Ha
llegado el momento de considerar algunas inferencias que se deducen de
la teoría de la coerción anteriormente expuesta; inferencias que
conceptuamos de vital importancia para la felicidad, la virtud y el
progreso de la especie humana.
Ante
todo resulta evidente que la coerción constituye una penosa necesidad,
incompatible con el genio y la esencia del espíritu humano;
necesidad temporal que nos imponen la corrupción y la ignorancia que hoy
reinan entre los hombres. Nada más absurdo que presentarla como medio
de mejoramiento social, ni más injusto que acudir a ella en los casos en
que no sea absolutamente indispensable hacerlo. En lugar de propender a
la multiplicación de esos casos y de emplear la coerción como un
remedio para todos los males, el estadista ilustrado tratará de
reducirlos a los más estrechos límites, disminuyendo en lo posible sus
motivos de aplicación. Hay un solo caso en que el
empleo de la coerción puede justificarse y es cuando la libertad del
delincuente puede causar un notorio daño a la seguridad pública.
Al
examinar el concepto de la prevención como la única razón justificable
de la acción coercitiva, obtendremos un criterio claro y satisfactorio
para juzgar del grado de justicia que contiene la pena.
La
inflicción de una muerte lenta y dolorosa no puede de ningún modo ser
vindicada desde ese punto de vista, pues esa pena sólo es inspirada por
los sentimientos de odio y venganza, así como por el vano afán de
exhibir un terrible escarmiento.
Quitar
la vida a un delincuente es desde luego un acto injusto, puesto que
existen fuera de esa terrible pena muchos otros medios para impedir que
aquél continúe causando daño a sus semejantes. La privación de la vida,
aun cuando no sea la pena más horrible que pueda sufrirse, constituye un
daño irreparable, puesto que cierra definitivamente a la víctima toda
posibilidad de disfrutar de los goces y los bienes propios deL ser
humano.
En
la biografía de esos pobres seres a quienes las despiadadas leyes de
Europa condenan al aniquilamiento, encontramos con frecuencia personas
que, después de haber cometido un delito, observaron una vida normal y
tranquila, alcanzando un apreciable patrimonio. La historia de cada uno
de ellos es, con ligeras variantes, la historia de la mayoría de los
violadores de la ley. Si hay un hombre a quien, en resguardo de la
seguridad general, es preciso poner entre rejas, ello implica un alegato
en favor suyo dirigido a los miembros más influyentes de la sociedad.
Ese hombre es el que con mayor apremio necesita su ayuda. Si se le
tratara con bondad, en vez de hacerlo con ultrajante desprecio; si le
hicieran comprender con cuánta repugnancia se vieron obligados a emplear
contra él la fuerza colectiva; si le instruyeran con calma, serenidad y
benevolencia en el conocimiento del bien y de la verdad; si se
adoptaran todos los cuidados que una disposición humanitaria sugiere, a
fin de librar su espíritu de los móviles de corrupción, la enmienda del
desdichado sería casi segura. A tales cuidados le hacen acreedores sus
desgracias y su miseria. Pero la mano del verdugo salda brutalmente la
cuestión.
Es
un error suponer que un tratamiento semejante de los criminales haría
aumentar los crímenes. Por el contrario, pocos hombres osarían iniciar
una carrera de violencias, con la perspectiva de verse obligados a
abjurar de sus errores, tras un lento y paciente proceso de esa índole.
Es la inseguridad del castigo en sus formas actuales lo que determina la
multiplicidad del delito. Eliminad esa incertidumbre y veréis que habrá
tanta disposición para la delincuencia como la que pudiera haber para
el deseo de quebrarse una pierna, a fin tener la satisfacción de ser
curados por un hábil cirujano. Pues sea cual fuera la gentileza que
desplegara el médico del espíritu, no es de imaginar que la curación de
los hábitos viciosos pueda producirse sin una penosa impresión por parte
de quien los haya sustentado.
Los
castigos corporales tienen su origen en la corrupción de las
instituciones políticas o en la inhumanidad de las mismas,
independientemente de la consideración de su eficacia en relación con el
fin propuesto, en cuanto a la enmienda del delincuente. Salvo cuando se
intentan a guisa de ejemplo, constituyen un evidente absurdo, desde que
procuran expeditivamente comprimir el efecto de muchos razonamientos y de un largo confinamiento en un espacio sumamente breve. Es atroz el sentimiento con que un observador ilustrado contempla las huellas de un látigo, impresas en el cuerpo de un hombre.
