Probar
esta verdad, de aquí en adelante incontestable, por el desenvolvimiento
histórico de la sociedad, y por los hechos mismos que se desarrollan bajo
nuestros ojos en Europa, de modo que sea aceptada por todos los hombres de
buena fe, por todos los investigadores sinceros de la verdad, y luego exponer
francamente, sin reticencia, sin equívocos, los principios filosóficos tanto
como los fines prácticos que constituyen, por decirlo así, el alma activa, la
base y el fin de lo que llamamos la revolución social, es el objeto del
presente trabajo.
La
tarea que me impuse no es fácil, lo sé, y se me podría acusar de presunción si
aportase a este trabajo una pretensión personal. Pero no hay tal cosa, puedo
asegurarlo al lector. No soy ni un sabio ni un filósofo, ni siquiera un
escritor de oficio. Escribí muy poco en mi vida y no lo hice nunca sino en caso
de necesidad, y solamente cuando una convicción apasionada me forzaba a vencer
mi repugnancia instintiva a manifestarme mediante mis escritos.
¿Qué
soy yo, y qué me impulsa ahora a publicar este trabajo? Soy un buscador
apasionado de la verdad y un enemigo no menos encarnizado de las ficciones
perjudiciales de que el partido del orden, ese representante oficial,
privilegiado e interesado de todas las ignominias religiosas, metafísicas,
políticas, jurídicas, económicas y sociales, presentes y pasadas, pretende
servirse hoy todavía para embrutecer y esclavizar al mundo. Soy un amante
fanático de la libertad, considerándola como el único medio en el seno de la
cual pueden desarrollarse y crecer la inteligencia, la dignidad y la dicha de
los hombres; no de esa libertad formal, otorgada, medida y reglamentada por el
Estado, mentira eterna y que en realidad no representa nunca nada más que el
privilegio de unos pocos fundado sobre la esclavitud de todo el mundo; no de
esa libertad individualista, egoísta, mezquina y ficticia, pregonada por la
escuela de J. J. Rousseau, así como todas las demás escuelas del liberalismo
burgués, que consideran el llamado derecho de todos, representado por el
Estado, como el límite del derecho de cada uno, lo cual lleva necesariamente y
siempre a la reducción del derecho de cada uno a cero. No, yo entiendo que la
única libertad verdaderamente digna de este nombre, es la que consiste en el
pleno desenvolvimiento de todas las facultades materiales, intelectuales y
morales de cada individuo. Y es que la libertad, la auténtica, no reconoce
otras restricciones que las propias de las leyes de nuestra propia naturaleza.
Por lo que, hablando propiamente, la libertad no tiene restricciones, puesto
que esas leyes no nos son impuestas por un legislador, sino que nos son
inmanentes, inherentes, y constituyen la base misma de todo nuestro ser, y no
pueden ser vistas como una limitante, sino más bien debemos considerarlas como
las condiciones reales y la razón efectiva de nuestra libertad.
Yo
me refiero a la libertad de cada uno que, lejos de agotarse frente a la
libertad del otro, encuentra en ella su confirmación y su extensión hasta el
infinito; la libertad ilimitada de cada uno por la libertad de todos, la
libertad en la solidaridad, la libertad en la igualdad; la libertad triunfante
sobre el principio de la fuerza bruta y del principio de autoridad que nunca ha
sido otra cosa que la expresión ideal de esa fuerza; la libertad que, después
de haber derribado todos los ídolos celestes y terrestres, fundará y organizará
un mundo nuevo: el de la humanidad solidaria, sobre la ruina de todas la Iglesias y de todos los
Estados.
Soy
un partidario convencido de la igualdad económica y social, porque sé que fuera
de esa igualdad, la libertad, la justicia, la dignidad humana, la moralidad y
el bienestar de los individuos, lo mismo que la prosperidad de las naciones, no
serán más que otras tantas mentiras. Pero, partidario incondicional de la
libertad, esa condición primordial de la humanidad, pienso que la igualdad debe
establecerse en el mundo por la organización espontánea del trabajo y de la
propiedad colectiva de las asociaciones productoras libremente organizadas y
federadas en las comunas, mas no por la acción suprema y tutelar del Estado.
Este
es el punto que nos divide a los socialistas revolucionarios, de los comunistas
autoritarios que defienden la iniciativa absoluta del Estado. El fin es el
mismo, ya que ambos deseamos por igual la creación de un orden social nuevo,
fundado únicamente sobre la organización del trabajo colectivo en condiciones
económicas de irrestricta igualdad para todos, teniendo como base la posesión colectiva
de los instrumentos de trabajo.
