La base teórica del anarquismo está en la negación del Estado. Esta premisa es aceptada por todos los adversarios decididos del principio de autoridad. Pero no basta con declarar que los revolucionarios deben emprender, como tarea previa, un ataque tenaz y continuado contra ese órgano de tiranía, al servicio de la clase privilegiada, que encarna y perpetúa a través de los cambios de sistema la esclavitud del obrero y la sumisión del ciudadano a la autoridad de los mandones. El estatismo existe hasta en las formas menos conocidas del concierto económico, porque es causa y efecto de la explotación del hombre por el hombre.
Nos hemos acostumbrado a ver en el Estado una entidad definida, inmutable, sujeta a un determinado concepto civilizador. Suponemos que existe porque existe el capitalismo, que le dio sus bases económicas y su actual conformación jurídica, y que basta con despojar a los capitalistas de sus privilegios para que desaparezca el principio de autoridad que sostiene todo el andamiaje estatal. Es bien sabido que todo cambio en las condiciones económicas de la sociedad modifica la estructura del Estado pero no por eso desaparece la naturaleza del estatismo.
Existe una relación estrecha entre la capacidad media del pueblo y las formas jurídicas, políticas y sociales del régimen que tolera. Del mismo modo existe un inevitable paralelismo entre la capacidad defensiva del proletariado y la potencia ofensiva del capitalismo. El Estado sufre las variaciones que impone el continuo juego de las revoluciones y de la reacción, modifica sus aspectos externos debido a la presión de las fuerzas que representan los dos polos opuestos en la dinámica social, se torna más fuerte o más débil según sea el impulso que sigan las corrientes de la opinión popular. Pero los cambios políticos no modifican sustancialmente el orden de cosas, ni la situación de los despojados se modifica legalizando el despojo.
Con la democracia se ha fortalecido aún más el principio jurídico del Estado y el obrero se transformó en ciudadano, lo que quiere decir que pasó a ser un engranaje «consciente» de la máquina estatal. Con el socialismo estatista, se busca la conjunción de todos los poderes en una entidad única y absoluta: se reúne en un mismo órgano de dominación la política y la economía, el arte y la ciencia, las ideas y las necesidades. Y, por la influencia de las teorías marxistas, que reducen al hombre a la condición de máquina, el proletariado se asimila todos los prejuicios del ambiente y llega a creer que su felicidad consiste en despojar a los actuales amos de los privilegios que detentan.
Para negar al Estado hay que negar la ideología marxista. He ahí el fundamento teórico del anarquismo, pero, ¿puede el sindicalismo, que es marxista en economía, aun cuando prescinda de la política y niegue la utilidad del Estado, reclamar para sí la ordenación de la sociedad futura? ¿No es el sindicato un órgano de creación reciente, ligado al factor económico, hijo legítimo del capitalismo que lleva en sus entrañas, con la desesperación de los sometidos, el fermento de una nueva injusticia?
Con el simple despojo de los capitalistas no se destruye el capitalismo. Si los obreros mantienen la vieja máquina económica y conservan los complicados engranajes del industrialismo, si no poseen suficiente capacidad para destruir la organización social en sus bases históricas, arribarán después de la revolución al mismo punto de partida. Del sindicato saldrá el Estado, porque para regularizar la producción y el consumo se necesitan órganos oficiales, cuerpos directores, oficinas técnicas, que poco a poco van asumiendo el papel de los organismos políticos y económicos destruidos por la revolución.
El error clasista no consiste solamente en mantener en pie las actuales instituciones capitalistas, sino también en perpetuarlas bajo otro nombre. Y el sindicalismo, aceptado como sistema económico del futuro, al reclamar el control y la dirección de la economía capitalista después de la revolución, plantea la necesidad del Estado que teóricamente niega, con lo que denuncia su naturaleza autoritaria.
II
Si nosotros encontramos una equivalencia de conclusiones político-económicas en la doctrina de los partidos marxistas y los sindicatos que giran en torno a la influencia de la socialdemocracia, es ateniéndonos a lo que unos y otros realizan en el presente y a lo que proyectan para el futuro. Pero eso no quiere decir que confundamos el sindicalismo con la simple organización corporativa. Los partidos son fuerzas políticas que elaboran en la realidad mezquinas perspectivas: son instrumentos de dominación en manos de un grupo de ambiciosos. En cambio, los sindicatos que siguen una trayectoria independiente de las preocupaciones estatistas, representan un permanente fermento de revolución, precisamente porque al actuar en la esfera económica vénse obligados a seguir el curso de las repetidas crisis del capitalismo.