La
justicia de la represión se basa en este sencillo principio: todo
hombre está obligado emplear cuantos medios estén a su alcance a fin de
prevenir hechos contrarios a la seguridad general, habiéndose comprobado
por la experiencia o por deducciones pertinentes que todos los medios
persuasivos resultan ineficaces en ciertos casos. La conclusión que de
ahí se deriva es que nos vemos obligados, en determinadas
circunstancias, a privar al trasgresor de la libertad de que ha abusado.
Ningún otro hecho nos autoriza a ir más allá en ese sentido. El que se
encuentra prisionero (si es éste el medio más justo de segregación) no
está en condiciones de turbar la paz de sus semejantes. Y la inflicción
de mayores daños a esa persona, después que su capacidad delictiva ha
sido prácticamente eliminada, sólo se explica por salvaje y despiadado
afán de venganza, y constituye un desenfrenado ensañamiento de la
fuerza.
En
verdad, desde que el delincuente ha sido prendido, surge de inmediato
el deber de corregirlo para aquellos que han asumido la responsabilidad
de aplicar el castigo. Pero esto no constituye la cuestión fundamental.
El deber de contribuir a elevar la salud moral de nuestros semejantes,
es un deber de índole general. Aparte de esta salvedad, hemos de
recordar una vez más lo que tantas veces repetimos en el curso de esta
obra: la coerción en todas sus formas es siempre impotente para corregir a una persona.
Retened al delincuente, en tanto que la seguridad general así lo
requiera. Pero no le impidáis de ningún modo obtener su propia
regeneración, pues ello es contrario a la moral y a la razón.
Existe,
sin embargo, un punto en el cual la prevención y la enmienda del
culpable se conectan estrechamente. Hemos dicho que el delincuente debe
ser apartado de la sociedad para evitar peligros para la seguridad
pública. Pero ésta dejará de estar amenazada tan pronto como las
inclinaciones y propensiones de aquél hayan experimentado un cambio
favorable. Habiéndose establecido esa conexión por la naturaleza de las
cosas es preciso, al fijar la pena, tener en cuenta ambas
circunstancias: ¿de qué modo ha de promoverse la corrección del
delincuente y cuándo ha de restituírsele plenamente su libertad?
El
procedimiento más común seguido hasta ahora consiste en erigir una gran
cárcel pública, donde los delincuentes de la más diversa especie son
arrojados en tremenda promiscuidad. Todas las circunstancias existentes
tienden a inculcarles allí hábitos más viciosos y a ahogar cualquier
resto de laboriosidad, sin que se haga nada por mejorar o modificar ese
estado de cosas. No creemos necesario extendemos más acerca de la atrocidad que significa ese sistema. Las
cárceles son proverbialmente los seminarios del vicio. Ha de estar
extraordinariamente endurecido en la iniquidad o bien constituir un
exponente de virtud suprema, el que salga de una cárcel sin haber
empeorado en ella.
Un atento observador de los problemas humanos (1),
animado por las más sanas intenciones, que ha dedicado especial
atención a este tema, fue rudamente impresionado por la lamentable
situación que reina en el actual sistema carcelario y, con objeto de
aportar un remedio, interesó al espíritu público en favor de un plan de
segregación solitaria. Este plan, aun exento de los defectos que aquejan
al régimen vigente, es merecedor, sin embargo, de muy serias
objeciones.
De
inmediato impresiona a todo espíritu reflexivo como un sistema
extraordinariamente severo y tiránico. No puede, por consiguiente, ser
admitido entre los métodos de suave coerción que constituyen el objeto
de nuestro estudio. El hombre es un animal social.
Hasta qué punto lo es realmente, es cosa que surge de la consideración
de las ventajas que confiere el estado social, de las cuales despoja al
prisionero el encierro solitario. Independientemente de su estructura
originaria, el hombre es eminentemente social por los hábitos
adquiridos. ¿Privaréis al prisionero de papel, de libros, de
herramientas y distracciones? Uno de los argumentos que se esgrimen en
favor del sistema de segregación solitaria es que el delincuente debe
ser sustraído a sus malos pensamientos y obligado a escrutar la propia
conciencia. Los defensores del sistema de encierro solitario creen que
esto podrá ocurrir cuanto menos distracciones tenga el prisionero. Pero
supongamos que se ha de suavizar el rigor en ese sentido y que sólo se
le privará de la presencia de sus semejantes. ¿Cuántos hombres hay que
puedan satisfacer sus necesidades de sociabilidad en la compañía de los
libros? Somos naturalmente hijos del hábito y no es lógico esperar que
individuos comunes se amolden a un género de vida que siempre les fue
extraño. Incluso aquel que más apego tiene al estudio, siente momentos
en que el estudio no le complace. El alma humana tiende con anhelo
infinito a buscar la compañía de un semejante. Por
el hecho que la seguridad pública reclame el encierro de un delincuente,
¿ha de estar éste condenado a no iluminar jamás su rostro con una
sonrisa? ¿Quién medirá los sufrimientos del hombre obligado a permanecer
en constante soledad? ¿Quién podrá afirmar que esto no constituye para
la mayoría de los hombres el peor tormento que pueda imaginarse? Es
indudable que un espíritu superior podrá superar tal circunstancia. Pero
las facultad de un espíritu sublime no entra en las consideraciones de
este problema.