Ahora
bien, los comunistas se imaginan que podrían llegar a eso por el
desenvolvimiento y por la organización de la potencia política de las clases
obreras, y principalmente del proletariado de las ciudades, con ayuda del
radicalismo burgués, mientras que los socialistas revolucionarios, enemigos de
toda ligazón y de toda alianza equívoca, pensamos que no se puede llegar a ese
fin más que por el desenvolvimiento y la organización de la potencia no
política sino social de las masas obreras, tanto de las ciudades como de los
campos, comprendidos en ellas los hombres de buena voluntad de las clases
superiores que, rompiendo con todo su pasado, quieran unirse francamente a
ellas y acepten íntegramente su programa.
He
ahí dos métodos diferentes. Los comunistas creen deber el organizar a las
fuerzas obreras para posesionarse de la potencia política de los Estados. Los
socialistas revolucionarios nos organizamos teniendo en cuenta su inevitable
destrucción, o, si se quiere una palabra más cortés, teniendo en cuenta la
liquidación de los Estados. Los comunistas son partidarios del principio y de
la práctica de la autoridad, los socialistas revolucionarios no tenemos
confianza más que en la libertad. Partidarios unos y otros de la ciencia que
debe liquidar a la fe, los primeros quisieran imponerla y nosotros nos
esforzamos en propagarla, a fin de que los grupos humanos, por ellos mismos se
convenzan, se organicen y se federen de manera espontánea, libre; de abajo
hacia arriba conforme a sus intereses reales, pero nunca siguiendo un plan
trazado de antemano e impuesto a las masas ignorantes por algunas inteligencias
superiores.
Los
socialistas revolucionarios pensamos que hay mucha más razón práctica y espíritu
en las aspiraciones instintivas y en las necesidades reales de las masas
populares, que en la inteligencia profunda de todos esos doctores y tutores de
la humanidad que, a tantas tentativas frustradas para hacerla feliz, pretenden
añadir otro fracaso más. Los socialistas revolucionarios pensamos, al
contrario, que la humanidad ya se ha dejado gobernar bastante tiempo, demasiado
tiempo, y se ha convencido que la fuente de sus desgracias no reside en tal o
cual forma de gobierno, sino en el principio y en el hecho mismo del gobierno,
cualquiera que este sea.
Esta
es, en fin, la contradicción que existe entre el comunismo científicamente
desarrollado por la escuela alemana y aceptado en parte por los socialistas
americanos e ingleses, y el socialismo revolucionario ampliamente desenvuelto y
llevado hasta sus últimas consecuencias, por el proletariado de los países
latinos.
El
socialismo revolucionario llevó a cabo un intento práctico en la Comuna de París.
Soy
un partidario de la Comuna de París, la que no obstante haber sido
masacrada y sofocada en sangre por los verdugos de la reacción monárquica y
clerical, no por eso ha dejado de hacerse más vivaz, más poderosa en la
imaginación y en el corazón del proletariado de Europa; soy partidario de ella
sobre todo porque ha sido una audaz negativa del Estado.
Es
un hecho histórico el que esa negación del Estado se haya manifestado
precisamente en Francia, que ha sido hasta ahora el país más proclive a la
centralización política; y que haya sido precisamente París, la cabeza y el
creador histórico de esa gran civilización francesa, el que haya tomado la
iniciativa. París, abdicando de su corona y proclamando con entusiasmo su
propia decadencia para dar la libertad y la vida a Francia, a Europa, al mundo entero;
París, afirmando nuevamente su potencia histórica de iniciativa al mostrar a
todos los pueblos esclavos el único camino de emancipación y de salvación;
París, que da un golpe mortal a las tradiciones políticas del radicalismo
burgués y una base real al socialismo revolucionario; París, que merece de
nuevo las maldiciones de todas las gentes reaccionarias de Francia y de Europa;
París, que se envuelve en sus ruinas para dar un solemne desmentido a la
reacción triunfante; que salva, con su desastre, el honor y el porvenir de
Francia y demuestra a la humanidad que si bien la vida, la inteligencia y la
fuerza moral se han retirado de las clases superiores, se conservaron enérgicas
y llenas de porvenir en el proletariado; París, que inaugura la era nueva, la
de la emancipación definitiva y completa de las masas populares y de su real
solidaridad a través y a pesar de las fronteras de los Estados; París, que mata
la propiedad y funda sobre sus ruinas la religión de la humanidad; París, que
se proclama humanitario y ateo y reemplaza las funciones divinas por las
grandes realidades de la vida social y la fe por la ciencia; las mentiras y las
iniquidades de la moral religiosa, política y jurídica por los principios de la
libertad, de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad, fundamentos
eternos de toda moral humana; París heroico y racional confirmando con su caída
el inevitable destino de la humanidad transmitiéndolo mucho más enérgico y
viviente a las generaciones venideras; París, inundado en la sangre de sus
hijos más generosos. París, representación de la humanidad crucificada por la
reacción internacional bajo la inspiración inmediata de todas las iglesias
cristianas y del gran sacerdote de la iniquidad, el Papa. Pero la próxima
revolución internacional y solidaria de los pueblos será la resurrección de
París.
