Todo
poder está inspirado por el deseo de ser único, pues, según su esencia, se
siente absoluto y se opone a toda barrera que le recuerde las limitaciones de
su influencia. El poder es la conciencia de la autoridad en acción; no puede,
como Dios, soportar ninguna otra divinidad junto a sí. Esta es la razón por la
cual se entabla una lucha por la hegemonía tan pronto como aparecen juntos
diversos grupos de poder o están obligados a girar unos junto a otros. Cuando
un Estado ha alcanzado la fuerza que le permite hacer uso decisivo de sus
medios de poder, no se da por satisfecho hasta obtener la posición de
predominio sobre todos los Estados vecinos y hasta imponer a éstos su voluntad.
Sólo cuando no se siente aún bastante fuerte, se muestra dispuesto a concesiones;
pero en cuanto se siente bastante poderoso, no deja de recurrir a ningún medio
para ensanchar los límites de su dominación. Pues la voluntad de poder sigue
sus propias leyes, que incluso puede enmascarar, pero nunca podrá negar.
La
aspiración a unificarlo todo, a someter todo movimiento social a una voluntad
central, es el fundamento de todo poder, y es indiferente que se trate de la
persona de un monarca absoluto de tiempos pasados, de la unidad nacional de una
representación popular elegida constitucionalmente o de las pretensiones
centralistas de un partido que ha inscrito en sus banderas la conquista del
poder. El principio de la reglamentación de toda actividad social según
determinada norma, inaccesible a cualquier modificación, es la condición previa
inevitable de toda voluntad de poder. De ahí nace el impulso hacia los símbolos
exteriores que ponen ante los ojos la unidad palpable de la expresión del
poder, en cuya grandeza mística puede echar raíces la muda reverencia del bravo
súbdito. Eso lo ha reconocido muy bien De Maistre cuando dijo: Sin Papa
no hay soberanía; sin soberanía no hay unidad; sin unidad no hay autoridad; sin
autoridad no hay creencia.
¡Sí, sin
autoridad no hay creencia, no hay sentimiento de dependencia del hombre ante un
poder superior, en una palabra, no hay religión! Y la fe crece con la magnitud
del campo de influencia sobre el cual impera la autoridad. Los dueños del poder
están siempre animados por el deseo de extenderlo y, si no están en condiciones
de demostrarlo, han de aparentar al menos ante los súbditos la infinitud de esa
influencia para fortificar su fe. Los títulos fantásticos de los déspotas
orientales son un ejemplo.
Pero
donde la posibilidad existe, los representantes del poder no se contentan
únicamente con los titulos laudatorios: intentan más bien obtener con todos los
medios de la astucia diplomática y de la fuerza brutal un ensanchamiento de su
dominio a costa de otros grupos de poder. Aun en los más pequeños órganos de
poder dormita, como una chispa oculta, la voluntad de dominio universal; y si
sólo en casos especialmente favorables llega a ser llama devoradora, permanece,
sin embargo, viva, aun cuando no sea más que como secreta expresión del deseo.
Tiene profundo sentido la descripción que nos hace Rabelais en su Gargantúa del
rey Picrocholo de Doudez, a quien la suave condescendencia de su vecino
Grandgousier hace inflar hasta el punto que, deslumbrado por los insensatos
consejos de su consejero, se siente ya casi un nuevo Alejandro. Mientras el
dueño del poder vea ante sí cualquier territorio que no se doblegó aún a su
voluntad, no se dará por satisfecho; pues la voluntad de poder es una exigencia
que nunca se satisface y que con cada triunfo crece y adquiere más fuerza. La
leyenda del Alejandro entristecido que estalla en lágrimas porque no le queda
en el mundo nada por conquistar, tiene significación simbólica y nos muestra el
germen más profundo de todas las aspiraciones de dominio.
El sueño
de erigir un imperio universal no es sólo un fenómeno de la historia antigua;
es el resultado lógico de toda actividad del poder y no está ligado a
determinado periodo. Desde la introducción del cesarismo en Europa no ha
desaparecido nunca del horizonte político el pensamiento de la dominación
universal, aun cuando ha experimentado, por la aparición de nuevas condiciones
sociales, algunas mutaciones. Todos los grandes ensayos para realizar
instituciones universales de dominio, como el desarrollo paulatino del papado,
la formación del imperio de Carlomagno, los objetivos que fundamentaron las
luchas entre el poder imperial y el papal, la aparición de las grandes
dinastías en Europa y la competencia de los ulteriores Estados nacionales por
el predominio europeo, se han hecho de acuerdo con el modelo romano. Y en todas
partes se produjo la reagrupación política y social de todos los factores de
dominio de acuerdo con el mismo esquema, característico de la génesis de todo
poder.
El
cristianismo había comenzado como movimiento revolucionario de masas y
desintegró, con su doctrina de la igualdad de todos los seres ante la faz de
Dios, los fundamentos del Estado romano. De ahí la espantosa persecución contra
sus adeptos. No era la novedad de la creencia lo que sublevó a los potentados
romanos contra los cristianos; lo que querian suprimir eran los postulados
antiéstatales de la doctrina. Aun después que Constantino había declarado al
cristianismo como religión del Estado, persistieron largo tiempo las
aspiraciones originarias de la doctrina cristiana en los quiliastas y en los maniqueos,
aunque éstos no pudieron ejercer ya influencia decisiva en el desarrollo
ulterior del cristianismo.
Ya en el
siglo tercero se había adaptado el movimiento cristiano completamente a las
condiciones existentes. El espíritu de la teología había triunfado sobre las
aspiraciones vivientes de las masas. El movimiento había entrado en estrecho
contacto con el Estado, al que había combatido antes como reino de
Satán, y bajo
su influencia adquirió ambiciones de dominio. Así surgió de las comunidades
cristianas una Iglesia, que mantuvo fielmente la idea de poder de los Césares,
cuando el Imperio Romano cayó en ruinas ante los embates de la gran emigración
de los pueblos.
