martes, 24 de febrero de 2015

Libertad e igualdad - Mijaíl Bakunin

El siguiente texto, disponible por primera vez en internet, corresponde al capítulo titulado Libertad e igualdad del libro Escritos de Filosofía Política II, Mijaíl Bakunin. (Es el primer fragmento del tomo II, y corresponde a la parte III del total del compilado. Las Partes I y II, incluidas en el Tomo I, se pueden consultar haciendo clic aquí) Se han omitido las fuentes bibliográficas incluidas en el formato papel. Las negritas tipo subtítulo corresponden al compilador, Gregori Maximoff, y el desarrollo a Mijaíl Bakunin. Con este texto iniciamos la transcripción del Tomo II, obra imprescindible para comprender el pensamiento y práctica política en Mijaíl Bakunin. Nota explicativa incluida en la edición papel, Altaya 1995: “Maximoff preparó el texto original de este volumen en ruso, y extrajo principalmente los textos seleccionados de la primera edición rusa de las obras escogidas de Bakunin, de la que aparecieron cinco volúmenes entre 1919 y 1922; pero también recurrió a la edición alemana (1921-1924), y a unos pocos panfletos y revistas.” (N&A) 




Leyes naturales y leyes hechas por el hombre. El hombre nunca puede ser absolutamente libre en relación con las leyes naturales y sociales.

¿Qué es la libertad? ¿Qué es la esclavitud? ¿Consiste la libertad del hombre en una rebelión contra todas las leyes? Diremos No, en tanto que esas leyes sean naturales, económicas y sociales; no impuestas autoritariamente, sino inmanentes a las cosas, las relaciones y las situaciones cuyo desarrollo natural es expresado por esas leyes. Diremos cuando son leyes políticas y jurídicas, impuestas por el hombre sobre el hombre: sea violentamente por el derecho de la fuerza; sea por el engaño y la hipocresía, en nombre de la religión o de cualquier doctrina; o, finalmente, por la fuerza de la ficción, de la mentira democrática llamada sufragio universal.

El hombre no pude rebelarse contra la Naturaleza ni escapar de ella. No es posible la rebelión del hombre contra las leyes de la Naturaleza, por la simple razón de que el hombre mismo es un producto de la Naturaleza y sólo existe en virtud de esas leyes. Una rebelión por su parte sería… un empeño ridículo, una rebelión contra sí mismo, un verdadero suicidio. El hombre que ha tomado la determinación de destruirse, e incluso lleva a cabo tal designio actúa otra vez de acuerdo con esas mismas leyes naturales, de las que nada puede eximirle: ni el pensamiento, ni los deseos, ni la desesperación, ni otras pasiones, ni la vida, ni la muerte.

El propio hombre no es otra cosa que Naturaleza. Sus sentimientos más sublimes o más monstruosos, las decisiones o manifestaciones más perversas, más egoístas o más heroicas de su voluntad, los pensamientos más abstractos, teológicos o insanos –todo ello no es otra cosa que Naturaleza. La Naturaleza envuelve, penetra, constituye toda su existencia. ¿Cómo podría escapar alguna vez de esta Naturaleza?

Las fuentes del escapismo. Es realmente digno de asombro considerar cómo pudo el hombre concebir esa idea de escapar de la Naturaleza. Siendo su separación de ella completamente imposible, ¿cómo pudo alguna vez el hombre soñar tal cosa? ¿De dónde le vino ese monstruoso sueño? ¿De dónde sino de la teología, la ciencia del No-Ser, y más tarde de la metafísica, que es la imposible reconciliación de la No-Existencia con la realidad? 

Debemos distinguir bien entre las leyes naturales y las leyes autoritarias, arbitrarias, políticas, religiosas, criminales y civiles que las clases privilegiadas han establecido siempre en el curso de la historia para la explotación del trabajo de las masas trabajadoras –leyes que, bajo la pretensión de una moralidad ficticia, fueron siempre fuente de la más profunda inmoralidad. En consecuencia, se impone la obediencia involuntaria e ineludible de todas las leyes que, independientemente del deseo humano, constituyen la auténtica vida de la Naturaleza y la sociedad; y se impone al mismo tiempo la mayor independencia posible de cada individuo en relación con todas las pretensiones de mando procedentes de cualquiera voluntad humana, ya sea individual o colectiva, y que no tiendan a afirmarse mediante de una influencia natural, sino imponiendo su ley, su despotismo. 

La libertad no implica la renuncia a ejercer influencia. La libertad de cada hombre es el efecto siempre renovado de una multitud de influencias físicas, mentales y morales determinadas por el medio donde ha nacido, y en el que vive y muere. Querer escapar a esta influencia en nombre de alguna libertad trascendental o divina, autosuficiente y absolutamente egoísta, es tender a la inexistencia; renunciar a ejercer influencia sobre otros significa renunciar a la acción social, o incluso a la acción de los propios pensamientos y sentimientos, lo que de nuevo es tender a la inexistencia. Esa célebre independencia tal exaltada por los idealistas y los metafísicos, y la libertad individual así concebida, no son más que puras nadarías.

