martes, 26 de junio de 2012

La Instrucción Integral - Mijaíl Bakunin

El texto de La Instrucción Integral apareció sin firma en las páginas del periódico L’Egalité en los días 31 de julio, 7, 14 y 21 de agosto de 1869. Por Lacques Guillaume sabemos que lo escribió Bakunin. Prologo completo y citas detalladas en http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l131.pdf





CAPÍTULO I 

La primera cuestión que hemos de considerar hoy es ésta: ¿Podrá ser completa la emancipación de las masas obreras mientras reciban una instrucción inferior a la de los burgueses o mientras haya, en general, una clase cualquiera, numerosa o no, pero que por nacimiento tenga los privilegios de una educación superior y más completa? ¿Plantear esta cuestión no es comenzar a resolverla? ¿No es evidente que entre dos hombres dotados de una inteligencia natural más o menos igual, el que más instruido sea, cuyo conocimiento se haya ampliado por la ciencia y que comprendiendo mejor el encadenamiento de los hechos naturales y sociales, o lo que se denominan las leyes de la naturaleza y la sociedad, comprenderá con más facilidad y más ampliamente el carácter del medio en el que se encuentra, que se sentirá más libre, que será prácticamente tan hábil y fuerte como el otro? Quien sepa más dominara naturalmente a quien menos sabe y no existiendo en principio entre dos clases sociales más que esta sola diferencia de instrucción y de educación, esa diferencia producirá en poco tiempo todas las demás y el mundo volverá a encontrarse en su situación actual, es decir, dividido en una masa de esclavos y un pequeño numero de dominadores, los primeros trabajando, como hoy en día, para los segundos.
 
Se entiende ahora por qué los socialistas burgueses no piden más que instrucción para el pueblo, un poco más de lo poco de ahora, y por qué nosotros, demócratas socialistas, pedimos para el pueblo instrucción integral, toda la instrucción, tan completa como la requiere la fuerza intelectual del siglo, a fin de que por encima de la clase obrera no haya de ahora en adelante ninguna clase que pueda saber más y que precisamente por ello pueda explotarla y dominarla. Los socialistas burgueses quieren el mantenimiento de las clases, pues cada una debe, según ellos, representar una función social diferente. Una, por ejemplo, la abolición completa y definitiva de clases, la unificación de la sociedad y la igualdad económica y social de todos los individuos de la tierra. Ellos querrían, conservándolas, aliviar, aminorar y disimular las bases históricas de la sociedad actual, la desigualdad y la injusticia, que nosotros queremos destruir. De lo que resulta que entre los socialistas burgueses y nosotros no es posible acuerdo, conciliación ni coalición alguna.


Pero, se dirá -y este es el argumento que a menudo se nos opone y que los señores doctrinarios de todos los colores consideran irresistible- es imposible que la humanidad entera se dedique a la ciencia: moriría de hambre. Es preciso, por tanto, que mientras unos estudian otros trabajen para producir los objetos necesarios para vivir ellos en primer lugar y después para los hombres que se han dedicado exclusivamente a trabajos intelectuales; pues estos hombres no trabajan sólo para ellos: sus descubrimientos científicos, además de ampliar el conocimiento humano, ¿no mejoran la condición de todos los seres humanos, sin excepciones, al aplicarlos a la industria y a la agricultura y, en general, a la vida política y social? Sus creaciones artísticas, ¿no ennoblecen la vida de todo el mundo?
 
Pero no. no de todo el mundo. Y el reproche más grande que tendríamos que dirigir a la ciencia y a las artes es precisamente el no extender sus beneficios y el no ejercer su influencia útil más que sobre una mínima parte de la sociedad, excluyendo y por consiguiente perjudicando a la inmensa mayoría. Hay se puede afirmar acerca del progreso de la ciencia y de las artes lo que se dice, y con toda razón, en los países más civilizados del mundo, acerca del prodigioso desarrollo de la industria, del comercio, del crédito, de la riqueza social, en una palabra. Esta riqueza es totalmente exclusiva y tiende hacerlo cada día más, al concentrarse siempre en manos de unos pocos y arrojar a la pequeña burguesía, a las capas inferiores de la clase media, hacia el proletario, de manera que ese desarrollo esta en razón directa de la miseria creciente de las masas obreras. Así resulta que se abre cada día más el abismo que ya separa a la minoría feliz y privilegiada de los millones de trabajadores que la hacen vivir con el trabajo de sus manos, y que mientras más felices son los felices explotadores del trabajo popular, más desdichados son los trabajadores, que se recuerde, frente a la fabulosa opulencia del gran mundo aristocrático, financiero, comercial e industrial de Inglaterra, la situación miserable de los obreros de ese mismo país; que se lea y relea la carta, tan ingenua y desgarradora a la vez, escrita hace poco por un inteligente y honesto orfebre de Londres, Walter Dugan, que se ha envenenado voluntariamente con su mujer y sus seis niños para escapar a las humillaciones de la miseria y a las torturas del hambre; entonces habrá que confesar que esta civilizaron tan glorificada no significa, desde el punto de vista material, más que opresión y ruina para el pueblo.


Y ocurre igual con los modernos adelantos de la ciencia y las artes. Son inmensos estos progresos, es verdad. Pero mientras más extraordinarios son, más se convierten en causas de esclavitud intelectual y, por tanto, material; origen de miserias e inferioridad para el pueblo, pues también ellas ensanchan la distancia que ya separa la inteligencia popular de la de las clases privilegiadas. La primera, desde el punto de vista de la capacidad natural, está hoy evidentemente menos hastiada, menos usada, menos sofisticada y menos corrompida por la necesidad de defender intereses injustos y es, por consiguiente, más fuerte que la inteligencia burguesa; pero, en cambio, esta última posee todas las armas de la ciencia y estas armas son formidables. Sucede a menudo que un obrero muy inteligente se ve obligado a enmudecer ante un erudito tonto, que le hace callar no por mayor finura de espíritu, de la que carece, sino por instrucción, de la que el obrero ha sido privado y que el otro a podido recibir, pues mientras su necedad se desarrollaba científicamente en las escuelas, el trabajo del obrero le vestía, le daba casa, le alimentaba y la proporcionaba todo, los maestros y los libros necesarios para su instrucción.


Sabemos muy bien que el grado de ciencia que se imparte a cada uno no es igual, incluso dentro de a clase burguesa. Entre ello existe también una escala, determinada por la capacidad de los individuos, sino por la mayor o menor riqueza de la capa social donde han nacido; por ejemplo, la instrucción que reciben los niños de la pequeña burguesía es casi igual a aquella que consiguen los obreros, y casi nula en comparación de la que la sociedad reparte generosamente a la alta y media burguesía. ¿Qué vemos, además? Vemos a la pequeña burguesía que no esta sujeta a la clase media más que por una vanidad ridícula, por un lado, y su dependencia frente a los grandes capitales, por otro, y que se encuentra a menudo en una situación más miserable y mucho más humillante que la del proletariado. Cuando hablamos de clases privilegiadas, no nos referimos a esta pobre pequeña burguesía, que si tuviera un poco más de inteligencia y de coraje, no tardaría en venir a unirse a nosotros para combatir a la alta y media burguesía, que hoy la aplasta tanto como al proletariado. Y si el desarrollo económico de la sociedad continuara en esta dirección una decena de años más, cosa que, por otra parte, nos parece imposible, veríamos todavía a la mayor parte de la burguesía media caer en la situación actual de la pequeña burguesía media caer en la situación actual de la pequeña burguesía, primero, para irse un poco más tarde a perder en el proletariado, siempre gracias a esta fatal concentración en un numero de manos cada vez más restringido, lo que tendría como consecuencia infalible dividir definitivamente a la sociedad en una pequeña minoría excesivamente opulenta, instruida, dominante, y una inmensa mayoría de proletarios miserables, ignorantes y esclavos.


Hay un hecho que debe impresionar a los espíritus escrupulosos, a todos los que aprecian sinceramente la dignidad humana, la justicia, es decir, la libertad de cada uno en la igualdad y por la igualdad de todos. Se trata de que todas las invenciones de la inteligencia, todas las grandes aplicaciones de la ciencia a la industria, al comercio y a la vida social en general, sólo han aprovechado hasta ahora a las clases privilegiadas y a la soberanía de los Estados, protectores eternos de todas las iniquidades políticas y sociales, jamás a las masas populares. No tenemos más que nombrar las máquinas para que cada obrero y cada partidario sincero de la emancipación del trabajo, nos dé la razón. ¿Gracias a qué fuerza las clases privilegiadas se mantienen aún hoy con toda su insolente felicidad y sus goces inicuos, contar la indignación tan legitima de las masas populares? ¿Es por una fuerza que les es propia, inherente a ellas? No. es únicamente por la fuerza del Estado, en el que, por otra parte, sus hijos desempeñan hoy, como lo han hecho siempre, todas las funciones dominantes, e incluso todas las funciones medianas e inferiores, salvo las de trabajadores y soldados. ¿Y qué es lo que constituye principalmente toda la fuerza de los Estados? La Ciencia.


Sí, la ciencia. Ciencia de gobierno, de la administración, ciencia de los negocios; ciencia de esquilar los rebaños populares sin hacerles gritar demasiado y cuando comienzan ha gritar, ciencia de imponerles silencio, paciencia y obediencia por medio de una fuerza científicamente organizada; ciencia de engañar y dividir a las masas populares, de mantenerlas siempre en una saludable ignorancia para que no puedan nunca, ayudándose y uniendo esfuerzos, crear un poder capas de derribarlos; ciencia militar ante todo, con todas sus armas perfeccionadas, y esos formidables instrumentos de destrucción que maravillan; ciencia del genio, en fin, que ha creado los barcos de vapor, los ferrocarriles y los telégrafos; ferrocarriles que, utilizados en la estrategia militar, multiplican por diez el poder defensivo y ofensivo de los Estados; telégrafos que, al transformar cada gobierno en una maquina de cien, de mil brazos, hacen posible su presencia intervencionista y triunfante en todas partes, creando las más formidables centralizaciones políticas que hayan existido nunca.


