domingo, 21 de julio de 2013

En tiempo de elecciones - Errico Malatesta


Malatesta siempre se caracterizó por su producción literaria de carácter didáctico, el uso que hace del diálogo entre ficticios personajes que podrían ser perfectamente reales provoca que el lector se sienta rápidamente identificado con el mensaje. Este estilo lo muestra en tres de sus más famosas obras: “Entre campesinos”, “En el café” y la presente obra (...)
 
Yeray Campos.

 


Luis.- ¡Buen vino es éste, amigo!
Carlos.- Psch, no es malo... pero sí es caro.
Luis.- ¿Caro? ¡Seguramente! Con tanto impuesto y con tantas contribuciones como se pagan al gobierno y al municipio, el litro viene a costar el doble de lo debido. ¡Y si fuese tan solo el vino! El pan, la carne, la casa todo cuesta un ojo de la cara; y si el trabajo falta no se puede pagar ni aún lo más necesario. En fin, que no hay modo de poder vivir.
Sin embargo todo el mal viene de nosotros mismos. Si nosotros quisiéramos, todo se podría remediar. Precisamente, ahora es la ocasión para poner manos a la obra.
Carlos.- ¿Sí? Veamos, veamos cómo.
Luis.- Es una cosa muy sencilla. ¿Eres elector?
Carlos.- Sí lo soy; pero como si no lo fuera, porque no he de votar.
Luis.- He ahí el mal. ¡Y después nos lamentamos! ¿No comprendes que tú mismo eres tu propio asesino y el de tu familia? Tú eres uno de tantos que por su indolencia y su rebajamiento merecen la miseria en que yacen. Y todavía es poco. Tú...
Carlos.- Bueno, bueno, no te sobresaltes. A mí me gusta razonar y no quiero más que ser convencido. ¿Pero qué conseguiría si fuese a votar?
Luis.- ¡Cómo! ¿Qué necesidad hay de razonar tanto? ¿Quiénes hacen las leyes? ¿No son los diputados y los ministros? Así pues, si eligiéramos buenos diputados y buenos concejales, habría buenos ministros y buenos municipios y, en consecuencia, serían mejores las leyes, se rebajarían las contribuciones, se suprimirían impuestos tan odiosos como el de consumo, sería protegido el trabajo y, por ende, la miseria en que vivimos no sería tan espantosa.
Carlos.- ¡Buenos diputados, buenos ministros y buenos concejales! ¡Bonito canto de sirena! Se necesita estar sordo y ciego para no comprender que todos son lo mismo. Como tú, hablan todos los que tienen necesidad de ser elegidos. Todos buenos, todos democráticos; nos pasan la mano por el lomo, llaman a nuestras compañeras para saludarlas, a nuestros niños para besarlos; nos prometen ferrocarriles, puentes, agua potable, trabajo, pan a buen precio, protección del Estado... todo lo que se quiera. Y después, si te he visto no me acuerdo. Una vez elegidos, adiós promesas. Nuestras compañeras y nuestros hijos pueden morirse de hambre; nuestro país puede verse asolado por las fiebres y toda clase de calamidades; el trabajo se paraliza y pan falta para la mayor parte, y el hambre, la miseria, hacen estragos por doquier. ¡Pero qué! El diputado no se ocupa para nada de nuestros desastres. Para estas cosas está la policía. Para otro año se reanudará la burla. Por el momento, pasada la fiesta, engañado el santo. ¿Y sabes? El partido político, el color político, nada importa; todos. todos son iguales. La única diferencia es que los unos se nos presentan cínicamente como son, mientras que los otros nos llevan con su charla adonde quieren, haciéndose pagar banquetes y otras zarandajas.
Luis.- Perfectamente; mas. ¿por qué elegir a los burgueses? ¿No sabes que los burgueses viven del trabajo de los demás? ¿Y cómo quieres que piensen en hacer el bien del pueblo? Si el pueblo fuera libre, se habría concluido la cucaña política para esos caballeros del bien vivir. Verdad es que si quisieran trabajar estarían aún mejor, pero esto no lo entienden; no piensan más que en sacar cuanto pueden la sangre del pobre pueblo.
Carlos.- ¡Oh! Ahora sí que empiezas a hablar bien. Solamente los burgueses o los que quieren ser diputados para llegar a ser burgueses, se ocupan de los burgueses.
Luis.- Pues bien, evitemos esto. Nombremos diputados a los amigos probados, consecuentes, diputados populares, y así estaremos seguros de no ser engañados.
Carlos.- ¡Eh, alto! No hay tantos de esos amigos probados. Pero ya que eres curioso nombremos, nombremos esos diputados ¡como si tú y yo pudiéramos nombrar a quien mejor nos pareciera!
Luis.- ¿Tú y yo? No se trata únicamente de nosotros dos. Es cierto, ciertísimo, que nosotros dos nada podemos hacer; pero si cualquiera de nosotros se esforzase por convertir a los demás, y éstos procedieran como nosotros, pronto contaríamos con la mayoría de los electores y podríamos elegir el diputado que mejor nos pareciera. Y si lo que nosotros hiciéramos aquí lo hicieran en los demás colegios electorales, llegaríamos a tener de nuestra parte la mayoría del parlamento y entonces...
Carlos.- Y entonces vuelta a la cucaña política para los que fueran al parlamento... ¿no es verdad?
Luis.- Pero...
Carlos.- ¿Pero me tomas como cosa de juego? ¡Qué mal vas! No parece sino que ya cuentas con la mayoría y todo lo arreglas a tu antojo.
La mayoría, amigo, la tienen los que mandan, la tienen siempre los ricos. Ahí tienes un pobre diablo, un labrador con su mujer enferma y cinco hijos chiquitillos; anda y persuádele de que debe sufrir los rigores de la miseria, de que debe consentir en verse en medio de la vía pública como un perro vagabundo, no sólo él sino también los suyos, por el placer de dar el voto a quien no sea del gusto del burgués. Anda y convence a todos los que el burgués puede hacer morir de hambre cuando le plazca.
Desengáñate: el pobre nunca es libre; y por tanto no sabría por quién votar. Y si supiera y pudiera, aún tendría necesidad de votar a sus señores. Así tendrían éstos lo que desean, y buenas noches.
Lo mismo en el campo que en la ciudad, el trabajador es esclavo del que manda o del que más tiene. En nuestros villorrios, en nuestras aldeas, en los más reducidos lugares, el cacique es dueño y señor de todos los electores. Un simple alcalde de barrio tiene más poder en una aldea que un banquero en la ciudad. La sola presencia de un representante de la tiranía, se lleva por delante a todos los electores habidos y por haber.
Por desgracia, nuestros compañeros del campo se ven obligados a votar por quien manda el cacique, o el alcalde, o el que les presta a un interés usurario algún dinero.