La constatación de que el sindicato obrero ofrece un amplio campo a la propaganda revolucionaria, de que es un medio precioso para ejercitar en la lucha a los trabajadores, de que reúne en sí los mejores elementos para oponer una seria resistencia al capitalismo y al Estado, no debe llevarnos al extremo de considerarlo como una teoría social independiente de las diversas tendencias sociales. El sindicalismo no es un cuerpo de doctrinas hechas: no se basta a sí mismo, como pretenden hacernos creer los sindicalistas puros. Podrá ofrecer posibilidades revolucionarias como continente de las fuerzas que respondan al imperativo de las necesidades; pero el contenido carece de homogeneidad ideológica y está dispuesto a dispersarse a la primera contingencia grave que origine un choque de opiniones.
Es necesario tener muy en cuenta la relación que existe entre el movimiento obrero y el desarrollo del capitalismo. Los sindicatos modifican su táctica a medida que las industrias se desarrollan y crece el poder de los grandes grupos financieros. La trustificación crea una modalidad «trustista» en el sindicalismo, que es aceptada por los teóricos de la lucha de clases como necesaria para defender las conquistas del asalariado. Y ese fenómeno demuestra que el sindicato, más que determinante de una táctica de lucha, está determinado por la evolución del capitalismo.
¿Cómo pues, existiendo un desarrollo paralelo entre el industrialismo y las organizaciones obreras basadas en el tipo industrial — lo que implica una sujeción del salario a las necesidades de cada hora y consecuentemente a las crisis periódicas del capitalismo —, pueden los sindicatos operar por sí mismos una revolución ampliamente social? De un movimiento revolucionario puede surgir un cambio de dirección en la economía capitalista, transformándose los sindicatos obreros en órganos de control de las industrias expropiadas a los actuales detentadores; mas existe el peligro de que el sindicalismo conformado a las necesidades y al artificio de la civilización burguesa, mantenga en pie la máquina política del Estado.
No hacemos suposiciones. Basamos esta posibilidad en los hechos y las teorías que formulan algunos anarquistas ilusionados por el revolucionarismo sindicalista. Por ello decimos que es temerario atribuir a un órgano de defensa conformado a los hechos y a las necesidades presentes, funciones post-revolucionarias. El sindicalismo nació con el capitalismo — como los partidos políticos son retoños del Estado —, y deberá desaparecer con él. De lo contrario, la herencia capitalista será adquirida por una casta de elegidos salida de la clase obrera, de la misma manera que la burguesía heredó los privilegios de los señores feudales y de los nobles vencidos por la revolución del siglo pasado.
No quiere esto decir que neguemos valores revolucionarios al sindicato. Lo que no admitimos es la función histórica que le atribuyen los sindicalistas llamados puros y los anarquistas partidarios de la neutralidad, porque entendemos que la organización de la vida en el comunismo debe operarse rompiendo el círculo de hierro de las industrias, esto es, volviendo a las fuentes de la comunidad, cuya expresión no es posible encontrarla en las modernas Babeles capitalistas.
Una revolución puede surgir del juego de los acontecimientos, en un momento de crisis como la que convulsionó a Europa después de la gran guerra. Suponiendo que las fuerzas más activas estén en los sindicatos y que la iniciativa corresponde a los trabajadores organizados y no a un partido político de avanzada (como el bolchevique, por ejemplo), ¿quedaría por eso asegurado el triunfo de la clase trabajadora? Se dice que los sindicatos pueden realizar esa misión. Pero hay que tener en cuenta que en el movimiento obrero actúan fuerzas divergentes en cuanto a la interpretación del hecho revolucionario y que no basta la «realidad económica» para determinar un cambio fundamental en el sistema capitalista.
He ahí por qué consideramos el sindicato como un instrumento de lucha en la sociedad actual, pero sin suficientes elementos doctrinarios para organizar la vida después de la revolución.
III
No existe una doctrina del movimiento obrero independiente de las tendencias políticas, religiosas, morales y económicas que toman al hombre como materia de juicio para justificar o negar la razón de ser de los privilegios sociales, de la autoridad, del Estado, de la burguesía. Existe el móvil material, la necesidad de luchar por el mendrugo, y esta lucha está sujeta a diversas y antagónicas interpretaciones.
El sindicalismo puro, pese al culto que rinden sus partidarios a todas las premisas revolucionarias, es un conjunto de teorías negativas. Históricamente los sindicatos siguen el camino que marcan los hitos del progreso industrial. En el presente no realizan otra tarea que la de procurar un mejoramiento en las condiciones materiales del proletariado, prescindiendo de fundar el problema ético, porque de hacerlo plantearían la tan temida divergencia de opiniones, de sentimientos, de ideologías. ¿Sobre qué base, pues pueden los sindicalistas operar la transformación radical del sistema capitalista, si sólo poseen un método económico de la técnica industrial, un programa orgánico que repite bajo otros aspectos los viejos programas liberales y reformistas?