¿Quién puede, pues, negar que todos los progresos científicos que han servido hasta ahora, sin excepción, para el enriquecimiento de las clases privilegiadas y para aumentar el poder de los Estados, en detrimento del bienestar y de la libertad de las masas populares, del proletariado? Pero, se objetará, ¿es que las masas obreras no se han beneficiado también de ello? ¿No están mucho más civilizadas en nuestra época de lo que lo estaban en pasados siglos?


A eso contestaremos con una observación de Lassalle, el celebre socialista alemán. Para juzgar los procesos de las masas obreras desde el punto de vista de su emancipación política y social, no es necesario comparar su situación intelectual en el presente siglo con la de épocas pasadas. Lo que sí es preciso considerar es si, a partir de una fecha cualquiera, la diferencia que había subsiste aún entre ellas y las clases privilegiadas, constatando si han progresado en la misma medida que estas ultimas. Pues si hay igualdades los respectivos progresos, la distancia intelectual que les separa hoy del mundo privilegiado, será la misma; si el proletariado progresa más y más rápido que los privilegiados, la distancia se habrá acortado; pero, si por el contrario, el progreso del obrero es más lento y consecuentemente menor que el de las clases dominadoras, en el mismo espacio de tiempo la diferencia aumentara; el abismo que les separa se habrá agrando, el hombre privilegiado será más poderoso, el obrero más dependiente, más esclavo que en la época tomada como punto de partida. Si los dos salimos a la misma hora de dos puntos diferentes y llevas 100 pasos de ventaja sobre mí, si recorres 60 y yo sólo 30 por minuto, al cabo de una hora la distancia que nos separara no será de 100, sino de 280 pasos.


Este ejemplo da una idea muy exacta de los reactivos progresos de la burguesía y del proletariado, hasta ahora. Los burgueses han ido más deprisa en el camino de la civilización que los proletarios, no porque su inteligencia haya sido mayor que la de estos últimos -hoy podría afirmarse con todo derecho justamente lo contrario-, sino porque la organización económica y política de la sociedad ha sido tal hasta ahora, que únicamente los burgueses han podido instruirse; que la ciencia no ha existido más que para ellos, y que el proletariado se ha visto condenado a una ignorancia forzosa, de forma que si avanza -y sus progresos son indudables- no es gracias a la sociedad, sino a pesar de ella.


Resumimos. En la organización actual de la sociedad, los progresos de la ciencia han sido la causa de la ignorancia relativa del proletariado, al igual que los procesos de la industria y del comercio han sido la causa de su miseria relativa, los progresos intelectuales y materiales han contribuido, pues, a aumentar su esclavitud. ¿Cuál es el resultado? Que debemos rechazar y combatir esta ciencia burguesa, lo mismo que debemos rechazar y combatir la riqueza burguesa. Combatirlos y rechazarlos en el sentido de que destruyen el orden social que es patrimonio de una de varias clases, debiendo reivindicarlas como un bien común de todos.
 
CAPÍTULO II
 
Hemos demostrado que, mientras haya dos o varios grados de instrucción para las diferentes capas de la sociedad, habrá necesariamente clases, es decir, privilegios económicos y políticos para un pequeño número de afortunados, y la esclavitud y la miseria para la mayoría.


Como miembro de la Asociación Internacional de Trabajadores, queremos la igualdad, y porque la queremos debemos querer también la instrucción integral, igual para todos.


Pero, surge la pregunta, si todo el mundo es instruido, ¿Quién querrá trabajar? Nuestra respuesta es sencilla: todos deben trabajar y todos deben ser instruidos. Con frecuencia se contesta a esto que si se mezclan el trabajo industrial con el trabajo intelectual se perjudica a uno y otro; los trabajadores serán malos eruditos y los eruditos no serán más que tristes obreros. Sí, en la sociedad actual están igualmente falseados el trabajo manual y el intelectual, a causa del aislamiento artificial al que se les ha condenado. Pero estamos convencidos de que el hombre vivo e integrado, cada una de estas dos actividades, muscular y nerviosa, deben ser desarrolladas por igual y, lejos de perjudicarse mutuamente, cada una debe apoyar, ensanchar y reforzar a la otra; la ciencia del sabio se volverá más fecunda, más útil y más amplia cuando el intelectual no ignore el trabajo manual; y el trabajo del obrero instruido será más inteligente, y por consiguiente más productivo que el obrero ignorante.
De lo que se deduce que, en interés del trabajo y de la ciencia, no deberán existir ni obreros ni intelectuales, sino sólo hombres.


Sucederá entonces que aquellos hombres a los que por su inteligencia superior se les encauza hoy en el mundo exclusivo de la ciencia, que una vez instalados en él cedan a la necesidad de una posición completamente burguesa, y orientan todos sus hallazgos para utilidad de la clase privilegiada de la que forman parte, esos hombres, una vez que se solidaricen realmente con todo el mundo, no sólo imaginaria ni verbalmente, sino de hecho, con su trabajo, convertirán los descubrimientos y las aplicaciones de la ciencia en algo útil para todos y, sobre todo, aliviaran y ennoblecerán el trabajo, que es la única base legitima y real de la sociedad humana.


Es posible e incluso muy probable que en época de transición más o menos larga que suceda naturalmente a la gran crisis social, las ciencias más elevadas desciendan considerablemente por debajo de su nivel actual; como también es indudable que el lujo y todo lo que constituye los refinamientos de la vida, deberán desaparecer durante mucho tiempo y no podrán reaparecer más que cuando la sociedad haya conquistado lo necesario para todo el mundo. ¿Pero este eclipse temporal de la ciencia superior, será una gran desgracia? ¿Lo que pierda en sublime elevación no lo ganará al ensanchar su base? Sin duda habrá menos sabios ilustres, pero al mismo tiempo habrá infinitamente menos ignorantes. Ya no habrá ese pequeño número de hombres que tocan los cielos, pero, en cambio, millones de hombres hoy degradados, aplastados, caminaran humanamente por la tierra. Nada de semidioses, nada de esclavos. Los semidioses y los esclavos se humanizaran a la vez, unos descendiendo un poco, los otros elevándose mucho. No habrá, pues, lugar ni paras la divinización ni para el desprecio. Todos se darán la mano y, una vez juntos, caminaran con un ardor nuevo hacia otras conquistas, tanto en la ciencia como en la vida.


Lejos de temer este momentáneo eclipse de la ciencia, lo deseamos fervientemente, pues tendrá como efecto humanizar a los sabios y a los trabajadores a la vez, reconciliar la ciencia y la vida. Y estamos convencidos de que, una vez conquistada esta base, el progreso de la inanidad, tanto en la ciencia como en la vida, extenderá con creses todo lo que hemos visto y lo que podemos imaginar hoy.


Pero aquí se plantea otra objeción: ¿Tienen todos los individuos igual capacidad para elevarse el mismo grado de instrucción? Imaginemos una sociedad organizada de un modo totalmente igualitario y en la que todos los niños tengan desde su nacimiento el mismo punto de partida, tanto en le aspecto político, como en el económico y social, es decir, absolutamente los mismos cuidados, la misma educación, la misma instrucción. ¿No habrá entre esos pequeños diferencias infinitas de energía, de tendencias naturales, de aptitud?


Este es el gran argumento de nuestros adversarios, burgueses y socialistas burgueses. Lo creen irresistible. Intentemos, pues, demostrarle lo contrario. En primer lugar, ¿con qué derecho apelan al principio de las capacidades individuales? ¿Hay lugar para el desarrollo de esas capacidades en la sociedad, tal como está? ¿Puede haber lugar para su desarrollo en una saciedad que continué teniendo como base económica el derecho de herencia? Evidentemente, no, pues desde el momento que existe la herencia, la carrera de los niños no será nunca el resultado de sus capacidades y de su energía individual; será, ante todo, el del estado de la fortuna, de la riqueza o de la miseria de sus familias. Los herederos ricos, pero tontos, recibieran una instrucción superior; los niños más inteligentes del proletariado continuaran recibiendo en herencia la ignorancia, tal como se practica ahora. ¿No es, pues, una hipocresía el hablar no sólo en la sociedad actual, sino con vistas a una sociedad reformada, que continuaría teniendo como bases la propiedad individual y el derecho de herencia, no es un engaño infame el hablar de derechos individuales fundados en las capacidades individuales?


Hoy se habla mucho de libertad individual, y sin embargo lo que domina no es el individuo humano, el individuo en general, sino el individuo de una posición social privilegiada. Es, pues, la posición, la clase social. ¡Que un individuo inteligente de la burguesía ose tan sólo levantarse contra los privilegios económicos de esa respetable clase, y se verá cuánto respetarán la suya esos buenos burgueses que ahora no tienen en la boca más que la libertad individual! ¿No vemos cada día a grandes inteligencias obreras y burguesas forzadas a ceder el paso e incluso inclinarse ante la estupidez de los herederos del becerro de oro? ¡Que se nos hable de capacidades individuales! La libertad individual, no la privilegiada, sino la humana, y las capacidades reales de los individuos, no podrán desarrollarse plenamente más que en absoluta igualdad. Únicamente podemos hablar de igualdad intelectual y material cuando exista el mismo punto de partida para todos los hombres; sólo entonces podremos decir, con más razón que hoy, que todo individuo es hijo de sus obras, protegiendo, sin embargo, los derechos superiores de la solidaridad, que es y permanecerá siempre como el generador de las relaciones sociales. Por todo ello, concluimos que, para que las capacidades individuales prosperen y no se les impida dar todos sus frutos, es necesario, ante todo, que los privilegios individuales, tanto políticos como económicos, es decir, todas las clases, sean abolidas. Será preciso que desaparezca la propiedad privada y el derecho de la herencia para que triunfe la igualdad económica, política y social.