El colmo de la equivocación se encuentra en quienes ignoran la ley natural y social de la solidaridad humana hasta el extremo de imaginar que la independencia mutua absoluta de los individuos o de las masas es posible o deseable.  Desear esto es desear la aniquilación misma de la sociedad, porque la vida social es simplemente esa incesante dependencia mutua de los individuos y de las masas. Todos los individuos, incluso los más fuertes e inteligentes, son en cada instante de sus vidas productores y producto a la vez de la voluntad y la acción de las masas. 

En la Naturaleza como en la sociedad humana, que en sí misma no es otra cosa que Naturaleza, todo lo viviente está sometido a la condición suprema de intervenir de la manera más positiva en la vida de otros –interviniendo de una manera tan poderosa como permite la Naturaleza particular de cada individuo dado. Rechazar esta influencia recíproca significa conjurar la muerte en el pleno sentido de la palabra. Y cuando pedimos libertad para las masas no pretendemos haber abolido la influencia natural ejercida sobre ellas por cualquier individuo o grupo de individuos. Lo que queremos es la abolición de las influencias ficticias, privilegiadas, legales y oficiales.

Libertad de conformidad con las leyes naturales. La libertad del hombre consiste simplemente en obedecer a las leyes naturales porque él mismo las reconoce como tales, y no porque se las haya impuesto ninguna voluntad extrínseca, divina o humana, colectiva o individual. 

En el marco de las leyes naturales, sólo hay una clase de libertad posible para el hombre: reconocerlas y aplicarlas cada vez más de acuerdo con el objetivo de emancipación o humanización, individual o colectiva, que se ha propuesto. Esas leyes, una vez reconocidas, ejercen una autoridad que nunca ha sido puesta en duda por la gran masa de la humanidad. Tendríamos que ser, por ejemplo, locos o teólogos –o al menos metafísicos, juristas o economistas burgueses- para rebelarnos contra la ley de que dos más dos suman cuatro. Es preciso tener fe para imaginar que no nos quemaría el fuego o no nos hundiríamos en el agua sin recurrir a algún subterfugio que, a su vez, está fundado en alguna otra ley natural. Pero esas rebeldías o, más bien, esos intentos fantasiosos de rebeldías imposibles, constituyen sólo raras excepciones; en general, puede decirse que la masa de la humanidad se deja gobernar en su vida cotidiana casi de manera absoluta por el sentido común, es decir, por el conjunto de las leyes naturales generalmente admitidas.

La libertad racional. Ciertamente, con la ayuda del conocimiento y la meditada aplicación de las leyes de la Naturaleza, el hombre se emancipa gradualmente a sí mismo; pero logra su emancipación no en relación con el yugo universal, con el que nacen todas las criaturas vivientes, incluido él mismo,  y por el cual se producen y desvanecen todas las cosas existentes en este mundo. El hombre sólo se libera a sí mismo de la brutal presión debida a su mundo externo, material y social, incluyendo en é todas las cosas y gentes que le rodean. Domina las cosas mediante la ciencia y el trabajo; y sacude el yugo arbitrario de los hombres mediante las revoluciones.
Este es, entonces, el único significado racional de la palabra libertad: dominio sobre las cosas externas, basado en la respetuosa observancia de las leyes de la Naturaleza; es la independencia de las exigencias y los actos despóticos de los hombres; es la ciencia, el trabajo, la rebelión política y, finalmente, la organización a la vez planificada y libre del medio social acorde con las leyes naturales inmanentes a cada sociedad humana. La primera y la última condición de esta libertad sigue siendo la más absoluta sumisión a la omnipotencia de la Naturaleza, nuestra madre, y la observancia y la aplicación más rigurosa de sus leyes.

Una amplia difusión del conocimiento llevará a la plena libertad.  La mayor desgracia reside en que un gran número de leyes naturales, establecidas ya como tales por la ciencia, siguen desconocidas para las masas, gracias a los solícitos cuidados de los gobiernos tutelares que existen, como sabemos , solo para el bien del pueblo. Hay también otra dificultad: a saber, que la mayor parte de las leyes naturales inmanentes al desarrollo de la sociedad humana – tan necesarias, invariables e inevitables como las leyes que gobiernan al mundo físico- no han sido debidamente reconocidas y establecidas por la propia ciencia.

Cuando hayan sido reconocidas –primero por la ciencia, y luego por un amplio sistema de educación e instrucción popular- e integradas orgánicamente en la ciencia general, la cuestión de la libertad estará complemente resuelta. La más recalcitrante de las autoridades debe admitir que no habrá necesidad de organización política, administración o legislación. Estas tres cosas, emanadas de la voluntad del soberano o de un parlamento elegido sobre la base del sufragio universal, en el caso en que fueran conformes con el sistema de las leyes naturales –lo que nunca ha sucedido y nunca sucederá-, son siempre igualmente  vanas y hostiles a la libertad del pueblo, porque le imponen un sistema de leyes externas y, por tanto, despóticas.

