La aberración de los que ven la salvación de la revolución
en la dictadura, después de haber hecho durante una larga serie de años de la
causa del socialismo también una causa de libertad, no es distinta de la
aberración de aquellos revolucionarios que, al estallar la primera guerra
mundial, vieron comprometidos de repente la libertad y el socialismo, no tanto
por la guerra en sí, como por la amenaza de victoria de una de las partes
beligerantes.
En realidad estos últimos estaban nuevamente ofuscados después
de casi un siglo de experimentos, por la ilusión democrática, y confiaban de
nuevo a la democracia burguesa una misión salvadora. Los partidarios de la
dictadura proletaria caen en un error semejante, creyendo traer un remedio al
sustituir la más o menos enmascarada dictadura burguesa por aquella de los
representantes de los trabajadores. Y a nosotros, que afirmamos que se debe
dejar que la revolución se desencadene con el máximo posible de libertad,
dejando el camino abierto a todas las iniciativas populares, nos responden con
una cantidad de objeciones, que pueden ser resumidas en un sentimiento único,
que por lo demás no son capaces de confesar ni siquiera a sí mismos: el miedo a
la libertad. Después de haber exaltado al proletariado ahora lo reputan en lo
íntimo de su pensamiento incapaz de administrar por sí propio sus intereses y
piensan en el nuevo freno que será necesario ponerle para guiarlo «por la
fuerza» hacia la liberación.
Hacen como el enfermo que debía sufrir una operación y fue
el más audaz, aun contra los médicos, en sostener que la operación se imponía,
en desearla, en apresurar los preparativos con la esperanza de curar; y
después, en el último momento, se niega y prefiere una inyección de morfina que
calma por el momento el dolor, da la ilusión pasajera del mejoramiento, pero
deja intacto el mal y el peligro de la muerte. Tiene una porción de escrúpulos,
de temores y todas sus objeciones son dirigidas a retardar el momento del acto
operatorio, que sería el acto de su verdadera curación.
Pretextos
intelectuales para la dictadura
Todas las objeciones que presentan los partidarios de la
dictadura giran en torno a este principal argumento: de la incapacidad de la
clase obrera para gobernarse por sí misma, para sustituir a la burguesía en la
administración de la producción, para mantener el orden sin el gobierno; es
decir, le reconocen sólo la capacidad de elegir representantes y gobernantes.
Naturalmente, no declaran este concepto con nuestras mismas palabras; antes
bien, lo enmascaran a sí mismos más celosamente que a los otros con
razonamientos teóricos diversos. Pero su preocupación dominante es ésta: que la
libertad es peligrosa, que la autoridad es necesaria para el pueblo, así como
los ateos burgueses dicen que la religión es necesaria para no desviarse del
buen camino.
Puede suceder, en efecto, que la autoridad se haga
necesaria, pero no porque sea algo «natural» y porque no se pueda pasar sin
ella, sino por el hecho de que el pueblo se ha habituado a considerarla
indispensable; porque en lugar de enseñársele a obrar por sí y las formas cómo
podría por su propia cuenta resolver las dificultades, se le mantiene sobre
este punto en las tinieblas, más bien se le oculta la verdad, y para tenerlo
más sometido se le muestra todo fácil; porque se le enseña desde ahora que,
apenas sacudido el yugo actual, deberá crearse inmediatamente un nuevo gobierno
que se ocupará de pensar cómo debe dirigir y atender todo más tarde.
Aquellos que hablan de la dictadura como de un mal necesario
en el primer período de la revolución —en el cual, por lo contrario, sería
necesario un máximo de libertad—, no advierten que ellos mismos contribuyen a
hacerla necesaria con su propia propaganda. Muchas cosas se hacen inevitables a
fuerza de creerlas y de quererlas como tales; en realidad, las creamos nosotros
mismos. Así sucede con la dictadura, que los marxistas están preparando con su
propaganda, en lugar de estudiar la posibilidad de evitar este mal, esta
preventiva amputación de la revolución. Ellos no encaran por completo el
problema, precisamente porque no tienen bastante fe en la libertad, porque, al
contrario, apoyan toda su fe en la autoridad. Por consiguiente, no pueden
resolver el problema. Lo resolvemos, sin embargo, nosotros, los anarquistas,
que vemos en la libertad el mejor medio para la revolución: para hacerla, para
vivirla y para continuarla.