Pero, una vez que la igualdad haya triunfado y esté bien establecida, ¿no habrá ya ninguna diferencia entre las capacidades y los grados de energía de los diferentes individuos? Quizá no tanta como existe hoy, pero sin duda siempre la habrá. Hay una verdad hecha proverbio, que no cesara nunca de ser verdad: que no existen dos hojas idénticas en el mismo árbol. Con mucha más razón, esto será cierto en relación a los hombres, puesto que son seres mucho más complejos que las hojas. Pero esta diversidad, lejos de ser un mal, es, al contrario, como muy bien lo ha observado el filósofo alemán Feuerbach, una riqueza para la humanidad. Gracias a ella la humanidad es un todo colectivo, en la que cada uno completa el todo y tiene necesidad del todo; de forma que esta diversidad infinita de los individuos es la causa misma, la base principal, de su solidaridad, un argumento todopoderoso a favor de la igualdad.


En el fondo, incluso en la sociedad actual, si se exceptúan dos grandes categorías de hombres, los hombres de genio y los idiotas, y si se hace abstracción de las diferencias creadas artificialmente por mil causas sociales, tales como educación, instrucción, posición económica y política, que difieren no sólo en cada capa de la sociedad, sino en cada familia, se reconocerá que, desde le punto de vista de las capacidades intelectuales y de la energía moral, la inmensa mayoría de los hombres se complementan o que, al menos, se saben valer, al ser compensada la debilidad de cada uno en un aspecto por una fuerza equivalente en otro aspecto, de manera que es imposible decir que un hombre está por encima o por debajo de otro. La inmensa mayoría de los hombres no son idénticos, sino equivalentes de nuestros adversarios, más que los hombres de genio y los idiotas.


La idiotez es, como se sabe, una enfermedad fisiológica y social. No debe, pues, ser tratada en las escuelas sino en los hospitales, y debemos esperar que la instrucción de una higiene social más racional y, sobre todo, más preocupada por la salud física y moral de los individuos que la de hoy, y la organización igualitaria de la nueva sociedad, acaben por hacer desaparecer de la tierra esta enfermedad tan humillante para la especie humana. En cuanto los hombres de genio, hay que observar en primer lugar que, afortunada o desgraciadamente, como se quiera, no han aparecido en la historia más que como raras excepciones en todos los sistemas conocidos, y en las excepciones no se organizan. Esperemos, sin embargo, que la sociedad futura encontrara en la organización realmente democrática y popular de su fuerza colectiva el medio de hacer manos necesarias a estos grandes genios, menos aplastantes y realmente beneficiosas para todos. Pues no hay que olvidar jamás las palabras de Voltaire: «Hay alguien que tiene más inteligencia que los más grandes genios: todos». Sólo se trata, pues, de organizar a este todos por medio de una gran libertad, fundada sobre la más completa igualdad, económica, política y social, para que no haya nada que temer de las veleidades dictatoriales ni de la ambición despótica de los hombres de genio.


En cuanto a producir hombres geniales por medio de la educaron, no hay que pensar en ello. Además, de todos los hombres de genio conocidos, ninguno o casi ninguno se ha manifestado como tal en su infancia o en su adolescencia, ni incluso en su primera juventud. No han aparecido como tales más que en la madurez, y a muchos no se les ha reconocido hasta después de su muerte, mientras que muchos de los grandes hombres frustrados, que habían sido proclamados en su juventud como hombres superiores, han acabado su carrera en la más completa nulidad. No se pueden determinar las superioridades y las inferioridades relativas de los hombres, ni el grado de su capacidad, ni sus inclinaciones naturales, en la infancia, ni tampoco en la adolescencia. Todos estos aspectos no se manifiestan y no se determinan más que al desarrollarse el individuo, y así como hay naturalezas precoses y otras muy lentas, aunque nunca inferiores y con frecuencia superiores, es evidente que ningún profesor ni ningún maestro podrán precisar de antemano la carrera o el tipo de ocupaciones que los niños elegirán cuando lleguen a la edad de la libertad.


Por lo dicho, la sociedad debe a todos, sin excepción, una educación y una instrucción absolutamente iguales, sin tener en cuenta la diferencia, real o ficticia, de las inclinaciones y de las capacidades, ni derecho alguno a determinar la carrera futura de los niños.


CAPÍTULO III


La instrucción debe ser igual en todos los grados para todos, por consiguiente debe ser integral, es decir, debe preparar a los niños de ambos sexos tanto para la vida intelectual como para la del trabajo, con el fin de que todos puedan llegar a ser hombres completos.


La filosofía positiva destruyó y alejó de los espíritus las fábulas religiosas y los sueños de la metafísica, permitiéndonos entrever cuál debe ser la instrucción científica en el futuro. Tendrá como base el conocimiento de la naturaleza y como fin la sociología. El ideal no será dominar el mundo y violar la vida, como sucede siempre en todos los sistemas metafísicos y religiosos, sino la expresión última y más bella del mundo real. Al dejar de ser un sueño, se convertirá en realidad.


Ninguna inteligencia, por extraordinaria que sea, es capaz de especializarse en todas las ciencias y, como, por otra parte, un conocimiento general de todas es absolutamente necesario para el desarrollo completo del espíritu, la enseñanza se dividirá en dos partes: la parte general, que proporcionara los principales elementos en todas las ciencias sin excepción, así como el conocimiento completo de su conjunto, no un conocimiento superficial; y la parte especial, necesariamente dividida en varios grupos o facultades, que abarcaran todas las especialidades de cierto numero de ciencias, las que por su misma naturaleza estén llamadas a completarse.


La primera parte, la parte general, será obligatoria para todos los niños; constituirá, si así podemos expresarnos, la educación del espíritu, reemplazando totalmente a la metafísica y a la teología, y, al mismo tiempo, colocando a los niños en un nivel elevado como para que una vez lleguen a la adolescencia puedan elegir con pleno conocimiento de causa la facultad especial que más convenga a sus disposiciones individuales o a sus aficiones.


Pude suceder, sin duda, que, al elegir su especialidad científica, los adolescentes, influidos por alguna causa secundaria, ya sea interna o externa, se equivoquen algunas veces, y puede que opten en primer lugar por una facultad o por una carrera que no sean precisamente las que mejor convenga a sus aptitudes. Pero como nosotros somos partidarios sinceros, no hipócritas, de la libertad individual, como en nombre de esta libertad detestamos de todo corazón el principio de autoridad y todas las manifestaciones posibles de este principio divino, antihumano, y como detestamos y condenamos, desde lo más profundo de nuestro amor por la libertad, la autoridad paterna y también la del maestro; como las encontramos igualmente desmoralizadoras y funestas, y como la experiencia diaria nos demuestra que el padre y el maestro, a pasar de su obligada y proverbial prudencia e incluso a causa de esta prudencia, se equivocan acerca de las capacidades de sus niños con más facilidad que los propios niños y que, como según esta ley tan humana, ley incontestable, fatal, de la que abusa todo el que puede, los maestros y los padres, al determinar arbitrariamente el porvenir de los niños, interrogan más a sus propios gustos que a las tendencias naturaleza de los niños; como, en fin, los errores cometidos por el despotismo son siempre más funestos y menos reparables que los cometidos por la libertad, mantenemos, contra todos los tutores oficiales y oficiosos, paternales y pedantes del mundo, la libertad plena y entera de los niños para elegir y determinar su propia carrera.


Si se equivocan, el mismo error que hayan cometido les servirá de enseñanza eficaz para el porvenir, y la instrucción general que hayan recibido les servirá de luz, y podrán volver fácilmente al camino que les indica su propia naturaleza. Tanto los niños como los hombres maduros no se vuelven sensatos más que con sus propias experiencias, nunca por las de los demás. En la instrucción integral, al lado de la enseñanza científica o teórica, debe de haber necesariamente la enseñanza industrial o practica. Sólo así se forma el hombre completo: el trabajador que comprende y sabe.


La enseñanza industrial, paralela a la enseñanza científica, se dividirá como ella en dos partes: la enseñanza general, que deberá dar a los niños la idea general y el primer conocimiento practico de todas las industrias, sin ninguna excepción, y la idea de que su conjunto forma la civilización en su aspecto material como totalidad del trabajo humano; y la parte especifica, dividida igualmente en grupos de industrias ligadas entre sí de forma especial.


La enseñanza general debe preparar a los adolescentes a elegir libremente el grupo especial de industrias y, entre ellas las industrias particulares por las que sientan más afición. Una vez en esta segunda fase de la enseñanza industrial, harán los primeros aprendizajes de trabajo serio bajo la dirección de sus profesores.


Además de la enseñanza científica e industrial, existirá necesariamente la enseñanza practica, o más bien una serie sucesiva de experiencias de moral, no divina, sino humana. La moral divina está basada en estos dos principios inmorales: el respeto a la autoridad y el desprecio a la humanidad. La moral humana, por el contrario, no se funda más que en el desprecio por la autoridad y en el respeto a la libertad y a la humanidad. La moral divina considera el trabajo como una degradación y como un castigo; la moral divina ve en él la condición suprema de la felicidad y de la dignidad humana. La moral divina conduce, como, consecuencia, a una política que no reconoce derechos más que a los que por su posición económica privilegiada pueden vivir sin trabajar. La moral humana no los otorga más que a quien vive trabajando. Reconoce que el hombre se hace hombre sólo por el trabajo.


