En la primavera de 1879 apareció en el
mercado literario de Suecia una novela social titulada La alcoba roja.
Su autor, Augusto Strindberg, ya no era entonces una figura desconocida
en el mundo de las letras, pero antes no se le había prestado mayor
atención. Sólo merced a la obra mencionada su nombre se hizo célebre en
su patria y poco después en todos los países cultos de Europa. Existen
pocos libros que hayan ejercido, como esta novela social, una influencia
tan poderosa y radical sobre los contemporáneos. Su aparición ha sido
algo más que un simple acontecimiento literario: fue una actitud
valerosa y revolucionaria.
La literatura sueca de aquella época estaba totalmente dominada por un
espíritu reaccionario y conservador, era un reflejo fiel de la estancada
sociedad de Suecia. Años antes, Ibsen, en Noruega, había declarado la
guerra a la sociedad oficial con su drama Los puntales de la sociedad.
La obra de Ibsen había hallado también cierta resonancia entre la parte
más liberal de la juventud sueca, pero en general esa influencia no fue
poderosa. Sólo el libro de Strindberg logró desbaratar el espíritu
conservador e implantar una nueva vida en la sociedad de Suecia. Bien
pronto se formaron dos partidos que se combatían vehementemente. Entre
la juventud de aquel país el libro encontró admiradores apasionados, mas
en los viejos círculos conservadores levantaron su voz multitud de
adversarios empedernidos. La crítica reaccionaria atacó rudamente a
Strindberg, empleando las armas más envenenadas y exigiendo que sus
obras fueran boicoteadas.
En este sentido es sintomático el juicio del diario conservador de
Estocolmo Aftonbladt, el cual declaró que el autor de La alcoba roja ni
siquiera entendía los principios elementales del arte literario. “Todo
este mamarracho -decía el periódico- nos hace la impresión de unos
muchachos traviesos que jugando en un charco se complacen en salpicar a
la gente que pasa por ahí”.
Análogas observaciones aparecieron repetidas veces en la prensa
conservadora; pero todo lo que ésta consiguió con sus injurias
hiperbólicas, inspiradas en un odio fanático, fue que Strindberg se
convirtiera repentinamente en una personalidad famosa en la literatura
universal.
La forma literaria elegida por el artista sueco para su novela social
fue la naturalista, hecho que provocó la reprobación unánime de los
“estetas”; empero, lo que más se censuraba eran las tendencias
revolucionarias que el autor desarrollaba en su libro y la manera cómo
destruía los prejuicios sociales preconizando la guerra contra las
mentiras convencionales.
En realidad, La alcoba roja no
era una novela tendenciosa común, como lo pretendía la crítica
conservadora; en esa obra se revelaba un talento excepcional y un
artista multiforme e ingenioso. Era, en Suecia, el primer libro que
arrancaba el velo estético de la realidad brutal y que representaba las
formas sociales en su desnudez repugnante; era la obra de un
revolucionario, de un destructor que no sentía temor por las
consecuencias. Los filisteos de mentalidad estrecha que presentaron a
Strindberg como un cínico desvergonzado, un hombre de instintos
perversos que se deleitaba en revolcarse en el lodo, pronunciaron, al
afirmarlo, su propia sentencia. Jamás el filisteo comprenderá la
verdadera grandeza y su simpatía o antipatía será siempre la expresión
de sus sentimientos mezquinos y de sus prejuicios estrechos. El estado
psicológico de Strindberg al escribir La alcoba roja no era el de un
cínico, indudablemente; era el vigoroso estado de ánimo de un joven
titán que rompía las cadenas de la tradición con que le hiciera cargar
la sociedad oficial; era la lucha contra las mentiras convencionales de
la civilización moderna, la batalla de la vida contra el estancamiento y
la reacción.
En su novela autobiográfica El hijo de una sirena, describe Strindberg
el fogoso estado psicológico que lo dominaba en aquel período. Refiere
allí la impresión poderosa que produjo en él Los bandidos de Schiller.