La libertad sólo es válida cuando es compartida por todos. La definición materialista, realista y colectivista de la libertad es completamente opuesta a la definición de los idealistas. La definición materialista se formula así: el hombre sólo se convierte en hombre y llega a tener conciencia y a realizar su propia humanidad en la sociedad, gracias a la acción colectiva de toda la sociedad. Sólo se libera a sí mismo del yugo de la Naturaleza externa por el trabajo colectivo y social, único capaz de transformar la superficie de la tierra en una residencia favorable para el desarrollo de la humanidad. Y sin esta emancipación material no puede haber emancipación intelectual o moral para nadie. 

El hombre no puede librarse a sí mismo del yugo de su propia naturaleza. Sólo puede subordinar sus instintos y movimientos corporales a la dirección de su mente en continuo desarrollo con ayuda de la educación y la crianza. Sin embargo, ambas cosas son fenómenos básica y exclusivamente sociales. Porque fuera de la sociedad el hombre seguiría siendo una bestia salvaje o un santo, lo que viene a ser aproximadamente lo mismo. Finalmente, un hombre aislado no puede tener conciencia de su libertad. Ser libre significa que el hombre será reconocido y tratado como tal por otro hombre, por todos los hombres que lo rodean. La libertad no es, entonces, un hecho que nace del aislamiento, sino de la acción recíproca; no es un resultado de la exclusión sino, por el contrario, de la interacción social, porque la libertad de cada individuo es simplemente el reflejo de su humanidad o de sus derechos humanos en la conciencia de todos los hombres libres, sus hermanos, sus iguales.

Sólo puedo llamarme y sentirme hombre libre en presencia de otro hombre y en relación a él. Ante un animal de especie inferior no soy libre ni soy un hombre, porque ese animal es incapaz de concebir y, en consecuencia, es incapaz de reconocer mi humanidad.

Un caníbal que se come a sus cautivos, tratándolos como animales salvajes, no es un hombre, sino una bestia. El amo de esclavos no es un hombre, sino un amo. Al ignorar la humanidad de sus esclavos, ignora su propia humanidad. Todas las antiguas sociedades ofrecen buenos ejemplos de ello: los griegos y los romanos no se sentían libres como hombres, no se consideraban tales desde el punto de vista del derecho humano. Se consideraban seres privilegiados por su condición de griegos o romanos, pero sólo en su propia patria y mientras ésta permaneciera inconquistada o conquistara a otros países gracias a la especial protección de sus dioses nacionales. Ni se asombraban ni se consideraban en el derecho o en la obligación de rebelarse cuando, tras haber sido vencidos, caían ellos mismos en la esclavitud.

La libertad cristiana. El mayor mérito del cristianismo fue que proclamó la humanidad de todos los seres humanos, incluyendo a las mujeres, y la igualdad de todos los hombres ante Dios. Pero ¿cómo proclamó este principio? En el cielo, en la vida futura, y no en la verdadera vida existente sobre la tierra. Además, esta igualdad venidera constituye una falsedad porque, como sabemos, el número de los elegidos es muy pequeño. Sobre este punto, todos los teólogos de las diversas sectas cristianas están completamente de acuerdo. Para ellos, la llamada igualdad cristiana supone el más flagrante privilegio para algunos miles de los elegidos por la gracia divina frente a los millones de condenados. Por lo mismo, la igualdad de todos ante Dios –aunque abarcase a todos y cada uno- sería sólo una igualdad en la nada y una esclavitud igual de todos ante un supremo dueño. 

¿No es la base del culto cristiano y la primera condición de la salvación la renuncia a la dignidad y el cultivo del desprecio por esa dignidad en presencia de la Divina Grandeza? Un cristiano no es entonces un hombre, porque le falta la conciencia de su humanidad. No respetando la dignidad humana en sí mismo, mal puede respetarla en otros; y al no respetarla en otros, no puede respetarla en sí mismo. Un cristiano puede ser profeta, santo, sacerdote, rey, general, ministro, funcionario del Estado, representantede alguna autoridad, gendarme, verdugo, noble, burgués explotador, maltratado proletario, opresor u oprimido, torturador o torturado, patrón o jornalero, pero no tiene el derecho de llamarse a sí mismo hombre, porque sólo somos hombres cuando respetamos y amamos a la humanidad y la libertad de todos los demás, y cuando nuestra propia libertad y humanidad son respetadas, amadas, estimuladas y creadas por todos los demás.

