domingo, 26 de agosto de 2012

Bakunin, elecciones y democracia


El siguiente texto es un resumen elaborado a partir del compilado de escritos de Mijaíl Bakunin en base al capitulo llamado  “Crítica de la sociedad existente” correspondiente al Tomo I de Escritos de filosofía política (compilado de Maximoff). He rescatado aquellas partes donde Bakunin se refiere a la Democracia  y las elecciones.  Los títulos en negrita son del compilador (Maxinoff) y naturalmente, el desarrollo del texto es obra de Mijaíl Bakunin.
   


Mientras el pueblo alimente, mantenga y enriquezca a los grupos privilegiados de la población mediante su trabajo, incapaz de auto-gobierno por verse forzado a trabajar para otros y no para sí, estará invariablemente regido y dominado por las clases explotadoras. Esto no puede remediarlo ni siquiera la constitución más democrática, porque el hecho económico es más fuerte que los derechos políticos, que sólo pueden tener significado y realidad mientras reposen sobre él.

La igualdad de derechos políticos o Estado democrático constituye la más flagrante contradicción terminológica. El Estado o derecho político denota fuerza, autoridad, predominio; supone de hecho la desigualdad. Donde todos gobiernan, ya no hay gobernados, y ya no hay Estado. Donde todos disfrutan del mismo modo de los mismos derechos humanos, todo derecho político pierde su razón de ser. El derecho político implica privilegio, y donde todos tienen los mismos privilegios, allí se desvanece el privilegio, y junto a él el derecho político. Por consiguiente, los términos «Estado democrático» e «igualdad de derechos políticos» implican nada menos que la destrucción del Estado y la abolición de todo derecho político.

El término «democracia» se refiere al gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y la palabra pueblo se refiere a toda la masa de ciudadanos —actualmente es preciso añadir: y de ciudadanas— que forman una nación.

En este sentido, nosotros sin duda somos todos demócratas.

La democracia como «Gobierno del Pueblo» es un concepto equívoco. Pero al mismo tiempo hemos de reconocer que el término democracia no basta para una definición exacta, y que si se le considera aislado, como acontece con el término libertad, sólo puede prestarse a interpretaciones equívocas. ¿No hemos visto llamarse demócratas a los plantadores y propietarios de esclavos del Sur, y a todos sus partidarios en el Norte de los Estados Unidos? Y el cesarismo moderno, que pesa como una terrible amenaza sobre toda la humanidad europea, ¿no se llama también a sí mismo democrático? E incluso el imperialismo moscovita y de San Petersburgo, este «Estado puro y simple», ideal de todos los poderes centralizados, militares y burocráticos, ¿no aplastó recientemente a Polonia en nombre de la democracia?

 Explotación y gobierno

La explotación y el gobierno son dos expresiones inseparables de lo que se denomina política; la primera suministra los medios para llevar adelante el proceso de gobernar y constituye también la base necesaria y la meta de todo gobierno, que a su vez garantiza y legaliza el poder de explotar. Desde el comienzo de la historia, ambos han constituido la vida real de todos los Estados teocráticos, monárquicos, aristocráticos, e incluso democráticos. Antes de la Gran Revolución, hacia finales del siglo XVIII, el vínculo íntimo entre explotación y gobierno estaba oculto por ficciones religiosas, nobiliarias y caballerescas; pero desde que la mano brutal de la burguesía ha desgarrado esos velos bastante transparentes, desde que el torbellino revolucionario desperdigó las vanas fantasías tras de las cuales la Iglesia, el Estado, la teocracia, la monarquía y la aristocracia mantenían serenamente durante tanto tiempo sus abominaciones históricas; desde que la burguesía, cansada de estar en el yunque, se convirtió en el martillo e inauguró el Estado moderno, este vínculo inevitable se ha revelado como verdad desnuda e indiscutible. 
Capitalismo y democracia representativa
La producción capitalista moderna y la especulación bancaria exigen para su pleno desarrollo un gran aparato estatal centralizado, pues sólo él es capaz de someter a su explotación a los millones de asalariados.
Mientras el sufragio universal se ejerza en una sociedad donde el pueblo, la masa de trabajadores, está ECONÓMICAMENTE dominada por una minoría que controla de modo exclusivo la propiedad y el capital del país, por libre e independiente que pueda ser el pueblo en otros aspectos o parezca serlo desde el punto de vista político, esas elecciones realizadas bajo condiciones de sufragio universal sólo pueden ser ilusorias y antidemocráticas en sus resultados, que invariablemente se revelarán absolutamente opuestos a las necesidades, a los instintos y a la verdadera voluntad de la población.
Bajo el capitalismo, la burguesía está mejor equipada que los trabajadores para hacer uso de la democracia parlamentaria. Es cierto que la burguesía sabe mejor que el proletariado lo que quiere y lo que debe querer. Esto es verdad por dos razones: primero, porque es más culta, porque tiene más ocio y muchos más medios de todo tipo para conocer a las personas a las que elige; y segundo, y esta es la razón principal, porque el propósito que persigue no es nuevo ni inmensamente vasto en sus fines, como acontece con el del proletariado. Al contrario, es un propósito conocido y completamente determinado por la historia y por todas las condiciones de la situación actual de la burguesía; no es más que la preservación de su dominio político y económico. Esto se plantea de modo tan claro que resulta bastante fácil adivinar y saber cuál entre los candidatos solicitantes de los votos electorales burgueses es capaz de servir bien a sus intereses. En consecuencia es seguro, o casi seguro, que la burguesía estará siempre representada de acuerdo con sus deseos más íntimos.