Tal
es el verdadero sentido y tales las consecuencias bienhechoras e inmensas de
los dos meses memorables de la existencia y de la caída imperecedera de la Comuna de París.
La Comuna de París ha durado demasiado poco tiempo y ha sido demasiado obstaculizada en su
desenvolvimiento interior por la lucha mortal que debió sostener contra la
reacción de Versalles, para que haya podido, no digo
aplicar, sino elaborar teóricamente su programa socialista. Por lo demás, es
preciso reconocerlo, la mayoría de los miembros de la Comuna
no eran socialistas propiamente y, si se mostraron tales, es que fueron
arrastrados invisiblemente por la fuerza irresistible de las cosas, por la
naturaleza de su ambiente, por las necesidades de su posición y no por su
convicción íntima. Los socialistas, a la cabeza de los cuales se coloca
naturalmente nuestro amigo Varlin, no formaban en la Comuna
más que una minoría ínfima; a lo sumo no eran más que unos catorce o quince
miembros. El resto estaba compuesto por jacobinos. Pero entendámonos, hay de
jacobinos a jacobinos. Existen los jacobinos abogados y doctrinarios, como el
señor Gambetta, cuyo republicanismo positivista,
presuntuoso, despótico y formalista, habiendo repudiado la antigua fe
revolucionaria y no habiendo conservado del jacobinismo mas que el culto de la
unidad y de la autoridad, entregó la
Francia popular a los prusianos y más tarde a la reacción
interior; y existen los jacobinos francamente revolucionarios, los héroes, los
últimos representantes sinceros de la fe democrática de 1793, capaces de
sacrificar su unidad y su autoridad bien amadas, a las necesidades de la
revolución, ante todo; y como no hay revolución sin masas populares, y como
esas masas tienen eminentemente hoy el instinto socialista y no pueden ya hacer
otra revolución que una revolución económica y social, los jacobinos de buena
fe, dejándose arrastrar más y más por la lógica del movimiento revolucionario,
acabaron convirtiéndose en socialistas a su pesar.
Tal
fue precisamente la situación de los jacobinos que formaron parte de la Comuna de París. Delescluze y
muchos otros, firmaron proclamas y programas cuyo espíritu general y cuyas
promesas eran positivamente socialistas. Pero como a pesar de toda su buena fe
y de toda su buena voluntad no eran más que individuos arrastrados al campo
socialista por la fuerza de las circunstancias, como no tuvieron tiempo ni
capacidad para vencer y suprimir en ellos el cúmulo de prejuicios burgueses que
estaban en contradicción con el socialismo, hubieron de paralizarse y no
pudieron salir de las generalidades, ni tomar medidas decisivas que hubiesen
roto para siempre todas sus relaciones con el mundo burgués.
Fue
una gran desgracia para la Comuna y para ellos; fueron
paralizados y paralizaron la Comuna; pero no se les puede
reprochar como una falta. Los hombres no se transforman de un día a otro y no
cambian de naturaleza ni de hábitos a voluntad. Han probado su sinceridad
haciéndose matar por la Comuna. ¿Quién se atreverá a
pedirles más?
Son
tanto más excusables cuanto que el pueblo de París mismo, bajo la influencia
del cual han pensado y obrado, era mucho más socialista por instinto que por
idea o convicción reflexiva. Todas sus aspiraciones son en el más alto grado y
exclusivamente socialistas; pero sus ideas o más bien sus representaciones
tradicionales están todavía bien lejos de haber llegado a esta altura. Hay
todavía muchos prejuicios jacobinos, muchas imaginaciones dictatoriales y gubernamentales
en el proletariado de las grandes ciudades de Francia y aún en el de París. El
culto a la autoridad religiosa, esa fuente histórica de todas las desgracias,
de todas las depravaciones y de todas las servidumbres populares no ha sido
desarraigado aún completamente de su seno. Esto es tan cierto que hasta los
hijos más inteligentes del pueblo, los socialistas más convencidos, no llegaron
aún a libertarse de una manera completa de ella. Mirad su conciencia y
encontraréis al jacobino, al gubernamentalista, rechazado hacia algún rincón
muy oscuro y vuelto muy modesto, es verdad, pero no enteramente muerto.