La educación de los niños, tomando como punto de partida la libertad, debe conducir sucesivamente a ella. Entendemos por libertad, desde el punto de vista positivo, el desarrollo pleno de todas las facultades que se encuentran en el hombre, y desde le punto de vista negativo, la completa independencia de la voluntad de cada uno frente a la de los demás.
 
El hombre no es y no será nunca libre frente a las leyes sociales; si se divide a las leyes en estas dos categorías se hace únicamente para mejor conocimiento de la ciencia, pero en realidad no pertenecen más que a una sola, pues ambas son leyes naturales, leyes fatales, que constituyen la base y la condición misma de cualquier existencia, de manera que ningún ser vivo podrá rebelarse contra ellas sin suicidarse.


Pero es preciso distinguir estas leyes naturales de las autoritarias, políticas, religiosas, criminales y civiles, que las clases privilegiadas han establecido a lo largo de la historia, siempre para explotar el trabajo de los obreros, con la única finalidad de amordazar la libertad de éstos, y que, con el pretexto de una moralidad ficticia, han sido siempre la fuente más profunda de inmoralidad. Así pues, obediencia involuntaria y fatal a todas las leyes, que, independientes de toda voluntad humana, son la vida misma de la naturaleza y de la sociedad; pero independencia, también, de cada uno, tan absoluta como sea posible, frente a todas las voluntades humanas, colectivas o individuales, que quieran imponerle su ley, no una influencia natural.


En cuanto a la influencia natural que ejercen unos hombrees sobre otros, es todavía una de esas condiciones de la vida social contra las cuales la rebeldía seria tan inútil como imposible. Esta influencia es la base misma material, intelectual y moral de la solidaridad humana. El individuo, producto de la solidaridad o de la sociedad, aún permaneciendo sumiso a sus leyes naturales, puede muy bien, bajo la influencia de sentimientos procedentes del exterior y sobre todo de una sociedad extranjera, reaccionar contra esta influencia, hasta cierto grado, pero no podría liberarse de ella sin situarse enseguida en otro medio solidario, sin sufrir pronto nuevas influencias. Pues para el hombre, la vida fuera de toda sociedad y de todas las influencias humanas, el aislamiento absoluto, es la muerte intelectual, y también moral y material. La solidaridad no es el producto, sino la madre, de la individualidad y de la personalidad humana y no puede nacer y desarrollarse más que en la sociedad humana.


La suma de las influencias sociales dominantes, expresada por la conciencia solidaria o general de un grupo humano más o menos extenso, se llama la opinión pública. ¿Y quién no conoce la acción todopoderosa ejercida por la opinión pública sobre todos los individuos? La acción de las leyes restrictivas más draconianas, no es nada en comparación con ella. La opinión pública es el educador por excelencia de los hombres; por eso, para moralizar a los individuos hay que moralizar en primer lugar a la misma sociedad, hay que humanizar su opinión o su conciencia pública.
 
CAPÍTULO IV


Para moralizar a los hombres, hemos dicho, hay que moralizar el medio social.


El socialismo, fundado sobre la ciencia positiva, rechaza totalmente la doctrina del libre albedrío. Reconoce que todo lo que llaman vicios y virtudes de los hombres es, en realidad, el producto de la acción combinada de la naturaleza, de la sociedad propiamente dicha. La naturaleza, en cuanto acción etnológica, fisiológica y patológica, crea las facultades y disposiciones que se llaman naturales y la organización social las desarrolla, detiene o falsea su crecimiento. Todos los individuos, sin excepción, son en cualquier momento de su vida lo que la naturaleza y la sociedad les han hecho ser.


Sólo gracias a esta fatalidad natural y social es imposible la ciencia de la estadísticas, ciencia que no se contente con constatar y enumerar los hechos sociales, sino que busca la coordinación y correlación con la organización de la sociedad. La estadística criminal, por ejemplo, constata que en un mismo país, en una misma ciudad, durante un periodo de 10, de 20 ó de 30 años y algunas veces más si no sucede ninguna crisis política o social que cambie las disposiciones de la sociedad, el mismo crimen o el mismo delito se reproducen cada año, más ,o menos en la misma proporción; y lo que es aún más notable es que la forma de perpetuarlos se renueva casi tantas veces en un año como en otro; por ejemplo, el número de envenenamientos, de homicidios con armas blancas o de fuego, son casi siempre los mismos. Lo cual ha hecho afirmar al célebre estadístico belga M. Quetelet estas palabras memorables: «La sociedad prepara los crímenes y los individuos se limitan a ejecutarlos».


Esta repetición periódica de los mismos hechos sociales no tendrían lugar si las disposiciones intelectuales y morales de los hombres, así como los actos de su voluntad, tuvieran como origen el libre albedrío. O bien esta expresión de libre albedrío no tiene sentido, o bien significa que el individuo se determina espontáneamente, por sí mismo, al margen de toda influencia externa, ya sea natural o social. Pero si así fuera, al actuar los hombres por cuenta propia habría en el mundo la más grande anarquía; toda solidaridad seria imposible entre ellos y todos esos millones de voluntades, absolutamente independientes unas de otras y chocando unas con otras, tenderían a destruirse e incluso acabarían haciéndolo, si ni uniera por encima de ellas la voluntad despótica de la divina providencia, que las «dirigiría mientras se agitan» y que aniquilándolas todas a la vez, impondría a esta confusión humana el orden divino.


Vemos también a los partidarios del libre albedrío, fatalmente conducidos por la lógica, obligados a reconocer la existencia y la acción de la divina providencia. Es la base de todas las doctrinas teológicas y metafísicas, un magnifico sistema que durante mucho tiempo ha alegrado la conciencia humana y que, desde el punto de vista de la reflexión abstracta o de la imaginación poética y religiosa, de lejos, parece, en efecto, llena de armonía y grandeza. Es una pequeña desgracia que la realidad histórica que ha correspondido a este sistema haya sido siempre horrible y que el sistema mismo no pueda soportar la critica científica.


Sabemos, en efecto, que mientras ha reinado en la tierra el derecho divino, la inmensa mayoría de los hombres ha sido brutal y despiadadamente explotada, atormentada, oprimida, diezmada; sabemos que todavía hoy, y siempre en nombre de una divinidad teologota o metafísica, se esfuerza en mantener en la esclavitud a las masas populares; y no, puede ser de otra forma, pues desde el momento en que haya una voluntad divina que gobierne el mundo, la naturaleza, la sociedad, la libertad humana está absolutamente anulada. La voluntad del hombre es necesariamente imponente en presencia de la voluntad divina. ¿Qué sucede, pues? Que queriendo defender la libertad metafísica abstracta o ficticia de los hombres, el libre albedrío, se está obligado a negar su libertad real. Ante cualquier poder y ante la omnipresencia divina, es hombre esclavo. La divina providencia destruye la libertad del hombre en general, por lo que no queda más que el privilegio, es decir, los derechos especiales acordados a tal individuo o a tal jerarquía, dinastía o clase.


Del mismo modo, á divina providencia hace imposible toda ciencia, lo que quiere decir que es sencillamente la negación de la razón humana, o bien que para reconocerla hay que renunciar al buen sentido de cada uno. Desde el momento en que el mundo está gobernado por la divina voluntad, no es necesario buscar la coordinación natural de los hechos, sino una serie de manifestaciones de esta voluntad suprema de la que, como dicen las Sagradas Escrituras, los designios son y deben permanecer siempre impenetrables para la razón humana, bajo pena de perder su carácter divino. La divina providencia no es sólo la negación de toda lógica humana, sino también de la lógica en general, pues toda lógica implica una necesidad natural, y esta necesidad seria contraria a la libertad divina; es, desde el punto de vista humano, el triunfo de la irracionalidad. Los que quieren creer deben renunciar, pues, tanto a la libertad como a la ciencia y, dejándose explotar, apelar por los privilegios del buen Dios, repetir con San Tertuliano: «Creo en lo que es absurdo», añadiendo esta otra frase tan lógica como la primera: «Y quiero la iniquidad».


En cuanto a nosotros, que voluntariamente renunciamos a las felicidades de otro mundo y que reivindicamos el triunfo completo de la humanidad en esta tierra, admitimos humildemente que no comprendemos nada de la lógica divina, y que nos contentaríamos con una lógica humana fundada en la experiencia y en el conocimiento del encadenamiento de los hechos, tanto naturales como sociales.


Esta experiencia acumulada, coordinada y reflexiva que llamamos ciencia, nos demuestra que el libre albedrío es una ficción imposible, contraria incluso a la misma naturaleza de las cosas; que lo que se llama la voluntad no es más que el producto del ejercicio de una facultad nerviosa igual que nuestra fuerza física no es más que el producto del ejercicio de nuestros músculos, y que, por consiguiente, uno y otro son productos de la vida natural y social, es decir, de las condiciones físicas y sociales del medio en que ha nacido cada individuo y en el que continua desarrollándose; y repetimos que cada hombre, en cada momento de su vida, es el producto de la acción combinada de la naturaleza y la sociedad, con lo que se aclara la verdad anunciada en nuestro anterior articulo: que para moralizar a los hombres hay que moralizar su medio social.


Para moralizarlo, no hay más que un medio, y es el de hacer triunfar la justicia, es decir, la más completa libertad de cada uno en la más perfecta igualdad de todos. La gran iniquidad colectiva, que da nacimiento a todas las iniquidades individuales, es la desigualdad de condiciones y de derechos, y, como consecuencia, la ausencia de libertad para cada cual. Suprimidla y desaparecerán todas las demás.


