martes, 23 de febrero de 2016

La catástrofe del parlamentarismo - Rudolf Rocker

La participación en la política de los Estados burgueses no ha conducido al movimiento obrero a la más insignificante aproximación hacia el socialismo; antes bien, a causa de tal método, el socialismo ha sufrido casi su total aplastamiento y se ha llegado a ver reducido a la insignificancia. Hay un viejo proverbio inglés que dice: «Quien come patata, muere de empacho», y podría modificarse en esta «Quien come Estado, muere de empacho». La participación en la política parlamentaria ha afectado al movimiento obrero en forma de veneno engañoso. Ésa fue la causa de que se perdiera la fe en la necesidad de proceder a una actuación socialista constructiva, y lo que es peor, el impulso del propio esfuerzo, inculcando al pueblo la desastrosa ilusión que hace esperar toda salvación de lo alto.
De esta manera, en vez del socialismo creador de la antigua Internacional, fomentó una especie de producto sucedáneo que nada tiene que ver con el verdadero socialismo, salvo en el nombre. El socialismo perdió rápidamente su carácter de ideal de cultura con la misión de preparar a los pueblos para provocar la disolución de la sociedad capitalista y que, por consiguiente, no podía ser contenido por las fronteras artificiales de los Estados nacionales.
En el pensamiento de los dirigentes de esta nueva fase del socialismo, los intereses del Estado nacional se fueron mezclando más y más con los presuntos objetivos del partido, hasta que, por fin, llegaron a ser incapaces de distinguir en forma alguna los límites precisos que los separan. Así, pues, era inevitable que el movimiento obrero se viera gradualmente incorporado al engranaje del Estado nacional, devolviéndole a éste el equilibrio que en realidad había perdido ya.
Sería un error atribuir este extraño cambio de fase a una traición intencionada por parte de los dirigentes, como se ha hecho con tanta frecuencia. Lo cierto es que nos hallamos frente a un caso de asimilación gradual de las modalidades de pensamiento propias de la sociedad capitalista, lo cual es condición peculiar de las actuaciones prácticas de los partidos socialistas, y que forzosamente afecta a la posición intelectual de sus jefes políticos. Los mismos partidos que un día se lanzaron a la conquista del poder político, bajo la bandera del socialismo, se vieron arrastrados por la lógica férrea de las circunstancias a ir sacrificando sus convicciones socialistas, pedazo a pedazo, a la política nacional del Estado.
Se convirtieron, sin que la mayoría de sus afiliados se percatara de ello, en pararrayos político para la seguridad del orden capitalista. El poder político que habían querido adquirir, fue conquistándoles su socialismo hasta dejarles casi sin nada.
El parlamentarismo que alcanzó tan rápidamente una posición dominante en los partidos obreros de distintos países, llevó a numerosas mentalidades burguesas y a políticos sedientos de medrar, al campo socialista. Esto hizo que el socialismo perdiera, con el tiempo, su iniciativa creadora y se convirtiera en un movimiento reformista corriente, falto de todo elemento de grandeza. El pueblo se contentaba con los éxitos en los comicios electorales y ya no concedía importancia a la reestructuración social ni a la educación constructiva de los trabajadores hacia ese fin. Las consecuencias de este desastroso abandono de uno de los problemas más considerables, de importancia decisiva para la realización del socialismo, aparecieron en toda su amplitud cuando, después de la guerra mundial, se produjo una situación revolucionaria en muchos países de Europa. El colapso que sufrió el viejo sistema puso en manos de los socialistas el poder por el cual se habían afanado tanto tiempo y que había sido señalado como la primera condición previa necesaria para implantar el socialismo. En Rusia preparó el camino la posesión del Gobierno por el ala izquierda del socialismo de Estado, en forma de bolchevismo; pero no fue para la implantación de una sociedad socialista, sino para el más primitivo tipo de capitalismo de Estado burocrático y para una regresión al absolutismo político que hacía tantos años había sido abolido por las revoluciones burguesas en casi todos los países. En Alemania, no obstante, donde el socialismo moderado había alcanzado el poder en forma de socialdemocracia, el socialismo, con los largos de absorción de las tareas del rutinarismo parlamentario, llegó a verse tan disminuido que no era capaz de la más insignificante acción creadora. Incluso una hoja burguesa democrática como la Frankfurter Zeitung se vio en el caso de confirmar que «en la historia de los pueblos de Europa no se había dado previamente el caso de una revolución tan pobre en ideas creadoras y tan debilitada en su energía revolucionaria».
Y no era esto todo; no sólo no estaba el socialismo político en disposición de emprender ninguna actividad que supusiera esfuerzo constructivo en la orientación socialista, sino que ni siquiera estaba dotado de fuerza moral para mantenerse sobre las realizaciones de la democracia burguesa y del liberalismo, y capituló, entregando todo el país al fascismo, que aplastó de un golpe todo el movimiento obrero, reduciéndolo a astillas. Tanto se había sumergido en el Estado burgués, que perdió totalmente el sentido de la acción socialista constructiva, sintiéndose atado a la infecunda rutina de las prácticas políticas ordinarias, lo mismo que un esclavo se ve atado al banco de la galera.
El moderno anarcosindicalismo es la reacción directa contra los conceptos y los métodos del socialismo político, reacción que incluso antes de la guerra había dado muestras de un vigoroso resurgimiento del movimiento sindicalista obrero en Francia, Italia y otros países, por no citar a España, donde la mayoría de los trabajadores organizados se mantuvieron fieles a las doctrinas de la Primera Internacional.
La palabra «sindicato de trabajadores» significaba al principio en Francia organización por ramos de la industria, para el mejoramiento de su status social y económico. Pero el crecimiento del sindicalismo revolucionario dio a este significado una importancia mucho más amplia y profunda. Tal como un partido es, por así decirlo, la organización unificada para un esfuerzo político determinado dentro del moderno Estado constitucional, y procura, en una u otra forma, mantener el orden burgués, así también, desde el punto de vista sindicalista, las uniones de trabajo, los sindicatos, constituyen la organización obrera unificada, y tienen por objeto la defensa de los intereses de los productores dentro de la sociedad presente y la preparación y el fomento práctico de la reedificación de la vida social según las normas socialistas. Tiene, por consiguiente, una doble finalidad: 1.º Como organización militante de los trabajadores contra los patronos, dar fuerza a las demandas de los primeros para asegurar la elevación de su promedio de vida. 2.º Como escuela para la preparación intelectual de los obreros, capacitarlos para la dirección técnica de la producción y de la vida económica en general, de suerte que, cuando se produzca una situación revolucionaria, sean aptos para tomar por sí mismos el organismo socialeconómico y rehacerlo en concordancia con los principios socialistas.
Opinan los anarcosindicalistas que los partidos políticos, aunque ostenten nombres socialistas, no son adecuados para cumplir ninguna de dichas tareas. Así lo atestigua el mero hecho de que, incluso en países en que el socialismo político dirigió poderosas organizaciones y contaba con millones de votos, los trabajadores nunca pudieron prescindir de los sindicatos, ya que la legislación no les ofrecía protección en su lucha diaria por el pan. Con frecuencia ha ocurrido que precisamente en las zonas del país donde el partido socialista tenía mayor fuerza, era donde los jornales estaban más bajos y la vida en peores condiciones. Tal ocurrió, por ejemplo, en los distritos del norte de Francia, donde los socialistas estaban en mayoría en muchos Ayuntamientos, y en Sajonia y Silesia, donde la socialdemocracia alemana había llegado a tener infinidad de afiliados.
Los Gobiernos ni los Parlamentos apenas se deciden a tomar medidas de reforma social o económica por propia iniciativa, y cuando por acaso así ha sucedido, la experiencia demuestra que las supuestas mejoras han sido letra muerta en medio de la balumba superflua de leyes. Así fue como las modestas tentativas del Parlamento británico, en la primera época de la gran industria, cuando los legisladores, atemorizados por los horrorosos efectos de la explotación de los niños, se decidió por fin a procurar algunos remedios triviales, tales disposiciones carecieron durante mucho tiempo de aplicación. Por una parte caían en la incomprensión de los mismos trabajadores; por otra, fueron saboteadas descaradamente por los patronos. Lo mismo ocurrió con la conocida ley italiana que el Gobierno hizo votar a mediados de 1890, prohibiendo que las mujeres que trabajaban en las minas de azufre de Sicilia bajase sus niñitos a las galerías subterráneas. Hasta mucho más tarde, cuando aquellas mujeres lograron organizarse y elevar su nivel de vida, no desapareció el mal por sí mismo. Casos parecidos podrían citarse muchos, tomados de la historia de todos los países.
Pero incluso la autorización legal de una reforma no ofrece garantía de permanencia, a no ser que fuera del Parlamento haya masas militantes dispuestas a defenderla contra todos los ataques. Así, los propietarios de las fábricas de Inglaterra, a pesar de la aprobación del proyecto de ley de la jornada de diez horas, en 1848, se valieron poco después de una crisis industrial para obligar a los obreros a laborar once horas y aun doce al día. Cuando los inspectores de industrias procedieron legalmente, no sólo fueron absueltos los acusados, sino que el Gobierno insinuó a los inspectores que no era cosa de ceñirse demasiado a la letra de la ley, de manera que los trabajadores, después que sus reivindicaciones parecía que habían cobrado alguna vida, se vieron en el caso de tener que comenzar desde el principio, por su cuenta, la campaña en defensa de la jornada de diez horas. Entre las pocas reformas que la revolución de noviembre de 1918 otorgó a los obreros alemanes, la más importante era la de la jornada de ocho horas. Pero les fue arrebatada a los trabajadores por los patronos en casi todas las industrias, a despecho de figurar tal medida en los estatutos de trabajo, de acuerdo con la misma Constitución de Weimar.
Mas si los partidos políticos son absolutamente incapaces de procurar la más insignificante mejora de las condiciones de vida de las clases laboriosas dentro de la sociedad actual, son mucho más incapaces todavía de emprender la estructuración orgánica desde una comunidad socialista, ni de prepararle el terreno, pues se hallan completamente desprovistos de lo más indispensable para tal cometido. Rusia y Alemania han dado suficientes pruebas ello.
La punta de lanza del movimiento obrero no es, por consiguiente, el partido político, sino el sindicato, endurecido en la lucha cotidiana y penetrado de espíritu socialista. Los obreros, únicamente pueden desplegar toda su fuerza situándose en el terreno económico, pues es su actividad como productores lo que mantiene unida la estructura social y garantiza en absoluto la misma existencia de la sociedad. En cualquier otro plano se hallarán pisando terreno ajeno y malgastarán sus esfuerzos en luchas sin esperanza, que no les aproximarán en un ápice a la meta de sus anhelos. En el campo de la política parlamentaria el obrero es como el gigante Anteo del mito griego, al que Hércules pudo estrangular en el aire, una vez separados sus pies de la Tierra, que era su madre. Únicamente como productor y creador de riqueza social el obrero se percata de su fuerza; en unión solidaria con sus compañeros, establece en el sindicato la guerrilla invencible capaz de resistir contra todo asalto, si se siente inflamada por el espíritu de libertad y animada por el ideal de la justicia entre los hombres.
Para los anarcosindicalistas, el sindicato no es simplemente un fenómeno de transición, tan efímero como la sociedad capitalista, sino que entraña el germen de la economía socialista del mañana, y es la escuela primaria del socialismo en general. Toda nueva estructura social forma órganos propios dentro del cuerpo de la vieja organización. Sin este comienzo, no cabe pensar en evolución social ninguna. Las mismas revoluciones no pueden hacer otra cosa sino desarrollar y sazonar la simiente que ya existía y que germinaba en la conciencia humana; no pueden crear por sí mismas ese germen, ni plasmar un mundo nuevo de la nada. Por consiguiente nos toca sembrar esa semilla a tiempo y hacer que se desarrolle cuanto más mejor, con objeto de facilitar la futura obra de la revolución y darle garantías de permanencia.