La sede
del obispo de Roma, en el propio corazón del Imperio mundial, le dió desde el comienzo
una posición de predominio sobre todas las otras comunidades cristianas. Pues
Roma siguió siendo, aun después de la descomposición del Imperio, el corazón
del mundo, su punto central, en el que vivía la herencia de diez a quince
culturas, herencia que hizo gravitar su hechizo sobre el mundo. Desde allí
fueron también domadas las fuerzas vírgenes de los llamados bárbaros
del Norte, bajo
cuyo ímpetu vigoroso se deshizo el Imperio de los Césares. La nueva doctrina
del cristianismo ya falseado, aplacó su impulso salvaje, puso ligaduras a su
voluntad y mostró nuevos caminos a la ambición de sus jefes, que vieron abrirse
insospechadas posibilidades a sus anhelos de poder. El papado, en vías de
paulatina cristalización, no dejó de aprovechar para sus propios objetivos, con
hábil cálculo, las energías vírgenes de los bárbaros, echando con su ayuda los
cimientos de un nuevo imperio mundial que habría de dar por muchos siglos una
determinada dirección a la vida de los pueblos europeos.
Cuando
Agustín se dispuso a exponer sus ideas en la Ciudad de Dios, el cristianismo
había hecho ya una completa mutación interna. De movimento antiestatal que era,
se había convertido en religión reafirmadora del Estado, habiendo aceptado una
cantidad de elementos extraños en su seno. Pero la joven Iglesia irradiaba
todavía con todos sus colores; le faltaba la aspiración sistemática hacia una
gran unidad política de dominio que se orientase conscientemente, y con plena
convicción, hacia el objetivo estrictamente definido de una nueva dominación
mundial. Aguastín le dió ese objetivo. Comprendió la enorme disensión de la
época, vió cómo millares de fuerzas pugnaban por mil diversos fines, cómo
remolineaban en el caos, cómo se desperdigaban a todos los vientos o se
malograban infecundamente por falta de objetivo y dirección. Después de algunas
oscilaciones, llegó a la convicción de que faltaba a los hombres un poder
unitario que pusiera fin a toda resistencia y fuese capaz de aprovechar todas
las fuerzas dispersas en pro de un objetivo superior.
La Ciudad
de Dios de Agustín no tenía ya nada de común con la doctrina original del
cristianismo. Justamente por eso pudo esa obra llegar a ser la base teórica de
una concepción católica del mundo y de la vida, que hizo depender la redención
de la humanidad doliente de las consideraciones políticas de dominio de una
Iglesia. Agustín sabía que la posición dominadora de la Iglesia debía echar
hondas raíces en la fe de los hombres si quería tener solidez. Y se esforzó por
dar a esa creencia una base que no pudiera conmover ninguna sutileza de la
razón. Así se convirtió en el verdadero fundador de aquella interpretación
teológica de la historia, que atribuye todo lo que ocurre entre los pueblos de
la tierra a la voluntad de Dios, sobre la cual el hombre no puede tener ninguna
influencia.
Si el
cristianismo de los primeros siglos había declarado la guerra a las ideas
fundamentales del Estado romano y a sus instituciones, y se hizo objeto, por
eso, de todas las persecuciones de ese Estado, proclamó Agustín que el
cristianismo no estaba obligado a oponerse al mal de este mundo, pues todo lo
terrestre es perecedero y la verdadera paz sólo se encuentra en el cielo. De ese modo el
verdadero creyente no puede condenar tampoco la guerra, sino considerarla más
bien cemo un mal necesario; como un castigo que Dios impone a los hombres. Pues
la guerra es, como la peste, el hambre y todas las otras plagas, sólo un
castigo de Dios para corregir a los hombres, mejorarlos y prepararlos para la
bienaventuranza.
Pero para
que la voluntad divina sea comprensible para los hombres, se precisa un poder
visible por el cual anuncie Dios su sagrada voluntad a fin de llevar a los
pecadores por el verdadero camino. Ningún poder temporal está llamado a esa
misión, pues el reino del mundo es el reino de Satán, que hay que superar para
que llegue a los hombres la redención. Sólo a una sancta
ecclesia le
está reservada esa sublime tarea, prescrita por Dios mismo. La Iglesia es la
única y verdadera representación de la voluntad divina sobre la tierra, la mano
ordenadora de la providencia, que hace únicamente lo justo, porque está
iluminada por el espíritu divino.
Según
Agustín todos los acontecimientos humanos se desarrollan en seis grandes
períodos, el último de los cuales ha comenzado con el nacimiento de Cristo. Por
ello deben comprender los hombres que la decadencia del mundo es inminente. Y
la fundación del reino de Dios en la tierra, bajo la dirección de la sagrada
Iglesia apostólica, es por eso más apremiante, para salvar las almas de la
condenación y preparar a los seres humanos para el Jerusalem celeste. Pero como
la Iglesia es anunciadora única de la voluntad divina, tiene que ser
intolerante de acuerdo con su esencia, pues el hombre no puede saber por si
mismo lo que es bueno y la que es malo. No debe hacer la menor concesión a la
lógica de la razón, pues toda sabiduría es vana, y la sabiduría del hombre no
puede resistir ante Dios. Por eso la fe no es medio para el fin, sino fin por
si misma; hay que creer por la creencia misma y no se debe uno dejar desviar
del camino recto por los sofismas de la razón. Pues la frase que se atribuye a
Tertuliano: Credo quia absurdum est (creo,
aunque va contra la razón), es exacta y puede librar a los hombres de las garras de Satán.
La
concepción agustiniana dominó durante mucho tiempo al mundo cristiano. Sólo
Aristóteles disfrutó, a través de toda la Edad Media, de una autoridad
parecida. Agustín había infundido a los hombres la fe en un destino
inescrutable, fusionando esa fe con las aspiraciones de unidad política
dominadora de la Iglesia, que se sintió llamada a restablecer la dominación
mundial del cesarismo romano y a hacerla servir a una finalidad muy superior.
Los
obispos de Roma tuvieron, pues, una finalidad que trazó amplios límites a su codicia.