La libertad del individuo es incrementada y no limitada por la libertad de todos. Sólo soy libre cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. Lejos de limitar o negar mi libertad, la libertad de los demás es su condición necesaria y su confirmación. Sólo soy libre en el verdadero sentido de la palabra en virtud de la libertad de los demás, de manera que cuanto mayor es el número de personas libres que me rodean, y cuanto más amplia, profunda y extensa es su libertad, más profunda y amplia será la mía.

Al contrario, la esclavitud de los hombres es lo que levanta una barrera ante mi libertad, o (lo que viene ser prácticamente lo mismo) es su bestialidad lo que constituye una negación de mi humanidad, porque, repito de nuevo, sólo podré considerarme verdaderamente libre cuando mi libertad o (lo que es igual) mi dignidad humana, mi derecho humano, cuya esencia es no obedecer a nadie y seguir sólo la guía de mis propias ideas, cuando esa libertad, reflejada por la conciencia igualmente libre de todos los hombres, vuelva a mí confirmada por el consenso de todos. Mi libertad personal, confirmada así por la libertad de todos los demás, se extiende hasta el infinito. 

Los elementos constituyentes de la libertad. Podemos ver entonces que la libertad, según la entienden los materialistas, constituye algo muy positivo, muy complejo y, sobre todo, eminentemente social, ya que sólo puede ser realizada por la sociedad y sólo en condiciones de estricta igualdad y solidaridad de cada persona con todos sus congéneres. Se pueden distinguir en ella tres fases de desarrollo o elementos, el primero de los cuales es altamente positivo y social. Es el desarrollo completo y el goce total por cada individuo en todas las facultades y poderes humanos a través de la educación, la formación científica y la prosperidad material; todo eso puede ser ofrecido exclusivamente gracias al trabajo colectivo, y al trabajo material y mental, muscular y nervioso de la sociedad en su conjunto.

La rebelión, segundo elemento de la libertad. El segundo elemento o fase de la libertad tiene un carácter negativo. Es el elemento de la rebelión por parte de la individualidad humana contra toda autoridad divina y humana, colectiva o individual. Es antes que nada la rebelión contra la tiranía del supremo fantasma teológico, contra Dios…

…Tras esto, y como consecuencia de la rebelión contra Dios, se encuentra la rebelión contra la tiranía del hombre, contra la autoridad, individual y colectiva, representada y legalizada por el Estado. 

Implicaciones de la teoría de la existencia presocial de la libertad individual. Pero si los metafísicos afirman que los hombres, en especial quienes creen en la inmortalidad del alma, se mantienen fuera de la sociedad de seres libres, llegamos inevitablemente a la conclusión de que el hombre sólo puede unirse a la sociedad a costa de su propia libertad, de su independencia natural, y sacrificando primero sus intereses personales y locales. Tal renuncia y auto-sacrificio son, por ello, tanto más imperativos cuanto más miembros tenga la sociedad y más compleja sea su organización. En este sentido, el Estado es la expresión de todos los sacrificios individuales. Dado este origen abstracto y al mismo tiempo violento, el Estado ha de restringir cada vez más en nombre de una falacia llamada «bien del pueblo», que en realidad representa exclusivamente el interés de las clases dominantes. Por lo tanto, el Estado aparece como una inevitable negación y aniquilación de toda libertad, de todos los intereses individuales y colectivos.

La libertad, último destino del desarrollo humano. Pero nosotros, que no creemos en Dios ni en la inmortalidad del alma, ni en el libre albedrío, mantenemos que esta libertad debería ser entendida en su acepción más amplia como la meta del progreso histórico de la humanidad. Por un contraste extraño, aunque lógico, nuestros adversarios idealistas de la teología y la metafísica, toman el principio de la libertad como la base y el punto de partida de sus teorías, para deducir de él la esclavitud inevitable de todos los hombres. Nosotros, materialistas en teoría, proponemos en la práctica crear y consolidar un idealismo racional y noble. Nuestros enemigos, los idealistas divinos y trascendentales, se hunden en un materialismo práctico, sangriento y vil, impelidos por la lógica misma según la cual cada desarrollo es la negación del principio básico.

Estamos convencidos de que toda la riqueza y todo el desarrollo intelectual, moral y material del hombre –así como el grado de independencia alcanzado- es producto de la vida en sociedad. Fuera de la sociedad el hombre no sólo frustraría su libertad, sino que nunca alcanzaría la talla de un verdadero hombre, es decir, de un ser consciente de sí mismo que siente y tiene el poder de la palabra. Fue solo el contacto entre las mentes y el trabajo colectivo lo que forzó al hombre a salir del estadio en que era un salvaje y una bestia, lo que constituyó su naturaleza original o el punto de partida de su desarrollo último.