En las poblaciones grandes o pequeñas, el obrero industrial está totalmente supeditado al fabricante, al maestro; y cuando no al médico, o al abogado, al notario, al casero, hasta al tendero de aceite y vinagre. Ve y diles que voten, y contestarán que desgraciadamente han de votar, quieran o no, por quien les manden.
¡Pobre del que se atreve a tener opiniones propias!
Luis.- Sin duda la cosa no es fácil. Se necesita trabajar, propagar para hacer comprender al pueblo cuáles son sus derechos y animarle a afrontar la ira de los burgueses. Necesitamos unirnos, organizarnos para impedir a los burgueses que coarten la libertad de los trabajadores, arrojándoles a la calle cuando no siguen sus consejos.
Carlos.- ¿Y todo esto para votar por don Fulano o don Mengano? ¡Qué simple eres! Sí, todo lo que dices debemos hacerlo, pero de un modo distinto: debemos hacerlo para que el pueblo comprenda que cuanto hay en el mundo es suyo y se le roba; y que por tanto tiene el derecho, y si se quiere hasta la fuerza, de arrebatarlo, y de arrebatarlo o recuperarlo por sí mismo, sin esperar gracias de nadie.
Luis.- Pero, en fin, ¿cómo hacerlo? Alguno ha de dirigir al pueblo, organizar las fuerzas sociales, administrar justicia y garantizar la seguridad pública.
Carlos.- No, no. Nada de eso.
Luis.- ¿Y cómo entonces? ¡El pueblo es tan ignorante!
Carlos.- ¿Ignorante? El pueblo lo es, en verdad, porque si no lo fuera, pronto enviaría a paseo toda la jerigonza gubernamental. Pero yo creo que tus propios intereses te lo harán pronto comprender. Si dejáramos al pueblo obrar por su cuenta, arreglaría sus cosas mejor que todos los ganapanes que, con el pretexto de gobernarlo, lo explotan y tratan como a una bestia.
Es curioso lo que te ocurre con esta historieta de la ignorancia popular. Cuando se trata de dejar al pueblo que haga lo mejor que le parezca, dices que no tiene capacidad ninguna; cuando, por el contrario, se trata de hacerle nombrar diputados, entonces se le reconoce ya una cierta capacidad ... y si nombra alguno de los nuestros, entonces se le atribuye una sapiencia estupenda ...
¿No es cien veces más fácil administrar cada uno por sí mismo lo que le pertenezca, que encontrar uno que sea capaz de hacerlo por otro? No sólo, en este último caso, se necesita conocer cómo había de hacerse todo para juzgar la idea del que se escogiese, sino también saber discernir la sinceridad, el talento y las demás cualidades del que solicitare nuestros votos. ¿Y si el diputado quisiera servir sinceramente nuestros intereses, no debería preguntar por nuestra opinión, indagar nuestros deseos, acatar nuestras decisiones? Y entonces, ¿por qué dar a nadie el derecho de obrar a su antojo y de engañarnos y traicionarnos si bien lo juzga?
Luis.- Pero como los hombres no pueden hacerlo todo por sí mismos, como no sirven para todo, de aquí la necesidad de que alguno cuide de la cosa pública y arregle los asuntos de la política.
Carlos.- Yo no sé qué es lo que tú entiendes por política. Si entiendes que es el arte de engañar al pueblo y robarle haciéndole gritar lo menos posible, persuádete de que haríamos nosotros mismos otra cosa. Si por política entiendes el interés general, y el modo de hacerlo todo de acuerdo con la mayor ventaja para cada uno, entonces es una cosa de la que debemos ocuparnos y entender todos, como todos, por ejemplo, sabemos acudir a la mesa de un café sin incomodarnos los unos con los otros, divirtiéndonos sin molestia para nadie. ¡Qué diantre! No parece sino que hasta para sonarnos habríamos de necesitar un especialista y darle por añadidura el derecho de arrancarnos la nariz, si no nos sonábamos a su gusto.
Por lo demás, se comprende que el zapato debe hacerlo el zapatero y la casa el albañil. Pero nadie sueña en dar al zapatero y al albañil el derecho de gobernarse, administrarse... Pero volvamos al asunto.
¿Qué han hecho a favor del pueblo los que han ido y van al parlamento y al municipio para hacer el bien general? ¿Y, aún los mismos socialistas, se han mostrado mejores que los demás? Nada, lo que te he dicho, todos son iguales.
Luis.- ¿También la emprendes con los socialistas? ¿Qué quieres que hagamos, si verdaderamente no podemos hacer nada? Somos pocos, y aunque en algún municipio tengamos mayoría, estamos completamente sitiados por las leyes y la influencia de la burguesía que nos ata de pies y manos.
Carlos.- ¿Y por qué vais entonces a votar? ¿Por qué insistís, si no podéis hacer nada? Será porque los elegidos podrán hacer algo para sí mismos, en su provecho propio.
Luis.- Dispensa un momento: ¿Eres anarquista?
Carlos.- ¿Qué te importa lo que soy? Escucha lo que digo, que si ves que mis argumentos son buenos, apruébalos, si no, combátelos y trata de convencerme. Sí, soy anarquista, ¿y qué?
Luis.- ¡Oh, nada! Yo tengo mucho gusto en discutir contigo. También yo soy socialista, pero no anarquista, porque me parece que tus ideas son demasiado avanzadas. Mas, comprendo que en muchas cosas tienes razón. Si hubiera sabido que eras anarquista, no te hubiera dicho que por medio de las elecciones y del parlamento puede obtenerse el bien deseado, porque mientras seamos pobres, serán siempre los ricos los que confeccionen las leyes, y las harán siempre en provecho propio.
Carlos.- ¡Pero tú eres, entonces, un embaucador! ¡Cómo! ¿Sabes la verdad y predicas la mentira? Cuando no sabías que yo era anarquista, decías que eligiendo buenos diputados y buenos concejales se convertiría la Tierra en un verdadero paraíso; ahora que ya sabes lo que soy y que no puede engañárseme en un dos por tres, dices que con el parlamentarismo nada se puede conseguir. ¿Por qué entonces, quebrarme la cabeza con la propaganda de las elecciones? ¿O es que te pagan para engañar a los infelices trabajadores? Sin embargo, yo sé que eres un buen obrero, que eres de los que viven a fuerza de mucho esfuerzo. ¿Por qué, entonces, engañas a tus compañeros haciéndoles que favorezcan los intereses de cualquier renegado, que con la excusa del socialismo lo que busca es darse tono de señor, de gran señor, de gran burgués?
