El marxismo y sus falacias. La escuela doctrinaria de socialistas, o más bien los comunistas estatales de Alemania... representan una escuela bastante respetable, circunstancia que no la exime, sin embargo, de caer ocasionalmente en errores. Una de sus falacias principales es tener como base teórica un principio profundamente cierto cuando se concibe de manera apropiada —es decir, desde un punto de vista relativo—, pero que se vuelve radicalmente falso cuando se le considera aislado de las demás condiciones y se le mantiene como el único fundamento y fuente primaria de todos los demás principios, según acontece en esa escuela.
Este principio, que constituye el fundamento esencial del socialismo positivo, recibió por primera vez su formulación científica y su desarrollo del Sr. Karl Marx, jefe principal de los comunistas alemanes. Constituye la idea dominante del famoso Manifiesto Comunista.
Marxismo e idealismo. Este principio se encuentra en contradicción absoluta con el principio admitido por los idealistas de todas las escuelas. Mientras los idealistas deducen todos los hechos históricos —incluyendo los desarrollos de intereses materiales y los diversos estadios de organización económica de la sociedad— del desarrollo de las ideas, los comunistas alemanes ven en toda la historia y en las manifestaciones más ideales de la vida humana tanto colectiva como individual, en todos los desarrollos intelectuales, morales, religiosos, metafísicos, científicos, artísticos, políticos y sociales acontecidos en el pasado y en el presente, sólo el reflejo o el resultado inevitable del desarrollo de los fenómenos económicos.
Mientras que los idealistas consideran las ideas como fuente productora y dominante de los hechos, los comunistas, plenamente de acuerdo con el materialismo científico, mantienen, por el contrario, que los hechos producen las ideas, y que las ideas son siempre únicamente el reflejo ideal de los acontecimientos; que en el conjunto total de los fenómenos, los fenómenos económicos materiales constituyen la base esencial, el fundamento primario, mientras todos los demás fenómenos —intelectuales y morales, políticos y sociales—- aparecen como derivados necesarios de los primeros.
¿Quiénes están en lo cierto, los idealistas o los materialistas? Cuando la pregunta se plantea así, la duda resulta imposible. Indudablemente, los idealistas están equivocados y los materialistas están en lo cierto. Desde luego, los hechos vienen antes que las ideas; desde luego, como dijo Proudhon, el ideal no es sino la flor, cuyas raíces están enterradas en las condiciones materiales de existencia. Desde luego, toda la historia intelectual y moral, política y social humana no es sino el reflejo de su historia económica.
Todas las ramas de la ciencia moderna, de una ciencia concienzuda y seria, están de acuerdo en proclamar esta verdad grande, básica y decisiva: el mundo social, el mundo puramente humano, la humanidad, no es sino el último y supremo desarrollo —por lo menos, en lo que respecta a nuestro propio planeta— y la más alta manifestación de la animalidad. Pero así como todo desarrollo implica necesariamente la negación de su base o punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo la negación acumulativa del principio animal en el hombre. Y es precisamente esta negación, tan racional como natural, y racional precisamente por ser natural —a un tiempo histórica y lógica, tan inevitable como el desarrollo y la consumación de todas las leyes naturales del mundo— lo que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, el mundo de las ideas.
El primer dogma del materialismo. [Mazzini] afirma que los materialistas somos ateos. Nada tenemos que decir a esto porque en efecto somos ateos, y nos enorgullecemos de ello, al menos en la medida en que puede permitirse el orgullo a desdichados individuos que como olas se elevan por un momento y luego desaparecen en el vasto océano colectivo de la sociedad humana. Nos enorgullecemos de ello porque el ateísmo y el materialismo son la verdad, o más bien la efectiva base de la verdad, y también porque deseamos la verdad y sólo la verdad por encima de todo lo demás y por encima de las consecuencias prácticas. Y además creemos que a pesar de las apariencias, a pesar de las cobardes insinuaciones de una política de cautela y escepticismo, sólo la verdad traerá consigo un bienestar práctico para el pueblo. Este es el primer dogma de nuestra fe. Pero mira hacia adelante, hacia el futuro, y no hacia atrás.