Todos los sentimientos e ideas ocultas hallaron bruscamente en él una
expresión clara y manifiesta. Los obscuros ensueños del joven Johan
(Strindberg) tuvieron de repente una vigorosa exteriorización
revolucionaria. “De modo, pues, que había otro hombre y al propio tiempo
un poeta famoso, que sentía la misma repugnancia por la educación
oficial de nuestras escuelas y universidades; un hombre que hubiera
preferido ser un Robinson o un salteador de caminos antes que dejarse
inscribir como miembro de ese inmenso ejército que se llama sociedad”.
“¿Y éste es Schiller? ¿El mismo Schiller que escribió la historia
ridícula de la guerra de los Treinta años y el flojo drama Wallestein?”.
Sí, era el mismo. Allí se predicaba la revuelta, la revolución; el
alzamiento contra las leyes, contra las costumbres, contra la religión.
Era la revolución de 1781, anterior en ocho años a la gran revolución
francesa. Y aquel era el programa de los anarquistas de cien años atrás,
y Guillermo Marr resultaba nihilista. El drama apareció con un león en
la portada y con el lema “In tyrannos” (Contra los tiranos). El poeta,
que contaba veintidós años de edad, tuvo que huir. Nadie, pues, podía
dudar de la intención de la obra, la cual ostentaba además un segundo
lema, de Hipócrates: “Lo que no puede curar la medicina, lo cura el
hierro y lo que no puede curar el hierro lo cura el fuego”.
¡Y qué magnífico es el comentario del artista sueco al conocido
“Prólogo”, en el cual el dramaturgo alemán trató de justificar ante la
sociedad oficial su obra revolucionaria!
“¿Decía Schiller la verdad al escribir su drama y mentía al publicar más
tarde su prefacio? En ambos casos dijo la verdad, pues el hombre tiene
una existencia doble: a veces aparece como hombre de la naturaleza;
otras, como hombre de la sociedad. Parece que Schiller, sentado ante su
escritorio, solo, aislado, trabajaba bajo el influjo de ciegos instintos
naturales, como ocurre con otros, sobre todo con los poetas jóvenes.
Escribió sin tomar en cuenta la opinión de los hombres, sin pensar en el
público, en las leyes y en la constitución. Por un instante alzó el
velo y conoció en toda su grandeza las mistificaciones de la sociedad.
El silencio de la noche, que los poetas jóvenes eligen generalmente para
su labor, no les recuerda la vida rumorosa, artificial y complicada de
afuera; la oscuridad cubre los edificios de piedra, detrás de los cuales
duermen las bestias humanas. Pero luego llega la aurora, el día
luminoso, el ruido de la calle, la gente, los amigos, la policía, el
repiqueteo de las campanas y el profeta empieza a temblar ante sus
propias ideas. La opinión pública levanta su voz, claman los diarios,
los amigos desaparecen y el temor a la soledad penetra en el alma del
rebelde que se insurreccionara -le dice ésta- vete a la selva. Si eres
un animal que no se puede amoldar a nuestras formas, o un salvaje, te
enviaremos a una sociedad inferior que convenga para ti”. Y la sociedad
tiene razón desde su punto de vista, y desgraciadamente le dan la razón;
pero la posteridad enaltecerá al revolucionario, al único, que aspirara
a implantar nuevas formas de la sociedad; al rebelde le dan la razón
mucho tiempo después de su muerte.
Este era el estado psicológico que dio origen a la novela de Strindberg.
Era el grito rebelde del individuo humillado y ofendido, la declaración
de guerra contra la sociedad convencional con sus instituciones odiosas
que sujetan el “yo” del hombre a la esclavitud tradicional. Strindberg
no perdona a nadie. Arranca el último trapo de la sociedad burguesa,
mostrando sus heridas sangrientas, su fealdad brutal, sus crímenes
horrendos. Se siente que en sus venas corre sangre de obrero, porque el
“hijo de una sirvienta” defiende en términos calurosos los derechos y
los intereses del proletariado contra la tiranía de las clases ricas.