Para comprender el absurdo en que caen los anarquistas que limitan la revolución a un cambio de papeles en la tragedia del mundo, es menester intentar sustraerse al espejismo de la civilización capitalista y atisbar en la historia el acontecimiento que más identifique al individuo con la naturaleza. Acostumbrados a ajustar nuestros gustos a las necesidades de ahora, enamorados del proceso material que hace la vida agradable cuando se logra una parte de sus beneficios, siendo como somos hijos de esa civilización de hierro, no interpretamos la vida fuera del marco que nos estrecha y opresiona cada vez más en el precinto de acero de las ciudades industriales. De ahí esa ideología del economismo burgués, adornada con abstracciones por los políticos marxistas, que mediatizan la acción del proletariado a intereses inmediatos y subordinan el proceso de la revolución al crecimiento de las industrias, al juego de las finanzas y a la capacidad productora de un sistema social basado en el despilfarro y la falta de equidad distributiva.
El industrialismo es la exageración de las necesidades, porque las industrias más productivas están al servicio del lujo, de la ociosidad, del sensualismo y de la guerra. Y debido a la creencia de que todo progreso es útil — porque proporciona pan a los hambrientos y goce a los que mueren de hastío y de gula —, los trabajadores persiguen la quimera de llegar a dirigir la máquina que los tritura, alimentando el oculto y vengativo deseo de arrojar entre los engranajes del monstruo a los actuales detentadores del privilegio.
La mentalidad media del obrero admite como natural ese cambio de funciones en la máquina económica. El sindicalismo se industrializa, esto es, sigue paso a paso el crecimiento de las industrias, se asimila las necesidades que crea la burguesía ociosa, busca armas en el capitalismo para preparar la revolución. Pero los trabajadores conservan lo que contribuyeron a elaborar: creen que sus tareas son imprescindibles, aun cuando trabajen en los astilleros y en los arsenales de guerra, se dediquen a levantar presidios, o pierdan la salud manipulando metales que sirven para adornar a los amos.
Si el obrero moderno se desarraiga de la tierra, si se torna cada vez más esclavo del sistema industrial, si no concibe otra solución que la señalada por el marxismo, ¿qué valores revolucionarios puede ofrecernos el sindicalismo? He ahí el problema que nos toca resolver a los anarquistas.
A la realidad económica y a las preocupaciones materialistas que predominan en el movimiento obrero, debemos oponer una concepción revolucionaria. ¿Cómo? Reaccionando contra la influencia del ambiente, combatiendo los prejuicios de clase, demostrando que el hombre debe comenzar por libertarse de la cadena de las llamadas necesidades. Hay una sola necesidad — la de vivir — y esa necesidad debe estar controlada por el cerebro. El artificio de la civilización hace a todos los hombres esclavos de apetitos bestiales: el privilegiado no está satisfecho de su glotonería y el hambriento envidia a los que revientan de hartos.
La fuente más pura de la ideología anarquista está en el comunalismo. Pero de esto ya se olvidaron la mayoría de los revolucionarios. Ahora se habla del comunismo, pero sin tratar de descubrir la base histórica de la comunidad. Los políticos bolcheviques son comunistas en teoría. Los sindicalistas nos ofrecen la receta del comunismo industrial. Para los primeros, el Estado es el centro de gravedad de una absurda organización de privilegios y de castas, donde el hombre pierde todo contacto con la naturaleza y se transforma en simple engranaje de la máquina económica cuya dirección pasa a manos de una minoría elegida. Para los segundos, la organización centralizada de todas las industrias constituye la panacea del comunismo desnaturalizado; y el obrero es un rodaje de la complicada máquina dirigida por las oficinas técnicas de la industria.
¿Dónde, pues, encontraremos hoy la expresión de ese comunismo tan mentado y tan ignorado? En el campo únicamente. El ruralismo ofrece más posibilidades comunistas que la ciudad industrializada. La vida en los campos está libre de las preocupaciones que hacen del obrero un esclavo del régimen capitalista.
Y sólo hace falta inculcar en los parias del terruño ideales de superación: el espíritu libertario que animó a los primeros propagandistas del anarquismo.
Para nosotros la conquista del comunismo sólo es posible destruyendo la máquina económica montada por la burguesía. El sindicato no puede realizar esa misión porque es un producto del desarrollo industrial, el efecto y no la causa de la explotación capitalista. Para que lleguen los trabajadores a emprender esa labor destructora, es necesario que posean un ideal creador: que cuenten con elementos de juicio para operar las transformaciones sociales que anhelamos los anarquistas.
Es necesario, pues, que la propaganda de los anarquistas, en el sindicato, oriente la acción del proletariado de acuerdo con la ideología comunista anárquica. Y para ello hay que comenzar por combatir las ilusiones de los trabajadores que creen conquistar su felicidad convirtiéndose en amos, por el despojo de los capitalistas, pero conservando, junto con el espíritu del capitalismo, el sistema económico que esclaviza a los hombres.