Pero antes de que ese objetivo pudiera ser alcanzado y antes de que la Iglesia
fuera transformada en vigoroso instrumento de una finalidad política de
dominio, hubo que hacer comprender a los jefes de las demás comunidades
cristianas esas aspiraciones. Mientras no se logró tal cosa, la dominación
universal del papado fue sólo un ensueño; la Iglesia tuvo primero que
unificarse en sí misma antes de imponer su voluntad a los representantes del
poder temporal.
Pero esa
tarea no era sencilla, pues las comunidades cristianas fueron durante mucho
tiempo agrupaciones autónomas que nombraban por sí mismas sus sacerdotes y
dignatarios y podían deponerlos en todo instante si no se mostraban a la altura
de su función. Para ello poseía cada comuna el mismo derecho que todas las
demás; atendía a sus propios asuntos y era dueña indisputable en su radio de
acción. Los problemas que trascendían de las atribuciones de los grupos locales
eran ventilados en los sinodos nacionales o en las asambleas de iglesias, que
eran elegidos por las comunidades. Pero en cuestiones de fe sólo podía tomar
decisiones el Concilio ecuménico o la reunión general de las Iglesias.
La
organización originaria de la Iglesia era, pues, bastante democrática, y
demasiado libre como para poder servir al papado de base para sus aspiraciones
políticas de dominio. Ciertamente los obispos de las comunidades más grandes
adquirieron poco a poco una mayor influencia, condicionada por su más vasto
circulo de acción. Así se les concedió ya por el concilio de Nicea, en el año
325, un cierto derecho de inspección sobre los jefes de las comunidades
menores, nombrándolos metropolitanos o arzobispos. Pero los derechos del
metropolitano romano no llegaban más allá de los de sus hermanos; no tenía
ninguna posibilidad de mezclarse en sus asuntos, y su ascendiente fue
temporariamente bastante mermado, incluso por la influencia del metropolitano
de Constantinopla.
La tarea
de los obispos romanos estaba, pues, ligada a grandes dificultades, para las
que no todos estaban preparados, y han tenido que pasar siglos antes de que
pudiera generalizarse su influencia en la mayoría del clero. Esto fue tanto más
difícil cuanto que los obispos de algunos países eran a menudo completamente
dependientes, en sus atribuciones y derechos feudales, de los representantes
del poder temporal. Sin embargo, los obispos de Roma persiguieron su propósito
con hábil cálculo y obcecada tenacidad, sin pararse mucho en la elección de los
medios, siempre que prometiesen éxito.
Lo
inescrupulosamente que se lanzaban los jefes de la silla romana hacia su
objetivo, lo demuestra el empleo habilidoso que supieron hacer de las
desacreditadas Decretales isidorianas, que el conocido historiador Ranke
calificó como una bien conocida, bien realizada, pero sin embargo
evidente falsificación, un
juicio que apenas podría ser hoy puesto en duda. Pero antes de que se
concediera la posibilidad de tal falsificación, aquellos documentos habían
realizado ya su misión. En base a ellos fue confirmado el Papa como
representante de Dios en la tierra, al que Pedro había dejado las llaves del
reino de los cielos. Todo el clero fue sometido a su voluntad; recibió el
derecho de convocar concilios, cuyas decisiones podía confirmar o repudiar
según su propio criterio. Pero ante todo se proclamó, por las Decretales
isidorianas falsificadas, que en todas las disputas entre el poder temporal y
el clero la última palabra correspondía al Papa. De ese modo debía ser librado
el clero de los fallos jurídicos del poder temporal cómpletamente, para
encadenarlo así tanto más a la silla papal. Ensayos de esta especie se habían
hecho ya antes. Así declaró el obispo romano Símaco (498-514) que el obispo de
Roma no es responsable, fuera de Dios, ante ningún otro juez, y veinte años
antes de la aparición de las Decretales isidorianas proclamó el concilio de
París (829) que el rey está sometido a la Iglesia y que el poder de los
sacerdotes está por encima de todo poder temporal. Las Decretales falsificadas
sólo podían tener por objetivo imprimir a las pretensiones de la Iglesia el
sello de la validez jurídica.
Con
Gregorio VII (1075-85) comienza la verdadera supremacía del papado, la era de
la Iglesia triunfante. Fue el primero que hizo valer,
con toda amplitud y sin miramientos, el privilegio inalienable de la Iglesia
sobre todo poder temporal después de haber trabajado en ese sentido con férrea
tenacidad ya antes de su elevación a la silla papal. Introdujo ante todo en la
Iglesia misma modificaciones radicales para hacer de ella una herramienta
adecuada para sus propósitos. Su severidad inflexible ha conseguido que el
celibato de los sacerdotes, propuesto antes de él a menudo, pero nunca
practicado, fuese acatado en lo sucesivo. De ese modo se creó un ejército
internacional que no estaba ligado por ningún lazo intimo al mundo, y del cual
incluso el más insignificante se sentía representante de la voluntad papal. Sus
conocidas palabras, según las cuales la
Iglesia no se podria emancipar nunca de su servidumbre ante el poder temporal
mientras los curas no se emancipasen de la mujer, muestran claramente el
propósito que perseguía con su reforma.
Gregorio
fue un político inteligente y extremadamente perspicaz, firmemente convencido
de la exactitud de sus pretensiones. En sus cartas al obispo Hermann, de Metz,
desarrolló su interpretación con toda claridad, apoyándose principalmente en la
Ciudad de Dios de Agustin. Partiendo de la suposición que la Iglesia fue
instituida por Dios mismo, dedujo que en cada una de sus decisiones se revela
la voluntad divina; pero el Papa, como representante de Dios en la tierra, es
el anunciador de esa divina voluntad. Por eso toda desobediencia ante él es
desobediencia ante Dios. Todo poder temporal no es más que débil obra humana,
lo que ya resulta del hecho de que el Estado suprimió la igualdad entre los
hombres y su origen sólo se puede atribuir a la violencia brutal y a la
injusticia. Todo rey que no se somete absolutamente a los mandamientos de la
Iglesia, es un esclavo del diabloy un enemigo del cristianismo.
Por eso ha puesto Dios al Papa sobre todos los reyes, pues sólo él puede saber
lo que conviene a los seres humanos, ya que es iluminado por el espíritu del
Señor. Es misión de la Iglesia reunir a la humanidad en una gran alianza, en la
que sólo impere la ley de Dios, revelada a los hombres por boca del Papa.