A mi juicio está claro que el sufragio universal constituye la manifestación más amplia, y al mismo tiempo más refinada, de la charlatanería política estatal; es sin duda alguna un instrumento peligroso, que exige de quienes lo utilizan una gran habilidad y competencia, pero que al mismo tiempo, si esas personas aprenden a utilizarlo, puede convertirse en el medio más seguro para hacer que las masas cooperen a la construcción de su propia cárcel. Napoleón III construyó su poder enteramente sobre el sufragio universal, que nunca traicionó su confianza. Y Bismarck hizo de él la base de su Imperio Látigo-Germánico.
El SISTEMA REPRESENTATIVO SE BASA SOBRE UNA FICCIÓN
La discrepancia básica. La falsedad del sistema representativo descansa sobre la ficción de que el poder ejecutivo y la cámara legislativa surgidos de elecciones populares deben representar la voluntad del pueblo, o al menos de que pueden hacerlo. El pueblo quiere instintiva y necesariamente dos cosas: la mayor prosperidad material posible dadas las circunstancias, y la mayor libertad para sus vidas, libertad de movimiento y libertad de acción. Es decir, quiere una organización mejor de sus intereses económicos y la ausencia completa de todo poder, de toda organización política, pues toda organización política desemboca inevitablemente en la negación de la libertad del pueblo. Tal es la esencia de todos los instintos populares.
¿Cómo puede el pueblo —aplastado por su trabajo e ignorando la mayoría de las cuestiones en curso— controlar los actos políticos de sus representantes?
¿No es evidente que el control ejercido en apariencia por los electores sobre sus representantes es, en realidad, una pura ficción? Puesto que el control popular en el sistema representativo constituye la única garantía de libertad popular, es obvio que esta libertad misma no es sino pura ficción.

Abismo entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. Pero las finalidades instintivas de quienes gobiernan —de quienes elaboran las leyes del país y ejercitan el poder ejecutivo— se oponen diametralmente a las aspiraciones populares instintivas debido a la posición excepcional de los gobernantes. Sean cuales fueren sus sentimientos e intenciones democráticas, sólo pueden considerar esta sociedad como un maestro de escuela considera a sus alumnos, dada la elevada posición en la cual se encuentran. Y no puede haber igualdad entre el maestro de escuela y los alumnos. Por una parte está el sentimiento de superioridad inspirado necesariamente por una posición superior; por otra está el sentimiento de inferioridad inducido por la actitud de superioridad del profesor que ejerce el poder ejecutivo o legislativo. Quien dice poder político dice siempre dominación. Y donde existe la dominación, una parte más o menos considerable del pueblo está condenada a ser dominada por otros. Por lo mismo, es bastante natural que quienes estén dominados detesten a los dominadores, y que los dominadores deban reprimir y en consecuencia oprimir necesariamente a quienes les están sometidos.

La posesión del poder induce a un cambio de perspectiva. Tal ha sido la eterna historia del poder político desde el momento mismo de establecerse en este mundo. Esto explica también por qué y cómo hombres demócratas y rebeldes de la variedad más roja mientras formaban parte de la masa del pueblo gobernado, se hicieron extremadamente conservadores cuando llegaron al poder. Por lo general, estos retrocesos suelen atribuirse a la traición. Pero es una idea errónea; en su caso, la causa dominante es el cambio de posición y perspectiva.