Tenemos mucho, vista la poca diligencia que demuestran los hombres privilegiados a dejarse moralizar o, lo que es lo mismo, a dejarse igualar, nos tenemos que este triunfo de la justicia no queda efectuarse más que por medio de la revolución social. No hablaremos hoy de ello. Nos limitaremos por otra parte; que mientras el medio social no se moralice, la moralidad de los individuos será imposible.


Para que los hombres sean morales, es decir, hombres completos en el, pleno sentido de la palabra, se necesitan tres cosas: un nacimiento higiénico, una instrucción racional e integral, acompañada de una educación fundada sobre el respeto al trabajo, a la razón, a la igualdad y a la libertad, y un medio social donde cada individuo goce de su plena libertad y sea realmente, de hecho y de derecho, igual a los demás.


¿No existe este medio? No. Por consiguiente, hay que crearlo. Si en la sociedad que hoy existe se llegaran a fundar escuelas que dieran a sus alumnos una instrucción y una educación tan perfectas como podamos imaginar, ¿llegarían a crear hombres justos, libres y morales? No. pues al salir de la escuela se encontrarían en medio de una sociedad que esta dirigida por principios contrarios, y como la sociedad es siempre más fuerte que los individuos, no tardaría en dominarlos, es decir, en desmoralizarlos. Más aún, incluso la fundación de esas escuelas es imposible en el medio social actual. Pues la vida social abarca todo, invade tanto las escuelas como la vida de las familias y la de todos los individuos que forman parte de ellas.


Los instructores, los profesores, los padres, todos son miembros de esta sociedad y están más o menos embrutecidos y desmoralizados por ella. ¡Cómo iban a dar a los alumnos lo que les falta a ellos mismos! Sólo se predica bien la moral con el ejemplo, y siendo la moral socialista completamente contraria a la moral actual, los maestros, dominados necesariamente más o menos por esta ultima, harían delante de sus alumnos lo contrario de lo que predicasen. Por tanto, la educación socialista es imposible en las escuelas y en las familias actuales.


Pero la instrucción integral en esta sociedad es igualmente imposible: los burgueses no comprenden que sus hijos se hagan trabajadores, y los trabajadores están privados de todos los medios para dar a sus hijos una instrucción científica.


Me hacen gracia esos buenos socialistas burgueses que siempre nos gritan: «Instruyamos primero al pueblo y luego emancipémosle». Nosotros decimos lo contrario: que primero se emancipe y se instruya por si mismo. ¿Quién instruirá al pueblo, vosotros? Por supuesto que no le instruiréis. Le envenenaréis intentando inculcarle todos esos prejuicios religiosos, históricos, políticos, jurídicos y económicos que garantizan vuestra existencia contra él, que al mismo tiempo matan su inteligencia, enervan su legítima inclinación y su voluntad. Le dejáis que agote con su trabajo cotidiano y en su pobreza y entonces le decís: ¡instruíos! Nos gustaría veros como os instruís con vuestros hijos, después de 13, 14 ó 16 horas de trabajo embrutecedor, con la miseria y la incertidumbre del mañana como única recompensa.


No señores. A pesar de nuestro gran respeto por la importante cuestión de la educación de la educación integral, declaramos que no es eso lo más importante para los pueblos. Lo primero es su emancipación política, que engendra necesariamente su emancipación económica y más tarde su emancipación intelectual y moral.


Por consiguiente, adoptamos plenamente la resolución votada por el Congreso de Bruselas: «Reconociendo que de momento es imposible organizar una enseñanza racional, el Congreso invita a las diferentes secciones a establecer cursos públicos siguiendo un programa de enseñanza científica, profesional y productiva, es decir, enseñanza integral, para remediar en lo posible la instrucción insuficiente que los obreros reciben actualmente. Se entiende que la reducción de horas de trabajo es condición previa e indispensable».
 
Sí, sin duda los obreros harán todo lo posible para conseguir tanta instrucción como puedan en las condiciones materiales en las que se encuentran actualmente. Pero, sin dejarse disuadir por los cantos de sirena de burgueses y socialistas burgueses, concentraran, ante todo, sus esfuerzos en esta importante cuestión de su emancipación económica, que debe ser la madre de todas las demás emancipaciones.

Traducción de Claudio Lozano. Digitalización KCL.

lunes, 25 de junio de 2012

Capitulo II del Libro "MORAL Y ETICA" (compilado de textos de Albert Camus) Libro Completo en : http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l234.pdf

Comunismo y anti-comunismo
 Albert Camus



El de marzo de 1944, en Argel, el Congreso de “Combat” sostuvo que el movimiento “Combat” hacía suya la fórmula: “El anticomunismo es el comienzo de la dictadura”. Creemos oportuno recordarlo y agregar que nada puede cambiarse en esta fórmula en momentos en que querríamos aclarar con algunos de nuestros camaradas comunistas ciertos malentendidos que comienzan a asomar. Estamos convencidos, en efecto, de que nada bueno puede hacerse si no hay claridad. Y quisiéramos intentar hoy emplear, acerca de un tema sumamente difícil, el lenguaje de la razón y la humanidad.

Al comienzo sentamos un principio, y no fue sin reflexión. La experiencia de estos últimos veinticinco años dictó esta preposición categórica. Lo cual no significa que seamos comunistas. Los cristianos tampoco lo son y, sin embargo, han aceptado la unidad de acción con los comunistas. Y nuestra posición, como la de los cristianos, significa: si bien no estamos de acuerdo con la filosofía ni con la moral práctica del comunismo, rechazamos enérgicamente el anticomunismo político, porque conocemos su inspiración y sus fines inconfesados.

Una posición tan firme no debiera dejar lugar a ningún malentendido. Sin embargo, no es así. Luego, nos debemos de haber expresado torpemente o, al menos, con oscuridad. Nuestra tarea ha de consistir, entonces, en tratar de comprender esos malentendidos y disiparlos. Nunca se podrá suficiente franqueza y claridad en uno de los problemas más importantes del siglo.

Digamos, pues, categóricamente que los posibles malentendidos tienen su origen en una diferencia de métodos. La mayor parte de las ideas colectivistas y del programa social de nuestros camaradas, su ideal de justicia, su repudio a una sociedad en la que el dinero y los privilegios ocupan el primer lugar, todo ello nos es común. Simplemente, y nuestros camaradas lo reconocen de buena gana, ellos encuentran en una filosofía muy coherente de la historia la justificación del realismo político como medio exclusivo para lograr el triunfo de un ideal común a muchos franceses. Es en este punto donde, muy claramente, nos separamos de ellos, lo hemos dicho mil veces: no creemos en el realismo político. Nuestro método es diferente.

Nuestros camaradas comunistas deben entender que hombres que no tenían una doctrina tan sólida como la suya hayan tenido mucho para meditar durante estos cuatro años. Y lo han hecho con buena voluntad, en medio de mil peligros. Entre tantas ideas trastocadas, tantas figuras puras sacrificadas, en medio de los escombros, sintieron la necesidad de una doctrina y una vida nuevas. Para ellos todo un mundo murió en junio de 1940.

Hoy buscan esta nueva verdad con la misma buena voluntad y sin exclusivismos. También se puede comprender perfectamente que esos mismos hombres, al reflexionar sobre la más amarga de las derrotas, conscientes además de sus propias flaquezas, hayan juzgado que su país pecó por confusión y que, de ahora en más, el porvenir sólo tendrá sentido con un gran esfuerzo de clarividencia y de renovación.

Éste es el método que tratamos de aplicar hoy y querríamos que se nos reconociera el derecho de intentarlo de buena fe. Este método no pretende rehacer toda la política de un país, sólo quiere tratar de provocar en la vida política de ese mismo país una experiencia muy limitada que consistiría en introducir, por medio de una simple crítica objetiva, el lenguaje de la moral en el ejercicio de la política. Esto significa decir que sí y no al mismo tiempo, y decirlo con la misma serenidad y la misma objetividad.

Si se nos lee con atención, y ésta la menor benevolencia que puede acordarse a toda empresa de buena fe, se verá que a menudo devolvemos con creces con una mano lo que parece que quitamos con la otra. Si se considera solamente nuestras objeciones, el malentendido es inevitable. Pero si se equilibran esas objeciones con la afirmación muchas veces repetida desde aquí de nuestra solidaridad, se reconocería sin esfuerzo que tratamos de no ceder a la vana pasión humana y de hacer siempre justicia a uno de los movimientos más considerables de la historia política.

Puede suceder que no sea siempre evidente el sentido de este difícil método. El periodismo no es escuela de perfección: son necesarios cien números de un diario para precisar una sola idea. Pero esta idea puede ayudar a precisar otras, con la condición de que se ponga, al examinarla, la misma objetividad que se puso al formularla. Puede ser también que nos engañemos y que nuestro método sea utópico o imposible. Pero pensamos que no podemos afirmarlo antes de haberlo intentado. Es la experiencia que hacemos desde aquí, tan lealmente como les es posible a hombres que no tienen más preocupación que la lealtad.

Sólo pedimos a nuestros camaradas comunistas que mediten esto, como nosotros nos esforzamos por reflexionar sobre sus objeciones. Con esto ganaremos, al menos, que cada uno pueda precisar su posición y, en cuanto nos concierne, ver más claramente las dificultades y las probabilidades de éxito de nuestra empresa. Es esto lo que nos induce a hablar con ellos de tal manera. Y también la exacta noción que tenemos de lo que Francia perdería si nuestras reticencias y desconfianzas recíprocas nos condujeran a un clima político que los mejores de los franceses rehusaran aceptar, prefiriendo, entonces, la soledad a la polémica y la desunión.