La libertad y el socialismo son mutuamente complementarios. La realización concienzuda de la libertad, la justicia y la paz será imposible mientras una gran mayoría de la población permanezca desposeída en relación a sus necesidades más elementales, mientras esté privada de educación y condenada a la insignificancia política y social y a la esclavitud –de hecho, si no de derecho- por la pobreza tanto como por la necesidad de trabajar sin un momento de reposo o de ocio, produciendo toda la riqueza de la cual el mundo se enorgullece ahora y recibiendo a cambio una parte tan insignificante que apenas alcanza para asegurar [al trabajador] el pan del día siguiente;… estamos convencidos de que la libertad sin socialismo es un privilegio y una injusticia, y de que el socialismo sin libertad es esclavitud y brutalidad

Es característica del privilegio y de cada posición privilegiada destruir las mentes y los corazones de los hombres. El hombre privilegiado política o económicamente es un hombre mental y moralmente depravado. Esta es una ley social que no admite excepción y que es válida para naciones enteras tanto como para las clases, grupos e individualidades. Es la ley de la igualdad, condición suprema de la libertad y la humanidad.

Socialismo y libertad.  Por mucho que se recurra a toda clase de subterfugios, por mucho que se intente oscurecer el tema y falsificar la ciencia social en beneficio de la explotación burguesa, toda persona sensible sin interés de engañarse a sí misma se da cuenta ahora de que mientras un cierto número de gente que posee privilegios económicos tiene los medios para llevar una vida inaccesible a los trabajadores; de que mientras un número más o menos considerable de personas hereda, en diversas proporciones, capital y tierra que no son el producto de su propio trabajo, mientras la inmensa mayoría de los trabajadores no hereda nada; de que mientras las rentas de la tierra y los intereses del capital permitan a estos privilegiados vivir sin trabajar; de que mientras subsista tal estado de cosas, la igualdad es inconcebible. 

Incluso suponiendo que en la sociedad todos trabajen –ya sea forzados o por libre elección- pero que una clase de esta sociedad, gracias a su situación económica y a los privilegios políticos y sociales derivados de ella, pueda dedicarse exclusivamente al trabajo mental, mientras la inmensa mayoría de la población trabaja duro para su subsistencia; en una palabra, mientras los individuos al nacer no encuentren en la sociedad los mismos medios de vida, la misma educación, formación, trabajo y disfrute, la igualdad política, económica y social será imposible. 

En nombre de la igualdad la burguesía derribó y masacró a la nobleza. Y en nombre de la igualdad pedimos también la muerte violencia o el suicidio voluntario de la burguesía. Pero, siendo menos sanguinarios que la burguesía revolucionaria, no queremos la muerte de los hombres, sino la abolición de las posiciones sociales y las diferencias reales. Si la burguesía se resigna a estos cambios inevitables, no se tocará ni un pelo de su cabeza. Pero tanto peor para ella si olvidando la prudencia y sacrificando su interés individual al interés colectivo de su clase, una clase condenada a la extinción, se sitúa frente al curso de la justicia histórica del pueblo para salvar una posición que pronto será totalmente insostenible.

La naturaleza de la verdad libertad. Soy un fanático amante de la libertad, por considerarla único medios en el que pueden desarrollarse la inteligencia, la dignidad y la felicidad de los hombres; pero no de esa libertad formal, concebida, medida y regulada por el Estado, cuya existencia es una eterna falsedad que en realidad sólo representa el privilegio de unos cuantos sobre la esclavitud del resto; ni tampoco de aquella libertad individualista, egoísta, insatisfactoria para el espíritu y ficticia, proclamada por Jean-Jacques Rousseau y por todas las demás escuelas del liberalismo burgués, que considera al llamado derecho público representado por el Estado como el límite del derecho de cada uno, lo que desemboca siempre y de forma necesaria en la liquidación del derecho de cada uno. 
No: yo tengo presente la única libertad digna de ese nombre, la libertad que consiste en el pleno desarrollo de todos los poderes materiales, intelectuales y morales latentes en cada hombre; una libertad que no reconoce más restricciones que las trazadas por las leyes de nuestra propia naturaleza, lo cual equivale a decir que no hay restricción alguna porque esas leyes no nos son impuestas por ningún legislador exterior situado sobre nosotros o entre nosotros. Esas leyes no son inmanentes e inherentes; constituyen la auténtica base de nuestro ser, tanto material como intelectual y moral; y en lugar de encontrar en ellas un límite a nuestra libertad, debiéramos considerarlas como sus condiciones reales y su efectiva razón.

Yo tengo presente esta libertad de cada uno que, lejos de verse limitada por la libertad de los demás, es confirmada por ella y extendida al infinito. Y tengo presente la libertad de cada individuo no limitada por la libertad de todos, libertad en solidaridad, libertad en igual, libertad triunfando sobre la fuerza bruta y el principio de autoridad (que fue siempre expresión idea de esta fuerza); una libertad que, habiendo derribado todos los ídolos celestes y terrenos, habrá de fundar y organizar un nuevo mundo –el mundo de la solidaridad humana- sobre las ruinas de todas las Iglesias y Estados.

