto que en muchos casos los sindicatos, por exigencias inmediatas, están obligados a transacciones y compromisos. Yo no los critico por eso, pero es justamente por tal razón que debo reconocer en los sindicatos una esencia reformista. Los sindicatos cumplen una tarea de hermandad entre las masas proletarias y eliminan los conflictos que, en caso contrario, podrían producirse entre unos trabajadores y otros. Mientras los sindicatos deben librar la lucha por la conquista de los beneficios inmediatos, y por lo demás es justo y humano que los trabajadores exijan mejoras, los revolucionarios sobrepasan también esto. Ellos luchan por la revolución expropiadora del capital y por el abatimiento del Estado, de todo Estado, como quiera que se llame.
Puesto que la esclavitud económica es fruto de la servidumbre política, para eliminar a una hay que abatir a la otra, aunque Marx decía lo contrario. ¿Por qué el campesino lleva trigo al patrón? Porque está el gendarme que lo obliga a ello. Por lo tanto, el sindicalismo no puede ser un fin en sí mismo, puesto que la lucha debe también librarse en el terreno político para extinguir al Estado.
Los anarquistas no quieren dominar la Unión Sindical Italiana; no lo querrían ni siquiera en el caso de que todos los obreros adheridos a ella fueran anarquistas, ni se proponen asumir la responsabilidad de las negociaciones. Nosotros, que no queremos el poder, deseamos sólo las conciencias; son los que desean dominar los que prefieren tener ovejas para guiarlas mejor.
Preferimos obreros inteligentes, aunque fueran adversarios nuestros, más que anarquistas que sólo lo sean por seguirnos como un rebaño. Queremos la libertad para todos; queremos que la revolución la haga la masa para la masa. El hombre que piensa con su propio cerebro es preferible al que aprueba ciegamente todo. Por esto, como anarquistas, estamos en favor de la Unión Sindical Italiana, porque ésta desarrolla las conciencias de la masa. Vale más un error cometido con conciencia, creyendo hacer el bien, que una cosa buena hecha servilmente.
Justamente porque estoy convencido de que los sindicatos pueden y deben ejercer una función utilísima, y quizá necesaria, en el tránsito de la sociedad actual a la sociedad igualitaria, querría que se los juzgara en su justo valor y que se tuviese siempre presente su natural tendencia a transformarse en corporaciones cerradas que únicamente se proponen propugnar los intereses egoístas de la categoría, o, peor aún, sólo de los agremiados; así podremos combatir mejor tal tendencia e impedir que los sindicatos se transformen en órganos conservadores. Justamente porque reconozco la grandísima utilidad que pueden tener las cooperativas en lo que respecta a acostumbrar a los operarios a la gestión de sus asuntos y de su trabajo y a funcionar, al comienzo de la revolución, como órganos ya prontos para la organización de la distribución de los productos y servir como centros de atracción en torno de los cuales podrá reunirse la masa de la población, también combato el espíritu mercantilista que tiende naturalmente a desarrollarse en ellas y querría que estuvieran abiertas a todos, que no otorgasen ningún privilegio a sus socios y, sobre todo, que no se transformasen, como sucede con frecuencia, en verdaderas sociedades anónimas capitalistas que emplean y explotan a asalariados y especulan con las necesidades del público.
A mi parecer, las cooperativas y los sindicatos tal como existen en el régimen capitalista no llevan naturalmente, por su fuerza intrínseca, a la emancipación humana –y éste es el punto en discusión–, sino que pueden producir el mal o el bien, ser órganos, hoy, de conservación o de transformación social, servir mañana a la reacción o a la revolución, según que se limiten a su función propia de defensores de los intereses inmediatos de los socios o estén animados y trabajados por el espíritu anarquista, que les hace olvidar los intereses en beneficio de los ideales. Y por espíritu anarquista entiendo ese sentimiento ampliamente humano que aspira al bien de todos, a la libertad y a la justicia para todos, a la solidaridad y al amor entre todos, y que no es dote exclusiva de los anarquistas propiamente dichos, sino que anima a todos los hombres de buen corazón y de inteligencia abierta...
El movimiento obrero, pese a todos sus méritos y potencialidades, no puede ser por sí mismo un movimiento revolucionario, en el sentido de negación de las bases jurídicas y morales de la sociedad actual. Puede, como toda nueva organización puede, en el espíritu de los iniciadores y en la letra de los estatutos, tener las más elevadas aspiraciones y los más radicales propósitos, pero si quiere ejercer la función propia del sindicato obrero, es decir, la defensa inmediata de los intereses de sus miembros, debe reconocer de hecho a las instituciones que ha negado en teoría, adaptarse a las circunstancias y tratar de obtener cada vez lo más posible, negociando y transigiendo con los patrones y el gobierno.
En una palabra, el sindicato obrero es, por su naturaleza misma, reformista y no revolucionario. El revolucionarismo debe introducirse, desarrollarse en él por obra constante de los revolucionarios que actúan fuera y dentro de su seno, pero no puede ser la manifestación natural y normal de su función. Al contrario, los intereses reales e inmediatos de los obreros asociados, que el sindicato tiene la misión de defender, están con mucha frecuencia en pugna con las aspiraciones ideales y futurísticas; y el sindicato sólo puede hacer obra revolucionaria si está penetrado por el espíritu de sacrificio y en la proporción en que el ideal se ponga por encima del interés, es decir, sólo y en la medida en que cese de ser un sindicato económico y se transforme en un grupo político e idealista, cosa que no es posible en las grandes organizaciones que para actuar necesitan del consentimiento de la masa siempre más o menos egoísta, temerosa y retrógrada. Y no es esto lo peor. La sociedad capitalista está constituida de tal manera que, hablando en general, los intereses de cada clase, de cada grupo, de cada individuo son antagónicos con los de todas las demás clases, los demás grupos y todos los otros individuos. Y en la práctica de la vida se verifican los más extraños entrelazamientos de armonías y de intereses entre clases y entre individuos que desde el punto de vista de la justicia social deberían ser siempre amigos o siempre enemigos. Y ocurre con frecuencia que, pese a la proclamada solidaridad proletaria, los intereses de un grupo de obreros se oponen a los de los demás y armonizan con los de un grupo de patrones; como ocurre también que, pese a la deseada hermandad internacional, los intereses reales de los operarios de un determinado país los vinculan con los capitalistas locales y los ponen en lucha contra los trabajadores extranjeros: sirvan de ejemplo las actitudes de las diversas organizaciones obreras frente a la cuestión de las tarifas aduaneras, y la parte voluntaria que las masas obreras toman en las guerras entre los Estados capitalistas.