Toda la obra educativa del anarcosindicalismo se encamina a este fin. La educación socialista no significa para los anarcosindicalistas triviales campañas de propaganda ni la llamada «política del momento», sino el esfuerzo para que los obreros vean con más claridad las relaciones intrínsecas de los problemas sociales entre sí, y el desarrollo de su capacidad administradora, con objeto de prepararles para su misión de reformadores de la vida económica, y darles la seguridad moral necesaria para realizar su obra. No hay entidad social más apropiada para esta finalidad que la organización de lucha económica de los trabajadores; endurece su resistencia en el combate directo por la defensa de su existencia y de sus derechos humanos. Esta pelea directa y constante con los defensores del presente sistema, desarrolla al mismo tiempo los conceptos éticos sin los cuales no es posible ninguna transformación social: solidaridad vital con los compañeros de destino, y responsabilidad moral de las propias acciones.
Precisamente porque la obra educativa de los anarcosindicalistas se encamina al desarrollo del pensamiento y la acción libre, son declarados adversarios de todas las tendencias centralizadoras tan características de los partidos socialistas políticos. Pero el centralismo, esa organización artificial que se manifiesta en sentido de arriba abajo y que pone los asuntos de todos los individuos, en masa, a disposición de una pequeña minoría, es indefectiblemente asistido por una estéril rutina y aplasta toda convicción individual, mata todas las iniciativas personales por medio de una disciplina sin alma y de una fosilización burocrática, impidiendo toda acción independiente. La organización del anarcosindicalismo se funda en los principios del federalismo, en la libre correlación establecida de abajo arriba, poniendo por encima de todo el derecho de autodeterminación de cada miembro, y reconociendo tan sólo el acuerdo orgánico entre todos a base de intereses semejantes y de convicciones comunes.
A menudo se ha achacado al federalismo que divide y debilita las fuerzas para la organización defensiva. Y es muy significativo que hayan sido precisamente los representantes de los partidos obreros políticos y de las trade unions, bajo la influencia de aquéllos, quienes hayan repetido esta censura hasta la saciedad. Pero también sobre esto los hechos reales han tenido más elocuencia que las teorías. No hubo jamás ningún país desde el movimiento obrero que estuviera tan centralizado y donde la técnica de la organización fuese desarrollada con tal extrema perfección como en Alemania antes de que Hitler detentara el poder. Un poderoso mecanismo burocrático cubría todo el país y determinaba todas las manifestaciones de la vida política y económica de las organizaciones obreras. En las últimas elecciones anteriores a tal hecho, los partidos socialdemócrata y comunista tuvieron en conjunto más de doce millones de votos en apoyo de sus candidatos.
Y una vez adueñado Hitler del poder, seis millones de trabajadores que estaban de tal manera organizados, no levantaron un dedo para evitar la catástrofe que hundía a Alemania en el abismo y que en pocos meses deshizo completamente sus organizaciones.
En cambio, en España, donde el anarcosindicalismo, seguido con mucho arraigo en la organización obrera desde los días de la Primera Internacional, gracias a una propaganda libertaria incansable y una intensa lucha que la preparó para la resistencia, fue la poderosa CNT la que con la intrepidez de réplica frustró los planes de Franco y de sus numerosos auxiliares de dentro y del exterior, levantando el ánimo de todos los obreros y campesinos de España con su ejemplo heroico para dar la batalla al cabecilla faccioso —hecho éste que él mismo se vio obligado a reconocer—. Sin la heroica resistencia de los sindicatos anarcosindicalistas, la reacción fascista hubiera dominado en pocas semanas toda la Península.
Comparando la técnica de la organización federalista de la CNT con la máquina centralista que construyeron los obreros alemanes, causa sorpresa ver la simplicidad de la primera. En los sindicatos menos numerosos todas las tareas de organización se efectuaban voluntariamente. En las federaciones, ya más amplias, donde, naturalmente, se requerían representantes oficiales, éstos eran elegidos por un año solamente y tenían una paga igual a la de los trabajadores del ramo a que pertenecieran. Ni la Secretaría general de la CNT era excepción a esta regla. Es ésta una tradición conservada en España desde los días de la Internacional. Esta sencilla forma de organización, no sólo bastó a los españoles para convertir a la CNT en una unidad de lucha de primer orden, sino que la ponía a salvo del peligro de caer en régimen burocrático dentro de su misma esfera, y les permitió desplegar ese irresistible espíritu de solidaridad y de tenaz beligerancia que es tan característico de esa organización y que no se da en ningún otro país.
Para el Estado, el centralismo es la forma más adecuada de organización, puesto que aspira a la mayor uniformidad posible en la vida social, con objeto de mantener el equilibrio social y político. Mas para un movimiento cuya misma existencia depende de la acción rápida en toda circunstancia propicia, y en la independencia de pensamiento y de acción de sus mantenedores, el centralismo no podría ser más que una desdicha pues debilitaría su energía decisiva y reprimiría sistemáticamente toda su actividad directa. Si, por ejemplo, como ocurría en Alemania, cada huelga local tenía que ser aprobada previamente por la Central, que a veces estaba a centenares de millas y que ordinariamente no estaba en condiciones de formular un juicio acertado sobre las circunstancias locales, no cabe sorprenderse entonces de que la pesadez del mecanismo hiciera imposible que éste reaccionase rápidamente. El resultado es que se crea un estado de cosas en el que los grupos enérgicos e intelectuales no sirven de modelo a los más activos, sino que quedan condenados a la inacción por éstos, produciendo inevitablemente el estancamiento de todo el conjunto. Una organización no es, a la postre, más que un medio para determinada finalidad. Cuando se convierte en fin de sí misma, mata al espíritu y la iniciativa vital de sus miembros, estableciendo ese dominio de la mediocridad que es propio de la burocracia.
Por consiguiente, el anarcosindicalismo opina que las organizaciones sindicales deben tener tal carácter que permita llevar al máximo la lucha de los obreros contra los patronos, al mismo tiempo que les proporcione a los primeros una base que les haga capaces, dada una situación revolucionaria, de emprender la reestructuración de la vida económica y social.
De manera que su organización se estructura en la siguiente forma: los trabajadores de cada región se unen en los sindicatos de sus respectivos ramos, y éstos no se hallan sujetos al veto de ninguna central, sino que gozan de plenos derechos de autodeterminación. Los sindicatos de la ciudad o de los distritos rurales se combinan en lo que en inglés diríamos cartels, o federaciones del trabajo. A su vez, estas federaciones son las que organizan la propaganda y la educación locales. Funden a los obreros como clase y evitan que se produzca ninguna manifestación fraccional de miras estrechas. Todas las federaciones están vinculadas, según distritos y regiones, entre sí, por medio de la Confederación General del Trabajo, que mantiene en constante contacto los grupos locales, vela por el libre engranaje del trabajo productivo de los miembros de distintas organizaciones en sentido cooperativo, procura establecer la coordinación necesaria en la obra educativa, en la que las federaciones poderosas acudirán en ayuda de las más débiles, y en general presta el apoyo de su concurso a los grupos locales, en forma de consejo y guía.
Resulta, pues, que cada sindicato está, además, enlazado federativamente con todos los del mismo ramo del país, y a su vez relacionados en la misma forma con todos los ramos colaterales, de suerte que están constituidos en verdaderas alianzas industriales. La misión de estas alianzas es ordenar la acción cooperativa de los grupos locales, dirigir huelgas de solidaridad cuando se haga necesario y atender a todos los requerimientos de la lucha diaria entre el capital y el trabajo. De esta manera, la Confederación de «cártels» y de alianzas industriales constituyen los polos entre los cuales gira toda la vida de los sindicatos. Los anarcosindicalistas están persuadidos de que ni por decretos ni por estatutos otorgados por el Gobierno puede crearse un orden de economía socialista, sino en virtud de la colaboración del cerebro y de la mano de obra de todos los trabajadores, desde cada ramo de la producción; es decir, posesionándose de las fábricas para regentarlas los obreros por sí mismos, en tal forma que todos los grupos separados de fábricas y ramos industriales sean miembros independientes del organismo económico general y efectúen sistemáticamente la producción y la distribución de los productos en interés de la comunidad, a base de libres acuerdos mutuos.
En tal caso, las federaciones obreras se harán cargo del capital social existente en cada comunidad, determinarán cuáles sean las necesidades de los habitantes de sus distritos y organizarán el consumo local. Por medio de la función de la Confederación Nacional del Trabajo será posible calcular las exigencias de la totalidad del país y ajustar a ellas, en consecuencia, el rendimiento de la producción. Por otra parte, sería de incumbencia de las alianzas industriales hacerse cargo de todos los medios de labor y manufactura: máquinas, material de transporte, materias primas, etc., y suministrar a los grupos sindicales lo necesario. Resumiendo: 1.º, organización de las fábricas por los mismos productores y dirección del trabajo por consejos nombrados por los mismos; 2.º, organización de la producción total del país por medio de las federaciones industriales y agrícolas; 3.º, organización del consumo por medio de «cártels» del trabajo.
En este terreno la experiencia práctica nos suministra la mejor materia de estudio. Nos ha demostrado que las cuestiones económicas, en el sentido socialista, no puede resolverlas un Gobierno aunque éste signifique la tan cacareada dictadura del proletariado.
En Rusia la dictadura bolchevique estuvo casi dos años sin saber qué hacer con los problemas económicos, y trataba de ocultar su incapacidad amparándose en una inundación de decretos y ordenanzas, el noventa y nueve por ciento de los cuales era destruido en el acto en las oficinas del Estado. Si el mundo pudiera hacerse libre por medio de decretos, hace tiempo no habría ya problemas en Rusia. En su fanático celo por el Gobierno, el bolchevismo ha destruido violentamente los más valiosos comienzos del nuevo orden social, suprimiendo las cooperativas, poniendo las uniones sindicales bajo el control del Estado, y privando, casi desde el comienzo, a los soviets de su libertad. Kropotkin dijo, con justicia, en su «Mensaje a los trabajadores de los países de la Europa occidental»:
«Rusia nos ha mostrado el camino que no debe seguirse para establecer el socialismo, aunque la masa del pueblo, asqueada por el viejo régimen, no opusiera resistencia a los experimentos del nuevo Gobierno. La idea de la formación de consejos de obreros y campesinos tiene, en sí misma, una extraordinaria importancia. Pero en la medida en que el país esté dominado por la dictadura de un partido, los consejos de obreros y de campesinos pierden, naturalmente, su significación. Degeneran hasta desempeñar el mismo papel pasivo que los representantes de los Estados solían desempeñar en tiempo de las monarquías absolutas. Un consejo de trabajadores deja de ser un consejo libre y valioso cuando no hay libertad de prensa en el país, como ha ocurrido entre nosotros por más de dos años. Es más: los consejos de obreros y campesinos pierden toda su significación cuando no se eligen previa una propaganda pública y las mismas elecciones se llevan a cabo bajo la presión ejercida por la dictadura de partido. Un Gobierno constituido por tales consejos —Gobierno soviético— equivale a un definitivo paso en retroceso, tan pronto como la revolución avanzaba para estructurar una nueva sociedad sobre nuevos cimientos económicos; resulta cabalmente un principio viejo sobre un basamento nuevo».