El temor al desorden, al desencadenamiento de las pasiones,
al florecimiento de los egoísmos, a los desahogos de la brutalidad, de la
indisciplina y de la negligencia, etc., fue siempre el pretexto con que se ha
justificado toda tiranía y combatido toda idea de revolución.
¡Es curioso que algunos socialistas encuentren justamente en
este hecho una justificación de sus ideas dictatoriales! Se desarrolla en
sustancia este concepto: que también la burguesía hizo su revolución imponiendo
la dictadura, que en realidad vivimos bajo la dictadura burguesa, que la
burguesía, para hacer la guerra, acentuó su centralización dictatorial, etc., y
que por eso también el proletariado tiene derecho a hacer lo mismo. Que tenga
derecho frente a la burguesía, es decir, que la burguesía sea la menos
autorizada para escandalizarse ante la idea de una dictadura proletaria, puede
ser un argumento justo; antes bien, agregaríamos nosotros, que la burguesía
hace mal en alarmarse, aun desde su punto de vista, porque peor suerte le
reservaría una revolución verdaderamente libre de toda traba gubernamental.
Pero que el proletariado tenga interés en recurrir a la dictadura, esto es
harina de otro costal.
El ejemplo de que haya servido a la burguesía no prueba
nada; antes bien, prueba lo contrario. La revolución social no puede tener la
misma orientación que la burguesía; y además, una cosa es revolución y otra la
guerra. No todos los medios que son buenos para la guerra o para una revolución
burguesa, son buenos para una revolución social. La centralización autoritaria
de la dictadura es un medio totalmente perjudicial, en cuanto es el más
adecuado para transformar una revolución social en revolución exclusivamente
política —en especial al quitar al pueblo la iniciativa de la expropiación
inmediata— vale decir preparar, desde el punto de vista proletario y humano, el
mismo fracaso de las revoluciones precedentes.
Esas revoluciones, que sin embargo fueron hechas
especialmente por el pueblo, el cual era también entonces impulsado por un
deseo de liberación completa y de igualdad no solamente política, terminaron en
el triunfo de una clase sobre otras, justamente porque la dictadura llamada
revolucionaria preparó e hizo posible tal triunfo. Si la burguesía la empleó
fue precisamente para sofocar la revolución, porque tenía interés en ello. El
proletariado tiene, al contrario, un interés opuesto, es decir, que la
revolución no sea sofocada, sino que realice su curso completo. La dictadura,
por lo tanto, iría contra su interés.
Es verdad que una dictadura proletaria y revolucionaria
podría también trastornar, arruinar y anular los privilegios actuales de la
burguesía; pero ya que, debiendo ser limitada en sus componentes, sería siempre
la dictadura de algunos partidos o de algunas clases, se vería inclinada no a
destruir todo gobierno de partido y toda división de clases, sino a sustituir
el gobierno actual por otro, el actual dominio de clase por otro de clase
también. Y naturalmente, como la existencia de un gobierno implica la
existencia de súbditos, la existencia de una clase dominante significa la
existencia de otras clases dominadas y explotadas. Sería el mismo perro con
diferente collar.
Chaleco de fuerza
para la revolución
No somos profetas ni hijos de profetas y no podemos prever
el modo como todo esto podrá acontecer. Pero reclamamos la atención de los
lectores, y en especial de los socialistas, sobre este hecho: que el
proletariado no es una clase única y homogénea, sino un conjunto de categorías
diversas, de algunas especies de subclases, etc., en medio de la cual hay más o
menos privilegiados, más o menos evolucionados y aun algunos que son, en cierto
modo, parásitos de los otros. Hay en esa clase minorías y mayorías, divisiones
de partido, de intereses, etc. Hoy todo esto se advierte menos, porque la
dominación burguesa obliga un poco a todos a ser solidarios contra ella; pero
el hecho es evidente para quien estudie de cerca el movimiento obrero y
corporativo. Ahora bien, la dictadura proletaria, que seguramente iría a pasar
a manos de las categorías obreras más desarrolladas, mejor organizadas y
armadas, podría dar lugar a la constitución de la clase dominante futura, a la
cual ya le agrada llamarse a sí misma élite obrera, para daño no solamente de
la burguesía, simplemente destronada en las personas de sus miembros, sino
también de las grandes masas menos favorecidas por la posición en que se
encuentran en el momento de la revolución.