Soy un partidario convencido de la igualdad económica y social, porque sé que, fuera de esta igualdad, la libertad, la justicia, la dignidad humana, la moralidad y el bienestar de los individuos, así como el florecimiento de las naciones son una mentira.

Ya hemos dicho que por libertad entendemos, por un lado, el desarrollo más completo posible de todas las facultades naturales de cada individuo, y por otro, su independencia no respecto a las leyes impuestas por otras voluntades humanas, colectivas o aisladas.

Por libertad entendemos, desde el punto de vista positivo, el máximo desarrollo posible de todas las facultades naturales de cada individuo, y desde el punto de vista negativo, la independencia de la voluntad de cada uno en relación con la voluntad de otros.

Estamos convencidos –y la historia moderna confirma plenamente nuestra convicción- de que mientras la humanidad esté dividida en una minoría explotadora y una mayoría explotada, la libertad es imposible, transformándose por tanto en una mentira. Si deseas la libertad para todos, debes esforzarte con nosotros por conseguir la igualdad universal. 

¿Cómo pueden asegurarse la libertad y la igualdad? ¿Deseas hacer que sea imposible para cualquiera oprimir a su prójimo? Entonces asegúrate de que nadie tendrá poder. ¿Deseas que los hombres respeten la libertad, los derechos y la personalidad de sus prójimos? Asegúrate entonces de que sean compelidos a respetar esas cosas, no forzados por el deseo o la acción opresiva de otros hombres, ni tampoco por la represión del Estado y sus leyes, necesariamente representadas y aplicadas por hombres, que a su vez se hacen esclavos de ellas, sino por una verdadera organización del medio social; esta organización está constituida de manera que, permitiendo a cada uno el más completo disfrute de su libertad, no permite a ninguno elevarse sobre los otros ni dominarlos a no ser mediante la influencia natural de sus cualidades morales e intelectuales, sin que esta influencia se imponga nunca como un derecho y sin apoyarse en ninguna institución política.


Mijaíl Bakunin 



lunes, 23 de febrero de 2015

Idealismo y materialismo - Mijaíl Bakunin

El siguiente texto, obra de Mijaíl Bakunin, ha sido compilado por Gregori Maximoff, y corresponde a un fragmento del Libro Escritos de Filosofía política I, Mijaíl Bakunin. Las negritas tipo subtítulo corresponden a Maximoff y el desarrollo a Mijaíl Bakunin. 


El marxismo y sus falacias. La escuela doctrinaria de socialistas, o más bien los comunistas estatales de Alemania... representan una escuela bastante respetable, circunstancia que no la exime, sin embargo, de caer ocasionalmente en errores. Una de sus falacias principales es tener como base teórica un principio profundamente cierto cuando se concibe de manera apropiada —es decir, desde un punto de vista relativo—, pero que se vuelve radicalmente falso cuando se le considera aislado de las demás condiciones y se le mantiene como el único fundamento y fuente primaria de todos los demás principios, según acontece en esa escuela.

Este principio, que constituye el fundamento esencial del socialismo positivo, recibió por primera vez su formulación científica y su desarrollo del Sr. Karl Marx, jefe principal de los comunistas alemanes. Constituye la idea dominante del famoso Manifiesto Comunista.

Marxismo e idealismo. Este principio se encuentra en contradicción absoluta con el principio admitido por los idealistas de todas las escuelas. Mientras los idealistas deducen todos los hechos históricos —incluyendo los desarrollos de intereses materiales y los diversos estadios de organización económica de la sociedad— del desarrollo de las ideas, los comunistas alemanes ven en toda la historia y en las manifestaciones más ideales de la vida humana tanto colectiva como individual, en todos los desarrollos intelectuales, morales, religiosos, metafísicos, científicos, artísticos, políticos y sociales acontecidos en el pasado y en el presente, sólo el reflejo o el resultado inevitable del desarrollo de los fenómenos económicos.

Mientras que los idealistas consideran las ideas como fuente productora y dominante de los hechos, los comunistas, plenamente de acuerdo con el materialismo científico, mantienen, por el contrario, que los hechos producen las ideas, y que las ideas son siempre únicamente el reflejo ideal de los acontecimientos; que en el conjunto total de los fenómenos, los fenómenos económicos materiales constituyen la base esencial, el fundamento primario, mientras todos los demás fenómenos —intelectuales y morales, políticos y sociales—- aparecen como derivados necesarios de los primeros.

¿Quiénes están en lo cierto, los idealistas o los materialistas? Cuando la pregunta se plantea así, la duda resulta imposible. Indudablemente, los idealistas están equivocados y los materialistas están en lo cierto. Desde luego, los hechos vienen antes que las ideas; desde luego, como dijo Proudhon, el ideal no es sino la flor, cuyas raíces están enterradas en las condiciones materiales de existencia. Desde luego, toda la historia intelectual y moral, política y social humana no es sino el reflejo de su historia económica.