No me extenderé citando muchos ejemplos de contrastes de intereses entre las diversas categorías de productores y de consumidores… el antagonismo entre ocupados y desocupados, entre hombres y mujeres, entre operarios nativos y operarios venidos del exterior, entre los trabajadores que usufructúan de un servicio público y los que trabajan en esos servicios, entre los que saben un oficio y los que desean aprenderlo, etcétera, etcétera.
Hoy la fuerza más grande de transformación social es el movimiento
obrero (movimiento sindical), y de su dirección depende, en gran parte, el
curso que tomarán los acontecimientos y la meta a que llegará la próxima
revolución. Por medio de las organizaciones, fundadas para la defensa de sus intereses,
los trabajadores adquieren la conciencia de la opresión en que se encuentran y
del antagonismo que los divide de sus patrones, comienzan a aspirar a una vida
superior, se habitúan a la lucha colectiva y a la solidaridad y pueden llegar a
conquistar aquellos mejoramientos que son compatibles con la persistencia del
régimen capitalista y estatal. Después, cuando el conflicto se vuelve incurable,
ocurre la revolución, o si no la reacción.
Los anarquistas deben reconocer la
utilidad y la importancia del movimiento sindical, deben favorecer su
desarrollo y hacer de él una de las palancas de su acción, realizando todo lo posible
para que ese movimiento, en cooperación con las otras fuerzas progresistas
existentes, desemboque en una revolución social que lleve a la supresión de las
clases, a la libertad total, a la igualdad, a la paz y a la solidaridad entre
todos los seres humanos. Pero sería una grande y letal ilusión creer, como hacen
muchos, que el movimiento obrero puede y debe por sí mismo, como consecuencia de
su naturaleza misma, llevar a una revolución de esta clase. Al contrario, todos
los movimientos fundados en los intereses materiales e inmediatos –y no se
puede fundar sobre otras bases un vasto movimiento obrero–, si falta el
fermento, el impulso, el trabajo concertado de los hombres de ideas, que
combaten y se sacrifican en vistas de un porvenir ideal, tienden fatalmente a
adaptarse a las circunstancias, fomentan el espíritu de conservación y el temor
a los cambios en aquellos que logran obtener condiciones mejores, y terminan a menudo
creando nuevas clases privilegiadas y sirviendo para sostener y consolidar el
sistema que se desearía abatir.
De aquí la necesidad urgente de que existan organizaciones estrictamente anarquistas que tanto dentro como fuera de los sindicatos luchen para la realización integral del anarquismo y traten de esterilizar todos los gérmenes de degeneración y de reacción. Pero es evidente que para conseguir sus fines las organizaciones anarquistas deben hallarse, en su constitución y funcionamiento, en armonía con los principios del anarquismo, es decir, no deben estar contaminadas de ninguna manera por el espíritu autoritario, tienen que saber conciliar la libre acción de los individuos con la necesidad y el placer de la cooperación, servir para desarrollar la conciencia y la capacidad organizativa de sus miembros y constituir un medio educativo para el ambiente en que éstos actúan y una preparación moral y material para el porvenir que deseamos.
De aquí la necesidad urgente de que existan organizaciones estrictamente anarquistas que tanto dentro como fuera de los sindicatos luchen para la realización integral del anarquismo y traten de esterilizar todos los gérmenes de degeneración y de reacción. Pero es evidente que para conseguir sus fines las organizaciones anarquistas deben hallarse, en su constitución y funcionamiento, en armonía con los principios del anarquismo, es decir, no deben estar contaminadas de ninguna manera por el espíritu autoritario, tienen que saber conciliar la libre acción de los individuos con la necesidad y el placer de la cooperación, servir para desarrollar la conciencia y la capacidad organizativa de sus miembros y constituir un medio educativo para el ambiente en que éstos actúan y una preparación moral y material para el porvenir que deseamos.
Misión de los anarquistas es la de trabajar y reforzar las conciencias revolucionarias entre los organizados y permanecer en los sindicatos siempre como anarquistas.
Es cierto que en muchos casos los sindicatos, por exigencias inmediatas, están obligados a transacciones y compromisos. Yo no los critico por eso, pero es justamente por tal razón que debo reconocer en los sindicatos una esencia reformista. Los sindicatos cumplen una tarea de hermandad entre las masas proletarias y eliminan los conflictos que, en caso contrario, podrían producirse entre unos trabajadores y otros. Mientras los sindicatos deben librar la lucha por la conquista de los beneficios inmediatos, y por lo demás es justo y humano que los trabajadores exijan mejoras, los revolucionarios sobrepasan también esto. Ellos luchan por la revolución expropiadora del capital y por el abatimiento del Estado, de todo Estado, como quiera que se llame.
Puesto que la esclavitud económica es fruto de la servidumbre política, para eliminar a una hay que abatir a la otra, aunque Marx decía lo contrario. ¿Por qué el campesino lleva trigo al patrón? Porque está el gendarme que lo obliga a ello. Por lo tanto, el sindicalismo no puede ser un fin en sí mismo, puesto que la lucha debe también librarse en el terreno político para extinguir al Estado.
Los anarquistas no quieren dominar la Unión Sindical Italiana; no lo querrían ni siquiera en el caso de que todos los obreros adheridos a ella fueran anarquistas, ni se proponen asumir la responsabilidad de las negociaciones. Nosotros, que no queremos el poder, deseamos sólo las conciencias; son los que desean dominar los que prefieren tener ovejas para guiarlas mejor.
Preferimos obreros inteligentes, aunque fueran adversarios nuestros, más que anarquistas que sólo lo sean por seguirnos como un rebaño. Queremos la libertad para todos; queremos que la revolución la haga la masa para la masa. El hombre que piensa con su propio cerebro es preferible al que aprueba ciegamente todo. Por esto, como anarquistas, estamos en favor de la Unión Sindical Italiana, porque ésta desarrolla las conciencias de la masa. Vale más un error cometido con conciencia, creyendo hacer el bien, que una cosa buena hecha servilmente.