Luis.- No, no, amigo mío. No me juzgues tan mal. Si yo procuro que lo obreros voten, es en interés de la propaganda solamente. ¿No comprendes cuántas ventajas tiene para nosotros el que haya alguno de los nuestros en el parlamento? Puede hacer la propaganda mejor que cualquier otro, porque viaja como le parece y sin que la policía le estorbe mucho; además, cuando habla en la Cámara, todo el mundo se ocupa de las ideas socialistas y las discute. ¿No es eso propaganda? ¿No vamos ganando siempre algo?
Carlos.- ¡Y para propagar te conviertes en agente electoral! ¡Bella propaganda la tuya! Anda, ve y dile a las gentes que todo han de esperarlo del parlamento, que la revolución no conduce a nada, que el obrero no tiene otra cosa que hacer más que depositar un pedazo de papel en la urna y esperar con la boca abierta a que caiga el maná del cielo. ¡Bonita, magnífica, sublime propaganda!
Luis.- Tienes razón, pero ¡qué hacer! ¿Cómo decir a los trabajadores que no se puede esperar nada del parlamento, que los diputados para nada sirven, y propagarles luego que deben votar? Dirían que los tomamos como juguetes.
Carlos.- Bien sé que se necesita algo para decidir a la gente a que vote y elija diputados. Y no sólo se necesita hacer algo, sino también prometer mucho que no se ha de poder cumplir; se necesita hacer la corte a los señores, ser benévolo con el gobierno, encender una vela a San Miguel y otra al diablo, y burlarse de todos. Si no, no se es elegido. ¿Y a qué me vienes a hablar de propaganda, si todo lo que hacéis es contrario completamente a ella?
Luis.- No digo que no tengas razón; más, en fin, convén conmigo que es siempre ventaja tener alguno de los nuestros que pueda levantar la voz en la Cámara, y defender las ideas de emancipación del proletariado.
Carlos.- ¿Una ventaja? Para ellos y aún para alguno de sus amigos, no digo que no. Mas para la masa general del pueblo, de ningún modo. ¡Si por lo menos no fuese esto ya evidente hasta la saciedad! Allá va un año tras otro en que hemos sido bastante necios para mandar al parlamento diputados socialistas. Los hay en la Cámara francesa, los hay en la italiana, los hay en la alemana, en la española y en la argentina, en número bastante crecido y ¿qué hemos obtenido? Que los unos se hagan monárquicos, los otros se alíen con los republicanos, y nadie se ocupe de los intereses populares. ¡Pobres obreros republicanos! Creen hacer un gran bien y no reparan en que son miserablemente engañados. Volviendo a nuestro primer asunto, esto es, a lo que hemos obtenido con el nombramiento de diputados socialistas, resulta que éstos eran perseguidos y tratados como malhechores cuando decían la verdad, y hoy son muy estimados de los grandes señores, y el ministro y el consejero les tienden la mano. Y si son condenados es por cuestiones puramente burguesas que nada tienen que ver con la causa del obrero y, por tanto, no tienen excusa. Todos son perros de una misma raza, o como suele decirse, los mismos perros con distintos collares, que acaban siempre por ponerse de acuerdo para roer el hueso popular, para acabar con la sangre del pueblo. ¡No tengas cuidado, que semejantes personajes expongan sus pechos en un movimiento revolucionario!
Luis.- Eres demasiado severo. Los hombres son hombres y, necesariamente, hay que disculpar sus debilidades. Por lo demás, ¿qué se puede decir si los que hemos nombrado hasta ahora, no han sabido cumplir con su deber, o no han tenido valor suficiente para cumplirlo? ¿Quién dijo que elijamos siempre los mismos? Nombremos, pues, otros mejores.
Carlos.- ¡Ya! Y así el partido socialista vendrá a convertirse en una fábrica de embaucadores. ¿Crees tú que no hemos tenido ya bastantes traidores? ¿O es que hay que colocar a los demás en situación de que lo sean? En fin, ¿crees o no crees que el que al molino va, en la harina se le conoce? El que se mezcla con los burgueses, le toma gusto a vivir sin trabajar. Cuanta más gente pase por el poder, tanta más se corromperá. Aunque pasase alguno que tuviera bastante buen temple para no corromperse, sería lo mismo, porque amando la causa popular, no podría oponerse a la propaganda con la esperanza de ser útil más tarde.
Yo creo firmemente en la sinceridad del que, diciéndose socialista, corre todos los riesgos, se expone a perder su jornal, a ser perseguido y encarcelado. En cambio, me inspiran poca confianza los que hacen del socialismo un oficio, que nada hacen que pueda comprometerles, que buscan la popularidad huyendo del peligro, esto es, que saben nadar y guardar la ropa, como suele decirse gráficamente. Me parece que son como los curas, que predican para su santo negocio.
Luis.- Traspasas el límite de lo racional, amigo mío, porque entre los que has insultado, están los que han trabajado y sufrido por la causa común, están los que tienen un pasado...
Carlos.- No vengas ahora a romperme la cabeza con el pasado. El mismo Crispi ha sido en otros tiempos revolucionario, ha expuesto la piel y ha sufrido como tantos otros. ¿Vamos por esto a respetarlo ahora que se ha convertido en un reaccionario, en un tiranuelo de los más repugnantes?
Esos individuos de quienes hablas son los mismos que deshonran y mancillan su propio pasado, y en nombre de ese mismo pasado podemos condenarlos porque han renegado de él. En todas partes hay ejemplos de lo que digo: la mayor parte de los prohombres republicanos de la republicana Francia han sido más o menos revolucionarios en otros tiempos, y hoy son unos doctrinarios de la peor estofa. Hay en el partido conservador inglés quien ha llegado en otras épocas hasta a aceptar el programa de la Internacional. En España, no sólo Castelar y Salmerón, sino también Sagasta y Cánovas, entre muchos republicanos y monárquicos, fueron, quien más quien menos, revolucionarios decididos, y hoy todos se avienen con las ideas y procedimientos más retrógrados, explotando al pueblo desde el poder unos, engañándole desde la oposición otros.
Luis.- Bueno, hombre, no sé cómo he de convencerte. Vaya enhoramala el parlamentarismo, pero has de convenir que en cuanto al municipio ya es otra cosa. Aquí es más fácil obtener mayoría y hacer el bien del pueblo.