La marcha de los acontecimientos ha dado plenamente la razón a Kropotkin. Rusia se halla hoy más lejos del socialismo que ningún otro país. La dictadura no conduce a la liberación económica y social de las masas laboriosas, sino a la supresión de las más triviales libertades y al desarrollo de un despotismo ilimitado que no respeta derecho alguno y pisotea todos los sentimientos de la dignidad humana. Lo que el trabajador ruso ha salido ganando económicamente bajo el presente régimen es una forma más ruinosa de la explotación humana, heredada del más exagerado grado del capitalismo, en forma de sistema stakhanovista, que eleva la capacidad de rendimiento del operario al límite máximo y le rebaja a la condición de esclavo de galera, a quien se niega todo control de su trabajo personal y tiene que someterse a todos los mandatos de sus superiores, si no quiere exponerse a sufrir penas de privación de la libertad y aun de la vida. Ahora bien: el trabajo forzado es lo que menos puede conducir al socialismo. Distancia al hombre de la comunidad, destruye la alegría de su trabajo cotidiano y sofoca esa sensación de responsabilidad personal en relación con los compañeros, sin la cual huelga que se hable de socialismo.
Sobre Alemania, no vale la pena de que se haga aquí ninguna reflexión. No era lógico esperar de un partido como el de los socialdemócratas —cuyo órgano central, el Vorwaerts, en la misma víspera de la revolución de 1918, hacía advertencias a los trabajadores sobre la precipitación: «Pues el pueblo alemán —decía— no está preparado para la república, que hiciera experimentos de socialismo. Se le vino a las manos el poder, sin más ni más, y no sabía qué hacerse con él. Su absoluta impotencia contribuyó no poco a hacer posible que Alemania se tueste hoy al sol del Tercer Reich».
Los sindicatos anarcosindicalistas de España, especialmente en Cataluña, donde su influencia es mayor, nos han dado en este aspecto un ejemplo único en la historia del movimiento obrero socialista. Con ello no han hecho sino demostrar lo que los anarcosindicalistas han dicho siempre con insistencia, que el acercamiento al socialismo sólo es posible cuando los trabajadores han creado el organismo adecuado para el mismo y, sobre todo, cuando tienen una preparación previa, debida a una educación genuinamente socialista y a la acción directa. Y así ha ocurrido en España, donde desde los días de la Internacional el peso del movimiento laborista ha recaído no en los partidos políticos, sino en los sindicatos revolucionarios.
Cuando el 18 de julio de 1936, la conspiración los generales fascistas culminó en abierta rebelión y fue sofocada en pocos días por la heroica resistencia de la CNT y la FAI —Confederación Nacional Trabajo y Federación Anarquista Ibérica— que libró a Cataluña del enemigo y frustró el plan de los conspiradores que habían confiado en la sorpresa súbita, se vio claro que los trabajadores de Cataluña no se quedarían a medio camino. En efecto, se procedió en seguida a la colectivización de la tierra y a la incautación de las fábricas, cometido en el que entendieron los sindicatos de campesinos y de obreros industriales; y este movimiento, desatado por iniciativa de la CNT y la FAI, con fuerza irreprimible, se extendió por Aragón y Levante, llegando a otras regiones del país, consiguiendo arrastrar a una gran parte de los sindicatos del partido socialista, organizados bajo la Unión General de Trabajadores. La rebelión fascista había puesto a España en el camino de la revolución social.
El acontecimiento demuestra que no sólo los trabajadores anarcosindicalistas de España están dotados de una alta capacidad combativa, sino que les mueve un gran espíritu constructivo, adquirido en largos años de educación socialista. El gran mérito del anarquismo libertario de España, que tiene ahora expresión en la CNT y en la FAI, es que desde los tiempos de la Internacional ha seguido educando a los obreros en ese espíritu que estima la libertad por encima de todo y que considera que la independencia de criterio de sus afiliados es la base de su existencia. El movimiento libertario español nunca se dejó extraviar en un laberinto de economía metafísica que hubiera anquilosado su impulso intelectual con conceptos fatalistas, como ocurrió en Alemania, ni ha malgastado sus energías en tareas de una estéril rutina de parlamentarismo burgués. Para ese movimiento español, el socialismo ha sido siempre cosa de incumbencia del pueblo, un crecimiento orgánico que radica en la actividad de las mismas masas, cuya base está en sus organizaciones económicas.
La CNT no es, por consiguiente, una simple alianza de trabajadores industriales, como las trade unions o sindicatos de otros países. Abarca, incluyéndolos en sus filas, a los sindicatos de trabajadores de la tierra y campesinos en general, como también a los obreros de la inteligencia. Si los braceros luchan ahora codo a codo con los operarios de las fábricas contra el fascismo, ello se debe a la gran obra educativa que han realizado la CNT y sus iniciadores. Socialistas de todas las escuelas, auténticos liberales y burgueses antifascistas que han tenido ocasión de observar los hechos en su propio escenario, todos han coincidido en sus juicios al apreciar la capacidad creadora de la CNT y han dedicado palabras de la mayor admiración a sus obras constructivas. Ninguno de ellos ha dejado de elogiar la natural inteligencia, la reflexión y prudencia y, sobre todo, la tolerancia sin igual de que han dado muestras los trabajadores y campesinos de la CNT al dar realización a su difícil tarea.[1]
Trabajadores del campo, técnicos y hombres de ciencia se juntaron para laborar en cooperación, y en tres meses lograron dar un aspecto radicalmente nuevo a la vida económica de Cataluña.
Hoy día, en Cataluña, las tres cuartas partes de la tierra están colectivizadas y cultivadas en cooperación por los sindicatos agrarios. En esto, cada comunidad ofrece un tipo propio y arregla sus asuntos internos a su manera, pero las cuestiones económicas las ordena por mediación de su federación correspondiente. De esta suerte queda salvaguardada la libre iniciativa de empresa y son fomentadas las nuevas ideas y el mutuo estímulo. Una cuarta parte del terreno está en manos de pequeños propietarios labradores, a quienes se les ha dejado en libertad de elegir entre unirse a las colectividades continuar su gobierno familiar. En muchos casos sus bienes exiguos han sido incluso aumentados, en proporción con el número de sus miembros. En Aragón, una inmensa mayoría de los campesinos optó por colectivizarse. Hay en esa región más de cuatrocientas granjas colectivas, diez de las cuales están bajo control de los sindicatos de la UGT; las demás las llevan los sindicatos de la CNT. Tales progresos ha hecho la agricultura en esas zonas, que en el transcurso de un año, el cuarenta por ciento de las tierras antes incultas se han puesto bajo cultivo. En Levante, en Andalucía e incluso en Castilla, la agricultura colectiva, bajo la orientación administrativa de los sindicatos, realiza constantes progresos. En numerosas colectividades menores ha sido ya adoptada una modalidad nueva de vida socialista: los habitantes de las mismas no hacen ya el cambio por medio de dinero, sino que procuran atender con el fruto de su trabajo colectivo a sus propias necesidades, dedicando todo lo sobrante a ayudar al mantenimiento de sus camaradas que luchan en el frente.
En muchas de las colectividades rurales se ha conservado la compensación individual por el trabajo desempeñado, quedando aplazado el esfuerzo de reestructurar el nuevo sistema para cuando la guerra haya terminado, pues la guerra reclama por el momento los máximos esfuerzos de todo el pueblo. En estos casos, la cuantía de los jornales se precisa en atención al número de miembros de la familia. Los informes económicos de los boletines diarios de la CNT están llenos de datos curiosos sobre la formación de las colectividades y su desenvolvimiento técnico, con la introducción de maquinaria y fertilizantes químicos, casi desconocidos anteriormente. Sólo en Castilla, las colectividades campesinas han gastado en el pasado año más de dos millones de pesetas con este objeto. La gran tarea de la colectivización del campo se facilitó considerablemente cuando las federaciones rurales de la UGT se unieron al movimiento general. Son muchas las comunidades campesinas cuyos asuntos son tratados de mutuo acuerdo, entre delegados de la CNT y de la UGT, acentuando la aproximación de ambas organizaciones, acercamiento que culminó en una alianza de trabajadores de ambas centrales sindicales.
Pero donde los sindicatos obreros han realizado su más asombrosa obra es en el terreno de la industria, ya que tomaron en sus manos absolutamente toda la vida industrial del país. En Cataluña, en un año, los ferrocarriles han sido dotados de completo equipo moderno, y en puntualidad, los servicios nunca habían funcionado como ahora. Las mismas mejoras se han efectuado en todo el sistema de transportes, en la industria textil, en la construcción de maquinaria, en la edificación y en las industrias menores. Pero es en las industrias de guerra donde los sindicatos han realizado un verdadero prodigio. Por el llamado pacto de neutralidad, el Gobierno español se vio privado de importar armas en cantidad. Cataluña, antes del levantamiento militar, no tenía una sola fábrica de manufactura militar. Lo que más apremiaba, por tanto, era rehacer industrias enteras para responder las demandas de la guerra. Dura empresa ésta para unos sindicatos que tenían ya sus manos completamente ocupadas en establecer un nuevo orden social. Y, sin embargo, lo efectuaron con tal energía y eficiencia técnica que únicamente se explica por el fervor de los trabajadores y su presteza ilimitada en sacrificarse por la causa. Llegaron a trabajar los obreros, en esas fábricas, doce y aun quince horas diarias para dar cima a su obra. Hoy Cataluña cuenta con 283 grandes fábricas que trabajan día y noche en la producción de material de guerra, con objeto de que los frentes estén debidamente provistos. Actualmente Cataluña provee a la mayor parte de los requerimientos militares. El profesor Andrés Oltramare ha declarado en un artículo que los trabajadores de Cataluña «han realizado en siete semanas lo que Francia hizo en catorce meses, a partir de la ruptura de hostilidades de la guerra mundial».