Justamente porque estoy convencido de que los sindicatos pueden y deben ejercer una función utilísima, y quizá necesaria, en el tránsito de la sociedad actual a la sociedad igualitaria, querría que se los juzgara en su justo valor y que se tuviese siempre presente su natural tendencia a transformarse en corporaciones cerradas que únicamente se proponen propugnar los intereses egoístas de la categoría, o, peor aún, sólo de los agremiados; así podremos combatir mejor tal tendencia e impedir que los sindicatos se transformen en órganos conservadores. Justamente porque reconozco la grandísima utilidad que pueden tener las cooperativas en lo que respecta a acostumbrar a los operarios a la gestión de sus asuntos y de su trabajo y a funcionar, al comienzo de la revolución, como órganos ya prontos para la organización de la distribución de los productos y servir como centros de atracción en torno de los cuales podrá reunirse la masa de la población, también combato el espíritu mercantilista que tiende naturalmente a desarrollarse en ellas y querría que estuvieran abiertas a todos, que no otorgasen ningún privilegio a sus socios y, sobre todo, que no se transformasen, como sucede con frecuencia, en verdaderas sociedades anónimas capitalistas que emplean y explotan a asalariados y especulan con las necesidades del público.
A mi parecer, las cooperativas y los sindicatos tal como existen en el régimen capitalista no llevan naturalmente, por su fuerza intrínseca, a la emancipación humana –y éste es el punto en discusión–, sino que pueden producir el mal o el bien, ser órganos, hoy, de conservación o de transformación social, servir mañana a la reacción o a la revolución, según que se limiten a su función propia de defensores de los intereses inmediatos de los socios o estén animados y trabajados por el espíritu anarquista, que les hace olvidar los intereses en beneficio de los ideales. Y por espíritu anarquista entiendo ese sentimiento ampliamente humano que aspira al bien de todos, a la libertad y a la justicia para todos, a la solidaridad y al amor entre todos, y que no es dote exclusiva de los anarquistas propiamente dichos, sino que anima a todos los hombres de buen corazón y de inteligencia abierta...
El movimiento obrero, pese a todos sus méritos y potencialidades, no puede ser por sí mismo un movimiento revolucionario, en el sentido de negación de las bases jurídicas y morales de la sociedad actual. Puede, como toda nueva organización puede, en el espíritu de los iniciadores y en la letra de los estatutos, tener las más elevadas aspiraciones y los más radicales propósitos, pero si quiere ejercer la función propia del sindicato obrero, es decir, la defensa inmediata de los intereses de sus miembros, debe reconocer de hecho a las instituciones que ha negado en teoría, adaptarse a las circunstancias y tratar de obtener cada vez lo más posible, negociando y transigiendo con los patrones y el gobierno.
En una palabra, el sindicato obrero es, por su naturaleza misma, reformista y no revolucionario. El revolucionarismo debe introducirse, desarrollarse en él por obra constante de los revolucionarios que actúan fuera y dentro de su seno, pero no puede ser la manifestación natural y normal de su función. Al contrario, los intereses reales e inmediatos de los obreros asociados, que el sindicato tiene la misión de defender, están con mucha frecuencia en pugna con las aspiraciones ideales y futurísticas; y el sindicato sólo puede hacer obra revolucionaria si está penetrado por el espíritu de sacrificio y en la proporción en que el ideal se ponga por encima del interés, es decir, sólo y en la medida en que cese de ser un sindicato económico y se transforme en un grupo político e idealista, cosa que no es posible en las grandes organizaciones que para actuar necesitan del consentimiento de la masa siempre más o menos egoísta, temerosa y retrógrada. Y no es esto lo peor. La sociedad capitalista está constituida de tal manera que, hablando en general, los intereses de cada clase, de cada grupo, de cada individuo son antagónicos con los de todas las demás clases, los demás grupos y todos los otros individuos. Y en la práctica de la vida se verifican los más extraños entrelazamientos de armonías y de intereses entre clases y entre individuos que desde el punto de vista de la justicia social deberían ser siempre amigos o siempre enemigos. Y ocurre con frecuencia que, pese a la proclamada solidaridad proletaria, los intereses de un grupo de obreros se oponen a los de los demás y armonizan con los de un grupo de patrones; como ocurre también que, pese a la deseada hermandad internacional, los intereses reales de los operarios de un determinado país los vinculan con los capitalistas locales y los ponen en lucha contra los trabajadores extranjeros: sirvan de ejemplo las actitudes de las diversas organizaciones obreras frente a la cuestión de las tarifas aduaneras, y la parte voluntaria que las masas obreras toman en las guerras entre los Estados capitalistas.
No me extenderé citando muchos ejemplos de contrastes de intereses entre las diversas categorías de productores y de consumidores… el antagonismo entre ocupados y desocupados, entre hombres y mujeres, entre operarios nativos y operarios venidos del exterior, entre los trabajadores que usufructúan de un servicio público y los que trabajan en esos servicios, entre los que saben un oficio y los que desean aprenderlo, etcétera, etcétera.
Recordaré más especialmente el interés que tienen los obreros
de la industria de lujo en la prosperidad de las clases ricas, y el de
múltiples grupos de trabajadores de las diferentes localidades en que el
“comercio” vaya bien, aunque a expensas de otras localidades y con daño de la producción
útil para la masa. Y ¿qué decir de quienes trabajan en cosas dañinas para la
sociedad y para los individuos, cuando no tienen otro modo de ganarse la vida?
Id nomás, en tiempo ordinario, cuando no hay fe en una inminente revolución, id
a persuadir a los trabajadores de los arsenales amenazados por la falta de
trabajo a decirles que no pidan al gobierno la construcción de un nuevo
acorazado. Y resolved, si podéis, con medios sindicales y haciendo
justicia a todos, el conflicto entre los estibadores que no tienen otra manera
de asegurarse la vida sino monopolizando el trabajo en ventaja, de aquellos que
ya ejercen el oficio desde hace tiempo, y los recién llegados, los temporarios,
que exigen su derecho al trabajo y a la vida. Todo esto y tantas otras cosas que se podrían decir muestran
que el movimiento obrero por sí mismo, sin el fermento del idealismo
revolucionario contrastante con los intereses presentes e inmediatos de los
obreros, sin el impulso y la crítica de los revolucionarios, lejos de llevar a
la transformación de la sociedad en beneficio de todos, tiende a fomentar los
egoísmos de grupo y a crear una clase de obreros privilegiada superpuesta a la
gran masa de los desheredados.