Por
otra parte, la situación del pequeño número de los socialistas convencidos que
han constituido parte de la Comuna era excesivamente
difícil. No sintiéndose suficientemente sostenidos por la gran masa de la
población parisiense, influenciando apenas sobre unos millares de individuos,
la organización de la Asociación Internacional,
por lo demás muy imperfecta, han debido sostener una lucha diaria contra la
mayoría jacobina. ¡Y en medio de qué circunstancias! Les ha sido necesario dar
trabajo y pan a algunos centenares de millares de obreros, organizarlos y
armarlos combatiendo al mismo tiempo las maquinaciones reaccionarias en una
ciudad inmensa como París, asediada, amenazada por el hambre, y entregada a
todas las sucias empresas de la reacción que había podido establecerse y que se
mantenía en Versalles, con el permiso y por la gracia
de los prusianos. Les ha sido necesario oponer un gobierno y un ejército
revolucionarios al gobierno y al ejército de Versalles,
es decir, que para combatir la reacción monárquica y clerical, han debido,
olvidando y sacrificando ellos mismos las primeras condiciones del socialismo
revolucionario, organizarse en reacción jacobina.
¿No
es natural que en medio de circunstancias semejantes, los jacobinos, que eran
los más fuertes, puesto que constituían la mayoría en la Comuna
y que además poseían en un grado infinitamente superior el instinto político,
la tradición y la práctica de la organización gubernamental, hayan tenido
inmensas ventajas sobre los socialistas? De lo que hay que asombrarse es de que
no se hayan aprovechado mucho más de lo que lo hicieron, de que no hayan dado a
la sublevación de París un carácter exclusivamente jacobino y de que se hayan
dejado arrastrar, al contrario, a una revolución social.
Sé
que muchos socialistas, muy consecuentes en su teoría, reprochan a nuestros
amigos de París el no haberse mostrado suficientemente socialistas en su
práctica revolucionaria, mientras que todos los ladrones de la prensa burguesa
los acusan, al contrario, de no haber seguido más que demasiado fielmente el
programa del socialismo. Dejemos por el momento a un lado a los innobles
denunciadores de esa prensa, y observemos que los severos teóricos de la
emancipación del proletariado son injustos hacia nuestros hermanos de París
porque, entre las teorías más justas y su práctica, hay una distancia inmensa
que no se franquea en algunos días. El que ha tenido la dicha de conocer a Varlin, por ejemplo, para no nombrar sino a aquel cuya
muerte es cierta, sabe cómo han sido apasionadas, reflexivas y profundas en él
y en sus amigos las convicciones socialistas. Eran hombres cuyo celo ardiente,
cuya abnegación y buena fe no han podido ser nunca puestas en duda por nadie de
los que se les hayan acercado. Pero precisamente porque eran hombres de buena
fe, estaban llenos de desconfianza en sí mismos al tener que poner en práctica
la obra inmensa a que habían dedicado su pensamiento y su vida. Tenían por lo
demás la convicción de que en la revolución social, diametralmente opuesta a la
revolución política, la acción de los individuos es casi nula y, por el
contrario, la acción espontánea de las masas lo es todo. Todo lo que los individuos
pueden hacer es elaborar, aclarar y propagar las ideas que corresponden al
instinto popular y además contribuir con sus esfuerzos incesantes a la
organización revolucionaria del potencial natural de las masas, pero nada más,
siendo al pueblo trabajador al que corresponde hacerlo todo. Ya que actuando de
otro modo se llegaría a la dictadura política, es decir, a la reconstitución
del Estado, de los privilegios, de las desigualdades, llegándose al
restablecimiento de la esclavitud política, social, económica de las masas
populares.
Varlin y sus amigos, como todos los
socialistas sinceros, y en general como todos los trabajadores nacidos y
educados en el pueblo, compartían en el más alto grado esa prevención
perfectamente legítima contra la iniciativa continua de los mismos individuos,
contra la dominación ejercida por las individualidades superiores; y como ante
todo eran justos, dirigían también esa prevención, esa desconfianza, contra sí
mismos más que contra todas las otras personas. Contrariamente a ese
pensamiento de los comunistas autoritarios, según mi opinión, completamente
erróneo, de que una revolución social puede ser decretada y organizada sea por
una dictadura, sea por una asamblea constituyente salida de una revolución
política, nuestros amigos, los socialistas de París, han pensado que no podía
ser hecha y llevada a su pleno desenvolvimiento más que por la acción
espontánea y continua de las masas, de los grupos y de las asociaciones
populares.
Nuestros
amigos de París han tenido mil veces razón. Porque, en efecto, por general que
sea, ¿cuál es la cabeza, o si se quiere hablar de una dictadura colectiva,
aunque estuviese formada por varios centenares de individuos dotados de
facultades superiores, cuáles son los cerebros capaces de abarcar la infinita
multiplicidad y diversidad de los intereses reales, de las aspiraciones, de las
voluntades, de las necesidades cuya suma constituye la voluntad colectiva de un
pueblo, y capaces de inventar una organización social susceptible de satisfacer
a todo el mundo? Esa organización no será nunca más que un lecho de Procusto sobre el cual, la violencia más o menos marcada
del Estado forzará a la desgraciada sociedad a extenderse. Esto es lo que
sucedió siempre hasta ahora, y es precisamente a este sistema antiguo de la
organización por la fuerza a lo que la revolución social debe poner un término,
dando a las masas su plena libertad, a los grupos, a las comunas, a las
asociaciones, a los individuos mismos, y destruyendo de una vez por todas la
causa histórica de todas las violencias, el poder y la existencia misma del
Estado, que debe arrastrar en su caída todas las iniquidades del derecho
jurídico con todas las mentiras de los cultos diversos, pues ese derecho y esos
cultos no han sido nunca nada más que la consagración obligada, tanto ideal
como real, de todas las violencias representadas, garantizadas y privilegiadas
por el Estado.