Pero no acaba aquí, ni mucho menos. La desdichada guerra empujó hacia Cataluña a una abrumadora cifra de fugitivos, procedentes de todas las zonas azotadas por la guerra: hoy suman un millón.[2] Más del cincuenta por ciento de los enfermos y heridos hospitalizados en los establecimientos sanitarios de Cataluña, no son catalanes. Es fácil, pues, hacerse cargo de la tremenda labor de los sindicatos obreros para atender a todas las necesidades que la situación originaba. De la organización de todo el sistema de enseñanza por grupos de maestros de la CNT, de las asociaciones de protección del arte y de otros cien aspectos, no puedo siquiera ocuparme en el breve espacio de esta obra.
Al mismo tiempo, la CNT mantenía 120.000 milicianos propios que luchaban en todos los frentes. Ninguna organización ha rendido en España una contribución tan grande en vidas y heridos como la CNT y la FAI. En su heroico comportamiento contra el fascismo, ha perdido a muchos de sus más significados luchadores, entre ellos Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti, cuya épica grandeza convirtió a este último en el héroe del pueblo español.
En semejantes circunstancias, puede que se comprenda que los sindicatos no hayan podido llevar a término y completar su obra ingente de reconstrucción social, y que de momento no pudieran prestar toda su atención al problema de la distribución y consumo. La guerra, la ocupación por los ejércitos fascistas de parte de las zonas en las que hay importantes fuentes de materias primas, la invasión italiana y alemana, la actitud hostil del capital extranjero, las matanzas de la contrarrevolución brotada en el mismo territorio y apoyada esta vez —cosa significativa— por Rusia y por el partido comunista español: todas estas causas y otras muchas han obligado a los sindicatos a aplazar muchas y grandes tareas hasta que la guerra termine victoriosamente. Pero haciéndose cargo de las industrias y de las tierras para su administración, han dado el primer paso, que es el más importante, hacia el socialismo. Sobre todo han demostradoque los trabajadores, aun sin los capitalistas, son capaces de llevar adelante la producción y de hacerlo mejor que el puñado de administradores que explotan el hambre. Cualquiera que fuese la solución de la sangrienta guerra que se libra en España, el haber hecho esta demostración, será siempre un servicio indiscutible de los anarcosindicalistas españoles, cuyo heroico ejemplo ha abierto nuevas perspectivas futuras al movimiento socialista.
Si el anarcosindicalismo se esfuerza por inculcar a las clases trabajadoras de todo el mundo la comprensión de esta nueva forma de socialismo constructivo y mostrarles que hoy deben dar a sus organizaciones de lucha económica las cualidades necesarias para que sean aptas, en un momento dado de crisis económica general, para emprender la obra de la estructuración socialista, eso no significa que esas cualidades estén calcadas en las formas de organización de un solo modelo. En cada país hay condiciones peculiares, íntimamente trabadas a su desarrollo histórico, a sus tradiciones, a sus peculiaridades psicológicas. La gran superioridad del federalismo es, indudablemente, que toma en consideración estos importantes factores y no insiste en una uniformidad que violenta el libre pensamiento y fuerza a los hombres a cosas externas, contrarías a sus tendencias naturales.
Kropotkin dijo en cierta ocasión que tomando a Inglaterra por ejemplo, hay tres grandes movimientos que en tiempo de crisis revolucionaria facilitarían a los obreros el desenvolverse a través del derrumbamiento total de la presente economía social: el tradeunionismo, las organizaciones cooperativas y el movimiento en favor del socialismo municipal; eso, naturalmente, supuesto que tengan en vista una meta fija y trabajen juntos siguiendo un plan definido. Los trabajadores deben comprender que no sólo debe ser su liberación obra suya, sino que esa libertad sólo puede concebirse si ellos mismos atienden a las aportaciones constructivas preliminares, en vez de fiar la tarea a los políticos, pues éstos no están en manera alguna preparados para ello. Y por encima de todo, deben comprender que por distintos que sean, según los países, esos preliminares inmediatos para libertarse, los efectos de la explotación capitalista son idénticos en todas partes y, por consiguiente, deben dar a sus esfuerzos el necesario carácter internacional.
Ante todo, no deben atar esos esfuerzos a los intereses del Estado nacional, como por desgracia ha ocurrido hasta el presente en muchos países. El mundo de la organización del trabajo debe proseguir hacia sus propios fines y posee intereses propios que defender, y éstos no coinciden con los del Estado nacional ni con los de las clases ricas. Una colaboración de obreros y patronos, tal como la propugnaron el partido socialista y los grupos sindicales en Alemania después de la guerra mundial, no puede conducir más que a hacer desempeñar al trabajador el papel del pobre Lázaro, que tenía que contentarse con recoger las migas que caían del banquete del hombre rico. La colaboración es posible solo cuando los fines y, lo que más importancia tiene, los intereses, son iguales.
Es indudable que algunas pequeñas comodidades caen a veces en el lote de los trabajadores, si los burgueses de su país logran alguna ventaja sobre los de otro; pero esto siempre lo obtienen a costa de su propia libertad. El trabajador en Inglaterra, Francia, Holanda, etc., participa hasta cierto punto de los beneficios que, sin esfuerzo suyo, fueron a caer en el seno de la burguesía de su país, procedentes de la explotación sin trabas de los pueblos coloniales; pero, tarde o temprano, llegará el día que esos pueblos abran también los ojos, y entonces tendrá que pagar de la manera más cara las pequeñas ventajas de que disfrutó antes. Los acontecimientos de Asia lo demostrarán así, con meridiana claridad, en un futuro próximo. Pequeñas ganancias debidas al aumento de las ocasiones de hallar trabajo y de cobrar mejores salarios, pueden hacer prosperar al obrero de un Estado afortunado que se abre mercados a costa de otros. La consecuencia de esto es que ahonda más la división que separa a unos de otros en el movimiento obrero internacional, división que no logran desvanecer las más bellas resoluciones de los congresos internacionales.
Esta escisión es la que aleja más y más el día de la liberación del trabajador del yugo del salario de esclavitud. Desde el momento en que el obrero liga sus intereses a los de la burguesía de su país en vez de ligarlos a los de su clase, debe también, naturalmente, cargar con todas las consecuencias que ha de tener esa relación. Debe estar dispuesto a batirse en las guerras de las clases detentoras de la riqueza, guerras que desencadenan por el mantenimiento y la extensión de sus mercados, y defender cualquier injusticia que dichas clases se lancen a cometer contra otros pueblos. La prensa socialista de Alemania no hacía más que obrar en forma consecuente cuando pedía, durante la guerra mundial, la anexión de territorios extranjeros. Era consecuencia inevitable de la actitud mental y de los métodos que los partidos socialistas políticos habían mantenido mucho tiempo hasta la conflagración.
Hasta que los obreros de todos los países no estén claramente de acuerdo en que sus intereses son los mismos en todas las latitudes, e inspirándose en ello aprendan a unirse para actuar juntos, no podrá decirse que existe una base efectiva para la liberación internacional de la clase trabajadora.
Cada época comporta unos problemas peculiares y tiene sus métodos propios para tratarlos. El problema que se nos plantea en la actualidad es éste: la liberación del hombre de esa maldición de la explotación económica y de la esclavitud social. La era de las revoluciones políticas pasó a la historia, y dondequiera que se produzcan, no alteran en lo más mínimo los fundamentos del orden social capitalista. Por una parte, cada vez se ve más claro que la democracia burguesa está en tal decadencia que ya no es capaz de oponer resistencia verdadera a la amenaza del fascismo. Por otra parte, el socialismo se ha perdido de tal manera por los cauces secos de la política burguesa, que ya no siente la menor simpatía por la genuina educación socialista de la masa y nunca va más allá de abogar por insignificantes reformas. Pero el desarrollo del capitalismo y el gran Estado moderno, nos han puesto en una situación en la que vamos a toda vela hacia una catástrofe universal. La última guerra mundial y sus consecuencias sociales y económicas que hoy siguen constantemente y con creciente intensidad su obra desastrosa, hasta llegar a convertirse ya en un verdadero peligro para la misma existencia de la cultura humana, son síntomas siniestros de unos tiempos que no hay hombre con discernimiento que no acierte a interpretar. Por consiguiente, nos atañe a nosotros la reconstrucción de la vida económica de los pueblos, levantándola del suelo y reestructurándola con espíritu socialista. Pero únicamente los productores están capacitados para esta obra, ya que ellos son el único elemento creador de valores, del cual puede surgir un porvenir nuevo. Sus tareas son librar el trabajo de los grilletes con que lo sujeta la explotación económica, librar a la sociedad de todos los procedimientos y las instituciones de poder político, y abrir el camino para llegar a una alianza de agrupaciones libres de hombres y mujeres, fundadas en el trabajo cooperativo y en una administración pensada con miras al bien de la comunidad. Preparar a las masas que laboran afanosamente en la ciudad y en el campo para esta gran finalidad, y unirlas entre sí como fuerza militante, tal es el objetivo del moderno anarcosindicalismo, y esto llena toda su misión.