Condena vehementemente el sistema de explotación de la burguesía y su
influencia esclavizadota en todas las ramas de la vida social. Señala la
venalidad de la prensa, de la literatura y del arte y la ironía
despiadada de sus palabras contribuyente a que sus acusaciones resulten
más pesadas y terribles. Strindberg no conoce límites para sus
acusaciones. A este respecto es muy característica la escena en que el
periodista Struve solicita la ayuda de su contrincante Falk. Struve
dice:
– “No me gusta hablar de mi desgracia”. – “Entonces habla de tus
crímenes” -contesta Falk-. – “Yo no he cometido ningún crimen”. – “¡Si,
los has cometido y grandes!”. Has colocado tu mano pesada sobre los
oprimidos, has pisoteado a los heridos y te has burlado de los
miserables. “¿Ya no recuerdas la última huelga, en la que te pusiste del
lado de la fuerza bruta?”. – “¡Del lado de la ley, hermano mío!”. –
“¡Ah, la ley! ¿Y quién ha escrito la ley para los pobres, tonto? ¡Los
ricos! Es decir el señor para el esclavo”. – “No, la ley ha sido hecha
por el pueblo, por el sentimiento general de justicia. ¡Dios mismo ha
escrito la ley!”. – “Oye, cuando hablas conmigo puedes dejar a un lados
tus frases bonitas. ¿Quién ha escrito la ley de 1734? El señor
Kronstedt. ¿Quién hizo la ley sobre los castigos corporales? El mayor
Sabelmann; era un proyecto suyo y sus amigos, que formaban la mayoría,
votaron por él y no el pueblo ni el sentimiento general de justicia.
¿Quién redactó la ley de los accionistas? El juez Svindel Gren. ¿Quién
compuso el nuevo reglamento parlamentario? El asesor Valonius. ¿Quién
implantó la ley de la defensa legítima, es decir de la defensa de los
ricos contra las exigencias legítimas de los pobres? Los grandes
capitalistas, los fabricantes y los mercaderes. ¡No me vengas con tus
frases! ¿Quién ha escrito la nueva ley sobre la herencia? Unos
criminales. ¿Quién hizo la ley de bosques? Unos ladrones. ¿Quién impuso
la ley de los billetes de banco para los bancos privados? Unos
estafadores. Y tú vienes a contarme que Dios las ha escrito. ¡Pobre
Dios!”.
Es de imaginarse cómo la sociedad conservadora de Suecia reprobó una
obra que estorbaba de un modo tan desagradable la calma de las clases
ricas y los delicados sentimientos estéticos de la vieja orientación
literaria. Hasta la última década del siglo pasado la alta sociedad
considerada una falta grave leer un libro del gran escritor sueco y la
mayor parte de las bibliotecas populares no han tenido el valor de
acoger sus obras.
En los trabajos
sucesivos del período inmediato se manifiestan también los anhelos
revolucionarios de Strindberg. Su obra El matrimonio hasta provocó una
acusación contra él “por injurias a las ceremonias religiosas”, pero su
brillante discurso de defensa no sólo echó abajo la acusación, sino que
lo convirtió en el hombre más popular de Suecia.
Uno de los problemas más importantes de que trataba la literatura
escandinava era la emancipación de la mujer. Ibsen y Bjoernson habían
planteado este tópico con una energía inquebrantable y con el tiempo se
desarrolló entre los elementos radicales de la juventud escandinava un
verdadero culto de la mujer de la cual participaba también Strindberg.
En su novela La alcoba roja define en términos claros los derechos de
aquélla y en El matrimonio celebra el amor como la fuerza natural y
eterna que renueva la vida; defiende los derechos de la mujer sobre su
propio cuerpo, exigiendo la igualdad social para ambos sexos.