Es
evidente que la libertad no será dada al género humano, y que los intereses
reales de la sociedad, de todos los grupos, de todas las organizaciones locales
así como de todos los individuos que la forman, no podrán encontrar
satisfacción real más que cuando no haya Estados. Es evidente que todos los
intereses llamados generales de la sociedad, que el Estado pretende representar
y que en realidad no son otra cosa que la negación general y consciente de los
intereses positivos de las regiones, de las comunas, de las asociaciones y del
mayor número de individuos a él sometidos, constituyen una ficción, una
obstrucción, una mentira, y que el Estado es como una carnicería y como un
inmenso cementerio donde, a su sombra, acuden generosa y beatamente, a dejarse
inmolar y enterrar, todas las aspiraciones reales, todas las fuerzas vivas de
un país; y como ninguna abstracción existe por sí misma, ya que no tiene ni
piernas para caminar, ni brazos para crear, ni estómago para digerir esa masa
de víctimas que se le da para devorar, es claro que también la abstracción
religiosa o celeste de Dios, representa en realidad los intereses positivos,
reales, de una casta privilegiada: el clero, y su complemento terrestre, la
abstracción política, el Estado, representa los intereses no menos positivos y
reales de la clase explotadora que tiende a englobar todas las demás: la
burguesía. Y como el clero está siempre dividido y hoy tiende a dividirse
todavía más en una minoría muy poderosa y muy rica, y una mayoría muy
subordinada y hasta cierto punto miserable. Por su parte, la burguesía y sus
diversas organizaciones políticas y sociales, en la industria, en la
agricultura, en la banca y en el comercio, al igual que en todos los órganos
administrativos, financieros, judiciales, universitarios, policiales y
militares del Estado, tiende a escindirse cada día más en una oligarquía
realmente dominadora y en una masa innumerable de seres más o menos vanidosos y
más o menos decaídos que viven en una perpetua ilusión, rechazados
inevitablemente y empujados, cada vez más hacia el proletariado por una fuerza
irresistible: la del desenvolvimiento económico actual, quedando reducidos a
servir de instrumentos ciegos de esa oligarquía omnipotente.
La
abolición de la Iglesia
y del Estado debe ser la condición primaria e indispensable de la liberación
real de la sociedad; después de eso, ella sola puede y debe organizarse de otro
modo, pero no de arriba a abajo y según un plan ideal, soñado por algunos
sabios, o bien a golpes de decretos lanzados por alguna fuerza dictatorial o
hasta por una asamblea nacional elegida por el sufragio universal. Tal sistema,
como lo he dicho ya, llevaría inevitablemente a la creación de un nuevo Estado,
y, por consiguiente, a la formación de una aristocracia gubernamental, es
decir, de una clase entera de gentes que no tienen nada en común con la masa del
pueblo y, ciertamente, esa clase volvería a explotar y a someter bajo el
pretexto de la felicidad común, o para salvar al Estado.
La
futura organización social debe ser estructurada solamente de abajo a arriba,
por la libre asociación y federación de los trabajadores, en las asociaciones
primero, después en las comunas, en las regiones, en las naciones y finalmente
en una gran federación internacional y universal. Es únicamente entonces cuando
se realizará el orden verdadero y vivificador de la libertad y de la dicha
general, ese orden que, lejos de renegar, afirma y pone de acuerdo los
intereses de los trabajadores y los de la sociedad.
Se
dice que el acuerdo y la solidaridad universal de los individuos y de la
sociedad no podrá realizarse nunca porque esos intereses, siendo
contradictorios, no están en condición de contrapesarse ellos mismos o bien de
llegar a un acuerdo cualquiera. A una objeción semejante responderé que si
hasta el presente los intereses no han estado nunca ni en ninguna parte en acuerdo
mutuo, ello tuvo su causa en el Estado, que sacrificó los intereses de la
mayoría en beneficio de una minoría privilegiada. He ahí por qué esa famosa
incompatibilidad y esa lucha de intereses personales con los de la sociedad, no
es más que otro engaño y una mentira política, nacida de la mentira teológica
que imaginó la doctrina del pecado original para deshonrar al hombre y destruir
en él la conciencia de su propio valor. Esa misma idea falsa del antagonismo de
los intereses fue creada también por los sueños de la metafísica que, como se
sabe, es próxima pariente de la teología. Desconociendo la sociabilidad de la
naturaleza humana, la metafísica consideraba la sociedad como un agregado
mecánico y puramente artificial de individuos asociados repentinamente en
nombre de un tratado cualquiera, formal o secreto, concluido libremente, o bien
bajo la influencia de una fuerza superior. Antes de unirse en sociedad, esos
individuos, dotados de una especie de alma inmortal, gozaban de una absoluta
libertad.