1 - He aquí algunas opiniones de periodistas extranjeros que no tienen personalmente relación alguna al movimiento anarquista. Andrés Oltramare, profesor de la Universidad de Ginebra, en una alocución bastante extensa, dijo:
«En medio de la guerra civil, los anarquistas han demostrado ser organizadores políticos de primer rango. Acertaron a que prendiera en todos los ciudadanos el necesario sentido de responsabilidad, y, por medio de llamamientos impresionantes, han sabido mantener vivo el sentimiento de sacrificio en bien general del pueblo».
«Como socialdemócrata hablo aquí con íntima satisfacción y con admiración sincera por lo que he comprobado en Cataluña. La transformación anticapitalista se efectuó sin necesidad de recurrir a la dictadura. Los miembros de los sindicatos son dueños de sí mismos y dirigen la elaboración y la distribución de los productos del trabajo bajo su administración propia, con el consejo de técnicos en quienes tienen confianza. El entusiasmo de los trabajadores es tal que desprecian toda ventaja personal y sólo piensan en el bienestar común».

El conocido antifascista italiano Carlos Roselli, que antes de tomar Mussolini el poder era profesor de Economía en la Universidad de Génova, precisó su juicio en las siguientes palabras:
«En tres meses, Cataluña ha sido capaz de establecer un nuevo orden sobre las ruinas del viejo sistema. Y se debe principalmente a los anarquistas, que han demostrado un notable sentido de la proporción, comprensión realista y destreza... Todas las fuerzas revolucionarias de Cataluña se han unido en un programa de carácter sindicalista-socialista: socialización de la gran industria; reconocimiento de la pequeña propiedad; control obrero...
El anarcosindicalismo, hasta hoy tan menospreciado, se ha revelado como una gran fuerza constructiva... Yo no soy anarquista, pero estimo un deber dar mi opinión sobre los anarquistas de Cataluña, que siempre han sido presentados ante el mundo como elementos destructores, cuando no criminales. Estuve al comienzo con ellos en las trincheras y he aprendido a admirarlos. Los anarquistas de Cataluña pertenecen a la vanguardia de la próxima revolución. Con ellos nace un mundo nuevo, y es una dicha servir a ese mundo».