Pero fue precisamente en este sentido que Strindberg mudó de opinión en
la forma más radical. Su novela autobiográfica Confesiones de un necio
demuestra cuánto han influido la experiencia y los suecos de carácter
personal en el cambio tan absoluto de sus ideas. El antiguo defensor de
la emancipación de la mujer se transformó repentinamente en acérrimo
enemigo del sexo femenino. La mayor parte de las obras posteriores del
artista sueco se refieren al oscuro problema de la lucha cruel y
recíproca entre ambos sexos. En la segunda parte de El matrimonio, en la
pieza Camaradas y en la ya mencionada novela Confesiones de un necio,
en los dramas Padre, Señorita Julia y en algunos otros trabajos ese
problema ocupa un lugar preferente. Para Strindberg, la mujer representa
la encarnación terrible de esas fuerzas diabólicas que destruyen el
equilibrio interior del hombre y anulan su personalidad. La mujer es el
abismo que absorbe el carácter humano, la potencia creadora del hombre.
La lucha que sostiene entre sí las diversas razas y naciones no es más
que un juguete en comparación con esa tragedia sangrienta que sin cesar
se repite en la misma forma arcaica entre ambos sexos. Hombre y mujer
son, recíprocamente, enemigos a muerte y el amor es el fenómeno más
cruel, más egoísta y brutal en la vida de los hombres.
En esta ocasión conviene no olvidar el papel que ha desempeñado la
emancipación de la mujer en las obras de los modernos escritores
escandinavos. Bjoernsterne Bjoernson e Ibsen fueron los pioneers de ese
movimiento y durante algún tiempo esta cuestión predominó casi
totalmente en el arte: de ese país. Strindberg ha sido el primer
opositor: su pieza Padre fue una replica a la Nora de Ibsen y aun cuando
la tesis que sostiene allí es muy parcial, nadie osará negar que se
trata de un exclusivismo genial. En Padre, el autor presenta al hombre
una delicadeza y una sinceridad naturales y a causa de eso jamás logrará
conocer las intrigas de la mujer. El hombre puede dominar por medio de
la fuerza bruta, pero la mujer domina valiéndose del engaño, de la
hipocresía y de la mentira. En el matrimonio el hombre resulta siempre
engañado, el tonto. Podrá poseer las aptitudes intelectuales más
asombrosas, podrá ser un genio, pero tan pronto como se coloca en la
atmósfera de la mujer se convierte en un niño, en un pobre de espíritu,
en un imbécil. El amor no es en realidad sino un recurso para atrapar al
hombre y el amor maternal resulta una maldición para el hijo. Padre es
sin duda la mejor tragedia, la más profunda que haya escrito Strindberg.
Esta pieza abre bruscamente un principio ante nuestros ojos: es el
grito desesperado de un alma torturada que sangra por millares de
heridas y que siente que está perdida. La impresión que produce la obra
es de una fuerza artística extraordinaria. Se podrá no estar de acuerdo
con las tendencias que Strindberg desenvuelve en esa tragedia, pero es
indudable que su obra ha sido un excelente remedio para el culto
exagerado de los emancipadores de la mujer. También en Señorita Julia el
vigor dramático del artista sueco alcanza un grado máximo.
A fines del penúltimo decenio del siglo pasado Strindberg llegó a
conocer a Federico Nietzsche. Este conocimiento ejerció una influencia
poderosa sobre su evolución intelectual. La doctrina del superhombre lo
dejó encantado: veía por fin el camino que buscara durante tanto tiempo
sin lograr dar con él. Algunas de sus obras posteriores, como Chandala y
Frente al mar abierto, constituyen la expresión de ese conocimiento. El
socialista se convierte en individualista extremo, combate a la
democracia, que es según él la tiranía de la multitud ignorante, la
victoria de la mediocridad y de las aspiraciones pequeñas. No son las
masas que sufren sino la aristocracia intelectual, las personalidades
aisladas, las que sienten todo el significado trágico de la existencia
humana en una sociedad que no posee profundidad espiritual alguna.