Pero
si los metafísicos, sobre todo los que creen en la inmortalidad del alma,
afirman que los hombres fuera de la sociedad son seres libres, nosotros
llegamos entonces inevitablemente a una conclusión: que los hombres no pueden
unirse en sociedad más que a condición de renegar de su libertad, de su
independencia natural y de sacrificar sus intereses, personales primero y
grupales después. Tal renunciamiento y tal sacrificio
de sí mismos debe ser por eso tanto más imperioso cuanto que la sociedad es más
numerosa y su organización más compleja. En tal caso, el Estado es la expresión
de todos los sacrificios individuales. Existiendo bajo una semejante forma
abstracta, y al mismo tiempo violenta, continúa perjudicando más y más la
libertad individual en nombre de esa mentira que se llama felicidad pública,
aunque es evidente que la misma no representa más que los intereses de la clase
dominante. El Estado, de ese modo, se nos aparece como una negación inevitable
y como una aniquilación de toda libertad, de todo interés individual y general.
Se
ve aquí que en los sistemas metafísicos y teológicos, todo se asocia y se
explica por sí mismo. He ahí por qué los defensores lógicos de esos sistemas
pueden y deben, con la conciencia tranquila, continuar explotando las masas
populares por medio de la
Iglesia y del Estado. Llenándose los bolsillos y sacando
todos sus sucios deseos, pueden al mismo tiempo consolarse con el pensamiento
de que penan por la gloria de Dios, por la victoria de la civilización y por la
felicidad eterna del proletariado.
Pero
nosotros, que no creemos ni en Dios ni en la inmortalidad del alma, ni en la
propia libertad de la voluntad, afirmamos que la libertad debe ser comprendida,
en su acepción más completa y más amplia, como fin del progreso histórico de la
humanidad. Por un extraño aunque lógico contraste, nuestros adversarios
idealistas, de la teología y de la metafísica, toman el principio de la
libertad como fundamento y base de sus teorías, para concluir buenamente en la
indispensabilidad de la esclavitud de los hombres. Nosotros, materialistas en
teoría, tendemos en la práctica a crear y hacer duradero un idealismo racional
y noble. Nuestros enemigos, idealistas divinos y trascendentes, caen hasta el
materialismo práctico, sanguinario y vil, en nombre de la misma lógica, según
la cual todo desenvolvimiento es la negación del principio fundamental. Estamos
convencidos de que toda la riqueza del desenvolvimiento intelectual, moral y
material del hombre, lo mismo que su aparente independencia, son el producto de
la vida en sociedad. Fuera de la sociedad, el hombre no solamente no será
libre, sino que no será hombre verdadero, es decir, un ser que tiene conciencia
de sí mismo, que siente, piensa y habla. El concurso de la inteligencia y del
trabajo colectivo ha podido forzar al hombre a salir del estado de salvaje y de
bruto que constituía su naturaleza primaria. Estamos profundamente convencidos
de la siguiente verdad: que toda la vida de los hombres, es decir, sus
intereses, tendencias, necesidades, ilusiones, e incluso sus tonterías, tanto
como las violencias, y las injusticias que en carne propia sufren, no
representa más que la consecuencia de las fuerzas fatales de la vida en
sociedad. Las gentes no pueden admitir la idea de independencia mutua, sin
renegar de la influencia recíproca de la correlación de las manifestaciones de
la naturaleza exterior.
En
la naturaleza misma, esa maravillosa correlación y filiación de los fenómenos
no se ha conseguido sin lucha. Al contrario, la armonía de las fuerzas de la
naturaleza no aparece más que como resultado verdadero de esa lucha constante
que es la condición misma de la vida y el movimiento. En la naturaleza y en la
sociedad el orden sin lucha es la muerte.
Si
en el universo el orden natural es posible, es únicamente porque ese universo
no es gobernado según algún sistema imaginado de antemano e impuesto por una
voluntad suprema. La hipótesis teológica de una legislación divina conduce a un
absurdo evidente y a la negación, no sólo de todo orden, sino de la naturaleza
misma. Las leyes naturales no son reales más que en tanto son inherentes a la
naturaleza, es decir, en tanto que no son fijadas por ninguna autoridad. Estas
leyes no son más que simples manifestaciones, o bien continuas modalidades de
hechos muy variados, pasajeros, pero reales. El conjunto constituye lo que
llamamos naturaleza. La inteligencia humana y la ciencia observaron estos
hechos, los controlaron experimentalmente, después los reunieron en un sistema
y los llamaron leyes. Pero la naturaleza misma no conoce leyes; obra
inconscientemente, representando por sí misma la variedad infinita de los
fenómenos que aparecen y se repiten de una manera fatal. He ahí por qué,
gracias a esa inevitabilidad de la acción, el orden
universal puede existir y existe de hecho.