Y Fenner Brockway, secretario del Partido Laborista Independiente de Inglaterra, que viajó por España después de los acontecimientos de mayo de 1937 en Cataluña, expresa sus impresiones en los siguientes términos:
«Me impresionó la fuerza de la CNT. Era innecesario que se me dijera que se trata de la organización de trabajadores más vasta e infundida de mayor vitalidad. Así se evidenciaba en todos los aspectos. Las grandes industrias estaban, claramente, en su mayor parte, en manos de la CNT: ferrocarriles, transportes por carretera, muelles, ingeniería, tejidos, electricidad, construcción, agricultura. En Valencia la UGT tenía mayor parte en el control que en Barcelona, pero hablando en general la masa trabajadora estaba afiliada a la CNT.
Los afiliados a la UGT eran más bien la gente de «cuello blanco» —los trabajadores de oficina—. Me impresionó grandemente la obra revolucionaria constructiva que está llevando a cabo la CNT. Haber logrado tener el control de tantos obreros industriales, es una obra inspirada. Puede tomarse como ejemplo el ramo textil, el ferroviario, el metalúrgico... Hay todavía algunos ingleses y norteamericanos que consideran a los anarquistas de España como imposibles, indisciplinados e incontrolables. Es el polo opuesto de la verdad. Los anarquistas de España, por medio de la CNT, están realizando una de las obras constructivas más considerables que haya llevado a efecto ninguna clase trabajadora. Luchan contra el fascismo en los frentes. En la retaguardia están edificando el nuevo orden social de los trabajadores. Comprenden que combatir al fascismo y realizar la revolución son cosas inseparables. Todos los que han visto y comprendido lo que están haciendo, les deben honor y agradecimiento. Están resistiendo al fascismo. Están creando el nuevo orden a proletario, que es la única alternativa del fascismo. Esto es la empresa más grande que realizan los trabajadores, sin comparación en ninguna parte del mundo».

