Allá por los años sesenta, palabras tales como «jerarquía» y «dominación» eran usadas muy rara vez. Los radicales tradicionales, especialmente los marxistas, todavía discutían casi únicamente en términos de clases, análisis de clases y conciencia de clase; sus concepciones de la opresión estaban primordialmente confinadas a la explotación material, la pobreza abrumadora, y el injusto abuso del trabajo. Asimismo, los anarquistas ortodoxos ponían el énfasis en el Estado como fuente ubicua de coerción social1. Así como la aparición de la propiedad privada se volvió el «pecado original» en la ortodoxia marxista, la aparición del Estado se volvió el «pecado original» de la sociedad en la ortodoxia anarquista. Incluso la precoz contracultura de los sesenta evitaba el uso del término «jerarquía» y prefería «cuestionar la Autoridad» sin averiguar el origen de la autoridad, su relación con la naturaleza y su significado para la creación de una nueva sociedad.
Durante esos años reflexioné también sobre cómo una sociedad verdaderamente libre, basada en principios ecológicos, podría mediar en la relación humana con la naturaleza. En consecuencia, comencé a explorar el desarrollo de una nueva tecnología, que estuviera en escala con dimensiones humanas razonables. Tal tecnología incluiría pequeñas instalaciones solares y eólicas, jardines orgánicos y el uso de «fuentes naturales» locales manipuladas por comunidades descentralizadas. Este criterio dio rápido lugar a otro: la necesidad de una democracia directa, de una descentralización urbana, de un alto grado de auto-suficiencia de auto-dominio basado en formas comunales de vida social; en suma, la Comuna no-autoritaria compuesta de comunas.
Mientras iba publicando estas ideas al correr de los años –especialmente en la década que va de comienzos de los sesenta a comienzos de los setenta–, empezó a preocuparme el grado en que la gente tendía a subvertir la unidad, la coherencia y el enfoque radical de tales ideas. Nociones tales como «descentralización» y «escala humana», verbigracia, fueron hábilmente adoptadas sin ninguna referencia a las técnicas solares y eólicas o a las prácticas bioagriculturales que eran sus cimientos materiales. Cada fragmento se desbarrancó solitariamente, mientras que la filosofía que integraba a cada uno de ellos en un mismo ente, se debilitó. La descentralización se introdujo en la planificación urbana como una mera estratagema para el diseño comunitario, en tanto que la tecnología alternativa se volvió una disciplina estrecha, cada vez más relegada a la academia y a una nueva camada de tecnócratas. A su turno, cada concepto fue separado del análisis crítico de la sociedad, de una teoría radical de la ecología social.
Se ha hecho manifiesto para mí que fue la unidad de mis opiniones –su totalidad ecológica, no meramente sus componentes individuales– lo que les dio su vigor. Que una sociedad sea descentralizada, que use energía solar o eólica, que esté cultivada orgánicamente, o que reduzca la contaminación: nada de esto puede, por sí solo o incluso en una conjunción limitada, crear una sociedad ecológica. Ni tampoco pueden pasos dados gradualmente, aun si son bien intencionados, resolver siquiera parcialmente problemas que ya han alcanzado un carácter universal, global y catastrófico. Las «soluciones» parciales sirven apenas como cosméticos que ocultan la profundamente arraigada naturaleza de la crisis y quizás ni siquiera para eso. Distraen a la atención pública y al análisis teórico de una adecuada comprensión de la hondura y el alcance de los cambios necesarios.
Combinadas en un todo coherente y sostenidas por una práctica radical, sin embargo, estas opiniones desafían el estatu quo de una manera amplia: la única manera compatible con la naturaleza de la crisis. Fue precisamente la síntesis de estas ideas lo que traté de lograr en La Ecología de la Libertad. Y esta síntesis tenía que apoyarse en la historia, en el desarrollo de las relaciones sociales instituciones social, tecnologías cambiantes y sentimientos en transformación y estructuras políticas; solo así podría yo esperar establecer una sensación de génesis, contraste y continuidad, que le dieran verdadero significado a mis juicios. El pensamiento reconstructivo y utópico que sigue pues a mí síntesis, podría entonces sustentarse en las realidades de la experiencia humana. Lo que debería ser podría convertirse en lo que debe ser, si la humanidad y la complejidad biológica en que esta se apoya hubieran de sobrevivir. El cambio y la reconstrucción podrían surgir de problemas existentes antes que de deseosos pensamientos y oscuros caprichos.