Se constituirá de seguro otra clase dominante —podría más
bien llamarse una casta, muy semejante a la actual casta burocrática
gubernamental, a la cual justamente sustituiría— integrada por todos los
actuales funcionarios de los partidos, de las organizaciones, de los
sindicatos, etc. Además, la dictadura tendría también, junto con el gobierno
central, sus órganos, sus empleados, sus ejércitos, sus magistrados, y éstos,
junto con los funcionarios actuales del proletariado, podrían precisamente
constituir la máquina estatal para el dominio futuro, en nombre de una parte
privilegiada del proletariado y aliada a ella. La cual, naturalmente, cesaría
de ser, en los hechos, «proletariado» y se volvería más o menos (el nombre
importa poco) lo que en realidad es hoy la burguesía. Las cosas podrían ocurrir
diversamente en los detalles; podrían también tomar otra orientación, pero
sería parecida a ésta y tendría los mismos inconvenientes. En líneas generales,
el camino de la dictadura no puede conducir la revolución más que a una
perspectiva de este género, es decir, a lo contrario de la finalidad principal
del anarquismo, del socialismo y de la revolución social.
Tan erróneo es decir que se quiere la dictadura para la
revolución como que se la desea para la guerra. Que se la quiera para la guerra
que la burguesía y el Estado hacen con la piel de los proletarios, es natural.
Se trata de hacer la guerra por la fuerza, de hacer combatir por la fuerza a la
mayoría del pueblo contra sus propios intereses, contra sus ideas, contra su
libertad, y es natural que para obligarlo se necesite un verdadero esfuerzo
violento, una autoridad coercitiva, y que el gobierno se arme de todos los
poderes en su contra.
Pero la revolución es otra cosa: es la lucha que el pueblo
emprende por su voluntad (o cuya voluntad es determinada por los hechos) en el
sentido de sus intereses, de sus ideas, de su libertad. Es preciso, por
consiguiente, no refrenarlo, sino dejarlo libre en sus movimientos;
desencadenar con entera libertad sus amores y sus odios, para que brote el
máximo de energía necesaria para vencer la oposición violenta de los
dominadores.
Todo poder limitador de su libertad, de su espíritu de
iniciativa y de su violencia sería un obstáculo para el triunfo de la
revolución; la cual no se pierde nunca porque se atreva demasiado, sino sólo
cuando es tímida y se atreve muy poco.
Los temidos «excesos
revolucionarios»
El temor al desorden y a sus consecuencias es una
superstición infantil, como el temor a caerse del niño que hace poco aprendió a
caminar.
Ninguna revolución está exenta de desorden, por lo menos en
sus comienzos. Aun en las revoluciones más suaves, más educadas y más burguesas
no se pudo evitar; ni se lo evitará en una revolución social, que sacude
completamente y desde su base a la sociedad. Pero ciertamente, para que la vida
sea posible, es preciso que un orden se establezca cuanto antes. Pero el
problema que se presenta no es el de un nuevo gobierno, sino el de saber qué es
lo más apropiado para restablecer el orden, cómo se puede establecer un orden
mejor: un gobierno más o menos dictatorial o bien la libre iniciativa popular.
Los marxistas optan por un gobierno revolucionario;
nosotros, al contrario, creemos que el gobierno, peor aún si es dictatorial,
será un elemento más de desorden, puesto que establecerá un orden artificial y
nunca de acuerdo a las tendencias y a las necesidades de las masas. Estas por
el contrario, a través de las propias instituciones libres podrán bastante
mejor y más ordenadamente proceder por vía directa, desde ellas mismas, a
organizarse en forma tal que quede asegurado el «orden» necesario, es decir, el
orden libre y voluntario, no el artificial y oficial que los gobiernos mandan e
imponen desde arriba.
Este orden en el desorden ha sido visto y admirado en casi
todas las revoluciones y durante los períodos de conmociones populares. A
menudo se notó, en tales períodos, una enorme disminución de los fenómenos de
delincuencia común. Cuando desaparecen los esbirros y el gobierno es
inexistente, se puede decir que el pueblo asume por sí mismo la responsabilidad
del orden, no por delegación de terceros, sino directamente, en todo lugar, con
los medios y personas de que localmente dispone. Algunas veces, sin embargo, va
también más allá de los límites, como cuando, en 1848, fusilaba aun a cualquier
mísero ladrón inconsciente detenido in fraganti.