Y esto explica el hecho general de que en todos los países
las organizaciones obreras, a medida que crecieron y se robustecieron, se
volvieron conservadoras y reaccionarias, y que los que consagraron sus
esfuerzos al movimiento obrero con intenciones honestas y teniendo en vista una
sociedad de bienestar y de justicia para todos, están condenados a un trabajo
de Sísifo y deben recomenzar periódicamente desde el principio.
Esto puede no ocurrir si hay espíritu de rebelión en la masa
y una luz ideal ilumina y eleva a los obreros mejor dotados y más favorecidos
por las circunstancias, que estarían en condiciones de constituir la nueva
clase privilegiada. Pero es indudable que si se permanece en el terreno de la
defensa de los intereses inmediatos, que es el terreno propio de los
sindicatos, puesto que los intereses no son armónicos ni pueden armonizarse
dentro del régimen capitalista, la lucha entre los trabajadores es un hecho natural
y puede incluso, en ciertas circunstancias y entre ciertos grupos, volverse más
encarnizada que entre los trabajadores y los explotadores.
Para convencerse de ello basta observar lo que son las
mayores organizaciones obreras en los países en que existe mucha organización y
poca propaganda o tradición revolucionaria.
Veamos la Federación del Trabajo de los Estados Unidos de Norteamérica.
Ésta no realiza la lucha contra los patrones sino en el sentido en que luchan
dos comerciantes que discuten las condiciones de un contrato. La verdadera lucha
la hace contra los recién venidos, forasteros o nativos, que querrían ser
admitidos para poder trabajar en una industria cualquiera, contra los rompehuelgas
forzados que no pueden obtener trabajo en las fábricas que reconocen a la organización,
porque los dirigentes sindicales se oponen, y entonces se ven obligados a
ofrecerse en los open shops, es decir, a aquellos patrones que, rebelándose contra
las imposiciones de la organización obrera, admiten como trabajadores a gente
no afi liada y se aprovechan de esa circunstancia para explotarlos en forma más
inhumana que a los demás. Esos sindicatos norteamericanos, cuando alcanzaron el
número de socios que consideran suficiente para poder tratar de igual a igual
con los patrones, buscan en seguida impedir la inscripción de nuevos socios
mediante tasas prohibitivas de ingresos o cierran directamente los registros y
no admiten nuevas solicitudes. Delimitan rigurosamente el oficio, o la parte
del oficio que corresponde a cada sindicato y prohíben que uno invada en lo más
mínimo el campo del “trabajo de los otros”.
Los obreros calificados desdeñan a los manuales; los blancos
desprecian y oprimen a los negros; los “verdaderos norteamericanos” consideran
inferiores a los chinos o a los italianos, etcétera. Si ocurriese una revolución en los Estados Unidos, los
sindicatos fuertes y ricos se pondrían por cierto contra el movimiento, porque
temerían por sus fondos y por la posición privilegiada que se han asegurado. Y
así ocurriría quizás en Inglaterra y en otros lugares. Esto no es sindicalismo, lo sé muy bien; y los sindicalistas
combaten continuamente contra esta tendencia de los sindicatos a transformarse
en instrumentos de bajos egoísmos, y hacen con ello un trabajo utilísimo. Pero
la tendencia existe y no se la puede corregir si no se excede la órbita de los
métodos sindicalistas.
Los sindicalistas serán muy valiosos en el período
revolucionario, pero con la condición de ser… lo menos sindicalistas posibles. No
es cierto lo que pretenden los sindicalistas, cuando afirman que la organización
obrera de hoy servirá para la sociedad futura y facilitará el tránsito del
régimen burgués al régimen igualitario. Ésta es una idea que gozaba de favor entre los miembros de
la Primera Internacional; y si mal no recuerdo, en los escritos de Bakunin se
dice que la nueva sociedad se realizaría mediante el ingreso de todos los
trabajadores en las Secciones de la Internacional. Pero a mí esto me parece erróneo. Los cuadros de las
organizaciones obreras existentes corresponden a las condiciones actuales de la
vida económica tal como resultó de la evolución histórica y de la imposición
del capitalismo.
Y la nueva sociedad no puede realizarse sino rompiendo aquellos
cuadros y creando organismos nuevos correspondientes a las nuevas condiciones y
a los nuevos fines sociales. Los obreros están hoy agrupados según los oficios que
ejercen, las industrias en las que trabajan, según los patrones contra los que
deben luchar o las firmas comerciales a las que están vinculados. ¿De qué
servirían estos agrupamientos, cuando una vez suprimidos los patrones y
trastornadas las relaciones comerciales deban desaparecer buena parte de los
oficios y de las industrias actuales, algunos definitivamente porque son
inútiles y dañinos, y otros en forma temporaria porque serán útiles en el
porvenir, pero no tendrán razón de ser ni posibilidad de vida en el período
tormentoso de la crisis social? ¿De qué servirán, para citar un ejemplo entre
mil, las organizaciones de canteros de Carrara cuando sea necesario que esos
operarios vayan a cultivar la tierra y a aumentar los productos alimenticios, dejando
para el porvenir la construcción de los monumentos y de los palacios marmóreos?
Las organizaciones obreras, especialmente en su forma
cooperativista–que, por otra parte, en el régimen capitalista tiende a
descabezar la resistencia obrera–, pueden servir por cierto para desarrollar en
los trabajadores las capacidades técnicas y administrativas, pero en tiempo de
revolución y para la reorganización social deben desaparecer y fundirse con las
nuevas agrupaciones populares que las circunstancias requieran. Y es tarea de
los revolucionarios tratar de impedir que en ellas se desarrolle ese espíritu
de cuerpo que las convertiría en un obstáculo para la satisfacción de las
nuevas necesidades sociales.
Por lo tanto, en mi opinión, el movimiento obrero es un
medio que podemos emplear hoy para la elevación y la educación de las masas, y
mañana para el inevitable choque revolucionario.