Y el mismo observa en otro lugar:
«La gran solidaridad existente entre los anarquistas se debe a que cada cual confía en su propia fuerza y no la considera dependiente de una jefatura... Las organizaciones, para que den resultado, deben estar constituidas por gente de pensamiento independiente; no una masa, sino seres libres».

2- Desde que fue escrito el presente libro, esta cifra ha seguido aumentando considerablemente.



Rudolf Rocker 



El título del formato blog no corresponde al original. Tomado del libro «Anarcosindicalismo: teoría y práctica» y corresponde a  un fragmento del capitulo «Los objetivos del anarcosindicalismo». (N&A) 


jueves, 4 de febrero de 2016

Surgimiento y declive del movimiento anarquista en América Latina - Ángel Cappelletti

El siguiente escrito de Ángel Cappelletti, conforma el prólogo de «El Anarquismoen América Latina» (Biblioteca Ayacucho, 1990). Resumen histórico y compilación de textos seleccionados por el citado autor y Carlos M. Rama.

El anarquismo como ideología y como filosofía social surge en Europa en la primera mitad del siglo XIX. Como las diversas modalidades del socialismo pre-marxista, es un producto francés, pues a Proudhon debe su nombre y su primera formulación sistemática, aunque justo es recordar que tuvo dos poderosos padrinos, en Inglaterra (Godwin) y en Alemania (Stirner). Como movimiento social de las clases productoras (obreras, artesanos, campesinos) asume primero la forma de mutualismo, desde antes de 1850, también en Francia. En un segundo momento, ya en la década del 60, se convierte en colectivismo con Bakunin y vincula su actividad esencialmente a la Primera Internacional, en cuyo seno llega a constituir, durante un tiempo, la corriente mayoritaria. En esta época, en efecto, la mayor parte de los obreros organizados en Italia, Francia, España, Portugal, Suiza francesa, Bélgica, Holanda, etc., son anarquistas o profesan un socialismo revolucionario afín al anarquismo. Inclusive en Gran Bretaña, el tradeunionismo, con sus moderadas tendencias, se encuentra más cerca de los proudhonianos que de los marxistas.


Ya durante la década de los 60* las ideas anarquistas llegan a América Latina y se concretan en algunos grupos de acción. En las Antillas francesas se fundan Secciones de la Internacional; en México se difunden las ideas de Proudhon y Bakunin y surgen las primeras organizaciones obreras, campesinas y estudiantiles de signo libertario. A comienzos de los años 70 es clara la presencia de núcleos anarquistas en ambas márgenes del Plata. Desde entonces y durante más de medio siglo, el anarquismo tiene una larga y accidentada historia en muchos de los países latinoamericanos. En algunos de ellos, como en Argentina y Uruguay, logró la adhesión de la mayor parte de la clase obrera, a través de sindicatos y sociedades de resistencia, durante varias décadas. En otros, como en México, desempeñó un papel importante inclusive dentro de la historia política y de las contiendas armadas del país. En Chile y Perú, fue indudable iniciador de las luchas de la clase obrera en su dimensión revolucionaria. Inclusive en aquellos países donde no logró después un gran arraigo sindical, como Ecuador, Panamá o Guatemala, no cabe duda de que las primeras organizaciones obreras que trascendieron el significado de meras sociedades de socorros mutuos y encararon la lucha de clases, fueron anarquistas.

El anarquismo tiene, pues, en América Latina una amplia historia, rica en luchas pacíficas y violentas, en manifestaciones de heroísmo individual y colectivo, en esfuerzos organizativos, en propaganda oral, escrita y práctica, en obras literarias, en experimento teatrales, pedagógicos, cooperativos, comunitarios, etc. Esta historia nunca ha sido escrita en su totalidad, aunque existen algunos buenos estudios parciales. Más aún, quienes escriben la historia social, política, cultural, literaria, filosófica, etc., del subcontinente suelen pasar por alto o minimizar la importancia del movimiento anarquista. Hay en ello tanta ignorancia como mala fe. Algunos historiadores desconocen los hechos o consideran al anarquismo o como una ideología marginal y absolutamente minoritaria y desdeñable. Otros, por el contrario, saben lo que el anarquismo significa en la historia de las ideas socialistas y comprenden bien su actitud frente al marxismo, pero precisamente por eso se esfuerzan en olvidarlo o en desvalorizarlo como fruto de inmadurez revolucionaria, utopismo abstracto, rebeldía artesanal o pequeño burguesa, etc.

El presente Prólogo no pretende ser una historia completa del anarquismo latinoamericano, sino simplemente un esbozo de ella. Aun así, la amplitud de la materia (que abarca desde Argentina hasta México) y la escasez de estudios previos (que no sean parciales) nos ha obligado a darle una extensión mayor que la habitual dentro de la Biblioteca Ayacucho. En él se examinan los hechos sociales, la propaganda periodística, y la literatura del anarquismo en cada país, desde el extremo meridional (Argentina) al septentrional (México). La antología comprende escritos de autores anarquistas de varios países. Nuestro criterio de selección ha sido no la excelencia literaria sino la relevancia ideológica o filosófica de los mismos. Pero antes de proceder a dar un esbozo histórico, país por país, trataremos de establecer, brevemente, algunos rasgos específicos del anarquismo en América Latina.

Como todo pensamiento originado en Europa, la ideología anarquista fue para América Latina un producto importado. Sólo que las ideas no son meros productos sino más bien organismos y, como tales, deben adaptarse al nuevo medio y, al hacerlo, cambiar en mayor o menor medida.

Decir que el anarquismo fue traído a estas playas por inmigrantes europeos es casi acotar lo obvio. Interpretar el hecho como un signo de su minusvalía, parece más bien una muestra de estupidez. (La idea misma de «patria» y la ideología nacionalista nos han llegado de Europa). Pero el anarquismo no fue sólo la ideología de masas obreras y campesinas paupérrimas que, arribadas al nuevo continente, se sintieron defraudadas en su esperanza de una vida mejor y vieron cambiar la opresión de las antiguas monarquías por la no menos pesada de las nuevas oligarquías republicanas. Fue muy pronto el modo de ver el mundo y la sociedad que adoptaron también masas autóctonas y aún indígenas, desde México a la Argentina, desde Zalacosta en Chalco hasta Facón Grande en la Patagonia. Muy pocas veces se ha hecho notar que la doctrina anarquista del colectivismo autogestionario, aplicada a la cuestión agraria, coincidía de hecho con el antiguo modo de organización y de vida de los indígenas en México y del Perú, anterior no sólo al imperialismo español sino también al imperialismo de los aztecas y de los incas. En la medida en que los anarquistas lograron llegar hasta los indígenas, no tuvieron que inculcarles ideologías exóticas, sino sólo tornar conscientes las ancestrales ideologías campesinas del «calpull» y del «ayllu».

Por otra parte, en la población criolla se había arraigado muchas veces una tendencia a la libertad y un desapego por todas las formas de la estructura estatal que, cuando no eran canalizadas por las vías del caudillaje feudal, eran tierra fértil para una ideología libertaria. Casi nunca se menciona la existencia (en Argentina y Uruguay) de un «gauchaje» anarquista, que tenía su expresión literaria en los payadores libertarios. Pero, aun prescindiendo de esto fenómenos, que serán considerados sin duda poco significativos por los historiadores académicos y marxistas, puede decirse sin lugar a dudas que el anarquismo echó raíces entre los obreros autóctonos mucho más profunda y extensamente que el marxismo (con la sola excepción, tal vez, de Chile).