Este espíritu de orden del pueblo ha sido advertido por
todos los historiadores en los períodos inmediatamente sucesivos a las
insurrecciones, cuando el viejo gobierno había sido derrumbado y reducido a la
impotencia y el nuevo no había sido creado todavía o era aún demasiado débil.
Esto se vio en los meses más desordenados, que los historiadores burgueses
llaman de anarquía, de la revolución de 178993, tanto en la ciudad como en el
campo; así también en las diversas revoluciones europeas de 1848 y después en
la Comuna de 1871. El desorden vino más tarde, con el retorno de un gobierno
regular, fuera éste el viejo o el nuevo. Aunque hayan ocurrido siempre
inconvenientes, como es natural, jamás los hubo en los períodos «anárquicos» de
tal magnitud como aquellos que se han debido deplorar luego con el retorno del
«orden» impuesto por un gobierno cualquiera.
No hay, por otra parte, que bautizar como excesos
revolucionarios, como desórdenes, ciertos actos de violencia contra la
propiedad y las personas, que son verdaderos y propios episodios de la
revolución, inseparables de ésta, por medio de los cuales y a través de los
cuales toda revolución se realiza. La revolución del 89, por ejemplo, es
inconcebible sin el ahorcamiento de los acaparadores y de los causantes del
hambre del pueblo, sin el incendio de los castillos, sin las jornadas de
Setiembre, sin los llamados excesos de Marat, de los hebertistas, etc. Esta
especie de desorden es totalmente inevitable antes de alcanzar el orden nuevo
que a nosotros nos importa; es preciso, por lo tanto, dejarle toda la libertad para
manifestarse y para desarrollarse. Bastante más perjudicial sería querer
detenerlo, como sería perjudicial oponer un dique a un torrente cuyas aguas,
obstaculizadas en su curso natural se verterían en turbión para arruinar los
campos vecinos; mientras que dejándolas proseguir libremente su curso llegarían
antes a la llanura, donde proseguirían su camino hacia el mar, siempre con la
más grande tranquilidad.
El pueblo ha mostrado esa misma capacidad de orden en todas
las revoluciones, aun en un sentido positivo, es decir como espíritu de
organización para la satisfacción de aquellas múltiples necesidades que aún en
tiempos revolucionarios tienen su imprescindible imperativo categórico. «Es
preciso no haber visto nunca en obra al pueblo laborioso; es preciso haber
tenido toda la vida la nariz metida en los infolios y no conocer nada del
pueblo para poder dudar de él; hablad al contrario, del espíritu de
organización de ese gran desconocido que es el Pueblo a aquellos que lo vieron
en París en los días de las barricadas o en Londres, durante la gran huelga de
los docks de 1887, cuando debía sostener un millón de hambrientos, y os dirán
cuán superior es a todos los burócratas de nuestras administraciones».
Ni espontaneísmo ni
uniformización
Sin embargo, no hay que caer en el optimismo excesivo de
Kropotkin, que conduciría a dejarse arrastrar por la corriente, a no tener casi
necesidad de pensar antes de obrar.
Es preciso plantear, primeramente los problemas de la acción
y de la producción, preparando los ánimos, las voluntades, los instrumentos
adecuados a la futura iniciativa popular, para que haya en todos los puntos del
territorio en revolución los hombres, los grupos que la salven de ser presa de
la imprevisión y de tener que abdicar en las manos de un poder central
cualquiera. Es decir, se impone una preparación práctica, positiva más que
negativa, de las minorías revolucionarias y libertarias, desde antes de la
revolución, para que puedan obrar y responder a las necesidades que se
presenten sin necesidad de confiarse a un gobierno.
Miguel Bakunin veía esta necesidad; es completamente justo
su concepto de llegar a despertar la vida espontánea y todas las potencias
locales sobre el mayor número posible de puntos por medio de minorías
revolucionarias que, pilotos invisibles en medio de la tempestad popular,
produjeran la anarquía y la guiaran, no por virtud de un poder ostensible,
oficial, sino con el ejemplo de la propia actividad iniciadora. Pero para que
esta fuerza pueda obrar «es necesario que ella exista (advierte Bakunin) porque
no se concertará por sí sola».