Del
examen de la prisión solitaria considerada en sí misma, nos vemos
naturalmente llevados a estudiar su valor en relación con la reforma del
delincuente. La virtud es una cualidad que se comprueba en las
relaciones mutuas de los hombres. ¿Será acaso requisito previo para
convertir a un hombre en un ser virtuoso, el excluido de toda sociedad
humana? ¿No se incrementarán, así, por el contrario, sus inclinaciones
egoístas y antisociales? ¿Qué estímulos tendrá hacia la justicia y la
benevolencia el que carece de oportunidades para ejercerlas? El ambiente
en que suelen incubarse los más atroces crímenes, es el mismo que
determina un ánimo áspero y sombrío. ¿Qué corazón podrá sentirse
ensanchado y enternecido al respirar la densa atmósfera de una mazmorra?
Más cuerdo sería a ese respecto imitar el orden universal y trasladar a
un estado natural y razonable de sociedad a aquellos hombres a quienes
deseamos instruir en los principios de humanidad y justicia. La
soledad sólo puede incitarnos a pensar en nosotros mismos, no a servir a
nuestros conciudadanos. La soledad impuesta por severos reglamentos,
podrá ser adecuada para un asilo de alienados o de idiotas, nunca para
producir seres útiles a la sociedad.
Otro
procedimiento empleado para castigar a quienes han causado daños a la
sociedad, consiste en someterlos a un estado de esclavitud o de trabajo
forzado. La refutación de ese sistema ha sido anticipada en lo que hemos
dicho más arriba. Eso es absolutamente innecesario para la seguridad
social. En cuanto al logro de la enmienda del delincuente, representa un
medio absurdamente concebido. El hombre es también un
ser intelectual. No es posible volverlo virtuoso sin apelar a sus
facultades intelectivas. Tampoco puede ser virtuoso sin disfrutar de
cierto grado de independencia. Debe compenetrarse de las leyes de la
naturaleza y de las consecuencias necesarias de sus propias acciones, no
de las órdenes arbitrarias de un superIor. ¿Queréis lograr que trabaje?
No me obliguéis a ello por medio del látigo, pues si anteriormente
tuviera inclinaciones a la holganza, seguiré después doblemente esa
tendencia. Apelad a mi inteligencia y dejadme libertad de elección. Sólo
la más deplorable perversión del espíritu puede hacernos creer que
cualquier especie de esclavitud, desde esa forma atenuada que pesa sobre
nuestros escolares, hasta la que sufren los desdichados negros de las
Indias Occidentales, puede producir efectos favorables para la virtud
humana.
Un
sistema altamente preferible a cualquiera de los anteriores y que ha
sido ensayado en diversos casos, es el de destierro o traslado a países
lejanos. También ese sistema es susceptible de algunas objeciones y en
verdad sería extraño que cualquier método de coerción no fuera de por sí
objetable. Pero hay que notar que ese sistema ha sido impugnado más de
lo que por su naturaleza intrínseca correspondería, en razón de la
manera cruda e incoherente con que ha sido aplicado.
El
destierro constituye en sí una evidente injusticia. Pues si juzgamos
que la residencia de una persona determinada es perniciosa para nuestro
país, no tenemos derecho a imponerla a otro país cualquiera.
Algunas
veces el destierro ha sido acompañado de esclavitud, tal como aconteció
con la práctica de Gran Bretaña en sus colonias americanas, antes de
que éstas se independizaran. Creemos que esto no requiere una refutación
especial.
El método más conveniente de destierro es el que se efectúa hacia un
país aún no colonizado. El trabajo que más contribuye a
libertar el espíritu de los malos hábitos adquiridos en una sociedad
corrompida, no es aquel que se cumple bajo las órdenes de un carcelero,
sino el que se realiza por la necesidad de proveer a la propia
subsistencia. Los hombres que se sienten libres de
las opresoras instituciones de los gobiernos europeos y se ven impelidos
a comenzar una nueva vida, se hallan por esto mismo en el camino más
conducente a la regeneración y la virtud. La primera fundación de Roma
por Rómulo y sus vagabundos es una feliz ilustración de esa idea, ya se
trate realmente de un hecho histórico o de una ingeniosa leyenda creada
por alguien que conocía a fondo el corazón humano.