Aun cuando, desde un punto de vista teórico, el movimiento latinoamericano no haya contribuido con aportes fundamentales al pensamiento anarquista, puede decirse que desde el punto de vista de la organización y de la praxis produjo formas desconocidas en Europa. Así, la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) fue ejemplo de una central que, siendo mayoritaria (hasta llegar a constituirse, de hecho, en cierto momento, en central única), no hizo jamás ninguna concesión a la burocracia sindical, al mismo tiempo que adoptaba una organización diferente tanto de la CNT y demás centrales anarcosindicalistas europeas como la IWW norteamericana. Otro ejemplo, típicamente latinoamericano, es la existencia del Partido Liberal Mexicano, el cual pocos años después de su fundación adoptó una ideología que, sin ninguna duda, era anarquista (por obra, sobre todo, de R. Flores Magón) y que sin embargo, conservó su nombre y siguió presentándose como partido político (lo cual le valió duras críticas de algunos ortodoxos europeos, como Jean Grave).

De todas maneras, si se exceptúa este caso singular (que podría tener sólo una réplica en el reciente P.V.P. uruguayo, cuya ideología anarquista es, sin embargo, mucho más dudosa), puede decirse que en América Latina el anarquismo fue casi siempre anarcosindicalismo y estuvo esencialmente vinculado a organizaciones obreras y campesinas. Hubo, sin duda, algunos anarco-individualistas en Argentina, Uruguay, Panamá, etc., y también algunos anarco-comunistas enemigos de la organización sindical en Buenos Aires (durante las décadas de 1880 y 1890), pero la inmensa mayoría de los anarquistas latinoamericanos fueron partidarios de un sindicalismo revolucionario y antipolítico (no, como suele decirse equivocadamente, a-político) En esto se diferencia el anarquismo latinoamericano del norteamericano. En Estados Unidos hubo, sin duda, un poderoso sindicalismo anarquista, cuyo más celebre testimonio fue brindado por los mártires de Chicago. Este anarquismo, que representaba la continuación del movimiento anti-esclavista en el ámbito de la civilización industrial, fue promovido por emigrantes (italianos, alemanes, eslavos, etc.), cuyo prototipo revolucionario era el germano Johann Most. Más tarde hubo también un sindicalismo revolucionario (anarquista o cuasi-anarquista), el de los Industrial Workers of the World (IWW), que prolongaba, a su vez, en el mundo del trabajo industrial, las tradiciones de lucha del viejo Far West. Pero, por otra parte, hubo también, desde mucho antes, una corriente autóctona, representada por grandes figuras literarias como Thoreau y Emerson, que nada tiene que con el movimiento obrero, que hunde sus raíces en el liberalismo radical de Jefferson, y otros pensadores del siglo XVIII, que se prolonga tal vez en lo que hoy se denomina «libertarianism». No se trata de una ideología anti-obrera (aunque hay, sin duda, hoy, libertarios de derecha), pero se desarrolla en un plano ajeno a las luchas laborales, y sus motivos principales son la negación de la burocracia y del Estado, los derechos humanos, el antimilitarismo, etc.

Por otra parte, el anarquismo presenta también algunos rasgos diferenciales en los diferentes países de América Latina. En la Argentina ha sido, con la FORA, más radical, hasta el punto de ser considerado extremista por la CNT española. En Uruguay ha sido más pacífico, como ya señalaba Nettlau, tal vez porque menos perseguido (excepto durante la última dictadura). En México ha tenido significación en el gobierno, no sólo por la participación del magonismo en la revolución contra Porfirio Díaz, sino también porque la Casa del Obrero Mundial brindó a Carranza sus «batallones rojos» en la lucha contra Villa y Zapata y porque los dirigentes de la CGT polemizaron con el propio presidente Obregón. En Brasil, por el contrario, estuvo siempre al margen de toda instancia estatal, y la república militar-oligárquica nunca lo tomó en cuenta sino para perseguir, desterrar o asesinar a sus militantes. Fenómeno típico de ciertos países latinoamericanos, entre 1918 y 1923, fue el anarco-bolchevismo. En Argentina, Uruguay, Brasil y México sobre todo, al producirse en Rusia la revolución bolchevique, muchos anarquistas se declararon partidarios de Lenin y anunciaron su incondicional apoyo al gobierno soviético, pero no por eso dejaron de considerarse anarquistas. Esta corriente desapareció con la muerte de Lenin, pues quienes decidieron seguir a Stalin ya no se atrevían sin duda a llamarse «anarquistas».

En todos los países latinoamericanos el anarquismo produjo, además de una vasta propaganda periodística y de una copiosa bibliografía ideológica, muchos poetas y escritores que, con frecuencia, fueron figuras de primera línea en las respectivas literaturas nacionales. No en todas partes, sin embargo, fueron igualmente numerosos y significativos. En Argentina y Uruguay puede decirse que la mayoría de los escritores que publicaron entre 1890 y 1920 fueron, en algún momento y en alguna medida anarquistas. En Brasil y en Chile hubo asimismo, durante ese periodo, no pocos literatos ácratas, aunque no tantos como en el Río de la Plata. En Colombia, Venezuela, Puerto Rico, etc., si bien no floreció una literatura propiamente anarquista, la influencia de la ideología libertaria se dio más entre literatos y poetas que en el movimiento obrero. Es importante hacer notar, sin embargo que aun allí donde la literatura y anarquismo casi sinónimos, como en el Río de la Plata (periodo mencionado), los intelectuales anarquistas nunca desempeñaron el papel de élite o vanguardia revolucionaria y nunca tuvieron nada que ver con la universidad y con la cultura oficial. En esto el anarquismo se diferencia profundamente del marxismo.

La decadencia del movimiento anarquista latinoamericano (que no comporta, sin embargo, su total desaparición) se puede atribuir a tres causas: 

1) Una serie de golpes de Estado más o menos fascistoides, que se producen alrededor del año 30 (Uriburu en Argentina, Vargas en Brasil, Terra un Uruguay, etc.) Todos ellos se caracterizan por una represión general contra el movimiento obrero, los grupos de izquierda y los anarquistas en especial. En ciertos casos (Argentina) llegan a desarticular enteramente la estructura organizativa y propagandística de las federaciones obreras anarcosindicalistas. 

2) La fundación de los partidos comunistas (bolcheviques). El apoyo de la Unión Soviética y de los partidos afines europeos les confiere una fuerza de la que carecen las organizaciones anarquistas, sin más recursos materiales que las cotizaciones de sus propios militantes. En algunos países más (Brasil), en otros menos (Argentina), hay anarquistas que se pasan al partido comunista. 

3) La aparición de corrientes nacional-populistas (más o menos vinculadas con las fuerzas armadas e inclusive, a veces, con los promotores de golpes fascistoides).

La particular situación de dependencia en que se encuentran los países latinoamericanos frente al imperialismo europeo y, sobre todo, norteamericano, deriva la lucha de clases hacia las luchas de «liberación nacional». Los trabajadores visualizan la explotación de que son objetos como imposición de potencias extranjeras. La burguesía (nacional y extranjera), vinculada a ciertos sectores del ejército y de la iglesia católica, los convence de que el enemigo no es ya el Capital y el Estado sino sólo el Capital y el Estado extranjeros. Esta convicción (hábilmente inducida) es, en realidad, la causa principal de la decadencia del anarquismo. Todo lo demás, inclusive las dificultades intrínsecas que afectan a una organización anarquista en el mundo actual (como la necesidad de hacer funcionar sindicatos sin burocracia y la real o aparente inviabilidad de sus propuestas concretas) es secundario.



Ángel Cappelletti 



 *Se refiere a 1860 (N&A)