Si en todo barrio, pueblo, campo, fábrica, si en todo
centro, etc., existieran grupos resueltos que tomaran desde el primer momento,
teniendo los medios y la preparación, la iniciativa revolucionaria, tanto para
la destrucción del viejo régimen como para la continuación de la producción,
todo pretexto de hacer surgir una autoridad gubernamental o dictatorial moriría
en germen. La autoridad sería tan desmenuzada, tan pulverizada, que no existiría
más como poder coercitivo; estando en cada uno y en todas partes, impediría
cualquier tentativa de centralización. Preparar de este modo la posibilidad del
desarrollo de las iniciativas locales, especiales, por lugares o por funciones,
significará dar a la revolución el modo de caminar libremente sin los
torniquetes deformadores y homicidas de la dictadura.
Se dice que es necesaria la dictadura para organizar la
lucha contra las resistencias burguesas. ¿Por qué? La revolución puede ser
considerada como dividida en dos grandes períodos: el que antecede al
derrumbamiento del poder político de la burguesía y el período posterior.
Mientras el poder gubernamental burgués no haya sido derribado, toda dictadura
proletaria es imposible; existe solamente, todavía, la dictadura burguesa.
Vencido el gobierno burgués, que constituye la resistencia armada de la clase
capitalista, queda implícitamente desarmada y derrotada también ésta. Sus
elementos pueden, aquí y allá, prolongar, por grupos, la resistencia; pero
entonces se encuentran en una situación de absoluta inferioridad frente al
proletariado, mucho más numeroso que ella y desde ese momento armado y tal vez
mejor armado que ella. Para sofocar estas resistencias no sólo es inútil
constituir un gobierno central, sino que éste serviría mucho más para aniquilar
la libre acción insurreccional local, que en todo sitio procede a limpiar el
terreno y a desembarazarse de los reaccionarios del propio lugar, salvo, se
entiende, cuando es menester convenir con las otras localidades para correr en
ayuda de aquellas donde los revolucionarios se encuentren necesitados.
Los distintos centros revolucionarios se federarán, estarán
en contacto continuo para la recíproca ayuda, según un tipo de organización
federalista completamente opuesta a la dictatorial. Esto evitará el grave
inconveniente que se presentó durante la revolución francesa, y parece que
también en Rusia, de que con las mejores intenciones del mundo el gobierno
central dicte órdenes contrarias al espíritu dominante en ésta o en aquella
región, en contraste con intereses colectivos legítimos de ciertas poblaciones
lejanas o de categorías obreras menos favorecidas, etc., contribuyendo así a
disminuir el fervor revolucionario y a favorecer los planes de los
contrarrevolucionarios. Especialmente puede suceder esto cuando, para la labor
de expropiación, se quisieran adoptar criterios únicos de forma y de
procedimiento, que al contrario, debieran variar según las circunstancias y las
tendencias de las masas, de localidad a localidad.
En todo caso, las dificultades que surjan después serán
siempre mejor resueltas por los organismos obreros que por un gobierno central.
A menos que se insista en el propósito, absolutamente antirrevolucionario y
utópico, de contentarse con la conquista del poder y dejar la expropiación para
más tarde, como obra oficial del Estado dictatorial socialista. ¡Pues eso sería
el desastre para la revolución!
Abolición de todas las «élites»
Pero el miedo a la libertad, lo que es prácticamente igual,
el culto a la autoridad, pone en labios de los partidarios de la «dictadura»
argumentos que son ya una condena explícita de la dictadura misma. Ellos dicen
frecuentemente. ¿Pero no hace lo mismo la burguesía? Se dice que la dictadura
del proletariado sería la dictadura de una «élite»; pero la dictadura actual de
la burguesía ¿no es también la dictadura de una «élite»? ¡justísimo! Pero la
revolución no debe sustituir una élite por otra, sino abolirías todas. ¡Si, al
contrario, su resultado no fuera más que el de sustituir una dictadura por otra
tanto vale prever desde ya el fracaso de la revolución! Si tal es el fin que se
proponen los partidarios de la dictadura proletaria, entonces se comprende
también por qué asignan a la revolución, como función primordial, la de
suprimir la libertad, es decir, una función opuesta a la que está en la
naturaleza de toda revolución: la conquista de una libertad siempre mayor.