Carlos.- ¡Pero si tú mismo has dicho que los concejales están atados de pies y manos y que al fin y a la postre, tanto en la Cámara como en el municipio, son siempre los ricos los que mandan! Por lo demás, ya hemos visto bastantes ejemplos. En la vecina ciudad lo mismo que en cualquiera, han ido los socialistas al ayuntamiento y, ¿sabes lo que han hecho? Habían prometido suprimir el impuesto de consumos y facilitar los medios para que los niños pudieran ir cómodamente a la escuela desde el pueblo a la ciudad, y nada han hecho. Y después, cuando el pueblo murmura, aquellos señores socialistas hablan en sus mismos periódicos del eterno descontento, como pudieran hacerlo los mismos representantes de la autoridad y de la burguesía. Además, cuando van al municipio, no tienen dónde caerse muertos, y luego se procuran buenas colocaciones para sí y sus parientes, de modo que puedan vivir sin trabajar, y luego dicen que quieren hacer el bien del pueblo.
Luis.- ¡Pero esas son calumnias!
Carlos.- Admitamos que hay algo de calumnioso, ¿y lo que yo he visto con mis propios ojos? Dicen que cuando el río suena agua lleva, y en esta ocasión no puede ser más cierto; lo cual perjudica en gran modo al partido socialista. El socialismo, que debiera ser la esperanza y el consuelo del pueblo, de la clase trabajadora, se hace objeto de sus maldiciones cuando se halla en el poder, en el parlamento o en el municipio. ¿Aún dirás que ésta es propaganda propiamente dicha?
Luis.- ¡No seas así! Si no estás satisfecho de los que nos representan, nombremos otros; la culpa la tienen siempre los electores, porque son los burgueses los que nombran a los que quieren.
Carlos.- ¡Y dale! ¿Hablo con una piedra o con quién hablo? Sí, señor, la culpa la tienen los electores y los no electores, porque debieran prescindir de los parlamentos y de los municipios, como cosa completamente inútil para el bien del pueblo. Farsa por farsa, debemos quedarnos sin ninguna. El parlamento, las diputaciones y los municipios, son farsas que nos cuestan muy caras y que para nada sirven. Y tú, que no ignoras que aquellos de los nuestros que van al parlamento, a la diputación o al municipio, conviértanse o no en embaucadores, nada pueden hacer por la clase trabajadora, salvo echarle tierra en los ojos para mayor tranquilidad de los señores; tú debes esforzarte para destruir esa estúpida fe en el sufragio.
La causa fundamental de la miseria y de todos los males sociales es la propiedad individual (a causa de la cual el hombre no puede producir sino aceptando las condiciones que le imponga el que monopoliza la tierra y los instrumentos de trabajo) y el gobierno, el cual defiende a los explotadores y explota por su propia cuenta.
Y los burgueses, antes que dejen que se ponga la mano sobre estas dos instituciones: la propiedad y el gobierno, las defenderán a todo trance. Engañan, mistifican y pervierten todo, y cuando esto no basta, a la prisión, al destierro y hasta al cadalso apelan contra nosotros. ¡Si quieres mejor elección!
Nosotros queremos la revolución; una revolución completa que no deje la menor memoria de la infamia actual. Se necesita declararlo todo, tierra e instrumentos de trabajo, propiedad común; se necesita, es preciso que todos tengamos pan, casa y vestidos; es indispensable que los campesinos supriman al burgués y cultiven la tierra por su propia cuenta y la de sus compañeros de trabajo; que el obrero industrial prescinda también del burgués que le explota, y organice la producción en beneficio general; y, además, es muy necesario no volverse a acordar del gobierno, no dar poder a nadie y hacer cada uno todas las cosas por sí mismo. Cada cual se entenderá dentro de un municipio o pueblo con sus compañeros de oficio y con todos los que tengan necesidad de entenderse en los pueblos más cercanos. Los municipios se entenderán unos con otros; las comarcas con las comarcas, las regiones con las regiones también. Los de un mismo oficio en diferentes localidades se entenderán entre sí, y así se llegará al acuerdo general, y se llegará ciertamente porque en ello va el interés de todos. Entonces, no nos veremos como el perro y el gato, no estaremos en guerra permanente, no pereceremos en manos de una concurrencia infame. Las máquinas ya no serán de utilidad exclusiva de los burgueses ni servirán para dejar sin trabajo y sin pan a la mayor parte de los nuestros, de los que producen y están siempre condenados a la esclavitud y a la miseria; pero servirán en cambio, para hacer el trabajo menos pesado, más útil y más ventajoso para todos. No habrá ya tierras incultas, ni sucederá que el que las cultive no produzca más que la décima parte de lo que debe producir, porque se aplicarán todos los medios ya conocidos para aumentar y mejorar la producción de la tierra y de la industria, de tal modo que el hombre podrá satisfacer siempre sus necesidades espléndidamente.
Luis.- Todo lo que dices es muy bello y verlo quisiera. Yo también encuentro muy buenas vuestras aspiraciones, pero ¿cómo realizarlas? Ya sé que el único medio es la revolución, y que por muchas vueltas que se le dé, por la revolución se acabará. Mas, como por el momento la revolución no podemos hacerla, hacemos en tanto lo que podemos y no pudiendo hacer otra cosa mejor, agitamos la opinión por medio de las elecciones. Así nos movemos siempre, y siempre se hace propaganda.
Carlos.- ¡Cómo! ¿Hablas ahora de propaganda? ¿No sabes qué clase de propaganda has hecho con las elecciones? Vosotros habéis dejado a un lado el programa socialista y os mezcláis con todos esos charlatanes demócratas, que no se ocupan más que de conquistar el poder y hacer luego lo que han hecho todos sus compañeros en democracia, ocuparse ante todo de sí mismos. Vosotros habéis introducido la división y la guerra personal entre los socialistas. Vosotros habéis abandonado la propaganda de los principios por la propaganda a favor de Zutano o de Mengano.
Ya no habláis de revolución, y aunque habléis no pensáis, ni por asomo, en hacerla, en provocarla; y esto es natural, porque el camino del parlamento no es el de las barricadas. Habéis corrompido a un cierto número de compañeros que sin la tentación a que los sometisteis hubieran permanecido honrados. Habéis fomentado ciertas ilusiones que hicieron olvidar la revolución, y cuando se desvanecieron, nos hicieron desconfiar de todo y de todos. Habéis desacreditado al socialismo entre las masas que empezaron a considerarse como un partido de gobierno, y han sospechado de vosotros y os han despreciado, como hace siempre el pueblo con todos los que llegan o pretenden llegar al poder.