Mi empleo de la palabra jerarquía en el subtítulo de este libro pretender ser provocativo. Existe una fuerte necesidad teórica de contrastar «jerarquía» con el uso, más extendido, de las palabras «clase» y «Estado»; utilizaciones descuidadas de estos términos pueden inducir a una peligrosa simplificación de la realidad social. Usar las palabras jerarquía, clase y Estado indeterminadamente, como lo hacen muchos teóricos sociales, es insidioso y oscurantista. Esta práctica, en el nombre de una sociedad sin clases o libertaria, podría fácilmente ocultar la existencia de las relaciones jerárquicas y de un sentimiento jerárquico, los cuales –incluso en ausencia de explotación económico o de coerción política– servirían para perpetuar el sometimiento.
Entiendo por «jerarquía» a los sistemas culturales, tradicionales y psicológicos de obediencia y mandato, no solamente a los sistemas económicos y políticos a los cuales los términos «clase» y «Estado» se refieren más apropiadamente. De acuerdo con esta postura, la jerarquía y la dominación podrían persistir fácilmente en una sociedad «sin clases» o «sin Estado». Yo aludo en cambio a la dominación del joven por el viejo, de las mujeres por hombres, de un grupo étnico por otro, de «masas» por burócratas que juran hablar en sus «más altos intereses sociales», del campo por la ciudad, y en un sentido psicológico más sutil, del cuerpo por la mente, del espíritu por una chata racionalidad instrumental, y de la naturaleza por la sociedad y la tecnología. Por cierto, sociedades sin clases pero jerárquicas existen en la actualidad (y han existido en el pasado); no obstante, la gente que vive en ellas ni disfruta de libertad, ni posee control sobre sus vidas.
Marx, cuyas obras contribuyeron largamente a esta confusión conceptual, nos legó una definición de clase bastante explícita. Él contó con la ventaja de desarrollar su teoría de la sociedad clasista dentro de un marco estrictamente económico. Su difundida aceptación puede reflejar muy bien hasta que punto nuestra era concede la supremacía a lo económico por sobre todos los demás aspectos de la vida social. Hay, de hecho, una cierta elegancia grandilocuente en la noción de que la historia de las sociedades ha sido siempre «la historia de la lucha de clases». Expresado de modo sencillo, una clase dominante es un estrato social privilegiado que posee o controla los medios de producción y explotada una mayor cantidad de personas, la clase dominada, que opera estas fuerzas productivas. Las relaciones de clase son esencialmente relaciones de producción basadas en la propiedad de la tierra, de las herramientas, de las máquinas y del producto obtenido. «Explotación», por su parte, es el uso del trabajo de otros para satisfacer las propias necesidades materiales, para lujos y placeres, y para la acumulación y la renovación productiva de tecnología. Tal podría indicarse como la base de la definición de «clase» y con ella, el famoso método del «análisis de clases» de Marx como auténtico esclarecimiento de las bases materiales de los intereses económicos, de las ideologías y de la cultura.
«Jerarquía», si bien incluye la definición de clase de Marx y hasta da lugar históricamente a la sociedad clasista, va más allá del limitado significado atribuido a una vasta forma de estratificación económica. Con esto, empero, no queda definido el término «jerarquía», y dudo que la palabra pueda ser contenida en una definición formal. A mi entender, histórica y existencialmente, se trata de un complejo sistema de mandato y obediencia en la cual las élites gozan de variados grados de control sobre sus subordinados sin necesariamente explotarlos. Tales élites pueden ser completamente carentes de forma alguna de riqueza material; pueden ser incluso privadas de ella, como la élite «Guardiana» de Platón, que era socialmente poderosa pero materialmente pobre.