(Combat, 12 de octubre de 1944).


Texto extraído y libro completo en  http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l234.pdf




martes, 19 de junio de 2012

Salazar, el PC y Camila. 

En el PC hay personas honestas, Salazar también lo es. Pero ambos están equivocados en sus planteamientos. Discuten, sí, históricamente han debatido entre marxistas "puros" y el partido comunista. Pero sus debates -sin restarles importancia para los procesos revolucionarios- son simplemente cuestiones estratégicas para el mismo objetivo: Controlar el Estado en beneficio, dicen, del conjunto de la clase trabajadora.
Salazar Acusa al PC de dar la espalda al pueblo, de pactar con los mercaderes, sin embargo Salazar pretende algo bastante similar, refundar Chile mediante una nueva constitución, en otras palabras, reformar el Estado. Que Salazar no sea amigo de las instituciones parlamentarias no significa que quiera abolir el Estado, sino acceder al poder del Estado mediante métodos revolucionarios. Crear una nueva dominación de clases, cambiando los burócratas tecnócratas, por burócratas “ciudadanos empoderados”.


Salazar acusa al PC de tener viejas tácticas. Y estoy de acuerdo. De Salazar pienso lo mismo, sigue con la misma idea de revolución. Con todo lo que estudia y sabe ¿no se ha dado cuenta todavía de que el comunismo se construye con la Anarquía?


Salazar debiese tomar consciencia y dejar de una vez por todas a su amor platónico: el Dios Estado y abrazar la Anarquía.



lunes, 18 de junio de 2012


EL  LIBRE ACUERDO

 
Capítulo del Libro "La Conquista del Pan"

Piotr Kropotkin

CAPÍTULO 1


Habituados como estamos por hereditarios prejuicios, por una educación y una instrucción absolutamente falsas, a no ver en todas partes más que gobierno, legislación y magistratura, llegamos a creer que los hombres iban a destrozarse unos a otros como fieras el día en que el polizonte no estuviese con los ojos puestos en nosotros, y que sobrevendría el caos si la autoridad desapareciera. Y sin advertirlo, pasamos junto a mil agrupaciones humanas que se constituyen libremente, sin ninguna intervención de la ley, y que logran realizar cosas infinitamente superiores a las que se realizan bajo la tutela gubernamental.

Trescientos cincuenta millones de europeos se aman o se odian, trabajan o viven de sus rentas, sufren o gozan. Pero su vida y sus hechos (aparte de la literatura, del teatro y del deporte), permanecen ignorados para los periódicos si no han intervenido de una manera u otra los gobiernos.

Lo mismo sucede con la historia. Conocemos los menores detalles de la vida de un rey o de un parlamento; nos han conservado todos los discursos, buenos y malos, pronunciados en esos mentideros, «discursos que jamás han influido en el voto de un solo miembro», como decía un parlamentario veterano.

Las visitas de los reyes, el buen o mal humor de los politicastros, sus juegos de palabras y sus intrigas, todo eso se ha guardado con sumo cuidado para la posteridad. Pero nos cuesta las mayores fatigas del mundo reconstituir la vida de una ciudad de la Edad Media, conocer el mecanismo de ese inmenso comercio de cambio que se realizaba entre las ciudades anseáticas o saber cómo edificó su catedral la ciudad de Rouen.

Si algún sabio ha dedicado su vida a estudiarlo, sus obras quedan desconocidas, y las historias «parlamentarias», es decir, falsas, puesto que no hablan sino de un solo aspecto de la vida de las sociedades, se multiplican, se compran y venden, se enseñan en las escuelas.

Y nosotros, ¡ni siquiera advertimos la prodigiosa tarea que lleva a cabo diariamente la agrupación espontánea de los hombres, y que constituye la obra capital de nuestro siglo!

Es de plena evidencia que en la actual sociedad, basada en la propiedad individual, es decir, en la expoliación y en el individualismo, corto de alcances y por tanto estúpido, los hechos de este género son por necesidad limitados; en ella, el común acuerdo no es perfectamente libre, y a menudo funciona para un fin mezquino, cuando no execrable. Pero lo que nos importa no es hallar ejemplos que seguir a ciegas, y que tampoco podría suministrarnos la sociedad actual. Lo que nos hace falta es destacar que, a pesar del individualismo autoritario que nos asfixia, hay siempre en el conjunto de nuestra vida una parte muy vasta donde no se obra más que por libre acuerdo común, y que es mucho más fácil de lo que se cree pasarse sin gobierno.

Sabido es que Europa posee una red de vías férreas de 280.900 kilómetros, y que por esa red se puede circular hoy sin detenciones y hasta sin cambiar de vagón (cuando se viaja en tren expreso) de Norte a Sur, de Poniente a Levante, de Madrid a Petersburgo y de Calais a Constantinopla. Y aún hay más: un bulto depositado en una estación ferroviaria irá a poder del destinatario, así esté en Turquía o en el Asia Central, sin más formalidad por parte del remitente que la de escribir el punto de destine en un pedazo de papel.

Este resultado podía obtenerse de dos maneras. Un Napoleón, un Bismarck, un potentado cualquiera, conquistar Europa, y desde París, Berlín o Roma trazar en el mapa la dirección de las vías férreas y regular la marcha de los trenes. El idiota coronado de Nicolás I soñó hacerlo así. Cuando le presentaron proyectos de caminos de hierro entre Moscú y Petersburgo, cogió una regla y tiró en el mapa de Rusia una línea recta entre sus dos capitales, diciendo: «He aquí el trazado». Y el camino se hizo en línea recta, apilando profundas torrenteras y elevando puentes vertiginosos, que fue preciso abandonar al cabo de algunos años, costando el kilómetro, por término medio, dos o tres millones de pesetas.

Este es uno de los medios; pero en otras partes se ha hecho de otra forma. Los ferrocarriles se han construido a ramales, enlazándose luego éstos entre si, y después, las cien diversas compañías propietarias de esos ramales han tratado de concertarse para hacer concordar sus trenes a la llegada y a la salida y para hacer circular por sus carriles coches de todas procedencias, sin descargar las mercancías al pasar de una red a otra. Todo esto se ha hecho de común acuerdo libre, cruzándose cartas y propuestas, por medio de congresos adonde iban los delegados a discutir tal o cual cuestión especial o a legislar; y después de los congresos, los delegados regresaban sus compañías, no con una ley, sino con un proyecto de contrato para ratificarlo o desecharlo.

Esta inmensa red de ferrocarriles enlazados entre sí, y ese prodigioso tráfico a que dan lugar, constituyen de cierto el rasgo más asombroso de nuestro siglo y se deben al convenio libre. Si hace cincuenta años alguien lo hubiera previsto y predicho, nuestros abuelos le hubiesen creído loco o imbécil, y habrían exclamado: “¡Nunca lograréis que se entiendan cien compañías de accionistas! Eso es una utopía, eso es un cuento de hadas que nos contáis. Sólo podía imponerlo un gobierno central, con un director de bríos.”

Pues bien; lo más interesante de esa organización es ¡que no hay ningún gobierno centra europeo de los ferrocarriles!

¡Nada! ¡No hay ministro de los caminos de hierro, no hay dictador, ni siquiera un parlamento continental, ni aun una junta directiva! Todo se hace por contrato.

Pero, ¿cómo pueden pasarse sin todo eso los ferrocarriles de Europa? ¿Cómo logran hacer viajar a millones de viajeros y montañas de mercancías a través de todo un continente? Si las compañías propietarias de los caminos de hierro han podido entenderse, ¿por qué no se habían de concertar de igual modo los trabajadores al incautarse de las lineas férreas? Y si la compañía de Petersburgo a Varsovia y la de París a Belfort pueden obrar de concierto sin permitirse el lujo de crear un gerente de ambas a un tiempo, ¿por qué en el seno de nuestras sociedades, constituida cada una de ellas por un grupo de trabajadores libres, habría necesidad de un gobierno?



CAPÍTULO 2


Estos ejemplos tienen su lado defectuoso, porque es imposible citar una sola organización exenta de la explotación del débil por el fuerte, del pobre por el rico. Por eso los estadistas no dejarán de decirnos, de seguro, con la lógica que los distingue: “¡Ya veis que la intervención del Estado es necesaria para poner fin a esa explotación!”

Sólo que, olvidando las lecciones de la historia, no nos dirán hasta qué punto ha contribuido el Estado mismo a agravar tal situación, creando el proletariado y entregándolo a los explotadores. Y olvidarán también decirnos si es posible acabar con la explotación en tanto que sus causas primeras -el capital individual y la miseria, creada artificialmente en sus dos tercios por el Estado- continúen existiendo.

A propósito del completo acuerdo entre las compañías ferroviarias, es de prever que nos digan: “¿No veis cómo las compañías de ferrocarriles estrujan y maltratan a sus empleados y a los viajeros? ¡Preciso es que intervenga el Estado para proteger al público!” Pero hemos dicho y repetido hartas veces que mientras haya capitalistas se perpetuarán esos abusos de poder. Precisamente el Estado, el pretendido bienhechor, es quien ha dado a las compañías ese terrible poderío de que hoy gozan. ¿No ha creado las concesiones, las garantías? ¿No ha enviado sus tropas contra los empleados de los caminos de hierro huelguistas? Y al principio (eso aún se ve en Rusia), ¿no ha extendido el privilegio hasta el punto de prohibir a la prensa el mencionar los desastres ferroviarios para no depreciar las acciones de que salía garante? ¿No ha favorecido, en efecto, el monopolio que ha consagrado «reyes de la época» a los Vanderbilt como a los Polyakoff, a los directores del París-lyon-Mediterráneo y a los del San Gotardo?