Luis.- Dime, entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? ¿Qué hacéis vosotros? ¿Por qué en vez de hacernos la guerra no tratáis de hacernos mejores?
Carlos.- Yo no te he dicho que nosotros hayamos hecho y hagamos todo lo que se puede y debe hacer. Aún de esto mismo tenéis vosotros mucha culpa, porque con vuestras mistificaciones y deserciones habéis paralizado por muchos años nuestra acción, y nos habéis obligado a emplear grandes esfuerzos para combatir vuestra tendencia, que si hubiera prevalecido, no hubiera quedado del socialismo más que el nombre. Pero esto creemos que no se repetirá. Por una parte, nosotros hemos aprendido mucho y estamos en situación de aprovechar la experiencia obtenida y corregir los errores del pasado. Por otra, entre vosotros mismos la gente empieza a ver con malos ojos las malditas elecciones. La experiencia es de tantos años y vuestros representantes se han significado tan poco, que hoy todos los que aman sinceramente la causa y tienen espíritu revolucionario, tienen forzosamente que abrir los ojos.
Luis.- Y bien, haced la revolución, y estad seguros que nosotros nos encontraremos a vuestro lado, cuando hagáis las barricadas. ¿Nos tomáis acaso por cobardes?
Carlos.- Es una cosa muy cómoda, ¿no es verdad? ¡Haced la revolución, y luego, cuando esté hecha, nos veremos! Pero si vosotros sois revolucionarios, ¿por qué no ayudáis a prepararla?
Luis.- Escucha: por mi parte, te aseguro que si viera un medio práctico para poder ser útil a la revolución, enviaría al diablo elecciones y candidatos, porque, a decir verdad, comienzo a tener yo también la cabeza llena de política, y confieso también que lo que me has dicho hoy me ha hecho un poco de impresión; no te puedo decir que no tengas razón.
Carlos.- ¿No sabes lo que se puede hacer? ¡Pero si yo te digo que la práctica de la lucha electoral hace perder hasta el criterio de la buena propaganda socialista y revolucionaria! Y, sin embargo, basta saber lo que se quiere y quererlo firmemente para encontrar mil cosas útiles para hacer. Ante todo, propaguemos los verdaderos principios socialistas, y en lugar de contar mentiras y dar falsas esperanzas a los electores y a los no electores, incitemos en esas mentes el espíritu de rebelión y el desprecio al parlamentarismo. Hagamos de modo que los trabajadores no voten, y que las elecciones se las hagan ellos, gobierno y capitalistas, en medio de la indiferencia y del desprecio del pueblo; porque cuando se ha destruido la fe en las urnas, nace lógicamente la necesidad de hacer la revolución. Vayamos a los grupos y a las reuniones electorales, pero para desbaratar los planes y las mentiras de los candidatos, y para explicar siempre los principios socialistas-anárquicos, es decir, la necesidad de quitar el gobierno y desposeer a los propietarios. Entremos en todos los sindicatos obreros, hagamos otros nuevos, y siempre para hacer la propaganda y hablar de todo aquello que debemos hacer para emanciparnos. Pongámonos en la primera fila en las huelgas, provoquémoslas siempre para ahondar el abismo entre patronos y obreros y empujemos siempre las cosas cuanto más adelante mejor. Hagamos comprender a todos aquellos que mueren de hambre y de frío, que todas las mercancías que llenan los almacenes les pertenecen a ellos, porque ellos fueron los únicos constructores, e incitémosles y ayudémosles para que las tomen. Cuando suceda alguna rebelión espontánea, como varias veces ha acontecido, corramos a mezclarnos y busquemos de hacer consistente el movimiento exponiéndonos a los peligros y luchando juntos con el pueblo. Luego, en la práctica, surgen las ideas, se presentan las ocasiones. Organicemos, por ejemplo, un movimiento para no pagar los alquileres; persuadamos a los trabajadores del campo de que se lleven las cosechas para sus casas, y si podemos, ayudémoslos a llevárselas y a luchar contra dueños y guardias que no quieran permitirlo. Organicemos movimientos para obligar a los municipios a que hagan aquellas cosas grandes o chicas que el pueblo desee urgentemente, como, por ejemplo, quitar los impuestos que gravan todos los artículos de primera necesidad. Quedémonos siempre en medio de la masa popular y acostumbrémosla a tomarse aquellas libertades que con las buenas formas legales nunca le serían concedidas.
En resumen: cada cual haga lo que pueda según el lugar y el ambiente en que se encuentra, tomando como punto de partida los deseos prácticos del pueblo, y excitándole siempre nuevos deseos. Y en medio de toda esta actividad, vayamos eligiendo aquellos elementos que poco a poco van comprendiendo y aceptando con entusiasmo nuestras ideas; juntémonos en pacto mutuo, y preparemos así las fuerzas para una acción decisiva y general.
Ved, dentro de poco, por ejemplo, viene el asunto del Primero de Mayo. En todo el mundo los obreros se preparan a efectuar una grandiosa manifestación para ese día, no trabajando. Hay muchos que lo hacen simplemente para obtener la jornada de ocho horas de trabajo, pero hay también aquellos que no se conforman con esto. Y piensan quitarse de encima, de una manera radical, todas esas sanguijuelas que con el nombre de capitalistas o patronos, chupan la sangre a los trabajadores. Y bien, nosotros debemos aceptar este práctico terreno de acción que nos ofrecen las masas mismas. Trabajemos entonces desde ahora e incansablemente, para que el próximo Primero de Mayo nadie trabaje y nadie vuelva a hacerlo sino como trabajador libre, asociado a compañeros libres y en talleres de propiedad de todos. Y cuando venga ese Primero de Mayo, salgamos a la calle con la muchedumbre y hagamos aquello que la disposición del pueblo nos aconseje. No será quizás la revolución, porque los gobiernos están muy prevenidos y el pueblo aún no sabe luchar; pero, ¡quién sabe! ... si pudiéramos dar al movimiento una gran extensión, los gobiernos se verían impotentes para reprimirlo. De cualquier modo, el pueblo tendrá ocasión de ver y sentir su fuerza, y una vez que se haya dado cuenta de su fuerza y la haya visto desplegada, no tardará en servirse de ella.
Luis.- ¡Muy bien; me gusta! ¡Al diablo las elecciones y pongámonos manos a la obra! Venga esa mano. ¡Viva la anarquía y la revolución social!
Carlos.- ¡Viva!