Gregorio
luchó con toda la intolerancia de su carácter violento por la realización de
esos objetivos, y cuando al fin se convirtió en víctima de su propia obra, no
por eso había dejado de cimentar el predominio de la Iglesia y hacer de ella,
por siglos enteros, un factor poderoso de la historia europea. Sus sucesores
inmediatos no poseían ni la severidad monástica ni la indomable energía de
Gregorio y sufrieron algunas derrotas en la lucha contra el poder temporal.
Hasta que bajo Inocencio III (1l98-1216) tuvo el cetro papal un hombre que no
sólo fue inspirado por la misma claridad en los objetivos y la misma voluntad
indoblegable, tan características de Gregorio, sino que incluso superaba a
éste, con mucho, por sus dotes naturales.
Inocencio
III ha hecho por la Iglesia lo supremo, y ha desarrollado su poder hasta un
grado que nunca había alcanzado antes. Dominó sobre sus cardenales con el
capricho despótico de un autócrata que no debe responsabilidad a nadie y trató
a los representantes del poder temporal con una arrogancia a que ninguno de sus
antecesores se había atrevido. Al patriarca de Constantinopla le escribió las
altivas palabras siguientes: Dios no sólo puso el gobierno de
la Iglesia en manos de Pedro, sino que lo nombró también soberano del mundo
entero. Y al
embájador del rey francés Felipe Augusto le dijo: A los
príncipes se les ha dado el poder sólo sobre la tierra, pero el sacerdote
impera también en el cielo. El príncipe sólo tiene poder sobre el cuerpo de sus
súbditos, pero el sacerdote tiene poder sobre las almas de los seres humanos.
Por eso está el clero mucho más alto que todo el poder temporal, como el alma
está por encima del cuerpo en que habita, Inocencio sometió toda la pulítica temporal de
Europa a su voluntad; no sólo se inmiscuyó en los asuntos dinásticos, sino que
incluso objetó las alianzas matrimoniales de los soberanos temporales,
obligándoles al divorcio cuando la unión no le era grata. Sobre Sicilia,
Nápoles y Cerdeña gobernó como verdadero rey; Castilla, León, Navarra, Portugal
y Aragón le eran tributarios; su voluntad se impuso en Hungría, Bosnia, Servia,
Bulgaria, Polonia, Bohemia y en los países escandinavos. Intervino en la
disputa entre Felipe de Suecia y Otón IV por la corona imperial alemana y la
concedió a Otón, para deponer a éste luego y obsequiar con ella a Federico II.
En la disputa con el rey inglés Juan sin
Tierra proclamó
el interdicto sobre su reino y obligó al rey, nó sólo a la completa sumisión,
sino que le forzó a aceptar su propio país de manos del Papa como feudo y a
pagarle por esa gracia el tributo exigido.
Inocencio
se sintió Papa y César en una misma persona, y vió en los gobernantes
temporales solamente vasallos de su poder, tributarios suyos. En este sentido
escribió al rey de Inglaterra:
Dios ha
cimentado en la Iglesia el sacerdocio y la realeza de tal manera que el
sacerdocio es real y la realeza sacerdotal, como se desprende de las Epístolas de Pedro y de las leyes de Moisés. Por eso instituyó el rey de reyes, a uno sobre
todos, al que hizo su representante en la tierra.
Por la
introducción de la confesión al oído y la organización de los monjes
limosneros, se creó Inocencio un poder de formidable trascendencia.
Simultáneamente utilizó su arma principal, la proscripción eclesiástica, que
proclamó con inflexible decisión sobre países enteros para doblegar a los
poderes temporales. En el país afectado por la excomunión se cerraban todas las
iglesias, ninguna campana llamaba a los fieles a la oración, no había bautizos
ni casamientos ni confesiones, no se administraba los santos sacramentos a los
moribundos, ni los muertos eran enterrados en sagrado. Se puede imaginar la
terrible impresión de tal estado de cosas sobre el espíritu de los hombres en
una época en que la creencia se consideraba lo más sublime.
Lo mismo
que Inocencio no toleraba ningún poder equivalente junto al suyo, tampoco
soportaba ninguna otra doctrina que se apartase en lo más mínimo de las
prescripciones de la Iglesia, aun cuando estuviera solamente impregnada por el
espíritu del cristianismo. La espantosa Cruzada contra la herejía en el sur de
Francia, que transformó en un desierto uno de los países más florecientes de
Europa, ofrece sangriento testimonio de ello. El espíritu dominador de ese
hombre terrible no retrocedió ante ningún medio cuando había que hacer
prevalecer la autoridad ilimitada de la Iglesia. Y sin embargo él no era más
que el esclavo de una idea fija, que mantenía prisionero su espíritu y le
alejaba de todas las consideraciones humanas. Su obsesión de poder le hizo
solitario y mísero y se convirtió en su desgracia personal, así como para la
mayoría de los que persiguen los mismos fines. Así dijo una vez de sí
mismo: No tengo ocio alguno para ocuparme de asuntos
supraterrenales, apenas encuentro tiempo de respirar. Es terrible, tengo que
vivir tanto para los otros que me he vuelto para mí mismo un extraño.
Esa es la
maldición secreta de todo poder: no sólo resulta fatal para sus víctimas, sino
también para sus propios representantes. El loco pensamiento de tener que vivir
por algo que contradice todo sano sentimiento humano y que es insubstancial en
sí, convierte poco a poco a los representantes del poder en máquinas inertes,
después de obligar a todos los que dependen de su poderío al acatamiento
mecánico de su voluntad. Hay algo de marionetismo en la esencia del poder;
procede de su propio mecanismo y encadena en formas rígidas todo lo que entra
en contacto con él. Y esas formas sobreviven en la tradición, aun cuando la
última chispa viviente se apagó en ellas hace mucho tiempo, y pesan abrumadoramente
sobre el ánimo de los que se someten a su influencia.