Pero es un medio que tiene sus inconvenientes y sus
peligros. Y nosotros los anarquistas debemos empeñarnos en neutralizar los
inconvenientes, conjurar los peligros y utilizar lo más que se pueda el
movimiento para nuestros fines. Esto no requiere decir que deseemos, como se ha
dicho, poner al movimiento obrero al servicio de nuestro partido. Por cierto
nos contentaríamos con que todos los obreros, todos los hombres fuesen
anarquistas, lo cual constituye el límite extremo a que tiende idealmente todo propagandista; pero
entonces el anarquismo sería un hecho y ya no tendrían lugar ni motivo estas
discusiones.
En el estado actual de las cosas querríamos que el
movimiento obrero, abierto a todas las propagandas idealistas y parte constitutiva
de todos los hechos de la vida social, económicos, políticos y morales, viva y
se desarrolle libre de toda dominación de los partidos, tanto del nuestro como
de los demás.
Hay muchos compañeros que aspiran a unificar el movimiento obrero
y el movimiento anarquista, y donde pueden, como por ejemplo en España y en la
Argentina e incluso un poco en Italia, en Francia, en Alemania, etcétera,
tratan de dar a las organizaciones obreras un programa netamente anarquista. Son
los que se llaman “anarco–sindicalistas”, o, confundiéndose con otros que no
son verdaderamente anarquistas, toman el nombre de “sindicalistas
revolucionarios”.
Es necesario explicar qué se entiende por “sindicalismo”. Si
se trata del porvenir deseado, es decir, si por sindicalismo se entiende la
forma de organización social que debería sustituir a la organización
capitalista y estatal, entonces o es lo mismo que anarquismo, y consiste por lo
tanto en una palabra que sólo sirve para confundir las ideas, o es una cosa
distinta del anarquismo, y entonces no la pueden acep tar los anarquistas. De hecho,
entre las ideas y los propósitos futurísticos expuestos por uno u otro
sindicalista hay algunos auténticamente anarquistas, pero también otros que
reproducen con distintos nombres y diversas modalidades la estructura
autoritaria que es causa de los males que hoy lamentamos, y, por lo tanto, no
tienen nada que ver con el anarquismo.
Pero no me propongo ocuparme aquí del sindicalismo como sistema
social, puesto que no es eso lo que puede determinar la acción actual de los
anarquistas respecto del movimiento obrero.
Aquí se trata del movimiento obrero en el régimen
capitalista y estatal y se incluyen en el nombre de sindicalismo todas las
organizaciones obreras, todos los “sindicatos” constituidos para resistir a la
opresión de los patrones y disminuir o anular la explotación del trabajo humano
por parte de quienes detentan las materias primas y los instrumentos de
trabajo.
Ahora bien, yo digo que esas organizaciones no pueden ser anárquicas
y no está bien pretender que lo sean, porque si así fuese no servirían a su fin
ni a los que se proponen los anarquistas al participar en ellos.
El sindicato está hecho para defender los intereses actuales
de los trabajadores y mejorar su situación en la medida de lo posible antes de
que estemos en condiciones de hacer la revolución y transformar con ella a los
actuales asalariados en trabajadores libres, libremente asociados en beneficio
de todos.
Para que el sindicato pueda servir a su propio fin y, al
mismo tiempo, ser un medio de educación y un campo de propaganda para una
futura transformación social radical, es necesario que reúna a todos los
trabajadores, o por lo menos a todos los que aspiren a mejorar sus condiciones
de vida y que sean susceptibles de capacitarse para alguna forma de resistencia
contra los patrones. ¿Se quiere quizás esperar a que los trabajadores se vuelvan
anarquistas antes de invitarlos a organizarse y antes de admitirlos en la
organización, invirtiendo así el orden natural de la propaganda y del
desarrollo psicológico de los individuos y haciendo la organización de
resistencia cuando ya no habría necesidad de ella, porque la masa sería capaz
de hacer la revolución? En este caso el sindicato constituiría el duplicado del
grupo anárquico y sería impotente para obtener mejoras y para hacer la
revolución. La alternativa consiste en tener redactado un programa anarquista y
contentarse con una adhesión formal, inconsciente, y reunir así gente que
seguiría como un rebaño a los organizadores para dispersarse luego o pasarse al
enemigo en la primera ocasión en que fuera necesario mostrar que uno es
anarquista en serio.
El sindicalismo (entiendo el sindicalismo práctico y no el teórico
que cada uno se imagina a su manera) es por su naturaleza misma reformista.
Todo lo que se puede esperar de él es que las reformas que pretende y consigue
sean tales y que las sostenga de modo que sirvan para la educación y la
preparación revolucionaria y dejen abierto el camino a exigencias cada vez
mayores.
Toda fusión o confusión entre el movimiento anarquista y revolucionario
y el movimiento sindicalista termina haciendo impotente al sindicato para su
finalidad específica, o atenuando, falseando y aniquilando el espíritu
anarquista.
El sindicato puede surgir con un programa socialista,
revolucionario o anarquista; más aún, con programas de este tipo como nacen
generalmente las diversas organizaciones obreras.
Pero éstas permanecen fieles al programa mientras son
débiles e impotentes, es decir, mientras constituyen, más que organismos aptos
para una acción efi caz, grupos de propaganda iniciados y animados por unos
pocos hombres entusiastas y convencidos; pero luego, a medida que logran atraer
a su seno a la masa y adquirir la fuerza para exigir e imponer mejoramientos,
el programa primitivo se transforma en una fórmula vacía de la cual ya nadie se
preocupa, la táctica se adapta a las necesidades contingentes, y los
entusiastas de la primera hora se adaptan ellos mismos o deben ceder su lugar a
los hombres “prácticos”, que se preocupan del hoy sin que les interese el
mañana. Por cierto, hay compañeros que aun estando en las primeras filas del
movimiento sindical siguen siendo sincera y entusiastamente anarquistas, así
como hay agrupamientos obreros que se inspiran en las ideas anarquistas. Pero
sería una crítica demasiado fácil ir buscando los mil casos en que aquellos
hombres y agrupamientos se ponen en la práctica cotidiana en contradicción con
las ideas anarquistas. ¿La dura necesidad? De acuerdo. No se puede hacer
anarquismo puro cuando uno está obligado a tratar con los patrones y las autoridades;
no se puede dejar que las masas procedan por sí mismas cuando se rehúsan a
hacerlo y piden, exigen jefes. Pero ¿por qué confundir al anarquismo con lo que
no es, y asumir nosotros, en cuanto anarquistas, la responsabilidad de las
transacciones y de las adaptaciones necesarias, justamente por el hecho de que
la masa no es anarquista, ni siquiera aunque pertenezca a una organización que
ha incluido el programa en sus estatutos? A mi parecer los anarquistas no deben
querer que los sindicatos sean anarquistas, pero deben actuar en su seno en
favor de los fines anarquistas, como individuos, como grupos y como federaciones
de grupos. De la misma manera en que existen, o en que deberían existir grupos
de estudio y de discusión, grupos para la propaganda escrita u oral en medio
del público, grupos cooperativos, grupos que actúan en las oficinas, en el
campo, en los cuarteles, en las escuelas, etcétera, también se deberían formar grupos
especiales en las diversas organizaciones que hacen la lucha de clases.
