Ciudadanos, Ciudadanas:
Dianas, bombas, te-deums, discursos, desfiles y aparatos militares, recuerdan hoy a los argentinos el día de la patria. Las gentes, mis conciudadanos, están hoy contentísimos y no caben en su pellejo de gozo porque se les ha dicho y se les ha asegurado formalmente, que llevan en las venas el fermento heroico de una raza de guerreros que no vaciló jamás en acudir sangrientamente al extranjero que tuvo el escandaloso tupé de meterse con nosotros, es decir con los otros, tan valerosos, tan soberanamente corajudos.
Mis conciudadanos están contentísimos de su abolengo de valentía, pero mis conciudadanos se engañan con las glorias pasadas, pues lejos de ser heroicos, de responder dignamente a su tradición revolucionaria, están convertidos en un rebaño de carneros, en un hato de cobardes, que se han metido en el bolsillo el valor y el coraje tradicional para someterse tranquilamente a todas las tiranías, contentándose con ser los herederos, pero no los continuadores de la acción eminentemente revolucionaria de 1810. Cierto es que hemos conservado intacto de levaduras extranjeras los derechos de nuestro nacionalismo; pero no es menos cierto también que las tiranías domésticas que soportamos de parte del Estado y el capital, son las que nos afectan más directamente y nos hacen sentir todos los días nuestra condición de esclavos, por más que nuestros amos quieran hacernos aparecer lo contrario, temerosos de nuestro despertar en el que ven, no sin fundamento, el derrumbe de sus derechos de privilegiados, la eterna proscripción de la polilla humana que hoy crece y se regodea al amparo de nuestra mansísima ignorancia.
Cierto es, ciudadanos, que tenemos gobierno propio, milicias propias, policías, cárceles, jueces y tinterillos que nos responden decididamente y decididamente también se apropian y disponen de nuestra vida e intereses para los altos fines patrióticos que tienen en todas partes las policías y las cárceles... Cierto es que nuestro orgullo nacional se siente satisfecho, se siente honrado, con que el machete que cae sobre nuestras costillas al menor asomo de rebelión, sea la misma arma gloriosa que en cien combates triunfales afirmó a la faz del mundo el nombre nacional. Cierto es que no podemos quejarnos de que sean armas extranjeras las que se vuelven contra nosotros cuando nos reunimos en una plaza para protestar ó nos congregamos en un local obrero para el acto anti-patriótico de proclamar una huelga que afecte la vida económica de la nación, que todos sabemos, descansa en la actividad del trabajador pura y exclusivamente. El sentimiento patriótico no se resiente por nada de esto; sólo que para nosotros, hombres modernos, que profesamos el principio de la solidaridad del hombre con el hombre, el machete patrio, como todos los machetes del universo, no es más que un símbolo vulgar de autoridad, de sometimiento del hombre por el hombre, un execrable instrumento de tiranía cuya abolición es necesaria para la vida de la libertad.
Nosotros nos reímos de la gloria de ser argentinos, franceses ó turcos, si aquí, en Francia y en Turquía, hemos de ser los mismos explotados, obligados a dar la vida en los trabajos más fatigosos para obtener un pan para nuestra hambre y un techo para nuestra intemperie. Podrá ser un gran país, una gran nación preñada de gloria histórica nuestra patria; pero ¿gana algo con eso el que tiene que trabajar de la mañana a la noche para proporcionarse el sustento; el que se queda sin trabajo, plantado en medio de la calle, con su compañera enferma, sus hijos muertos de hambre y su porvenir sin solución? ¿Y el que tiene que emigrar por hambre, vender a cualquier precio sus cuatro trastos miserables para huir al extranjero a recomenzar su vida de explotado en el naufragio de su hogar deshecho?
Oh! lo que es para el pobre, compañeros, no hay patria que valga, así griten hasta perder la voz todos los mistificadores que la invocan. El pobre es universalmente pobre, inferior y despreciable en la mundial descalificación de su miseria. Pero el pobre, ciudadanos, es un elemento de riqueza para los que poseen la tierra, las fábricas y los talleres y al pobre, pues, era necesario conservarlo en su eterna condición inferior para que diera sin protestar todo lo que la avidez capitalista esperaba de él. Para eso nada más producente que dividirlo, infundiéndole una idea patriótica, un sentimiento de nacionalidad, según el cual, el pobre, el proletario del otro lado de la frontera, dejaba de ser un hermano de miseria, un compañero de sufrimiento, para convertirse en un enemigo nacional con quien debía rehusarse todo trato, toda idea de solidaridad humana por lealtad a la patria.
Luego era necesario también justificar la utilidad de mantener un ejército de profesionales, oficio que la imbecilidad humana ha mirado como muy honroso y que la malicia capitalista ha sabido explotar divinamente para embobar a las gentes, cuando no exterminarlas, si así cumplía a sus intereses. La patria residió entonces en el ejército y tuvo por sostenedores, no ya al pueblo en masa levantando para romper su vasallaje, para afirmar su libertad, sino a una turba de asesinos patentados, de criminales mercenarios, para quienes la matanza humana fue un motivo de ascensos y adelantos en la carrera y toda tendencia pacifista y humanitaria, una amenaza de retraso en la conquista del anhelado galón... El pobre, el obrero carne de cañón, fue siempre el que disparó las armas y el que cubrió con sus cadáveres los campos de batalla. Esto era lo lógico. El jefe, el oficial, el militar profesional que va a la guerra para conquistarse un galón, no va a exponer así no más su cuero teniendo suficiente carne de cañón en que escudarse. Si alguna vez se arriesga en una empresa loca y consigue la muerte, lo hace con la idea de mayor ganancia, como el capitalista que va a la bancarrota en un golpe de audacia financiera. Si balanceamos la carne humana dejada en los campos de batalla de todas las guerras habidas hasta el presente, siempre encontraremos que el pueblo ha caído en masa, ha muerto como moscas, donde los profesionales de la guerra, los militares graduados, apenas si sufrían descalabro, cosechando en cambio todos los frutos, todos los honores de la jornada.