Todas las ramas de la ciencia moderna, de una ciencia concienzuda y seria, están de acuerdo en proclamar esta verdad grande, básica y decisiva: el mundo social, el mundo puramente humano, la humanidad, no es sino el último y supremo desarrollo —por lo menos, en lo que respecta a nuestro propio planeta— y la más alta manifestación de la animalidad. Pero así como todo desarrollo implica necesariamente la negación de su base o punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo la negación acumulativa del principio animal en el hombre. Y es precisamente esta negación, tan racional como natural, y racional precisamente por ser natural —a un tiempo histórica y lógica, tan inevitable como el desarrollo y la consumación de todas las leyes naturales del mundo— lo que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, el mundo de las ideas.

El primer dogma del materialismo. [Mazzini] afirma que los materialistas somos ateos. Nada tenemos que decir a esto porque en efecto somos ateos, y nos enorgullecemos de ello, al menos en la medida en que puede permitirse el orgullo a desdichados individuos que como olas se elevan por un momento y luego desaparecen en el vasto océano colectivo de la sociedad humana. Nos enorgullecemos de ello porque el ateísmo y el materialismo son la verdad, o más bien la efectiva base de la verdad, y también porque deseamos la verdad y sólo la verdad por encima de todo lo demás y por encima de las consecuencias prácticas. Y además creemos que a pesar de las apariencias, a pesar de las cobardes insinuaciones de una política de cautela y escepticismo, sólo la verdad traerá consigo un bienestar práctico para el pueblo. Este es el primer dogma de nuestra fe. Pero mira hacia adelante, hacia el futuro, y no hacia atrás.

El segundo dogma del materialismo. De todas formas, él [Mazzini] no se conforma con señalar nuestro ateísmo y materialismo; deduce de él que no podemos amar a las personas ni respetarlas por sus virtudes ; que las grandes cosas que han hecho vibrar los más nobles corazones —la libertad, la justicia, la humanidad, la belleza, la verdad— deben ser todas ajenas a nosotros, y que remolcando sin meta alguna nuestra desdichada existencia —arrastrándonos más que andando derechos sobre la tierra— no tenemos preocupación alguna salvo gratificar nuestros toscos y sensuales apetitos.

Y nosotros le decimos, venerable pero injusto maestro [Mazzini], que está en un lamentable error. ¿Quiere saber en qué medida amamos esas cosas grandes y bellas, cuyo conocimiento y amor nos niega? Entienda que nuestro amor por ellas es tan fuerte que de todo corazón estamos enfermos y cansados viéndolas para siempre suspendidas en su Cielo —que las robó de la tierra— como símbolos y promesas nunca cumplidas. Ya no nos contentamos con la ficción de esas bellas cosas: las queremos en su realidad.

Y aquí está el segundo dogma de nuestra fe, ilustre maestro. Creemos en la posibilidad y en la necesidad de dicha realización sobre la tierra; y, al mismo tiempo, estamos convencidos de que todas esas cosas que usted venera como esperanzas celestiales perderán necesariamente su carácter místico y divino cuando se conviertan en realidades humanas y terrestres.

La materia del idealismo. Usted pensaba que se había deshecho completamente de nosotros llamándonos materialistas. Pensaba que así nos condenaba y aplastaba. Pero ¿sabe usted de dónde proviene ese error suyo? Lo que usted y nosotros llamamos materia son dos cosas totalmente distintas, dos conceptos totalmente diferentes. Su materia es una identidad ficticia como su Dios, como su Satán, como su alma infinita. Su materia es tosquedad infinita, brutalidad inerte, una entidad tan imposible como el espíritu puro, incorpóreo y absoluto; los dos existen sólo como invenciones de la abstracta fantasía de los teólogos y metafísicos, únicos autores y creadores de ambos inventos. La historia de la filosofía nos ha revelado el proceso —de hecho un proceso simple— de la creación inconsciente de esta ficción, el origen de esta fatal ilusión histórica, que durante el largo transcurso de muchos siglos ha pendido gravosamente, como una terrible pesadilla, sobre las mentes oprimidas de generaciones humanas.

El espíritu y la materia. Los primeros pensadores fueron necesariamente teólogos y metafísicos, pues la mente humana está constituida de tal manera que siempre debe comenzar con un gran margen de sinsentido, falsedad y errores para conseguir llegar a una pequeña porción de verdad. Todo lo cual no habla en favor de las tradiciones sagradas del pasado. Los primeros pensadores, digo, tomaron la suma de todos los seres reales conocidos por ellos, incluidos ellos mismos, la suma de todo cuanto les parecía representar la fuerza, el movimiento, la vida y la inteligencia, y lo llamaron espíritu. A todo lo demás de que su mente lo hubiera abstraído inconscientemente del mundo real, lo llamaron materia. Y entonces se asombraron de que esta materia que existía sólo en su imaginación, como el propio espíritu, fuese tan inactiva, tan estúpida frente a su Dios, el puro espíritu.