Así, pues, si ponemos como ejemplo el tácito acuerdo establecido entre las compañías de ferrocarriles, no es como un ideal de gobierno económico, ni aun como un ideal de organización técnica. Es para demostrar que si capitalistas sin más propósito que el de aumentar sus rentas a costa de todo el mundo, pueden conseguir explotar las vías férreas sin fundar para eso una oficina internacional, ¿no podrán hacer lo mismo, y aun mejor, sociedades de trabajadores, sin nombrar un ministerio de los caminos de hierro europeos?

Pudiera también decírsenos que el común acuerdo de que hablamos no es enteramente libre: que las grandes compañías imponen su ley a las pequeñas. Pudieran citarse, por ejemplo, tal rica compañía que obliga a los viajeros de Berlín a Basilea a pasar por Colonia y Francfort, en vez de seguir el camino de Leipzig; tal otra que impone a las mercancías rodeos de cien y doscientos kilómetros (en largos trayectos) para favorecer a poderosos accionistas; en fin, tal otra que arruina líneas secundarias. En los Estados Unidos, viajeros y mercancías se ven algunas veces obligados a seguir inverosímiles trazados, para que afluyan los dólares al bolsillo de un Vanderbilt.

Nuestra respuesta será la misma. Mientras exista el capital, siempre podrá oprimir el grande al pequeño. Pero la opresión no sólo resulta del capital. Merced, sobre todo, al sostén del Estado, al monopolio que el Estado crea en su favor, es como ciertas grandes compañías oprimen a las pequeñas.

Marx ha demostrado muy bien cómo la legislación inglesa ha hecho todo lo posible para arruinar la pequeña industria, reducir al campesino a la miseria y proporcionar a los grandes industriales batallones de famélicos, forzados a trabajar por cualquier salario. Exactamente lo mismo sucede con la legislación relativa a los caminos de hierro. Líneas estratégicas, líneas subvencionadas, líneas monopolizadoras del correo internacional: todo se ha puesto en juego a beneficio de los peces gordos del agiotismo. Cuando Rosthchild -acreedor de todos los Estados europeos- compromete su capital en determinado camino de hierro, sus fieles vasallos, los ministros, se las arreglarán para hacerle ganar aún más.

En los Estados Unidos -esa democracia que los autoritarios nos proponen algunas veces por ideal mezclase el fraude más escandaloso en todo lo concerniente a ferrocarriles. Si tal o cual compañía mata a sus competidores con una tarifa muy baja, es porque se compensa por otra parte con los terrenos que, mediante propinas, le ha concedido el Estado.

También aquí el Estado duplica, centuplica la fuerza del gran capital. Y cuando vemos a los sindicatos de ferrocarriles (otro producto del común acuerdo libre) conseguir algunas veces proteger a las pequeñas compañías contra las grandes, no nos queda más que asombrarnos de la fuerza intrínseca del convenio libre, a pesar de la omnipotencia del gran capital con el auxilio del Estado.

En efecto, las pequeñas compañías viven a pesar de la parcialidad del Estado; y si en Francia -país de centralización- no vemos más que cinco o seis grandes compañías, en la Gran Bretaña se cuentan más de ciento diez, que se entienden a las mil maravillas, y con seguridad están mejor organizadas, para el rápido transporte de mercancías y viajeros que los ferrocarriles franceses y alemanes.

Además, no es ésa la cuestión. El gran capital, favorecido por el Estado, puede siempre aplastar al pequeño, si le tiene cuenta. Lo que nos ocupa es esto: el común acuerdo entre los centenares de compañías ferroviarias a las que pertenecen los caminos de hierro de Europa se ha establecido directamente, sin la intervención de un gobierno central que imponga la ley a las diversas sociedades, sino que se ha mantenido por medio de congresos compuestos de delegados que discuten entre si y someten a sus comitentes proyectos y no leyes. Este es un principio nuevo, que difiere por completo del principio gubernamental, monárquico o republicano, absoluto o parlamentario. Es una innovación que se introduce, aún con timidez, en las costumbres de Europa; pero el porvenir es suyo.



CAPÍTULO 3


Muchas veces hemos leído en los escritos de los socialistas de Estado exclamaciones por este estilo: “¿Y quién se encargará en la sociedad futura de regularizar el tráfico en los canales? ¿Si a uno de vuestros compañeros anarquistas se le pasase por la cabeza atravesar su barca en un canal e impedir el tránsito a millares de barcas, quién le haría entrar en razón?”

Confesamos que la suposición es un poco caprichosa. Pero se podría añadir: «Y si, por ejemplo, tal o cual municipio o grupo voluntario quisieran hacer pasar sus barcas antes que las otras, dificultarían el paso del canal para acarrear tal vez piedras, mientras que el trigo destinado a otro municipio se quedaría en la estacada. ¿Quién regularizaría, pues, la marcha de las barcas, a no ser el gobierno?»

Sabido es lo que son los canales en Holanda: constituyen sus caminos. También se cabe el tráfico que se hace por esos canales. Lo que se transporta entre nosotros por una carretera o un ferrocarril, se transporta en Holanda por los canales. Allá es donde habría que andar a golpes para hacer pasar sus barcas antes que las otras. ¡Allá tendría que intervenir el gobierno para poner orden en el tráfico!

Pues bien, no. Más prácticos, los holandeses, desde hace largo tiempo han sabido arreglárselas de otro modo, creando ghildas, sindicatos de barqueros, asociaciones libres, hijas de las necesidades mismas de la navegación. El paso de las barcas se hacía según cierto orden de inscripción, siguiéndose unas a otras por turno, sin adelantarse, so pena de verse excluidas del sindicato. Ninguna se estacionaba más de cierto número de días en los puertos de embarque, y si en ese tiempo no hallaba mercancías que transportar, tanto peor para ella: salía de vacío y dejaba el puesto a las recién venidas. Evitábase así la aglomeración, aun cuando quedase intacta la competencia entre los empresarios, consecuencia de la propiedad individual. Suprimid ésta, y el común acuerdo sería mas cordial aún, más equitativo para todos.

Por supuesto, el propietario de cada barca podía adherise o no al sindicato: eso era asunto suyo, pero la mayoría preferían afiliarse. Los sindicatos presentan además tan grandes ventajas, que se han difundido por el Rin, el Weser y el Oder, hasta Berlín. Los barqueros no han esperado a que el gran Bismarck haga la anexión de la Holanda a la Alemania y nombre un Ober Haupt General-Stats Canal-Navigations-Rath con un número de galones correspondiente a la longitud de su título. Han preferido concertarse internacionalmente. Y aún más. Gran número de barcos de vela que prestan servicio entre los puertos alemanes y los de Escandinavia, así como los de Rusia, se han adherido también a esos sindicatos, con el fin de establecer cierta armonía en el cruce de los barcos. Habiendo surgido libremente tales asociaciones y siendo voluntaria la adhesión a ellas, no tienen que ver nada con los gobiernos.

Es posible, es muy probable en todo caso, que también aquí el gran capital oprima al pequeño. Puede ser también que el sindicato tenga tendencias a erigirse en monopolio, sobre todo con el precioso patronato del Estado, que no dejará de mezclarse en ello. Sólo que no olvidemos que esos sindicatos representan una asociación cuyos miembros no tienen más que intereses personales; pero si cada armador se viese obligado, por la socialización de la producción, del consumo y del cambio, a formar parte de otra, cien asociaciones precisas para cubrir sus necesidades, cambiarían de aspecto las cosas. Poderoso en el agua el grupo de los bateleros, sentiríase débil en tierra firme y moderaría sus pretensiones, para concertarse con los ferrocarriles, las manufacturas y otros grupos.

Puesto que hablamos de buques y barcas, citemos una de las más hermosas organizaciones que han surgido en nuestro siglo, una de aquellas que con más justos títulos pueden enorgullecernos: es la asociación inglesa de Salvamento de náufragos (Lifebotat Associations).

Sabido es que todos los años van a estrellarse más de mil buques en las costas de Inglaterra. En alta mar, un buen barco rara vez teme la tempestad. Junto a las costas le aguardan los peligros: mar agitado que le rompe el codastre, rachas de viento que le arrebatan mástiles y velas, corrientes que le hacen ingobernable, arrecifes y bajíos sobre los cuales va a encallar.

Incluso cuando en otros tiempos los habitantes de las costas encendían fogatas para atraer a los buques hacia los escollos y apoderarse de su cargamento, según costumbre, siempre han hecho todo lo posible para salvar a las tripulaciones. Al ver a un buque en mal trance, lanzaban sus cáscaras de nuez y dirigíanse en socorro de los náufragos, para encontrar muy a menudo ellos mismos la muerte entre las olas. Cada choza a orilla del mar tiene sus leyendas del heroísmo, desplegado por la mujer igual que por el hombre, para salvar a las tripulaciones en vías de perderse.

El Estado y los sabios han hecho alguna cosa para disminuir el número de los siniestros. Los faros, las señales, los mapas, las advertencias meteorológicas lo han reducido, ciertamente, mucho. Pero siempre quedan cada año un millar de embarcaciones y muchos miles de vidas humanas que salvar.

Por eso, algunos hombres de buena voluntad pusieron manos a la obra. Buenos marinos, ellos mismos imaginaron un bote de salvamento que pudiese desafiar a la tormenta sin ponerse por montera ni irse a pique, e iniciaron alguna campana para interesar al público en la empresa, encontrar el dinero necesario, construir barcos y situarlos en las costas, en todas partes donde puedan prestar servicios.