Naturalmente, el ideal sería que todos fueran anarquistas y que
las organizaciones funcionaran de una manera anárquica; pero está claro que
entonces no sería necesario organizarse para la lucha contra los patrones,
porque ya no los habría.
Vistas las circunstancias tal cual son, visto el grado de
desarrollo de las masas en medio de las cuales se trabaja, los grupos anarquistas
no deberían pretender que las organizaciones actuaran como si fueran
anarquistas, sino que deberían esforzarse para que éstas se aproximaran lo más
posible a la táctica anarquista. Si para
la vida de la organización y las necesidades y la voluntad de los organizadores
es incluso necesario transigir, ceder, tener contacto impuro con la autoridad y
con los patrones, que así se haga; pero que lo hagan otros y no los anarquistas,
cuya misión es la de mostrar las insuficiencias y la precariedad de todas las
mejoras que se pueden obtener en el régimen capitalista y de impulsar a la
lucha hacia soluciones cada vez más radicales.
Los anarquistas en los sindicatos deberían luchar para que éstos
permanezcan abiertos a todos los trabajadores cualquiera sea su opinión y
partido, con la sola condición de la solidaridad en la lucha contra los
patrones; deberían oponerse al espíritu corporativo y a cualquier pretensión de
monopolio de la organización y del trabajo. Deberían impedir que los sindicatos
sirvan de instrumentos a los politiqueros para fines electorales u otros propósitos
autoritarios, y practicar y predicar la acción directa, la descentralización,
la autonomía, la libre iniciativa; deberían esforzarse para que los organizados
aprendan a participar directamente en la vida de la organización y a no tener
necesidad de jefes y de funcionarios permanentes. Deberían, en síntesis, seguir
siendo anarquistas, mantenerse siempre en entendimiento con los anarquistas y
recordar que la organización obrera no es el fi n, sino simplemente uno de los
medios, por importante que sea, para preparar el advenimiento de la anarquía.
No hay que confundir el “sindicalismo”, que quiere ser una doctrina
y un método para resolver la cuestión social, con la promoción, la existencia y
las actividades de los sindicatos obreros...
Para nosotros no tiene gran importancia que los trabajadores
quieran más o menos; lo importante es que lo que quieren traten de conquistarlo
por sí mismos, con sus fuerzas, con su acción directa contra los capitalistas y
el gobierno. Una pequeña mejora arrancada con la propia fuerza vale más, por
sus efectos morales, y a la larga incluso por sus efectos materiales, que una
gran reforma concedida por el gobierno o los capitalistas con fines astutos, o
aun pura y simplemente por benevolencia.
Nosotros hemos comprendido siempre la gran importancia del
movimiento obrero y la necesidad de que los anarquistas formen una parte activa
y propulsora de éste. Y a menudo ha sido por iniciativa de compañeros nuestros
que se constituyeron agrupamientos más vivos y más progresistas. Siempre hemos
pensado que el sindicato es hoy un medio para que los trabajadores comiencen a
comprender su posición de esclavos, a desear la emancipación y a habituarse a
la solidaridad con todos los oprimidos en la lucha contra los opresores y mañana
servirá como primer núcleo necesario para la continuidad de la vida social y
para reorganizar la producción sin patrones ni parásitos.
Pero siempre hemos discutido, y a menudo disentido, respecto
de los modos en que debía desplegarse la acción anarquista en las relaciones
con la organización de los trabajadores. ¿Era necesario entrar en los sindicatos
o permanecer fuera de ellos, aun tomando parte en todas las agitaciones, y
tratar de darles el carácter más radical posible y mostrarse en primera línea
en la acción y en los peligros? Y sobre todo, ¿era necesario o no que dentro de
los sindicatos los anarquistas aceptaran cargos directivos y se prestaran, por
lo tanto, a las transacciones, los compromisos, las adaptaciones, las
relaciones con las autoridades y con los patrones a las que esos organismos
deben adaptarse, por voluntad de los mismos trabajadores y por su interés in
mediato, en las luchas cotidianas, cuando no se trata de hacer la revolución
sino de obtener mejoramientos o defender los ya conseguidos? En los dos años
que siguieron a la paz hasta las vísperas del triunfo de la reacción por obra
del fascismo nos hemos encontrado en una situación singular.
La revolución parecía inminente, y existían de hecho todas las
condiciones materiales y espirituales para que fuese posible y necesaria. Pero
a nosotros, los anarquistas, nos faltaban en gran medida las fuerzas necesarias
para hacer la revolución con métodos y hombres exclusivamente nuestros:
necesitábamos las masas, y las masas estaban por cierto, dispuestas a la
acción, pero no eran anarquistas. Además, una revolución hecha sin la ayuda de
las masas, aunque hubiera sido posible, no habría podido dar origen sino a una
nueva dominación, la cual, aunque la ejercitaran anarquistas, habría sido
siempre la negación del anarquismo y corrompido a los nuevos dominadores, para
terminar con la restauración del orden estatal y capitalista.
Retirarse de la lucha, abstenerse porque no podíamos hacer exactamente
lo que queríamos, habría equivalido a renunciar a toda posibilidad presente o
futura, a toda esperanza de desarrollar el movimiento en la dirección que
deseábamos, y denunciar no sólo por aquella vez, sino para siempre, porque no
habrá nunca masas anarquistas antes de que la sociedad se haya transformado económica
y políticamente, y la misma situación volverá a presentarse todas las veces que
las circunstancias hagan posible una tentativa revolucionaria.