La materia de los materialistas. Admitimos francamente que no conocemos a su Dios, pero tampoco conocemos a su materia; o, más bien, sabemos que ninguno de los dos conceptos existe, sino que fueron creados a priori por la fantasía especulativa de pensadores ingenuos de épocas pasadas. Con las palabras materia y material queremos indicar la totalidad, la jerarquía de los entes reales, comenzando por los cuerpos orgánicos más simples y acabando con la estructura y el funcionamiento del cerebro de los más grandes genios: los sentimientos más sublimes, los pensamientos más grandes, los actos más heroicos, actos de autosacrificio, deberes tanto como derechos, la voluntaria renuncia al propio bienestar, al propio egoísmo —hasta las aberraciones trascendentales y místicas de Mazzini—, así como las manifestaciones de la vida orgánica, las propiedades y acciones químicas, la electricidad, la luz, el calor, la gravedad natural de los cuerpos. Todo ello constituye, a nuestro entender, un conjunto muy diferenciado, pero al mismo tiempo estrechamente relacionado, de evoluciones dentro de esa totalidad del mundo real que denominamos materia.

El materialismo no es un panteísmo. Y obsérvese bien que no consideramos a esta totalidad como una especie de sustancia absoluta y eternamente creativa, al modo de los panteístas, sino como el perpetuo resultado producido y reproducido de nuevo por la concurrencia de una infinita serie de acciones y reacciones, por las incesantes transformaciones de los seres reales que nacen y mueren en el seno de esta infinitud.

La materia comprende el mundo ideal. Resumiré: indicamos con la palabra material todo cuanto acontece en el mundo real, dentro y fuera del hombre, y aplicamos la palabra idealexclusivamente a los productos de la actividad cerebral del hombre; pero puesto que nuestro cerebro es por entero una organización de orden material, y su función es también material, como la acción de todas las demás cosas, se deduce de ello que lo que llamamos materia o mundo material no excluye en modo alguno, sino que incluye necesariamente también al mundo ideal.

Materialistas e idealistas en la práctica. He aquí un hecho que merece una atenta reflexión por parte de nuestros adversarios platónicos. ¿A qué se debe que los teóricos del materialismo acostumbren mostrarse en la práctica más idealistas que los propios idealistas? Esta paradoja es, de todas formas, bastante lógica y natural. Porque todo desarrollo implica en alguna medida una negación del punto de partida; los teóricos del materialismo comienzan con el concepto de materia y desembocan en la idea, mientras los idealistas, que adoptan como punto de partida la idea pura y absoluta, reiterando constantemente el viejo mito del pecado original —única expresión simbólica de su propio y triste destino— recaen teórica y prácticamente en el dominio de la materia que, a su entender, nos tiene irremisiblemente enredados a nosotros. ¡Y qué materia! Una materia brutal, innoble y estúpida, creada por su propia imaginación como su alter ego, o como la reflexión de su yo ideal.

Del mismo modo, los materialistas, que siempre armonizan sus teorías sociales con el curso efectivo de la historia, conciben el estadio animal, el canibalismo y la esclavitud como los primeros puntos de partida en el movimiento progresivo de la sociedad; pero ¿a qué apuntan? ¿Qué quieren? Quieren la emancipación, la plena humanización de la sociedad; mientras que los idealistas, adoptando por premisa básica de sus especulaciones el alma inmortal y la autonomía de la voluntad, terminan inevitablemente en el culto al orden público, como Thiers, o en el culto a la autoridad, como Mazzini; es decir, en el establecimiento y la canonización de una esclavitud perpetua. De aquí se deduce que el materialismo teórico desemboca necesariamente en el idealismo práctico, y que las teorías idealistas únicamente encuentran su realización en un tosco materialismo práctico.

Ayer mismo se desplegó ante nuestros ojos la prueba de lo que acabamos de decir. ¿Dónde estaban los materialistas y ateos? En la Comuna de París. Y ¿dónde estaban los idealistas que creen en Dios? En la Asamblea Nacional de Versalles. ¿Qué querían los revolucionarios de París? Querían la emancipación definitiva de la humanidad a través de la emancipación del trabajo. ¿Y qué quiere actualmente la triunfante Asamblea de Versalles? La degradación definitiva de la humanidad bajo el doble yugo del poder espiritual y secular.

Los materialistas quieren avanzar, imbuidos de fe y despreciando el sufrimiento, el peligro y la muerte, porque ven ante ellos el triunfo de la humanidad. Pero los idealistas, faltos de empuje y presagiando únicamente espectros sangrientos, quieren llevar como sea a la humanidad de nuevo hacia el lodazal de donde ha ido saliendo con tan grandes dificultades.

Que cada cual compare y forme su juicio.