Un
orden semejante aparece también en la sociedad humana que evoluciona en
apariencia de un modo llamado antinatural, pero en realidad se somete a la
marcha natural e inevitable de las cosas. Sólo que la superioridad del hombre
sobre los otros animales y la facultad de pensar unieron a su desenvolvimiento
un elemento particular que, como todo lo que existe, representa el producto
material de la unión y de la acción de las fuerzas naturales. Este elemento
particular es el razonamiento, o bien esa facultad de generalización y de
abstracción gracias a la cual el hombre puede proyectarse por el pensamiento,
examinándose y observándose como un objeto exterior extraño. Elevándose, por
las ideas, por sobre sí mismo, así como por sobre el mundo circundante, logra
arribar a la representación de la abstracción perfecta: a la nada absoluta.
Este límite último de la más alta abstracción del pensamiento, esa nada
absoluta, es Dios.
He
ahí el sentido y el fundamento histórico de toda doctrina teológica. No
comprendiendo la naturaleza y las causas materiales de sus propios
pensamientos, no dándose cuenta tampoco de las condiciones o leyes naturales
que le son especiales, los hombres de la Iglesia y del Estado no pueden imaginar a los
primeros hombres en sociedad, puesto que sus nociones absolutas no son más que
el resultado de la facultad de concebir ideas abstractas. He ahí porque
consideraron esas ideas, sacadas de la naturaleza, como objetos reales ante los
cuales la naturaleza misma cesaba de ser algo. Luego se dedicaron a adorar a
sus ficciones, sus imposibles nociones de absoluto, y a prodigarles todos los
honores. Pero era preciso, de una manera cualquiera, figurar y hacer sensible
la idea abstracta de la nada o de Dios. Con este fin inflaron la concepción de
la divinidad y la dotaron, de todas las cualidades, buenas y malas, que
encontraban sólo en la naturaleza y en la sociedad.
Tal
fue el origen y el desenvolvimiento histórico de todas las religiones,
comenzando por el fetichismo y acabando por el cristianismo.
No
tenemos la intención de lanzarnos en la historia de los absurdos religiosos,
teológicos y metafísicos, y menos aún de hablar del desplegamiento
sucesivo de todas las encarnaciones y visiones divinas creadas por siglos de
barbarie. Todo el mundo sabe que la superstición dio siempre origen a
espantosas desgracias y obligó a derramar ríos de sangre y lágrimas. Diremos
sólo que todos esos repulsivos extravíos de la pobre humanidad fueron hechos
históricos inevitables en su desarrollo y en la evolución de los organismos
sociales. Tales extravíos engendraron en la sociedad esta idea fatal que domina
la imaginación de los hombres: la idea de que el universo es gobernado por una
fuerza y por una voluntad, sobrenaturales. Los siglos sucedieron a los siglos,
y las sociedades se habituaron hasta tal punto a esta idea que finalmente
mataron en ellas toda tendencia hacia un progreso más lejano y toda capacidad
para llegar a él.
La
ambición de algunos individuos y de algunas clases sociales, erigieron en
principio la esclavitud y la conquista, y enraizaron la terrible idea de la
divinidad. Desde entonces, toda sociedad fue imposible sin tener como base
éstas dos instituciones: la
Iglesia y el Estado. Estas dos plagas sociales son defendidas
por todos los doctrinarios.
Apenas
aparecieron estas dos instituciones en el mundo, se organizaron repentinamente
dos castas sociales: la de los sacerdotes y la de los aristócratas, que sin perder
tiempo se preocuparon en inculcar profundamente al pueblo subyugado la
indispensabilidad, la utilidad y la santidad de la Iglesia y del Estado.
Todo
eso tenía por fin transformar la esclavitud brutal en una esclavitud legal,
prevista, consagrada por la voluntad del Ser Supremo.
Pero
¿creían sinceramente, los sacerdotes y los aristócratas, en esas instituciones
que sostenían con todas sus fuerzas en su interés particular? o acaso ¿no eran
más que mistificadores y embusteros? No, respondo, creo que al mismo tiempo
eran creyentes e impostores.