IV
En las luchas del proletariado se manifiestan tres procesos distintos: reforma, revolución, conservación. Equivalen por lo tanto a diferentes modalidades el movimiento obrero, que interpretan en otras tantas ideologías la llamada lucha de clases.
De lo pretérito se nutren los ideólogos del marxismo. Los partidos socialistas buscan la reforma del régimen social por la conservación del Estado y de la máquina económica montada por el capitalismo. No existe, pues, un móvil revolucionario en la tendencia «materialista histórica», porque la historia está sujeta a un método cronológico que traslada al presente, como otros tantos hechos repetidos, los contradictorios hechos del pasado. He ahí resumida toda la teoría «revolucionaria» de Marx y de sus discípulos y continuadores.
Cuando los sindicalistas puros erigen el sindicato en el último hito de la historia —cuando pretenden cerrar el proceso social en ese eslabón económico — quizás sin quererlo aceptan las conclusiones materialistas del marxismo. Se valen del método histórico de Marx para explicarse el proceso de las sociedades humanas y con lo pretérito pretenden elaborar una teoría para el futuro.
No es posible eludir esta cuestión. La reforma política no altera el orden de los factores materiales que determinan la esclavitud económica del ciudadano libre… Pero hay que tener también en cuenta que el reformismo no se expresa únicamente en las formas del poder — en los cambios que sufre la estructura jurídica del Estado —, sino que también tiene manifestaciones conocidas en el traspaso de las riquezas y de los privilegios detentados por una minoría. Los señores feudales y la nobleza propietaria se vieron obligados a dar cabida en su mesa a la clase burguesa, adueñada del poder político. La revolución del siglo XVIII dio un golpe de muerte al feudalismo. Mas el problema social quedó en pie con ese traspaso de poderes y de títulos de propiedad. ¿Podría el proletariado, mediante un acto de fuerza que le diera el control de la máquina capitalista, eliminar de un golpe todas las diferencias de clase y de casta? ¿No sería más probable que, aplicando el método histórico de los marxistas, creara en su seno nuevos privilegiados y nuevos gobernantes, que serían precisamente los jefes políticos o los funcionarios sindicales?
Cuando hablamos del sindicalismo puro, queremos significar la subordinación a los hechos materiales de esa tendencia anti-ideológica, subordinación que aceptan no pocos anarquistas. El sindicato neutro, esto es, que no tiene en cuenta otra cosa que la lucha de clases, depende del proceso que sigue el capitalismo. Orgánicamente es una caricatura de las organizaciones industriales. Su fuerza está en relación con la potencia ofensiva del capital y sólo es fuerte cuando se debilita la burguesía.
Los marxistas, de acuerdo con la llamada ciencia histórica, consideran factible la conquista del poder político, ya sea por efecto de una conmoción popular o ya empleando el arma del sufragio. Creen posible llegar a la democracia conservando la organización económica presente, porque confían al Estado la tarea de controlar el desenvolvimiento de la sociedad reformada.
Se dirá que el sindicalismo es revolucionario, puesto que persigue como fin la destrucción del Estado. Lo es desde el punto de vista negativo. El Estado es una entidad jurídica que estatuye normas a la vida del hombre. Y el fundamento del estatismo no está en la política abstracta, sino que tiene su realidad material en el concierto económico. Si los sindicalistas niegan la necesidad del Estado y al mismo tiempo confían a los sindicatos obreros la misión de organizar la vida social al día siguiente de la revolución — lo que implica tanto como seguir manteniendo en funciones la máquina económica —, ¿no sientan de hecho las bases de un sistema ligado a sus intereses de clase y por lo mismo con fuerza de ejecución, con leyes, autoridad y privilegios?
Es peligroso atribuir a los sindicatos funciones post-revolucionarias. Tan peligroso como confiar al partido político, al soviet o a la asamblea constituyente la tarea de organizar la vida durante o después de la revolución.
Para valorizar la acción del proletariado los anarquistas debemos llevar a los sindicatos nuestras ideas. La beligerancia de los anarquistas en el movimiento obrero servirá para contrarrestar el dominio de los políticos marxistas y, lo que es más importante, para destruir en la mente de los obreros la creencia en las fórmulas socialistas, que se equivalen en un mismo absurdo histórico: la conservación del régimen capitalista empleando un método subversivo que elude el fondo del problema humano, puesto que deja en pie las causas originarias de la esclavitud del hombre — el Estado político o su sucedáneo, el Estado económico de los sindicalistas neutros.
Emilio López Arango
Tomado de:
«El Anarquismo en América Latina», Carlos
M. Rama y Ángel J. Cappelletti
Transcripción: rebeldealegre.
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