Esto
tuvieron que experimentarlo, para su mal, las poblaciones germánicas, y después
de ellas las eslavas, que habían quedado preservadas más tiempo de las
influencias nefastas del cesarismo romano. Incluso cuando los romanos habían
sometido ya a los países germánicos desde el Rhin al Elba, se extendió su
influencia casi solamente a los territorios del Este, pues a causa de lo
salvaje e inhospitalario del país, cubierto de bosques y de pantanos, no
encontraron nunca la posibilidad de afirmar allí su dominio. Cuando después,
por una conspiración de tribus alemanas, el ejército romano fue casi totalmente
liquidado en el bosque de Teutoburg y la mayoría de los castillos del
conquistador extranjero fueron destruídos, quedó, puede decirse, rota la
dominación romana sobre Germania. Ni siquiera las tres campañas de Germánico
contra las tribus insurrectas de Germania pudieron cambiar la situación.
Sin
embargo había nacido para los germanos, por la influencia romana, en el propio
campo, un enemigo mucho más peligroso, bajo cuyo efecto sucumbieron bien pronto
sus jefes. Las poblaciones germánicas, cuyo territorio se exténdió largo tiempo
desde el Danubio al mar del Norte y desde el Rhin al Elba, disfrutaban de una
independencia bastante amplia. La mayoría de las tribus estaban ya avecindadas
cuando entraron en contacto con los romanos; sólo en las partes del oeste del
país permanecían seminómadas aún. De las noticias romanas y de fuentes
ulteriores se desprende que la organización social de los germanos era todavía
muy primitiva. Las diversas tribus se dividían en linajes, ligados entre sí por
parentescos de sangre. Por lo general convivían cien familias en colonias
dispersas sobre un trozo de tierra; de ahí la denominación de Hundertschaften (centurias). Diez o
veinte Hundertschaften constituían una tribu, cuyo territorio era
denominado Gau (distrito). La agrupación de tribus
emparentadas formaba un pueblo. Las Hundertschaften se repartían entre sí el
territorio de manera tal que, periódicamente, se volvían a hacer repartos. De
lo que se desprende que no ha existido en ellas una propiedad privada de la
tierra durante largo tiempo, y que la posesión privada se reducía a las armas,
herramientas acondicionadas por uno mismo y otros objetos de uso diario. La
agricultura era cultivada principalmente por mujeres y por esclavos. Una parte
de los hombres partía a menudo para empresas guerreras o de rapiña, mientras
que el resto quedaba alternativamente en casa o se ocupaba de las cuestiones
del derecho.
Todas las
cuestiones importantes se debatían en las asambleas populares generales o Things, y se tomaban en ellas los
acuerdos. En esas reuniones participaban todos los hombres libres y capaces de
llevar armas. Se celebraban, por lo general, en tiempo de luna nueva o de
plenilunio, y fueron durante mucho tiempo la suprema institución de los pueblos
germánicos. En el Thing se resolvían también todas las disputas y
eran elegidos los encargados de la administración pública, así como los jefes
del ejército para la guerra. En las elecciones decidía al principio sólo la
habilidad personal y la experiencia de cada uno. Pero después, especialmente
cuando las relaciones con los romanos fueron más frecuentes y estrechas, se
eligió a los llamados delanteros o príncipes casi solamente de las filas
de familias destacadas, que, en base a sus servicios reales o supuestos en
favor de la comunidad, alcanzaron, gracias a mayores participaciones en el
botín, tributos o regalos, poco a poco un cierto bienestar, que les permitía
mantener un séquito de guerreros probados, lo cual les procuraba ciertos
privilegios.
Cuanto
más frecuentemente entraban los germanos en contacto con los romanos, tanto más
accesibles se volvían a las influencias extrañas, lo que no podía ser de otro
modo, pues la cultura y la técnica romanas eran muy superiores a las germánicas
en todos los aspectos. Algunas tribus se habían puesto ya en movimiento antes
de la conquista de Germania por los romanos y recibieron de los potentados
romanos territorios, comprometiéndose, en cambio, a prestar servicios en el
ejército romano. En realidad soldados germánicos jugaron ya un papel importante
en la conquista de las Galias por los romanos. Julio César aceptó a muchos en
su ejército y estaba rodeado siempre de una guardia penonal a caballo de
cuatrocientos guerreros germánicos.
Algunos
descendientes germánicos que habían estado al servicio de los romanos,
regresaron después a la patria y utilizaron el botín que habían hecho y las
experiencias que habían recogido con los romanos para someter a los propios
compatriotas a su servicio. Así llegó uno de ellos, Marbod, a extender su
dominio durante cierto tiempo sobre toda una serie de tribus alemanas y a
someter, desde Bohemia, todo el territorio entre el Oder y el Elba, hasta el
mar Báltico. Pero también Arminio, el liberador, sucumbió a las mismas funestas
influencias de la voluntad romana de poder, que intentó hacer probar después de
su regreso a los propios compatriotas. Marbod y Arminio no habían vivido y
conocido en vano en Roma la enorme fuerza de atracción que posee el poder para
la codicia de los hombres.
Las
aspiraciones políticas de dominación de Arminio, que se pusieron de relieve
cada vez más claramente después del aniquilamiento del ejército romano, hacen
aparecer la liberación de Germania del dominio romano con una luz algo
singular. Se mostró muy pronto que el noble querusco no había aprendido en Roma
solamente el arte de una beligerancia superior, sino que también el arte del gobierno
de los Césares romanos dió un poderoso impulso a su codicia, elevándola a la
categoría de la más peligrosa voluntad de poder. Inspirado por sus planes,
trabajó con todos los medios para que la alianza de los queruscos, chatos,
marsos, brukteros, etc., persistiese, aun después de la destrucción de las
legiones romanas en el bosque de Teutoburg. Después del alejamiento definitivo
de los romanos entabló una guerra sangrienta contra Marbod, en la que solamente
estaba en juego el predominio sobre Germania. Como se evidenció cada vez más
claramente que el objetivo de las aspiraciones de Arminio era imponerse, no ya
como jefe elegido del ejército de los queruscos, sino como rey de éstos y de
otras tribus germanas, fue asesinado arteramente por sus propios parientes.