Ellos
creían, también, porque compartían natural e inevitablemente los extravíos de
la masa y es sólo después, en la época de la decadencia del mundo antiguo,
cuando se hicieron escépticos y embusteros. Existe otra razón que permite
considerar a los fundadores de los Estados como gentes sinceras: el hombre cree
fácilmente en lo que desea y en lo que no contradice a sus intereses; no
importa que sea inteligente e instruido, ya que por su amor propio y por su deseo
de convivir con sus semejantes y de aprovecharse de su respeto creerá siempre
en lo que le es agradable y útil. Estoy convencido de que, por ejemplo, Thiers y el gobierno versallés se
esforzaron a toda costa por convencerse de que matando en París a algunos
millares de hombres, de mujeres y de niños, salvaban a Francia.
Pero
si los sacerdotes, los augures, los aristócratas y los burgueses, de los viejos
y de los nuevos tiempos, pudieron creer sinceramente, no por eso dejaron de ser
siempre mistificadores. No se puede, en efecto, admitir que hayan creído en
cada una de las ideas absurdas que constituyen la fe y la política. No hablo
siquiera de la época en que, según Cicerón, los augures no podían mirarse sin
reír. Aun en los tiempos de la ignorancia y de la superstición general es
difícil suponer que los inventores de milagros cotidianos hayan sido
convencidos de la realidad de esos milagros. Igual se puede decir de la
política, según la cual es preciso subyugar y explotar al pueblo de tal modo,
que no se queje demasiado de su destino, que no se olvide someterse y no tenga
el tiempo para pensar en la resistencia y en la rebelión.
¿Cómo,
pues, imaginar después de eso que las gentes que han transformado la política
en un oficio y conocen su objeto -es decir, la injusticia, la violencia, la
mentira, la traición, el asesinato en masa y aislado-, puedan creer
sinceramente en el arte político y en la sabiduría de un Estado generador de la
felicidad social? No pueden haber llegado a ese grado de estupidez, a pesar de
toda su crueldad. La Iglesia
y el Estado han sido en todos los tiempos grandes escuelas de vicios. La
historia está ahí para atestiguar sus crímenes; en todas partes y siempre el
sacerdote y el estadista han sido los enemigos y los verdugos conscientes,
sistemáticos, implacables y sanguinarios de los pueblos.
Pero,
¿cómo conciliar dos cosas en apariencia tan incompatibles: los embusteros y los
engañados, los mentirosos y los creyentes? Lógicamente eso parece difícil; sin
embargo, en la realidad, es decir, en la vida práctica, esas cualidades se
asocian muy a menudo.
Son
mayoría las gentes que viven en contradicción consigo mismas. No lo advierten
hasta que algún acontecimiento extraordinario las saca de la somnolencia
habitual y las obliga a echar un vistazo sobre ellos y sobre su derredor.
En
política como en religión, los hombres no son más que máquinas en manos de los
explotadores. Pero tanto los ladrones como sus víctimas, los opresores como los
oprimidos, viven unos al lado de otros, gobernados por un puñado de individuos
a los que conviene considerar como verdaderos explotadores. Así, son esas
gentes que ejercen las funciones de gobierno, las que maltratan y oprimen.
Desde los siglos XVII y XVIII, hasta la explosión de la Gran Revolución, al
igual que en nuestros días, mandan en Europa y obran casi a su capricho. Y ya
es necesario pensar que su dominación no se prolongará largo tiempo.
En
tanto que los jefes principales engañan y pierden a los pueblos, sus
servidores, o las hechuras de la
Iglesia y del Estado, se aplican con celo a sostener la
santidad y la integridad de esas odiosas instituciones. Si la Iglesia, según dicen los
sacerdotes y la mayor parte de los estadistas, es necesaria a la salvación del
alma, el Estado, a su vez, es también necesario para la conservación de la paz,
del orden y de la justicia; y los doctrinarios de todas las escuelas gritan:
¡sin iglesia y sin gobierno no hay civilización ni progreso!
No
tenemos que discutir el problema de la salvación eterna, porque no creemos en
la inmortalidad del alma. Estamos convencidos de que la más perjudicial de las
cosas, tanto para la humanidad, para la libertad y para el progreso, lo es la Iglesia. ¿No es acaso a
la iglesia a quien incumbe la tarea de pervertir las jóvenes generaciones,
comenzando por las mujeres? ¿No es ella la que por sus dogmas, sus mentiras, su
estupidez y su ignominia tiende a matar el razonamiento lógico y la ciencia?
¿Acaso no afecta a la dignidad del hombre al pervertir en él la noción de sus
derechos y de la justicia que le asiste? ¿No transforma en cadáver lo que es
vivo, no pierde la libertad, no es ella la que predica la esclavitud eterna de
las masas en beneficio de los tiranos y de los explotadores? ¿No es ella, esa
Iglesia implacable, la que tiende a perpetuar el reinado de las tinieblas, de
la ignorancia, de la miseria y del crimen?
Si
el progreso de nuestro siglo no es un sueño engañoso, debe conducir a la finiquitación de la Iglesia.
(Aquí se interrumpe el manuscrito.)
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