El segundo dogma del materialismo. De todas formas, él [Mazzini] no se conforma con señalar nuestro ateísmo y materialismo; deduce de él que no podemos amar a las personas ni respetarlas por sus virtudes ; que las grandes cosas que han hecho vibrar los más nobles corazones —la libertad, la justicia, la humanidad, la belleza, la verdad— deben ser todas ajenas a nosotros, y que remolcando sin meta alguna nuestra desdichada existencia —arrastrándonos más que andando derechos sobre la tierra— no tenemos preocupación alguna salvo gratificar nuestros toscos y sensuales apetitos.
Y nosotros le decimos, venerable pero injusto maestro [Mazzini], que está en un lamentable error. ¿Quiere saber en qué medida amamos esas cosas grandes y bellas, cuyo conocimiento y amor nos niega? Entienda que nuestro amor por ellas es tan fuerte que de todo corazón estamos enfermos y cansados viéndolas para siempre suspendidas en su Cielo —que las robó de la tierra— como símbolos y promesas nunca cumplidas. Ya no nos contentamos con la ficción de esas bellas cosas: las queremos en su realidad.
Y aquí está el segundo dogma de nuestra fe, ilustre maestro. Creemos en la posibilidad y en la necesidad de dicha realización sobre la tierra; y, al mismo tiempo, estamos convencidos de que todas esas cosas que usted venera como esperanzas celestiales perderán necesariamente su carácter místico y divino cuando se conviertan en realidades humanas y terrestres.
La materia del idealismo. Usted pensaba que se había deshecho completamente de nosotros llamándonos materialistas. Pensaba que así nos condenaba y aplastaba. Pero ¿sabe usted de dónde proviene ese error suyo? Lo que usted y nosotros llamamos materia son dos cosas totalmente distintas, dos conceptos totalmente diferentes. Su materia es una identidad ficticia como su Dios, como su Satán, como su alma infinita. Su materia es tosquedad infinita, brutalidad inerte, una entidad tan imposible como el espíritu puro, incorpóreo y absoluto; los dos existen sólo como invenciones de la abstracta fantasía de los teólogos y metafísicos, únicos autores y creadores de ambos inventos. La historia de la filosofía nos ha revelado el proceso —de hecho un proceso simple— de la creación inconsciente de esta ficción, el origen de esta fatal ilusión histórica, que durante el largo transcurso de muchos siglos ha pendido gravosamente, como una terrible pesadilla, sobre las mentes oprimidas de generaciones humanas.
El espíritu y la materia. Los primeros pensadores fueron necesariamente teólogos y metafísicos, pues la mente humana está constituida de tal manera que siempre debe comenzar con un gran margen de sinsentido, falsedad y errores para conseguir llegar a una pequeña porción de verdad. Todo lo cual no habla en favor de las tradiciones sagradas del pasado. Los primeros pensadores, digo, tomaron la suma de todos los seres reales conocidos por ellos, incluidos ellos mismos, la suma de todo cuanto les parecía representar la fuerza, el movimiento, la vida y la inteligencia, y lo llamaron espíritu. A todo lo demás de que su mente lo hubiera abstraído inconscientemente del mundo real, lo llamaron materia. Y entonces se asombraron de que esta materia que existía sólo en su imaginación, como el propio espíritu, fuese tan inactiva, tan estúpida frente a su Dios, el puro espíritu.
La materia de los materialistas. Admitimos francamente que no conocemos a su Dios, pero tampoco conocemos a su materia; o, más bien, sabemos que ninguno de los dos conceptos existe, sino que fueron creados a priori por la fantasía especulativa de pensadores ingenuos de épocas pasadas. Con las palabras materia y material queremos indicar la totalidad, la jerarquía de los entes reales, comenzando por los cuerpos orgánicos más simples y acabando con la estructura y el funcionamiento del cerebro de los más grandes genios: los sentimientos más sublimes, los pensamientos más grandes, los actos más heroicos, actos de autosacrificio, deberes tanto como derechos, la voluntaria renuncia al propio bienestar, al propio egoísmo —hasta las aberraciones trascendentales y místicas de Mazzini—, así como las manifestaciones de la vida orgánica, las propiedades y acciones químicas, la electricidad, la luz, el calor, la gravedad natural de los cuerpos. Todo ello constituye, a nuestro entender, un conjunto muy diferenciado, pero al mismo tiempo estrechamente relacionado, de evoluciones dentro de esa totalidad del mundo real que denominamos materia.