Fuente: edición PDF a cargo de Emancipación

miércoles, 17 de julio de 2013

Anarquismo y ciencia - Errico Malatesta

El texto a continuación fue elaborado a partir de diversos artículos de Errico Malatesta publicados en la prensa anarquista a principios de siglo pasado, y corresponde a un fragmento del capítulo I del libro Malatesta, pensamiento y acción revolucionarios, compilado a cargo de Vernon Richards. Para más información, referencias y citas pueden consultar el libro haciendo clic aquí  


La ciencia es un arma que puede servir para el bien o para el mal; pero ella misma ignora completamente la idea de bien y de mal. Por lo tanto, no somos anarquistas porque la ciencia nos diga que lo seamos; lo somos, en cambio, por otras razones, porque queremos que todos puedan gozar de las ventajas y las alegrías que la ciencia procura.

En la ciencia, las teorías, siempre hipotéticas y provisorias, constituyen un medio cómodo para reagrupar y vincular los hechos conocidos, y un instrumento útil para la investigación, el descubrimiento Y la interpretación de hechos nuevos: pero no son la verdad. En la vida –quiero decir en la vida social– sólo son el revestimiento científico con que algunos gustan de recubrir sus deseos y voluntades. El cientificismo (no digo la ciencia) que prevaleció en la segunda mitad del siglo, produjo la tendencia a considerar como verdades científicas, es decir, como leyes naturales y por lo tanto necesarias y fatales, lo que sólo era el concepto, correspondiente a los diversos intereses y a las diversas aspiraciones, que cada uno tenía de la justicia, del progreso, etcétera, de lo cual nació “el socialismo científico” y, también “el anarquismo científico”, que aunque profesados por nuestros mayores, a mí siempre me parecieron concepciones barrocas, que confundían cosas y conceptos distintos por su naturaleza misma.

Pueden estar equivocados o tener razón, pero en todo caso me complazco en haber podido escapar a la moda de la época, y por lo tanto a todo dogmatismo y pretensión de poseer la “verdad social” absoluta. Yo no creo en la infalibilidad de la ciencia, ni en su capacidad de explicarlo todo, ni en su misión de regular la conducta de los hombres, como no creo en la infalibilidad del Papa, en la moral revelada y en el origen divino de las Sagradas Escrituras. Yo sólo creo en las cosas que pueden probarse; pero sé muy bien que las pruebas son algo relativo y pueden superarse y anularse continuamente mediante otros hechos probados, cosa que en verdad suele ocurrir; y creo, por lo tanto, que la duda debe ser la posición mental de quien aspire a aproximarse cada vez más a la verdad o, por lo menos, a esa porción de verdad que es posible alcanzar...

A la voluntad de creer, que no puede ser más que la voluntad de anular la propia razón, opongo la voluntad de saber, que deja abierto ante nosotros el campo ilimitado de la investigación y el descubrimiento. Pero como ya he dicho, sólo admito lo que puede probarse de modo de satisfacer a mi razón, y sólo lo admito provisoriamente, relativamente, siempre en espera de nuevas verdades, más verdaderas que las adquiridas hasta ahora. Nada de fe, entonces, en el sentido religioso de la palabra. También yo digo a veces que es necesaria la fe, que en la lucha por el bien se requieren hombres de fe segura, que se mantengan firmes en la borrasca como una torre cuya cima nunca oscila con el soplo de los vientos. Y existe incluso un diario anarquista que, inspirándose evidentemente en esa necesidad, se titula Fede! Pero se trata en este caso de otro significado de la palabra. En este contexto fe significa voluntad firme y fuerte esperanza, y no tiene nada en común con la creencia ciega en cosas que parecen incomprensibles o absurdas. Pero ¿cómo concilio esta incredulidad en la religión y esta duda, que llamaría sistemática, respecto de los resultados definitivos de la ciencia, con una norma moral y con la firme voluntad y la fuerte esperanza de realizar mi ideal de libertad, de justicia y de fraternidad humana?

Es que yo no pongo la ciencia donde la ciencia no tiene nada que hacer. La misión de la ciencia es descubrir y formular las condiciones en las cuales el hecho necesariamente se produce y se repite: es decir, decir lo que es y lo que necesariamente debe ser, y no lo que los hombres desean o quieren. La ciencia se detiene donde termina la fatalidad y comienza la libertad. Sirve al hombre porque le impide perderse en quimeras imposibles, y a la vez le proporciona los medios para ampliar el tiempo que corresponde a la libre voluntad: capacidad de querer que distingue a los hombres, y quizás en grados diversos a todos los animales, de las cosas inertes y de las fuerzas inconscientes. En esta facultad de querer es donde hay que buscar las fuentes de la moral, las reglas de la conducta.