Por lo
demás, los germanos no estaban unidos en modo alguno en su lucha contra los
romanos. Había entre las familias nobles un manifiesto partido romano. Una
crecida cantidad de ellas había recibido dignidades y distintivos romanos;
hasta había aceptado la ciudadanía romana y se mantuvo en favor de Roma aun
después de la llamada batalla de Hermann. El hermano mismo de Hermann,
Flavos, pertenecía a ese numero, y también su suegro Segest, el cual entregó a
los romanos su propia hija Thusnelda, esposa de Hermann. Por ese sector habla
sido informado también el representante romano Varos de la conspiración contra
él, pero su confianza en Arminio, a quien por su fidelidad se había nombrado
caballero romano, era tan ilimitada, que no hizo caso de las advertencias y
cayó ciegamente en la emboscada preparada por Arminio. Sin esa traición de
Arminio, perpetrada con sutil hipocresía, no habría tenido nunca lugar la
famosa batalla de la liberación del bosque de Teutoburg,
que incluso un historiador muy afecto a los germanos, Félix Dahn, ha calificado
como una de las más desleales violaciones del derecho de
gentes. Las
tribus germánicas que participaron en esa conspiración para libertarse del yugo
de una odiada dominación extranjera, no pueden ser objeto de ningún reproche.
Pero sobre Arminio, personalmente, aquella indigna ruptura de la confianza
puesta en él pesa doblemente, pues la aniquilación del ejército romano sólo
debía servirle de medio para continuar tejiendo sus propios planes políticos de
dominio, que culminaron en la imposición a los libertados de un nuevo yugo.
Sin
embargo está en la esencia de todas las aspiraciones políticas dominadoras que
sus representantes no retrocedan ante ningún medio que prometa éxito, aun
cuando el éxito haya de ser comprado con la traición, la mentira, la ruin
maldad y las intrigas. El principio según el cual el fin santifica los medios,
fue siempre el primer artículo de fe de toda política de dominio y no
necesitaba que lo inventasen los jesuitas. Todo conquistador ambicioso y todo
político hambriento de poder, semitas y germanos, romanos y mogoles, fueron sus
fieles adoradores; pues la bajeza de los medios está ligada tan estrechamente
al poder como la podredumbre a la muerte.
Cuando
después penetraron los hunos en Europa y tuvo lugar una nueva emigración de los
pueblos, avanzaron núcleos cada vez más densos de tribus germánicas hacia el
Sur y el Sudeste del continente, donde tropezaron con los romanos y entraron en
masa en sus legiones. Los ejércitos romanos fueron completamente penetrados por
los germanos, y no pudo menos de ocurrir que, al fin, uno de ellos, el jefe del
ejército germánico, Odoacro, en el año 476 después de Cristo, arrojase del
trono al último emperador romano y se hiciese proclamar soberano por sus mismos
soldados. Hasta que tras largos años de luchas sangrientas también él fue
derribado por Teodorico, rey de los ostrogodos, y por él personalmente, que lo
apuñaló durante un banquete, después de un pacto concertado entre ellos con
toda solemnidad.
Todos los
organismos de Estado creados en aquellos tiempos por el poder de la espada —el
reino de los vándalos, de los godos del Este y del Oeste, de los longobardos,
de los hunos—, fueron inspirados por la idea del cesarismo, y sus creadores se
sintieron herederos de Roma. Sin embargo se derrumbaron también en
aquella lucha por Roma y por la propiedad romana, las viejas
instituciones y costumbres tríbales de los germanos, ya sin valor alguno en la
nueva situación. Ciertas tribus llevaron algunos de sus viejos hábitos al mundo
romano, pero allí se anquilosaron y sucumbieron, pues les faltaba el cuerpo
social en el que podían prosperar.
Esta
transformación se realizó tanto más rápidamente cuanto que ya un tiempo antes
del comienzo de la migración de pueblos propiamente dicha se habían operado
alteraciones bastante profundas en la vida social de las tribus germánicas.
Así habla
Tácito ya de una nueva especie de distribución de la tierra según la categoria
de las diversas familias, un fenómeno del que César no supo informar todavía
nada. También la administración de los asuntos públicos adquirió ya otro
aspecto. La influencia de los llamados nobles y jefes militares había crecido
en todas partes. Todo problema de importancia social era deliberado primero en
reuniones especiales de los nobles y luego presentado al Thíng, a quien competía verdaderamente
la última decisión. Pero los séquitos que agrupaban a su alrededor los nobles y
que convivían muy a menudo con ellos y comían a su mesa, tenían que
proporcionarles, naturalmente, una mayor influencia en la asamblea popular.
Cómo se manifestaba esa influencia, es lo que se desprende claramente de las
siguientes palabras de Tácito:
Carga por
toda su vida escarnio y vergüenza todo aquel que no sigue a su señor en la
batalla hasta la muerte. Defenderle, protegerle, atribuir también las propias
heroicidades a su fama, es considerado el supremo deber del guerrero. El
príncipe lucha por la victoria; el séquito, en cambio, por su señor.
El
continuo contacto con el mundo romano debió influir, naturalmente, en las
formas sociales de los pueblos germánicos y, especialmente entre los llamados
nobles, tenía que suscitar y alimentar aspiraciones de dominio, con lo cual se
llegó poco a poco a una transformación de las condiciones de la vida social.
Cuando tuvo lugar, después, la emigración de los pueblos, una parte
considerable de la población germánica estaba ya compenetrada de las
concepciones y ya tenía instituciones romanas. Las nuevas organizaciones
estatales que resultaron de las grandes migraciones de tribus y de pueblos
aceleraron la descomposición interna de las viejas instituciones.
Surgieron
en toda Europa nuevas dominaciones extranjeras, dentro de las cuales los
vencedores constituían una casta privilegiada que imponía a la población nativa
su voluntad y vivía a su costa una vida parasitaria. Los invasores victoriosos
se distribuyeron grandes territorios de los países conquistados y obligaron a
los habitantes a pagarles tributos, y no se pudo evitar que los jefes militares
tuviesen preferencias por el propio séquito. Como la cifra proporcionalmente
pequeña de los conquistadores no permitía convivir en linajes al modo
tradicional, y más bien se vieron forzados a extenderse por todo el país para
afirmar su dominación, se aflojó cada vez más el viejo lazo del parentesco, que
arraigaba en la estrecha convivencia de los linajes. Las viejas costumbres
quedaron poco a poco fuera de uso para dejar el puesto a nuevas formas de vida
social.