Será necesario, por lo tanto, ganar a cualquier costo la
confianza de las masas, ponerse en situación de poderlas impulsar a salir a la
calle, y para esto parecía útil conquistar cargos directivos en las
organizaciones obreras. Todos los peligros de domesticación y de corrupción
pasaban a segundo lugar, y además se suponía que no tendrían tiempo de
producirse. Por ende, se llegó a la conclusión de dejar a cada uno en libertad
de manejarse según las circunstancias o
como creyese mejor, a condición de no olvidar nunca que era anarquista y de guiarse
siempre por el interés superior de la causa anarquista.
Pero ahora, después de las últimas experiencias, y vista la situación
actual… me parece que conviene volver sobre la cuestión y ver si no es oportuno
modificar la táctica respecto de este punto importantísimo de nuestra
actividad.
A mi parecer, hay que entrar en los sindicatos, porque si se
permanece fuera se nos verá como enemigos, se considerará nuestra crítica con
suspicacia, y en los momentos de agitación se nos tendrá por intrusos y se
recibirá de mala gana nuestra ayuda. Y en cuanto a solicitar y aceptar nosotros
mismos el puesto de dirigentes, creo que en líneas generales y en tiempos
calmos es mejor evitarlo. Pienso sin embargo que el daño y el peligro no
residen tanto en el hecho de ocupar un puesto directivo –cosa que en ciertas
circunstancias puede ser útil e incluso necesaria– sino en el perpetuarse en
ese puesto. Sería necesario, a mi juicio, que el personal dirigente se renovase
lo más a menudo posible, sea para capacitar a un número mucho mayor de
trabajadores en las funciones administrativas, sea para impedir que el trabajo
de organizar se transforme en un oficio que induzca a quienes lo realizan a
llevar a las luchas obreras la preocupación de no perder el empleo.
Y todo esto no sólo en interés actual de la lucha y de la educación
de los trabajadores, sino también, y sobre todo, con miras al desarrollo de la
revolución después que ésta se inicie.
Los anarquistas se oponen con justa razón al comunismo autoritario,
que supone un gobierno que al querer dirigir toda la vida social y poner la
organización de la producción y la distribución de las riquezas bajo las
órdenes de sus funcionarios, no puede dejar de producir la más odiosa tiranía y
la paralización de todas las fuerzas vivas de la sociedad.
Los sindicalistas, aparentemente de acuerdo con los anarquistas
en la aversión al centralismo estatal, quieren prescindir del gobierno
sustituyéndolo por los sindicatos, y dicen que son éstos los que deben
apoderarse de las riquezas, requisar los víveres, distribuirlos, organizar la
producción y el intercambio. Y yo no vería inconveniente en ello cuando los
sindicatos abriesen de par en par las puertas a toda la población y dejasen a
los disidentes en libertad para actuar y tomar su parte. Pero esta expropiación
y esta distribución no pueden hacerse tumultuariamente en la práctica, no las
puede realizar la masa aunque esté agrupada en sindicatos, sin producir un
desperdicio funesto de riquezas y el sacrificio de los más débiles por obra de
los más fuertes y brutales; y menos aún se podrían establecer en masa los
acuerdos entre las diversas localidades y los intercambios entre las distintas
corporaciones de productores.
Sería necesario, por lo tanto, proveer a ello por medio de deliberaciones
realizadas en asambleas populares por grupos e individuos que se ofrezcan
voluntariamente o a los que se designe en forma regular. Ahora bien, si existe
un número restringido de individuos que por el largo hábito son considerados
jefes de los sindicatos, y existen secretarios permanentes y organizadores oficiales,
serán ellos los que se encontrarán automáticamente encargados de organizar la
revolución, y tenderán a considerar como intrusos e irresponsables a los que
quieran, tomar iniciativas independientes de ellos, y desearán, aunque sea con
las mejores intenciones, imponer su voluntad, incluso con la fuerza. Entonces
el régimen sindicalista se transformaría pronto en la misma mentira y la misma
tiranía en que se transformó la así llamada dictadura del proletariado. El
remedio contra este peligro y la condición para que la revolución resulte
verdaderamente emancipadora residen en formar un gran número de individuos capaces
de iniciativa y de tareas prácticas, en habituar a las masas a no abandonar la
causa de todos en manos de cualquiera y a delegar, cuando la delegación es
necesaria, sólo para cargos determinados y por tiempo limitado. Y para crear
tal situación y tal espíritu el medio más eficaz es el sindicato, si está
organizado y manejado con métodos verdaderamente libertarios.
La Unión de los trabajadores nació de la necesidad de
proveer a las carencias actuales, del deseo de mejorar las propias condiciones
y de defenderse contra los posibles empeoramientos; nació el sindicato obrero,
que es la unión de quienes, privados de los medios de trabajo y obligados por
lo tanto para vivir a dejarse explotar por quien posee esos medios, buscan en la
solidaridad con sus compañeros de pena la fuerza necesaria para luchar contra
los explotadores. Y en este terreno de la lucha económica, es decir, de la
lucha contra la explotación capitalista, habría sido posible y fácil llegar a
la unidad de la clase de los proletarios contra la clase de los propietarios. Pero
ocurre que los partidos políticos, que por lo demás han sido a menudo los que
originaron y animaron en un principio el movimiento sindical, quisieron
servirse de las asociaciones obreras como campo de reclutamiento y como
instrumentos para sus fines especiales, de revolución o de conservación social.
De ahí las divisiones entre la clase obrera organizada en diversos
agrupamientos bajo la inspiración de los distintos partidos. De ahí el propósito
de quienes quieren la unidad y tratan de sustraer a los sindicatos de la tutela
de los partidos políticos.
Sin embargo, en este afirmado propósito de sustraerse a la
influencia de los partidos políticos, de “excluir la política de los sindicatos”,
se esconde un equívoco y una mentira. Si por política se entiende lo que
respecta a la organización de las relaciones humanas y, más especialmente, las
relaciones libres o forzadas entre ciudadanos y la existencia o no de un
“gobierno” que asuma en sí los poderes públicos y se sirva de la fuerza social
para imponer la propia voluntad y defender los intereses de sí mismo y de la
clase de que emana, es evidente que esa política entra en todas las
manifestaciones de la vida social, y que una organización obrera no puede ser
realmente independiente de los partidos, salvo transformándose ella misma en un
partido.