La jerarquía no es meramente una condición social: también es un estado de conciencia, una sensibilidad hacia los fenómenos en cualquier nivel de la experiencia personal y social. Las primeras sociedades pre-alfabetizadas («orgánicas», como las llamo) convivía de un modo bastante integrado y unificado, basado en lazos familiares, en edades y en una división sexual del trabajo2. Su alto sentido de la unidad interna y su perspectiva igualitaria no solo involucraban a cada uno sino además a su relación con la naturaleza. La gente de las culturas pre-alfabetizadas no se veía a sí misma como los «amos de la creación» (para usar una frase de los cristianos milenaristas), sino como parte del mundo natural. No estaban ni por encima ni por debajo de la naturaleza, sino dentro de ella.
En las sociedades orgánicas, las diferencias entre individuos, edades, sexos –y entre la humanidad y la natural variedad de fenómenos animados e inanimados– eran vistas (usando la soberbia frase de Hegel) como una «unidad de diferencias» o «unidad de diversidad», no como jerarquías. Su perspectiva era nítidamente ecológica, y de esta perspectiva, esas sociedades derivaron casi inconscientemente un corpus de valores que influenció su comportamiento para con los individuos en sus propias comunidades y para con el mundo con la vida. Tal como lo sostengo en las páginas que siguen, la ecología no reconoce ningún «rey de las bestias» ni ninguna «criatura interior» (ya que tales conceptos provienen de nuestra propia mentalidad jerárquica). En cambio, trata con ecosistemas en los cuales los seres vivos son interdependientes y juegan roles complementarios en el perpetuamiento de la estabilidad del orden natural.
Gradualmente, las sociedades orgánicas comenzaron a desarrollar formas menos tradicionales de diferenciación y estratificación. Su unidad primigenia comenzó a resquebrajarse. La esfera «civil» o sociopolítica de la vida se expandió, dándole creciente preponderancia a los ancianos varones de la comunidad, quienes ahora reclamaban esta esfera como parte de la división del trabajo tribal. La supremacía del varón por sobre las mujeres y los niños surgió inicialmente como resultado de las funciones sociales del macho en la comunidad, funciones que de ningún modo eran exclusivamente económicas, tal como los teóricos marxistas nos habrían de hacer creer. La astucia del macho para manipular a las mujeres aparecería después.
Hasta esta fase de la Historia, o de la prehistoria, los ancianos y varones raramente desempeñaban roles socialmente dominantes, porque su esfera civil sencillamente no era importante para la comunidad. En efecto, la esfera civil estaba marcadamente equilibrada con la enorme trascendencia de la esfera «doméstica» de la mujer. Las responsabilidades de la casa y los niños eran mucho más importantes en las tempranas sociedades orgánicas que los asuntos políticos y militares. La sociedad antigua era profundamente distinta a la contemporánea en su ordenamiento estructural y en los roles de los diferentes miembros de la comunidad.
Empero, ni siquiera con la aparición de la jerarquía había clases económicas o estructuras estatales, ni tampoco gente materialmente explotada de un modo sistemático. Ciertos estratos, tales como los ancianos y hechiceros y ulteriormente los varones en general, empezaron a reclamar privilegios, si así se los puede llamar, requiere una discusión más moderna de lo que ha sido hasta ahora, y me he propuesto evidenciar esos privilegios con minucioso detalle. Solo más tarde comenzaron las clases económicas y la explotación económica a aparecer, para ser eventualmente sucedidas por el Estado, con toda su parafernalia burocrática y militar.