Esto explica también el lenguaje de los socialistas
autoritarios y dictatoriales cuando acusan de demagogia democrática y
pequeño-burguesa a la viva preocupación de los anarquistas por defender la
libertad. Sin embargo, nosotros compartimos enteramente su hostilidad hacia la
democracia burguesa y pequeñoburguesa; y así en nuestra aversión, nos mostramos
más coherentes que esos socialistas no aceptando servirnos de las instituciones
parlamentarias y administrativas burguesas para nuestra lucha revolucionaria.
Pero mientras nuestra enemistad hacia la democracia y el liberalismo burgués
mira al porvenir y es una superación de las mismas, el espíritu antidemocrático
de los partidarios de la dictadura es un retorno al pasado. A los anarquistas
no les basta la poca libertad concedida por los regímenes democráticos; en
cambio los partidarios de la dictadura piensan quitarle al pueblo aún ese poco
de libertad. Si, pues, las preocupaciones libertarias de los anarquistas pueden
ser tachadas de «democráticas», nosotros podemos devolver la acusación diciendo
que las aspiraciones dictatoriales de esos socialistas tienden a una vuelta al
absolutismo, a la autocracia.
Naturalmente esos socialistas no se dan cuenta de estas
peligrosas tendencias de sus sistema y dicen por eso que desean todo lo
contrario de aquello que tales tendencias implican. Los hechos de Rusia
podrían, tal vez, bien conocidos, instruirlos mucho al respecto.
En Rusia la revolución ha sido obra mucho más de la libre
acción popular que del gobierno bolchevique. Las fuerzas obreras y campesinas,
aprovechándose, especialmente durante el primer año, de la debilidad de los
diversos gobiernos que se sucedieron en el poder, rompieron, pedazo a pedazo,
el antiguo régimen, trastornando todos los valores sociales, iniciando en vasta
escala la expropiación, echando las bases de las nuevas instituciones de
producción y de organización, que después el gobierno bolchevique redujo bajo
su férreo dominio militarista y dictatorial. Es la libertad, no la dictadura,
la que libró a Rusia del zarismo y de todas las insidias de la burguesía
liberal y de la socialdemocracia patriótica y guerrerista; es la libertad la
que hizo y mantuvo la revolución. La dictadura ha recogido los frutos simplemente.
Aún más: los ha dispersado y despilfarrado.
La revolución libertará de su estrecha cárcel al espíritu de
libertad y una vez libre se convertirá en gigante, como el genio de la fábula
que un incauto dejó escapar del vaso en que estaba encerrado por la magia.
Volver a echarle mano, volver a empequeñecerlo, a encerrarlo y a encadenarlo
será imposible, aun para esos mismos que contribuyeron a desencadenarlo.
Especialmente en los países latinos, donde las tendencias anarquistas y
rebeldes están tan desarrolladas, donde los anarquistas propiamente dichos
tienen como fuerza pública social una influencia que la revolución de seguro
aumentará enormemente, se necesitaría, para llegar a constituir un gobierno
fuerte, una dictadura como la que figura en el programa bolchevique, o para
intentarlo solamente, esfuerzos de tal magnitud que consumirían y agotarían las
mejores energías socialistas y revolucionarias.
Sería una pérdida que no tendría compensación. Serían
esfuerzos, sacrificios, tiempo y tal vez mucha sangre sustraídos al trabajo
libre y tanto más vital de una verdadera reconstrucción de la sociedad humana.
La producción durante el proceso de cambio
Nosotros no negamos absolutamente la importancia del
problema de la continuación e intensificación de la producción. Lo hemos dicho
ya; y repetimos ahora que ello debiera ser resuelto cuidadosamente para tener
una norma aproximada sobre lo que sea necesario realizar, para evitar ilusiones
y sobre todo para que todos adquieran plena conciencia de las dificultades que
una revolución encontrará. Posiblemente aquí también los anarquistas participan
del equívoco general entre todos los socialistas de ver las cosas bajo un
prisma demasiado rosado. El único, tal vez, que entre nosotros ha reaccionado
contra ese optimismo ingenuo ha sido Malatesta, sosteniendo que la revolución
se convertirá, apenas victoriosa, en un problema de producción; pues no es
verdad lo que algunos creyeron durante un cierto tiempo, que bastaba derribar
al gobierno y expulsar a los señores para que todo se acomodara por sí mismo,
para que haya medios de alimentación para todos hasta tanto se pueda volver
pacíficamente de nuevo a vivir una vida tranquila.