Es por lo tanto vano esperar, y para mí estaría mal desear, que
se excluya a la política de los sindicatos, puesto que toda cuestión económica
de alguna importancia se transforma automáticamente en una cuestión política, y
es en el terreno político, es decir con la lucha entre gobernantes y
gobernados, donde se deberá resolver en definitiva la cuestión de la
emancipación de los trabajadores y de la libertad humana. Y es natural, y está
claro, que debe ser así.
Los capitalistas suelen mantener la lucha en el terreno
económico mientras los obreros exijan mejoras pequeñas y generalmente ilusorias,
pero ni bien ven disminuido su beneficio y amenazada la existencia misma de sus
privilegios apelan al gobierno, y si éste no se muestra suficientemente
solícito y fuerte en defenderlos, como ocurrió en los recientes casos de Italia
y de España, emplean sus riquezas para financiar nuevas fuerzas represivas y constituir
un nuevo gobierno que pueda servirles mejor. Por lo tanto, las organizaciones
obreras deben necesariamente proponerse una línea de conducta frente a la
acción actual o potencial de los gobiernos.
Se puede aceptar el orden constituido, reconocer la
legitimidad del privilegio económico o del gobierno que lo defiende, o
contentarse con maniobrar entre las diversas fracciones burguesas para obtener
alguna mejora, como ocurre en las grandes organizaciones no animadas por un
elevado ideal, como la Federación
Norteamericana del Trabajo y buena parte de las Uniones inglesas, y entonces uno
se transforma en la práctica en instrumento de los propios opresores y renuncia
a la propia liberación de la servidumbre. Pero si se aspira a la emancipación
integral, o incluso si se desean sólo mejoras definitivas que no dependan de la
voluntad de los patrones y de las alternativas del mercado, no existen sino dos
caminos para liberarse de la amenaza gubernativa. O apoderarse del gobierno y
dirigir los poderes públicos, la fuerza de la colectividad aferrada y coartada por los gobernantes,
a la supresión del sistema capitalista; o debilitar y destruir el gobierno para
dejar que los interesados, los trabajadores, todos aquellos que de alguna
manera concurren con el trabajo manual e intelectual al mantenimiento de la vida
social, queden en libertad para proveer a las necesidades individuales y
sociales de la manera que mejor consideren, excluido el derecho y la
posibilidad de imponer con la violencia la voluntad de unos sobre otros.
Ahora bien, ¿Cómo hacer para mantener la unidad cuando existen
quienes desean servirse de la fuerza de la asociación para llegar al gobierno,
y quienes creen que todo gobierno es necesariamente opresor y nefasto y, por lo
tanto, desean encaminar esa misma asociación hacia la lucha contra toda
institución autoritaria presente o futura? ¿Cómo mantener juntos a los
socialdemócratas, los comunistas de Estado y los anarquistas? He aquí el
problema. Problema que se puede eludir en ciertos momentos, en ocasión de una
lucha concreta que reúna a todos los hombres, o por lo menos a una gran masa,
en un interés y un deseo comunes, pero que resurge siempre y no es fácil de
resolver mientras existan condiciones de violencia y diversidad de opinión
sobre el modo de resistir a la violencia.
El método democrático, es decir, el consistente en dejar que
decida la mayoría y “mantener la disciplina” no decide la cuestión, porque
también él es una mentira y no lo patrocinan sinceramente sino los que tienen o
creen tener la mayoría. Dejando de lado el hecho de que “la mayoría” es
siempre, por lo demás, la de los dirigentes y no la de la masa, cuyos deseos
generalmente se ignoran o se falsifican, no se puede pretender, ni siquiera desear,
que quien está profundamente convencido de que la mayoría sigue un camino
desastroso, sacrifique sus propias convicciones y asista pasivamente o, peor
aún, aporte su ayuda a lo que considera un mal.
La afirmación de que hay que dejar hacer y tratar de
conquistar a su vez el consenso de la mayoría, se parece al sistema que se
utiliza entre los militares: “sufra la pena y luego reclame”, y es un sistema
inaceptable cuando lo que hoy se hace destruye la posibilidad de proceder
mañana de otra manera.
Hay cuestiones en las cuales conviene adaptarse a la
voluntad de la mayoría porque el daño de la división sería mayor que el que
derivaría de un determinado error; hay circunstancias en que la disciplina se
vuelve un deber porque el faltar a ella sería faltar a la solidaridad entre los
oprimidos y significaría traición frente al enemigo. Pero cuando uno está
convencido de que la organización toma un camino que compromete el porvenir y hace
difícil remediar el mal producido, entonces es un deber rebelarse y oponerse,
aun a riesgo de provocar una escisión.
Pero entonces, ¿Cuál es la vía de salida de estas dificultades,
y cuál es la conducta que deberían seguir los anarquistas en esta cuestión? Para
mí el remedio sería: entendimiento general y solidaridad en las luchas
puramente económicas; autonomía completa de los individuos y de los diversos agrupamientos en las luchas políticas. Pero ¿Es
posible ver a tiempo dónde la lucha económica se transforma en lucha política?
Y ¿hay luchas económicas importantes que la intervención del gobierno no vuelva
políticas desde el principio? De todos modos, nosotros los anarquistas
deberíamos llevar nuestra actividad a todas las organizaciones para predicar en
ellas la unión entre todos los trabajadores, la descentralización, la libertad
de iniciativa, en el cuadro común de la solidaridad contra los patrones.
Y no debemos dar mucha importancia al hecho de que la manía de
centralización y autoritarismo de uno, y la intolerancia de otro a toda
disciplina, incluso la razonable, lleve a nuevos fraccionamientos, pues si la
organización de los trabajadores es una necesidad primordial para las luchas de
hoy y para la realización de mañana, no tiene gran importancia la existencia y
la duración de esta o aquella determinada organización. Lo esencial es que se desarrolle
el espíritu de organización, el sentimiento de solidaridad, la convicción de la
necesidad de cooperar fraternalmente para combatir a los opresores y realizar
una sociedad en la que todos podamos gozar de una vida verdaderamente humana.
Errico Malatesta
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