Pero la disolución de las sociedades orgánicas en sociedades jerárquicas, clasistas y políticas, acaeció despareja y erráticamente, retrocediendo y avanzando en largos períodos de tiempo. Esto puede ser observado más nítidamente en las relaciones entre hombres y mujeres, especialmente en términos de los valores que se han asociado a los variables roles sociales. Por ejemplo, aunque los antropólogos hace tiempo que le han asignado un excesivo grado de preponderancia social a los hombres en las culturas cazadoras altamente desarrolladas –una preponderancia que probablemente nunca poseyeron en las hordas forrajeras de sus antiguos ancestros–, el pasaje de la caza a la horticultura, donde el cultivo era realizado principalmente por mujeres, posiblemente recompuso cualquier desequilibrio anterior que pudiera haber existido entre los sexos. El cazador macho «agresivo» y la hembra recolectora «pasiva» son imágenes teatralmente exageradas que los antropólogos varones del pasado les impusieron a sus «salvajes» aborígenes, pero no hay duda de que deben haber bullido tensiones y vicisitudes a los valores (lejos de las relaciones sociales) de las primordiales comunidades cazadoras y recolectoras. Negar la existencia de las tensiones actitudinales latentes que deben haber existido entre el macho cazador, que tenía que matar para comer y luego guerrear contra sus compañeros, y la recolectora femenina, que forrajeaba para comer y luego cultivaba, haría difícil explicar por qué el patriarcado y su perspectiva cruelmente agresiva emergieron en la Historia.
Si bien los cambios que he aducido fueron tecnológicos y parcialmente económicos –como los términos recolectores, cazadores y horticultores parecen implicar–, no deberíamos creer que estos cambios fueron directamente responsables de modificaciones en el status sexual. Dado el nivel de disparidad jerárquica que surgió en este temprano período de la vida social –incluso en una comunidad patricéntrica-, las mujeres no eran aún abyectos subordinados de los hombres, ni tampoco estaban los jóvenes espantosamente subyugados a los ancianos. En realidad, la aparición de un sistema clasificatorio que otorgaba privilegios a un estrato por sobre otro, especialmente a los ancianos sobre los jóvenes, fue a su modo una forma de compensación que más frecuentemente reflejaba las características igualitarias de la sociedad orgánica antes que las características autoritarias de las sociedades posteriores. Cuando el número de comunidades horticultoras empezó a multiplicarse tanto que la tierra cultivable se volvió relativamente escasa y la guerra, algo progresivamente común, los guerreros más jóvenes comenzaron a gozar de una preeminencia sociopolítica que hizo de ellos los «grandes hombres» de la comunidad, compartiendo así el poder con hechiceros y ancianos. Mientras tanto, las costumbres, las religiones y los sentimientos matriarcales coexistían con los patriarcales, por lo que los más ásperos aspectos del patriarcado solían estar ausentes durante este período de transición. Ya fuera matricéntrico o patricéntrico, el antiguo igualitarismo de la sociedad orgánica penetraba en la vida social y se fue desvaneciendo muy lentamente, dejando numerosos vestigios mucho después incluso de que la sociedad de clases se había apoderado de los valores y sentimientos populares.
El Estado, las clases económicas y la explotación sistemática de pueblos sometidos se derivó de un proceso más complejo y extenso que lo que los teóricos radicales creyeron en su tiempo. Sus visiones del origen de las clases y las sociedades políticas eran más bien la culminación de un anterior y ricamente articulado desarrollo de la sociedad hacia formas jerárquicas. Las divisiones en el seno de la sociedad orgánica propulsaron en forma creciente a los ancianos hacia la supremacía por sobre los jóvenes, a los hombres por sobre las mujeres, al hechicero y más tarde a la institución sacerdotal por sobre la sociedad laica, a una clase por sobre otra y a las formas estatales por sobre la sociedad en general.
Para el lector imbuido del saber convencional de nuestra era, no puedo hacer demasiado énfasis en que las sociedades en forma de bandas, familias, clanes, tribus, federaciones tribales, villas y hasta municipalidades anteceden por mucho al Estado. El Estado, con sus funcionarios especializados, sus burocracias y sus ejércitos, surge bastante más tarde en el desarrollo social humano, inclusive mucho más tarde. Y permanece en agudo enfrentamiento con las estructuras sociales coexistentes tales como cofradías, vecindarios, sociedades populares, cooperativas, asociaciones urbanas y una vasta variedad de asambleas municipales.