Pero la teoría del superhombre no fue tampoco capaz de impresionar para
siempre el carácter de Fausto del escritor sueco. Las melodías
embriagadoras de Zarathustra se extinguieron poco a poco y el alma del
artista volvió a quedar en la soledad. Entonces Strindberg buscó
consuelo y satisfacción en el jardín encantado del misticismo, que ha
atraído en los últimos decenios a muchos de aquellos que antes se habían
destacado en el campo del naturalismo. En esta nueva fase de su vida
Strindberg demostró también la misma parcialidad extrema, que ha sido
uno de los rasgos característicos de la idiosincrasia. Durante algún
tiempo hasta llegó a extraviarse en el oscuro caos de las fantasías
espiritistas. Una colección de pequeñas narraciones forma su producción
correspondiente a ese período, el cual lo llevó, finalmente, al
catolicismo. Él mismo ha descrito en su obra autobiográfica Infierno la
trayectoria de esa evolución original y en el drama A Damasco vemos al
“hijo descarriado” buscar consuelo y amparo en la “gran Madre Iglesia”.
Este proceso extraordinario ha sido incomprensible para muchas personas,
cuando en realidad resulta harto comprensible. Es el caso del artista
que busca la armonía interior, la primera conexión con un grandioso
período creador en el arte, y que no puede encontrarla en el tremendo
caos de las aspiraciones, deseos y necesidades individuales que dividen
hoy nuestra vida colectiva. Es evidente que el catolicismo de Strindberg
no era el catolicismo de la Iglesia. Sería un error profundo pensar que
las nuevas tendencias religiosas que aparecieron últimamente
representan un síntoma de que vivimos en un período de regreso
espiritual. No; se trata de nuevas aspiraciones del alma humana, de
nuevos caminos creados por la nostalgia de lo eterno. Ellos no conducen
al pasado: aspiran a encontrar la santidad del porvenir. Lo que buscaba
Strindberg era la unidad, la gran armonía interior. Ante sus ojos
espirituales se levantaba la época misteriosa de los dos enigmáticos
siglos del misticismo cristiano de la Edad Media. Lo desconocido y lo
maravilloso atraían su pensamiento y su corazón; aun no concebía
entonces que la institución dominadora de la Iglesia no tenía ninguna
vinculación íntima con las aspiraciones místicas de esa época. Por eso
la Iglesia papal no ha podido tampoco aferrarlo a sí y bien pronto la
abandonó para buscar nuevos derroteros, para calmar su nostalgia
interior.
En 1900 Strindberg volvió a publicar una novela social, Las moradas
góticas, en la cual describe a la sociedad tal como él la veía en las
postrimerías del siglo XIX. Dicho libro pertenece indudablemente a las
mejores obras de esa época. En él ofrece Strindberg un cuadro de los
movimientos espirituales de nuestros tiempos, así como de las
instituciones políticas, económicas y sociales de los hombres. Mostrando
la lucha entre las distintas tendencias, llega a la conclusión de que
en el fondo existe una sola cuestión: ¿quién debe dominar en el nuevo
siglo, la bestia o el hombre? El punto de vista zoológico, dice, que
tanta influencia ejerciera en la literatura moderna durante algún
tiempo, ha quebrado espiritualmente; se ha iniciado un nuevo período, el
período del alma. Hasta ahora sólo veíamos las exterioridades de los
acontecimientos y por ello hemos olvidado el inmenso y eterno enigma de
la psiquis humana.
Strindberg ha sido el gran buscador en el caos de nuestra época
destructora. Muchas veces cambiaron las ideas del gran artista sueco,
pero esa mudanza obedecía siempre a un doloroso proceso de su vida. Fue
uno de los artistas más honestos y sinceros de nuestro tiempo. Con
excepción de Tolstoi, ningún escritor moderno se atrevió a hablar a sus
contemporáneos con tanta franqueza como lo hiciera él. Ha sido
Strindberg una de las figuras más características entre los artistas
coetáneos; su alma estaba plena de nostalgia y de inquietud. Veía las
sombras de una grandeza que se aproximaba y en su alma se reflejaba el
templo de las generaciones venideras. Pero no podía alcanzar la orilla
opuesta; vislumbraba el porvenir como un espejismo en el desierto; y
murió en el desierto, pero su mirada agonizante hubo de saludar aún el
país sagrado que buscara siempre sin haberlo encontrado jamás.
Extraído del libro : “Artistas y rebeldes” de Rudolf Rocker
http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l187.pdf