La
asamblea popular, la más importante institución de las tribus germánicas, donde
se deliberaban y resolvían todos los asuntos públicos, perdió cada vez más su
viejo carácter, lo que ya estaba condicionado también por la gran extensión de
los territorios ocupados. Pero con ello recibieron los príncipes y jefes militares
cada vez mayores derechos, que crecieron lógicamente hasta llegar al poder
real. Los reyes, a su vez, embriagados por la influencia de Roma, no se
olvidaron de liquidar los últimos restos de las viejas instituciones
democráticas, pues éstas sólo podían obrar como obstáculos contra la expansión
de su poder.
Pero
también la aristocracia, cuyos primeros rudimentos se hicieron notorios
tempranamente en los germanos, alcanzó, gracias a la rica propiedad territorial
que le había correspondido en el botín de los países conquistados, una
significación social novísima. Junto con los nobles de las poblaciones
subyugadas que el dominador extranjero, por motivos bien comprensibles, tomó a
su servicio, pues podían ser de provecho a causa de su superioridad cultural,
los representantes de esa nueva aristocracia fueron primero simples vasallos
del rey, al que sirvieron en sus campañas de séquito guerrero, por lo que
fueron recompensados con bienes feudales a costa de los pueblos vencidos.
Sin
embargo, el sistema feudal, que al comienzo encadenó la nobleza al poder real,
entrañaba ya los gérmenes que habían de ser peligrosos para éste con el tiempo.
El poder económico que recibió la nobleza poco a poco con el feudalismo,
despertó en ella nuevos deseos y codicias que la impulsaron a una posición
especial, que no era favorable de ningún modo a las aspiraciones centralistas
del regio poder. Repugnaba a la altivez de la nobleza ser siempre séquito del
rey. El papel del grand seigneur, que podía desempeñar imperturbablemente en sus
dominios, sin obedecer a indicaciones superiores, le agradaba más y le abría
ante todo mejores perspectivas para una paulatina formación de su propia
soberanía. Pues también en ella vivía la voluntad de poder y la impulsaba a
echar en la balanza su capacidad económica para contrarrestar el poder naciente
de la realeza.
En
realidad, consiguieron los señores feudales, que se elevaron a la categoría de
pequeños y grandes príncipes, someter al rey por largo tiempo a su voluntad.
Así apareció en Europa una nueva categoría de parásitos, que no tenía con el
pueblo ninguna vinculación interna, tanto menos cuanto que los invasores
extranjeros no estaban ligados con las poblaciones subyugadas por el lazo de la
sangre. De la guerra y la conquista surgió un nuevo sistema de esclavitud
humana, que dió por siglos enteros su sello a las condiciones sociales en los
campos. Pero la codicia insaciable de los nobles, amos de la tierra, hizo caer
cada vez más hondamente a los campesinos en la miseria. El campesino apenas fue
considerado como ser humano, y se vió privado de las últimas libertades que le
habían quedado de otros tiempos.
Pero la
dominación sobre pueblos extraños no sólo obró de una manera devastadora sobre
la parte subyugada de la población, sino que descompuso también las relaciones
internas entre los conquistadores mismos y destruyó sus viejas tradiciones. El
poder, que al comienzo sólo se había impuesto a los pueblos sometidos, se
dirigió poco a poco también contra las capas más pobres de los propios compañeros
de tribu, hasta que éstos también cayeron en la servidumbre. Así sofocó la
voluntad de poder, con lógica inflexible, la voluntad de libertad y de
independencia, que había echado un tiempo tan hondas raíces en las tribus
germánicas. Por la difusión del cristianismo y las estrechas relaciones de los
conquistadores con la Iglesia, se aceleró aún más ese nefasto desarrollo, pues
la nueva religión ahogó las últimas chispas rebeldes y acostumbró a los hombres
a adaptarse a las condiciones dadas. Así como la voluntad del poder bajo los
Césares romanos había desprovisto a un mundo entero de su humanidad y lo había
arrojado al infierno de la esclavitud, así destruyó después las instituciones
libres de la sociedad de los bárbaros y hundió a éstos en la miseria dé la
servidumbre.
De los
nuevos imperios que surgieron en las más diversas partes de Europa, el de los
francos alcanzó la mayor importancia. Después que el merovingio Clodovico, rey
de los francos sálicos, infligió en el año 486 al representante romano Sigarío
una derrota decisiva en la batalla de Soissons, pudo posesionarse de todas las
Galias sin encontrar resistencia seria. Como en todo obsesionado por el deseo
de poder, en Clodovico se despertó también el apetito con las victorias
obtenidas. No sólo se esforzó por fortificar su país por dentro, sino que
aprovechó toda ocasión para ensanchar sus fronteras. Diez años después de su
victoria sobre los romanos batió al ejército de los alemanes en Zülpich y anexó
su país al propio imperio. Entonces tuvo lugar también su conversión al
cristianismo, que no había nacido de una convicción interior, sino
exclusivamente de consideraciones políticas de dominio.
De este
modo, apareció en Europa un poder temporal de nuevo estilo. La Iglesia, que no
sin razón creía que el rey franco podía prestarle buenos servicios contra sus
numerosos enemigos, se mostró pronto dispuesta a aliarse con Clodovico, tanto
más cuanto que su posición fue debilitada por la separación de los arrianos, y
en Roma misma era amenazada por peligrosos adversarios. Clodovico, uno de los
individuos más crueles y desleales que se hayan sentado en un trono, comprendió
en seguida que semejante alianza no podía menos de ser provechosa para el
fomento de sus planes ambiciosos, alentados con toda la astucia de su carácter
traidor. Así se hizo bautizar en Reims y nombrar por el obispo de aquella
ciudad rey cristianísimo, lo que no le impidió perseguir sus objetivos con
los medios más anticristianos. Pero la Iglesia aceptó incluso también sus
sangrientos desmanes, que debía pasar por alto si quería utilizar a Clodovico
para sus objetivos de poder.