Pero la organización jerárquica no culminó con la estructuración de la sociedad «civil» en un sistema institucionalizado de obediencia y mandato. A su tiempo, la jerarquía empezó a invadir áreas menos tangibles. A la actividad mental se le concedió supremacía sobre el trabajo físico; a la experiencia intelectual, sobre la sensualidad, al «principio de realidad», sobre el «principio de placer»; y finalmente, la razón, la moralidad y el espíritu fueron penetrados por un inefable autoritarismo que habría de vengarse tomando el control del lenguaje y de las más rudimentarias formas de simbolización. La visión de la diversidad social y natural fue alterada: de un sentimiento orgánico que veía a los diferentes fenómenos en pirámides mutuamente opuestas, construidas sobre los conceptos «inferior» y «superior». Y lo que comenzó como un sentimiento se ha transformado en un hecho social concreto. De este modo, el intento de restaurar el principio ecológico de la unidad en la diversidad se ha vuelto un intento social por derecho propio: un revolucionario intento que debe reordenar el sentimiento para poder reordenar el mundo real.
Una mentalidad jerárquica fomenta la renuncia a los placeres de la vida. Justifica el trabajo pesado, el delito y el sacrificio de los seres «inferiores», y el placer y la satisfacción indulgente de prácticamente todos los caprichos de los «superiores». La historia objetiva de la estructura social se internaliza como una historia subjetiva de la estructura física. Execrable como pueda parecerle mi opinión a los freudianos modernos, no es la disciplina del trabajo sino la del dominio la que demanda la represión de la naturaleza interna. Esta represión se extiende luego hacia afuera, hasta la naturaleza externa, como un mero objeto y deseos de explotación. Esta mentalidad penetra nuestras psiques individuales en forma acumulativa hasta el día de hoy, no solo como capitalismo sino como la vasta historia de la sociedad jerárquica desde su principio. A menos que investiguemos esta historia, que habita activamente dentro de nosotros como las primeras fases de nuestras vidas individuales, nunca nos libraremos de ella. Podemos eliminar la injusticia social, pero no lograremos la libertad social. Podemos eliminar las clases y la explotación, pero no nos desharemos de los obstáculos de la jerarquía y la dominación. Podemos exorcizar el espíritu de la ganancia y la acumulación de nuestras psiques, pero seguiremos abrumados por un tenaz sentimiento de culpa, por la renuncia y por una sutil creencia en los «vicios» de la sensualidad.
1- Uso la palabra ortodoxo, aquí y en páginas subsiguientes, intencionalmente. No aludo con ella a los geniales teóricos radicales del siglo XIX –Proudhon, Kropotkin y Bakunin- sino a sus continuadores que frecuentemente trastocaban las vivas ideas de aquellos en rígidas y sectarias doctrinas. Como un joven anarquista canadiense, David Spanner, lo expresó en una conversación personal: «Si Bakunin y Kropotkin hubieran dedicado tanto tiempo a la interpretación de Proudhon como lo hacen muchos de nuestros contemporáneos libertarios…dudo que el Dios y el Estado de Bakunin o el Apoyo Mutuo de Kropotkin hubieran sido escritos».
2- Para que mi énfasis en la integración y la comunidad de las «sociedades orgánicas» no sea malinterpretado, quiero hacer aquí una advertencia aclaratoria. Por «sociedad orgánica» no entiendo a una sociedad concebida como un organismo, lo cual me huele a concepciones de la vida social coportativistas o totalitarias. En general, uso el término para denotar una sociedad espontáneamente formada, no coercitiva e igualitaria: una sociedad «natural» en tanto emerge de innatas necesidades humanas de asociación, interdependencia y protección. Además, ocasionalmente, uso el término en un sentido más vago, para describir comunidades ricamente articuladas, que fomentan la sociabilidad, la libre expresión y el control popular. Para evitar malentendidos, he reservado el término «sociedad ecológica» para caracterizar la fantasía utópica esbozada en las partes finales del libro.
Lúcido Me encanta la defensa que hace también de los placeres Hace falta esa intransigencia lúdica en el anarquismo muy permeado por cierto heroísmo infecundo
ResponderEliminarLIBERTAD natural EN VIDAS DE SELVAS Y BOSQUES. ¡AGUA ES VIDA LIBRE! GRACIAS.
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