Como esas gentes no eran jacobinos, no se dirigieron al gobierno. Habían comprendido que para realizar bien su empresa les era necesario el concurso, el entusiasmo de los marinos, su conocimiento de los lugares, su abnegación sobre todo. Y para encontrar hombres que a la primera señal se lancen de noche al caos de las olas, sin dejarse detener por las tinieblas ni por los rompientes, y luchando cinco, seis, diez horas, contra el oleaje antes de abordar al buque náufrago, hombres dispuestos a jugarse la vida para salvar la de los demás, se necesita el sentimiento de solidaridad, el espíritu de sacrificio que no se compra con galones.

Así, pues, hubo un movimiento enteramente espontáneo, producto del convenio libre y de la iniciativa individual. Centenares de grupos locales se organizaron a lo largo de las costas. Los iniciadores tuvieron el buen sentido de no echárselas de maestros, buscaron luces en las chozas de los pescadores. Un lord envió veinticinco mil pesetas para construir un bote de salvamento a un determinado pueblo de la costa; aceptóse el donativo, pero dejando a elección de los pescadores y marinos de aquella localidad el sitio dónde había de situarse el bote.

Los pianos de las nuevas embarcaciones no se hicieron en el Almirantazgo. “Puesto que importa -leemos en el informe de la Asociación- que los salvadores tengan plena  confianza en la embarcación que tripulan, la junta se impone ante todo el deber de dar a los botes la forma y los pertrechos que puedan desear los propios salvadores.” Por eso cada año introduce un perfeccionamiento nuevo.

¡Todo por los voluntarios, que se organizan en juntas o grupos locales! ¡Todo por la ayuda mutua y por el común acuerdo! ¡Qué anarquistas! Por eso no piden nada a los contribuyentes, y el año pasado se les dieron 1.076.000 pesetas de cuotas voluntarias y espontáneas.

En 1871 la Asociación poseía doscientos noventa y tres botes de salvamento. Ese mismo año salvó seiscientos un náufragos y treinta y tres buques. Desde su fundación ha salvado treinta y dos mil seiscientos setenta y un seres humanos.

Habiendo perecido en 1886 entre las olas tres botes de salvamento con todos sus hombres, presentáronse centenares de nuevos voluntarios a inscríbirse, a constituirse en grupos locales, y esa agitación dio por resultado el que se construyeran veinte botes suplementarios.

Advirtamos de paso que la Asociación envía cada año a los pescadores y marinos excelentes barómetros a un precio tres veces menor que su valor real, propaga los conocimientos meteorológicos y tiene a los interesados al corriente de las variaciones bruscas previstas por los sabios.

Repetimos que las pequeñas juntas o grupos locales no tienen organización jerárquica y se componen únicamente de voluntarios para el salvamento y de personas que se interesan por esa obra. La junta central, que es más bien un centro de correspondencia, no interviene en absoluto. Verdad es que cuando en el municipio se trata de votar acerca de un asunto de educación o de impuesto local, esas juntas no toman parte como tales en las deliberaciones -modestia que, por desgracia, no imitan los elegidos de un ayuntamiento-. Pero; por otra parte, esas buenas gentes no admiten que quienes no han arrostrado nunca las tormentas, les impongan leyes acerca del salvamento. A la primera señal de apuro, acuden, se conciertan y echan adelante. Nada de galones, mucha buena voluntad.

Imaginaos que alguien os hubiese dicho hace veinticinco años: “Tan capaz como es el Estado para hacer matar veinte mil hombres en un día y que salgan heridos otros cincuenta mil, es incapaz para prestar socorro a sus propias víctimas. Por tanto, mientras exista la guerra, hace falta que intervenga la iniciativa privada y que los hombres de buena voluntad se organicen internacionalmente para esa obra humanitaria.”

¡Qué diluvio de burlas hubiese llovido sobre quien hubiera osado emplear este lenguaje! En primer término, le hubieran tratado de utópico, y si después se hubiese dignado abrir la boca, le hubieran respondido: “Precisamente faltarán voluntarios allí donde más se deje sentir su necesidad. Vuestros hospitales libres estarán todos centralizados en sitio seguro, al paso que se carecerá de lo indispensable en las ambulancias. Las rivalidades nacionales se las arreglarán de modo que los pobres soldados morirán sin socorro”. Tantos oradores, otras tantas reflexiones de desaliento. ¡Quién de nosotros no ha oído perorar en ese tono!

Pues bien; ya sabemos lo que pasa. Se han organizado libremente sociedades de la Cruz Roja en todas partes, en cada país, en miles de localidades, y al estallar la guerra de 1870-71, los voluntarios pusiéronse a la obra. Hombres y mujeres acudieron a ofrecer sus servicios. Organizáronse a millares los hospitales y las ambulancias, corrieron trenes a llevar ambulancias, víveres, ropas, medicamentos para los heridos. Las comisiones inglesas enviaron convoyes enteros de alimentos, vestidos, herramientas, grano para sembrar, animales de tiro, ¡hasta arados de vapor para ayudar a la labranza de los departamentos asolados por la guerra! Consultad tan sólo La Cruz Roja, por Gustavo Moynier, y os asombrará realmente lo inmenso de la tarea llevada a cabo.

La abnegación de los voluntarios de la Cruz Roja ha sido superior a todo encomio. Sólo pedían ocupar los puestos da mayor peligro. Y al paso que los médicos asalariados por el Estado huían con su estado mayor al aproximarse los prusianos, los voluntarios de la Cruz Roja continuaban sus faenas bajo las balas, soportando las brutalidades de los oficiales bismarckistas y napoleónicos, prodigando los mismos cuidados a los heridos de todas las nacionalidades: holandeses e italianos, suecos y belgas; hasta japoneses y chinos, entendíanse a las mil maravillas. Distribuían sus hospitales y ambulancias según las necesidades del momento; sobre todo rivalizaban en la higiene de sus hospitales. ¡Cuántos franceses hablan aún con profunda gratitud de los tiernos cuidados que recibieron por parte de tal o cual voluntario, holandés o alemán, en las ambulancias de la Cruz Roja!

¡Qué le importa al autoritario! Su ideal es el médico del regimiento, el asalariado del Estado. ¡Al diablo, pues, la Cruz Roja con sus hospitales higiénicos, si los enfermeros no son funcionarios!

He aquí una organización nacida ayer y que cuenta en este momento sus miembros por centenas de millar; que posee ambulancias, hospitales, trenes, elabora procedimientos nuevos para tratar las heridas, y que se debe a la iniciativa de unos cuantos hombres de corazón.

¿Se nos dirá tal vez que los Estados también suponen algo en esa organización? Sí; los Estados han puesto la mano para apoderarse de ella. Las juntas directivas están presididas por esos a quienes los lacayos llaman príncipes de sangre real. Emperadores y reinas prodigan su patronato a las juntas nacionales. Pero no es a ese patronazgo a lo que se debe el triunfo de la organización, sino a las mil juntas locales de cada nación, a la actividad de sus individuos, a la abnegación de todos los que tratan de aliviar a las víctimas de la guerra. ¡Y aún sería mucho mayor esa abnegación si el Estado no interviniese absolutamente en nada!

En todo caso, no fue por órdenes de ninguna junta directiva internacional por lo que ingleses y japoneses, suecos y chinos se apresuraron a enviar socorros a los heridos de 1871. Los hospitales se levantaban en el territorio invadido, y las ambulancias iban a los campos de batalla, no por órdenes de ningún ministerio internacional, sino por iniciativa de los voluntarios de cada país. Una vez en el sitio, no se tiraron de las greñas, como preveían los jacobinos: todos se pusieron a la obra, sin distinción de nacionalidades.

No acabaríamos si quisiéramos multiplicar los ejemplos tomados del arte de exterminar a los hombres. Bástenos solamente citar las sociedades innumerables a que sobre todo debe el ejército alemán su fuerza, que no depende sólo de su disciplina, como en general se cree. Esas sociedades pululan en Alemania y tienen por objetivo propagar los conocimientos militares. En uno de los últimos congresos de la Alianza militar alemana (Kriegerbund) se han visto delegados de dos mil cuatrocientas cincuenta y dos sociedades federadas entre sí, con ciento cincuenta y un mil setecientos doce miembros.

Sociedades de tiro, de juegos militares, de juegos estratégicos, de estudios topográficos: he aquí los talleres donde se elaboran los conocimientos técnicos del ejército alemán, y no en las escuelas de regimiento. Es una red formidable de sociedades de todas clases, que engloban militares y paisanos, geógrafos y gimnastas, cazadores y técnicos; sociedades que espontáneamente se organizan, se federan; discuten y van a hacer exploraciones al campo. Estas asociaciones voluntarias y libres son las que constituyen la verdadera fuerza del ejército alemán.

Su objetivo es detestable: el sostenimiento del imperio. Pero lo que nos importa registrar es que el Estado -a pesar de su grandísima misión, que es la organización militar- ha comprendido que su desarrollo seria tanto más cierto cuanto más se abandone al libre acuerdo de los grupos y a la libre iniciativa de los individuos.

Hasta en materia guerrera se recurre al libre acuerdo común, y para confirmar nuestro aserto, baste mencionar los trescientos mil voluntarios ingleses, la Asociación nacional inglesa de Artillería y la sociedad que; está organizándose para la defensa de las costas de Inglaterra, que si se constituye será mucho más activa que el ministerio de Marina con sus acorazados que dan orzadas, y sus bayonetas que se doblan como plomo.

En todas partes abdica el Estado, abandona sus funciones sacrosantas a los particulares. En todas partes se apodera de sus dominios la organización libre. Pero todos los hechos que acabamos de citar apenas permiten entrever lo que el común acuerdo libre nos reserva en lo venidero, cuando ya no haya Estado.


Capítulo extraído y libro completo en http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l066.pdf