Pero
cuando los sucesores de Clodovico tuvieron después sólo úna existencia aparente
y el poder del Estado se concentró completamente en manos del llamado mayorazgo, que bajo Pepino de Heristal se
hizo hereditario, se conjuró el Papa con su nieto Pepino el Breve y le aconsejó que se
hiciera él mismo rey. Entonces encerró Pepino al último merovingio en un
convento y se convirtió en fundador de una nueva dinastía del reino de los
francos. Con su hijo Carlomagno alcanzó la alianza entre el Papa y la casa real
de los francos su mayor perfección, asegurando al dominador franco su posición
de predominio en Europa. Así volvió a tomar formas palpables también el
pensamiento de una monarquía universal europea, a cuya realizacíón dedicó
Carlomagno toda su vida. Pero la Iglesia, que pretendía idéntico objetivo, no
podía sino considerar bienvenido a semejante aliado. Ambos se necesitaban
mutuamente para llevar a la madurez sus planes políticos de dominio.
La
Iglesia necesitaba la espada del soberano temporal para defenderse contra sus
enemigos; así se convirtió en su más alta meta dirigir la espada según su
voluntad y extender, con ayuda de ella, su reino. A su vez, Carlomagno no podía
pasar sin la Iglesia, que daba a su dominio la unidad religiosa interna y era
el único poder que había conservado la herencia espiritual y cultural del mundo
romano. En la Iglesia se materializó toda la cultura de la época; tenía en sus
filas jurisconsultos, filósofos, historiadores, políticos, y sus conventos
fueron, por mucho tiempo, los únicos lugares donde podían prosperar el arte y
el artesanado y donde encontró un refugio el saber humano. La Iglesia era, por
eso, para Carlomagno, un precioso aliado, pues creó para él las condiciones
espirituales ineludibles de la persistencia de su gigantesco imperio. Por esta
razón trató de ligar también económicamente al clero, obligando a los pueblos
sometidos a entregar lós diezmos a la Iglesia y asegurando así a sus
representantes un copioso ingreso. Un aliado como el Papa tenía que ser para
Carlomagno tanto más deseable cuanto que el predominio descansaba todavía
firmemente en sus manos y el Papa era bastante hábil para adaptarse por el
momento a su papel de vasallo del emperador franco.
Cuando el
Papa fue gravemente amenazado por el rey de los longobardos, Desiderio, acudió
Carlomagno con un ejército en su ayuda y puso fin a la dominación de los
longobardos en la Alta Italia. Por lo cual la Iglesia se mostró reconocida,
poniendo León III en Navidad del año 800 a Carlomagno, que oraba en la iglesia
de San Pedro, la corona imperial en la cabeza y nombrándole emperador
romano de la nación de los francos. Ese acto debía significar a los hombres que el
mundo cristiano de Occidente estaba sometido a las indicaciones de un soberano
temporal y de otro espiritual, ambos proclamados por Dios para velar por la
salvación corporal y espiritual de los pueblos cristianos. Así el Papa y él
Emperador fueron los símbolos de un nuevo pensamiento sobre poder mundial con
papeles divididos, idea que, debido a sus manifestaciones prácticas, no dejó en
paz a Europa durante centurias.
Así como
era comprensible que la misma voluntad, alentada por las tradiciones romanas,
reuniese a la Iglesia y a la monarquía, también era inevitable que una división
honesta de las funciones, a la larga no pudiera tener ninguna consistencia.
Está en la esencia de toda voluntad de poder que sólo soporta un poder igual
mientras cree posible aprovecharlo para los propios fines o mientras no se
siente bastante fuerte para aceptar la lucha por el predominio. Mientras
Iglesia e Imperio tuvieron que afianzar ante todo su poder interior y, en
consecuencia, dependían fuertemente uno del otro, la unidad entre ellos, con
vistas al exterior, se mantuvo. Pero no podía evitarse que, en cuanto uno u
otro de esos poderes se sintiese bastante fuerte para sostenerse sobre los
propios pies, ardiese entre ellos la lucha por el predominio y se ventilase con
inflexible lógica hasta el fin. Que la Iglesia había de quedar victoriosa en
esa lucha, era de esperar, dada la situación de las cosas. Su superioridad
espiritual, que asentaba en una cultura más antigua y, sobre todo, muy
superior, de la que los llamados bárbaros debían recién compenetrarse
laboriosamente, le proporcionó una vigorosa ventaja. Además, la Iglesia era el
único poder que podía fusionar a la Europa cristiana contra una irrupción de
pueblos mogólicos o islamitas para la defensa común. El Imperio no estaba en
esas condiciones, pues se hallaba ligado por una cantidad de intereses
políticos particulares y no podía asegurar esa protección a Europa por la
propia fuerza.
Mientras
vivió Carlomagno, quedó el papado hábilmente en segundo plano, pues estaba
enteramente a merced de la protección del soberano franco. Pero su sucesor,
Luis el Piadoso, un hombre limitado y supersticioso, cayó
completamente en manos de los sacerdotes y no tuvo ni la capacidad intelectual
ni la energía despiadada de su antecesor para mantener el Imperio de
Carlomagno, aglutinado por ríos de sangre y violencias inescrupulosas, Imperio
que poco después de su muerte se derrumbó para dejar el puesto a una nueva
estructuración de Europa.
El papado
triunfó en toda la línea sobre el poder temporal y siguió siendo por siglos
enteros la suprema institución del mundo cristiano. Pero cuando este mundo, al
fin, escapó a sus designios y en toda Europa apareció cada vez más en primer
plano el Estado nacional, se esfumó también el sueño de una dominación
universal bajo el cetro del Papa, según la había imaginado Tomás de Aquino. La
Iglesia se opuso al nuevo desarrollo de los acontecimientos con todas sus
fuerzas, pero sin embargo no logró impedir, a la larga, la transformación
política de Europa y hubo de adaptarse y hacer las paces, a su modo, con las
nuevas aspiraciones políticas de dominio de los Estados nacionales nacientes.
Capítulo presente en el Libro Nacionalismo y Cultura.