Hay
dos circunstancias que hasta ahora han hecho fracasar todas las
tentativas en ese sentido. La primera consiste en que la madre patria
persigue siempre con su odio la instalación de taleS colonias. Nuestra
esencial preocupación es la de hacer allí la vida más dura e
insoportable, con la vana idea de aterrorizar de ese modo a los
delincuentes. En realidad debiera consistir en resolver las dificultades
que encuentran los nuevos pobladores y en propender en todo lo posible a
su futura felicidad. Debemos recordar siempre que ellos son merecedores
de toda nuestra compasión y simpatía. Si fuéramos seres razonables,
sentiríamos la cruel necesidad que nos obligó a tratarlos de un modo
contrario a la esencia del alma humana; pero una vez consumada esa
ingrata necesidad, nuestro más vivo anhelo sería otorgades todo el bien
que estuviera a nuestro alcance. Pero no somos razonables. Tenemos
arraigados en nosotros salvajes sentimientos de rencor y de venganza.
Confinamos a esos desgraciados en los lugares más remotos de la tierra.
Los exponemos a perecer de hambre y de privaciones. Desde un punto de
vista práctico, la deportación a las Hébridas equivale a una deportación
a las antípodas.
En
segundo lugar, sería conveniente que, después de haber provisto a los
colonos de lo necesario para comenzar su nueva vida, se les dejara
librados a su propia responsabilidad. Es contraproducente en absoluto
perseguirlos hasta su lejano refugio con la perniciosa influencia de las
instituciones europeas. Constituye un signo de crasa ignorancia
de la naturaleza humana el suponer que se destrozarían entre sí en el
caso de sentirse libres de vigilancia. Por el contrario, un nuevo
ambiente favorece la creación de un nuevo espíritu. Los más endurecidos
criminales, cuando se hallan expuestos a las contingencias del azar y
sufren los duros aguijones de la necesidad, suelen comportase del modo
más razonable, dando pruebas de una sagacidad y de un espíritu público
capaces de hacer abochornar a las monarquías más orgullosas.
No
olvidemos, sin embargo, los vicios inherentes a toda especie de
coerción, sea cual sea el modo con que se efectúe. La colonización es la
forma más deseable en ese caso, pero ofrece sin duda numerosos
inconvenientes. La sociedad juzga que la residencia de cierto individuo
en su seno es nociva para el bien general. ¿Pero no se excede acaso
cuando le niega el derecho a elegir otro lugar de residencia? ¿Qué pena
se le aplicará si vuelve del destierro por propia voluntad? Estas
reflexiones traen nuevamente a nuestro espíritu la convicción de la
absoluta injusticia que el castigo encierra y nos inducen a desear
fervientemente el advenimientO de un orden de cosas que elimine
semejante iniquidad.
Para
concluir. Las observaciones contenidas en el presente capítulo tienen
relación con la teoría según la cual es deber de los individuos y no de
las comunidades ejercer cierto grado de coerción política, fundando ese
deber en necesidades de seguridad pública. De acuerdo con esa teoría, el
individuo sólo ha de consentir en aquella coerción que sea
estrictamente indispensable para ese objeto. Su deber consistirá en
mejorar las instituciones defectuosas, de cuya superación no ha logrado
aún convencer a sus conciudadanos. Rehusará la colaboración en todo
cuanto signifique la invocación de la seguridad pública para el
cumplimiento de propósitos inicuos. En todos los códigos del mundo hay
leyes que, en virtud de sus injustas prescripciones, llegan a caer en
desuso. Todo verdadero amante de la justicia hará cuanto esté a su
alcance por repudiar esas leyes, que mediante su infinidad de
restricciones y penalidades, invaden arbitrariamente los fueros de la
libertad y de la independencia individual (2).
(1) Mr. Howard.
(2) El capítulo VII, De la evidencia,
es breve y trata de establecer principalmente que la razón por la cual
los hombres son castigados por la conducta pasada y no por su actitud
presente, reside en la notoria inseguridad de la evidencia.
Capitulo tomado del Libro Investigación acerca de la justicia política (1793) de Willian Godwin (Libro VII capítulo VI) El Nombre original del capitulo es Grados de coerción, por tanto, el título del artículo de este blog NO ES EL ORIGINAL. (N&A) Fuente: Antorcha
No hay comentarios:
Publicar un comentario