Nosotros, pues, los hijos del pueblo, hemos sido y somos siempre, el elemento necesario para que los bandidos que viven de la patria, de la gran ramera, hicieran su agosto. De ahí que se pongan en juego todos los medios posibles para hacernos patriotas, es decir, hombres que nos dejemos conducir a la matanza por puro patriotismo, por adhesión a una entidad ficticia que no existe sino en nuestra imaginación, pues que ella no se traduce en nada real, en nada concreto, desde que no poseemos en propiedad ni un palmo de tierra, ni un derecho más al goce y usufructo de la riqueza social que los proletarios de otras patrias, de otras nacionalidades... De ahí también, compañeros, que periódicamente nos arranquen a nuestros hogares para enseñarnos los rudimentos del arte de matar a nuestros semejantes, no con el fin de capacitarnos —¡qué esperanza!— para nuestra defensa individual, la única que podía interesarnos, sino, por el contrario, para hacernos disciplinados, es decir soldados, es decir hombres sin voluntad y sin conciencia, prestos a cometer todo género de atrocidades a una orden, a una voz del bandido que nos comande...
¡Sinvergüenzas!... En la antigüedad se procedía siquiera con más lealtad. Se combatía para imponer al vencido un tributo que beneficiaba por entero a toda la comunidad. Los guerreros eran mercenarios que iban a la pelea por el botín de la victoria, hombres que hacían profesión de las armas e iban a combatir con quien les ofrecía un contrato más ventajoso, libres de toda idea de patria, pues que las más de las veces iban contra su pueblo mismo. Ellos eran los que entraban casi exclusivamente en combate, los que sufrían las consecuencias de la batalla y los que se beneficiaban de la victoria. Los mercenarios modernos se han hecho más prácticos: cosechan los beneficios pero no se exponen a pérdidas, habiendo encontrado con la idea de “patria” una manera genial de hacer sacar las castañas del fuego con manos ajenas, pues que desde entonces, nosotros, siempre estúpidos, siempre dispuestos a dar la vida a cualquier charlatán que nos hable de recompensas futuras, nos venimos haciendo matar en montón por puro patriotismo, por pura “nada”, sin saber lo que vamos ganando al darnos, como no hacemos, ni lo haríamos, al alquilar nuestra fuerza de trabajo a cualquier patrón por más probo que fuera.
* * *
Ciudadanos; hombres del pueblo: Ya es hora que dejéis de hacerle el juego a los bandidos que os llevan al matadero, enalteciendo vuestro patriotismo, el daros así no más, gratuitamente, como prenda que no se estima. Ya es hora que levantéis esa frente altiva y miréis a la cara a esos hombres encanallados que a falta de visiones de porvenir, se vuelven obstinadamente al pasado, falsificando escandalosamente los hechos para hacerlos servir a su causa, pues que ellos, los reaccionarios, los liberticidas de hoy, pretenden identificar su personalidad con los avanzados, los rebeldes, los liberadores de ayer, que si fueron a la acción, que si algún respeto merecen a nuestro espíritu libertario, fue —y entiéndase bien— por su no conformismo con la época, por su sueño altruista de un futuro de libertad, que no por ser una utopía bajo el régimen republicano que ha dejado subsistentes las causas de la desdicha humana, desmerece en nada en el pensamiento de los hombres de aquella época en que la sociología era aún una ciencia rudimentaria y no había alcanzado la amplitud de miras que en el presente.
Los que hoy alardean de patriotas son los enemigos del hombre, los retardatarios, los que baten palmas ante el derribo de las libertades humanas, los que forman en las filas del clero, las milicias, las policías; los que piden amplificación de las cárceles para que puedan contener muchos, muchos hombres; los que reclaman leyes de extrañamiento para eliminar del país la propaganda de ideas; los que piden la continuación de la pena de muerte; los que sancionan leyes contra la vagancia para que nadie pueda substraerse a la explotación capitalista; los que importan del extranjero pueblos enteros de miserables, de muertos de hambre, para combatir las reivindicaciones del obrero nativo... Estos son los patriotas, compañeros, los que hoy, en este día de expresión revolucionaria, agitando el trapo azul y blanco que ha perdido todo su significado desde que ondea sobre las cárceles y las comisarías, pretenden volveros al culto de una idea condenada por el tiempo para que continuéis afianzando con vuestro patriotismo el armazón de injusticias sobre que descansa el régimen social contemporáneo.
* * *
Compañeros; ciudadanos; proletarios internacionales: ¡Guerra a los patriotas; guerra al militarismo; guerra a los retardatarios; guerra a los enemigos del hombre! El porvenir es de los que propagan el amor humano a través de las fronteras y las patrias; de los que predican el mundo nuevo, sin cárceles, sin banderas, sin cañones... ¡Vivan los apóstoles del Verbo fecundo! ¡Abajo los falsarios que trafican con la desdicha humana! Desaparezca el patriota servil batiendo palmas a los instrumentos de su tortura, y surja el rebelde sublime que canta a la libertad al son de roncas marsellesas, llenando los mundos con su gesto de iluminado!...
He terminado, ciudadanos.
San Pedro, 25 Mayo de 1907
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