El materialismo no es un panteísmo. Y obsérvese bien que no consideramos a esta totalidad como una especie de sustancia absoluta y eternamente creativa, al modo de los panteístas, sino como el perpetuo resultado producido y reproducido de nuevo por la concurrencia de una infinita serie de acciones y reacciones, por las incesantes transformaciones de los seres reales que nacen y mueren en el seno de esta infinitud.
La materia comprende el mundo ideal. Resumiré: indicamos con la palabra material todo cuanto acontece en el mundo real, dentro y fuera del hombre, y aplicamos la palabra idealexclusivamente a los productos de la actividad cerebral del hombre; pero puesto que nuestro cerebro es por entero una organización de orden material, y su función es también material, como la acción de todas las demás cosas, se deduce de ello que lo que llamamos materia o mundo material no excluye en modo alguno, sino que incluye necesariamente también al mundo ideal.
Materialistas e idealistas en la práctica. He aquí un hecho que merece una atenta reflexión por parte de nuestros adversarios platónicos. ¿A qué se debe que los teóricos del materialismo acostumbren mostrarse en la práctica más idealistas que los propios idealistas? Esta paradoja es, de todas formas, bastante lógica y natural. Porque todo desarrollo implica en alguna medida una negación del punto de partida; los teóricos del materialismo comienzan con el concepto de materia y desembocan en la idea, mientras los idealistas, que adoptan como punto de partida la idea pura y absoluta, reiterando constantemente el viejo mito del pecado original —única expresión simbólica de su propio y triste destino— recaen teórica y prácticamente en el dominio de la materia que, a su entender, nos tiene irremisiblemente enredados a nosotros. ¡Y qué materia! Una materia brutal, innoble y estúpida, creada por su propia imaginación como su alter ego, o como la reflexión de su yo ideal.
Del mismo modo, los materialistas, que siempre armonizan sus teorías sociales con el curso efectivo de la historia, conciben el estadio animal, el canibalismo y la esclavitud como los primeros puntos de partida en el movimiento progresivo de la sociedad; pero ¿a qué apuntan? ¿Qué quieren? Quieren la emancipación, la plena humanización de la sociedad; mientras que los idealistas, adoptando por premisa básica de sus especulaciones el alma inmortal y la autonomía de la voluntad, terminan inevitablemente en el culto al orden público, como Thiers, o en el culto a la autoridad, como Mazzini; es decir, en el establecimiento y la canonización de una esclavitud perpetua. De aquí se deduce que el materialismo teórico desemboca necesariamente en el idealismo práctico, y que las teorías idealistas únicamente encuentran su realización en un tosco materialismo práctico.
Ayer mismo se desplegó ante nuestros ojos la prueba de lo que acabamos de decir. ¿Dónde estaban los materialistas y ateos? En la Comuna de París. Y ¿dónde estaban los idealistas que creen en Dios? En la Asamblea Nacional de Versalles. ¿Qué querían los revolucionarios de París? Querían la emancipación definitiva de la humanidad a través de la emancipación del trabajo. ¿Y qué quiere actualmente la triunfante Asamblea de Versalles? La degradación definitiva de la humanidad bajo el doble yugo del poder espiritual y secular.
Los materialistas quieren avanzar, imbuidos de fe y despreciando el sufrimiento, el peligro y la muerte, porque ven ante ellos el triunfo de la humanidad. Pero los idealistas, faltos de empuje y presagiando únicamente espectros sangrientos, quieren llevar como sea a la humanidad de nuevo hacia el lodazal de donde ha ido saliendo con tan grandes dificultades.
Que cada cual compare y forme su juicio.
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