Yo protesto contra la calificación de dogmático, porque pese a estar firme y decidido en lo que quiero, siempre siento dudas en lo que sé y pienso que, pese a todos los esfuerzos realizados para comprender y explicar el Universo, no se ha llegado hasta ahora, no digamos a la certeza, sino ni siquiera a una probabilidad de ella; y no sé si la inteligencia humana podrá llegar a ella alguna vez. En cambio, la calificación de mentalidad cientificista no me desagrada en absoluto y me placería merecerla; en efecto, la mentalidad cientificista es la que busca la verdad con método positivo, racional y experimental, no se engaña nunca creyendo haber encontrado la Verdad absoluta y se contenta con acercarse a ella fatigosamente, descubriendo verdades parciales, que consideraba siempre como provisorias y revisables. El científico, tal como debería ser en mi opinión, es el que examina los hechos y extrae las consecuencias lógicas de éstos cualesquiera que sean, en oposición con aquellos que se forjan un sistema y luego tratan de confirmarlo en los hechos y, para lograr esa confirmación, eligen inconscientemente los que les convienen pasando por alto los otros y forzando y desfigurando a veces la realidad para constreñirla y hacerla entrar en los moldes de sus concepciones. El hombre de ciencia emplea hipótesis de trabajo, es decir, formula suposiciones que le sirven de guía y de estímulo en sus investigaciones, pero no es víctima de sus fantasmas tomando sus suposiciones por verdades demostradas, a fuerza de servirse de ellas, y generalizando y elevando a la categoría de ley, con inducción arbitraria, todo hecho particular que convenga a su tesis.

El cientificismo que yo rechazo y que, provocado y alimentado por el entusiasmo que siguió a los descubrimientos verdaderamente maravillosos que se realizaron en aquella época en el campo de la fisicoquímica y de la historia natural, dominó los espíritus en la segunda mitad del siglo pasado, es la creencia en que la ciencia lo sea todo y todo lo pueda, es el aceptar como verdades definitivas, como dogmas, todos los descubrimientos parciales; es el confundir la Ciencia con la Moral, la Fuerza en el sentido mecánico de la palabra, que es una entidad definible y mensurable, con las fuerzas morales, la Naturaleza con el Pensamiento, la Ley natural con la Voluntad. Tal actitud conduce, lógicamente, al fatalismo, es decir, a la negación de la voluntad y de la libertad.

Kropotkin, en su intento de fijar “el lugar del Anarquismo en la ciencia moderna”, encuentra que el “Anarquismo es una concepción del universo basada sobre la interpretación mecánica de los fenómenos que abrazan toda la naturaleza, sin excluir la vida de la sociedad”. Esto es filosofía, aceptable o no, pero no es ciertamente ciencia ni Anarquismo. La ciencia es la recolección y la sistematización de lo que se sabe o se cree saber: enuncia el hecho y trata de descubrir la ley de éste, es decir, las condiciones en las cuales el hecho ocurre y se repite necesariamente. La ciencia satisface ciertas necesidades intelectuales y es, al mismo tiempo, eficacísimo instrumento de poder. Mientras indica en las leyes naturales el límite al arbitrio humano, hace aumentar la libertad efectiva del hombre al proporcionarle la manera de usufructuar esas leyes en ventaja propia.

La ciencia es igual para todos y sirve indiferentemente para el bien y para el mal, para la liberación y para la opresión. La filosofía puede ser una explicación hipotética de lo que se sabe, o un intento de adivinar lo que no se sabe. Plantea los problemas que escapan, por lo menos hasta ahora, a la competencia de la ciencia e imagina soluciones que, por no ser susceptibles de prueba, en el estado actual de los conocimientos, varían y se contradicen de filósofo a filósofo. Cuando no se transforma en un juego de palabras es un fenómeno de ilusionismo; puede servir de estímulo y de guía para la ciencia, pero no es la ciencia.

El anarquismo es, en cambio, una aspiración humana, que no se funda sobre ninguna necesidad natural verdadera o supuesta, y que podrá realizarse según la voluntad humana. Aprovecha los medios que la ciencia proporciona al hombre en la lucha contra la naturaleza y contra las voluntades contrastantes; puede sacar provecho de los progresos del pensamiento filosófico cuando éstos sirvan para enseñar a los hombres a razonar mejor y a distinguir con más precisión lo real de lo fantástico; pero no se lo puede confundir, sin caer en el absurdo, ni con la ciencia ni con ningún sistema filosófico.

Veamos si realmente “la concepción mecánica del Universo” explica los hechos conocidos. Veremos luego si se la puede por lo menos conciliar, hacerla coexistir lógicamente con el anarquismo o con cualquier aspiración a un estado de cosas distinto del que existe. El principio fundamental de la mecánica es la conservación de la energía: nada se crea y nada se destruye. Un cuerpo no puede ceder calor a otro sin enfriarse en la misma medida; una forma de energía no puede transformarse en otra (movimiento en calor, calor en electricidad o viceversa, etcétera) sin que lo que se adquiere de una manera se pierda de otra. En síntesis, en toda la naturaleza física se verifica el mismo y conocidísimo hecho de que si uno tiene diez centavos y gasta cinco, sólo le quedan cinco, ni uno más ni uno menos. En cambio, si uno tiene una idea la puede comunicar a un millón de personas sin perder nada de ella, y cuanto más se propaga esa idea tanta mayor fuerza y eficacia adquiere. Un maestro enseña a otro lo que él sabe, y no por ello se vuelve menos sabio, sino, por el contrario, al enseñar aprende mejor y enriquece su mente. Si un trozo de plomo lanzado por una mano homicida trunca la vida de un hombre de genio, la ciencia podrá explicar en qué se transforman todos los elementos materiales, todas las energías físicas que existían en el muerto cuando estaba vivo, y demostrar que después de desintegrado el cadáver no queda nada del hombre en la forma que antes tenía, pero que al mismo tiempo nada se ha perdido materialmente, porque cada átomo de aquel cuerpo reaparece con todas sus energías en otras combinaciones. Pero las ideas que aquel genio lanzó al mundo, los inventos que realizó, subsisten y se propagan y pueden tener una enorme fuerza; mientras que, por otra parte, las ideas que todavía maduraban en él y que se habrían desarrollado si él no hubiera muerto, están perdidas y ya no será posible reencontrarlas.

¿Puede explicar la mecánica este poder, esta cualidad específica de los productos mentales? No se me pida, por favor, que explique de otra manera este hecho que la mecánica no logra explicar. Yo no soy un filósofo; pero no es necesario ser filósofo para ver ciertos problemas que más o menos atormentan a todas las mentes pensantes. Y el no saber resolver un problema no lo obliga a uno a aceptar soluciones que no lo satisfacen... tanto más que las soluciones que ofrecen los filósofos son muchas y se contradicen entre sí. Y veamos ahora si el “mecanicismo” es conciliable con el anarquismo. En la concepción mecánica (como por lo demás en la concepción teísta) todo es necesario, todo es fatal, nada puede ser diferente de lo que es. De hecho, si nada se crea ni se destruye, si la materia y la energía (sean lo que fueren) son cantidades fijas sometidas a leyes mecánicas, todos los fenómenos están combinados entre sí de una manera inalterable.
 
Kropotkin dice: “Puesto que el hombre es una parte de la naturaleza, puesto que su vida personal y social es también un fenómeno de la naturaleza –del mismo modo que el crecimiento de una flor o la evolución de la vida en las sociedades de hormigas y de monos–, no hay ninguna razón para que al pasar de la flor al hombre y de una aldea de castores a una ciudad humana, debamos abandonar el método que nos había servido tan bien hasta entonces y buscar otro en el arsenal de la metafísica”. Y ya el gran matemático Laplace, a fines del siglo xviii, había dicho: “Estando dadas las fuerzas que animan a la naturaleza y la situación respectiva de los seres que la componen, una inteligencia suficientemente amplia conocería el pasado y el porvenir tan bien como el presente”.

Ésta es la pura concepción mecánica; todo lo que ha sido debía ser, todo lo que es debe ser, todo lo que será deberá ser necesariamente, fatalmente, en todos los mínimos detalles particulares de posición y de movimiento, de intensidad y de velocidad. Dentro de tal concepción, ¿qué significado pueden tener las palabras “voluntad, libertad, responsabilidad”? ¿Y para qué serviría la educación, la propaganda, la rebelión? No se puede modificar el curso predestinado de los acontecimientos humanos tal como no se puede modificar el curso de los astros o “el crecimiento de una flor”. ¿Y entonces? ¿Qué tiene que ver con esto el Anarquismo?

Tenemos nuestra mesa de trabajo colmada de escritos de excelentes camaradas que queriendo dar “una base científica” al anarquismo incurren en confusiones que resultarían ridículas si no fueran patéticas por la evidencia del esfuerzo realizado en la sincera creencia de que prestaban servicios a la causa y lo más patético de todo es que la mayoría de ellos se excusan de no haber podido hacerlo mejor porque no pudieron estudiar. Pero entonces, ¿por qué confundirse en lo que no se sabe, en vez de hacer buena propaganda fundada sobre las necesidades y aspiraciones humanas?  

No es por cierto necesario ser un doctor para resultar un anarquista bueno y útil –más aún, en ciertas ocasiones es peor serlo–. ¡Pero para hablar de ciencia podría quizá no ser inútil saber algo de ella! Y no se nos acuse, como lo hizo recientemente un compañero, de tener en poca estima la ciencia. Al contrario, sabemos qué cosa hermosa, grande, poderosa y útil es la ciencia; sabemos en qué medida sirve a la emancipación del pensamiento y al triunfo del hombre en la lucha contra las fuerzas adversas de la naturaleza: y querríamos por ello que nosotros mismos y todos nuestros compañeros tuviéramos la posibilidad de hacernos de la ciencia una idea sintética y de profundizarla por lo menos en una de sus innumerables ramas.

En nuestro programa está escrito no sólo pan para todos, sino también ciencia para todos. Pero nos parece que para hablar útilmente de ciencia seria necesario formarse primero un concepto claro de sus finalidades y función. La ciencia, como el pan, no es un don gratuito de la naturaleza. Hay que conquistarla con fatiga, y nosotros combatimos para crear condiciones que posibiliten a todos esa fatiga.

El fin de la investigación científica es estudiar la naturaleza, descubrir el hecho y las “leyes” que la rigen, es decir, las condiciones en las cuales el hecho ocurre necesariamente y se reproduce necesariamente. Una ciencia está constituida cuando puede prever lo que ocurrirá, sin que importe si sabe o no decir por qué ocurrirá; si la previsión no se verifica, quiere decir que había un error y sólo resta proceder a una indagación más amplia y profunda. El azar, el arbitrio, el capricho, son conceptos extraños a la ciencia, la cual investiga lo que es fatal, lo que no puede ser de otra manera, lo que es necesario. Esta necesidad que vincula entre sí, en el tiempo y el espacio, a todos los hechos naturales y que es tarea de la ciencia investigar y descubrir, ¿abarca todo lo que ocurre en el Universo, incluidos los hechos psíquicos y sociales? Los mecanicistas dicen que sí, y piensan que todo está sometido a la misma ley mecánica, todo está predeterminado por los antecedentes fisicoquímicos: así ocurre con el curso de los astros, la eclosión de una flor, la agitación de un amante, el desarrollo de la historia humana. Estoy totalmente de acuerdo en que el sistema aparece bello y grandioso, menos absurdo, menos incomprensible que los sistemas metafísicos, y si se pudiese demostrar que es verdadero, satisfaría completamente el espíritu. Pero entonces, pese a todos los esfuerzos pseudológicos de los deterministas para conciliar el sistema con la vida y con el sentimiento moral, no queda lugar en él, ni pequeño ni grande, ni condicionado ni incondicionado, para la voluntad y para la libertad. Nuestra vida y la de las sociedades humanas estaría totalmente predestinada y sería previsible, ab eterno y por toda la eternidad, en todos sus mínimos detalles particulares, tal como cualquier otro hecho mecánico, y nuestra voluntad sería una simple ilusión como la de la piedra de la que habla Spinoza, que al caer tuviese conciencia de su caída y creyese que cae porque ella quiere caer.

Admitido esto, cosa que los mecanicistas y deterministas no pueden no admitir sin contradecirse, se vuelve absurdo querer regular la propia vida, querer educarse y educar, reformar en un sentido u otro la organización social. Todo este afanarse de los hombres para preparar un porvenir mejor sólo sería el inútil fruto de una ilusión y no podría durar después de haberse.



Errico Malatesta