Puesto que el Estado político no tiene otra misión que la de proteger la explotación del trabajo popular por parte de las clases económicamente privilegiadas, el poder de los Estados sólo puede ser compatible con la libertad exclusiva de las clases a las que representa, y por esta misma razón está destinado a oponerse a la libertad del pueblo. Quien dice Estado dice dominación, y toda dominación supone la existencia de masas dominadas. Por consiguiente, el Estado no puede tener confianza en la acción espontánea y en el movimiento libre de las masas, cuyos intereses más queridos militan contra su existencia. Es su enemigo natural, su invariable opresor, y aunque tiene buen cuidado de no confesarlo abiertamente, tiende a actuar siempre en esta dirección.

Desde el punto de vista radical, hay poca diferencia entre la monarquía y la democracia. Ignoran que el despotismo no reside tanto en la forma del Estado o del poder como en el principio mismo del Estado y del poder político; ignoran que, en consecuencia, el Estado republicano tiende por su misma esencia a ser tan despótico como el Estado gobernado por un emperador o un rey. Sólo hay una diferencia real entre ambos. Uno y otro tienen por base y meta esencial la esclavización económica de las masas para beneficio de las clases poseedoras. Difieren, en cambio, en que para conseguir esta meta el poder monárquico —que en nuestros días tiende inevitablemente a transformarse en una dictadura militar— priva de libertad a todas las clases, e incluso a aquélla a la que protege en detrimento del pueblo... Se ve forzado a servir los intereses de la burguesía, pero lo hace sin permitir a esa clase interferir de modo serio en el gobierno de los problemas del país...

Por sí misma, la república no presenta solución para los problemas sociales. Es evidente que la democracia sin libertad no puede servirnos como bandera. Pero ¿qué es esta democracia basada sobre la libertad más que una república? La unión de la libertad con el privilegio crea un régimen de monarquía constitucional, pero su unión con la democracia sólo puede realizarse en una república... Todos somos republicanos en el sentido de que, llevados por las consecuencias de una lógica inexorable, advertidos de antemano por las ásperas pero, al mismo tiempo, saludables lecciones de la historia, por todas las experiencias del pasado y, sobre todo, por los acontecimientos que han proyectado sus tinieblas sobre Europa desde 1848, como también por los peligros que nos amenazan hoy, hemos llegado todos igualmente a esta convicción: que las instituciones monárquicas son incompatibles con el reino de la paz, la justicia y la libertad.
Detestamos la monarquía con todo nuestro corazón; nada mejor podemos pedir que su derrocamiento en toda Europa y en todo el mundo, pues estamos convencidos, como vosotros, de que su abolición es la condición indispensable para la emancipación de la humanidad. Desde este punto de vista somos francamente republicanos. Pero para emancipar al pueblo y darle justicia y paz, no creemos que sea suficiente derrocar a la monarquía. Estamos firmemente convencidos de lo contrario, es decir, de que una gran república militar, burocrática y políticamente centralizada puede convertirse, y necesariamente se convertirá, en un poder conquistador respecto de otros poderes y opresivo para con su propia población, y de que se demostrará incapaz de asegurar a sus súbditos —aunque se llamen ciudadanos— el bienestar y la libertad. ¿No hemos visto a la gran nación francesa constituirse por dos veces como república democrática, y perder por dos veces la libertad, viéndose arrastrada a guerras de conquista?
La justicia social es incompatible con la existencia del Estado. El Estado implica violencia, opresión, explotación e injusticia erigidas en sistema y transformadas en fundamento de la sociedad. El Estado nunca tuvo y nunca tendrá moralidad alguna. Su moralidad y su única justicia es el supremo interés de la auto-preservación y el poder omnímodo, interés ante el cual toda la humanidad debe arrodillarse en adoración. El Estado es la completa negación de la humanidad, una negación doble: lo contrario de la libertad y la justicia humana, y una brecha violenta en la solidaridad universal de la raza humana.
Por democrático que pueda ser en su forma, ningún Estado —ni siquiera la república política más roja, que es una república popular en el mismo sentido que la falsedad definida como representación popular— puede proporcionar al pueblo lo que necesita, es decir, la libre organización de sus propios intereses de abajo arriba, sin interferencia, tutela o violencia de los estratos superiores. Porque todo Estado, hasta el más republicano y democrático —incluyendo el Estado supuestamente popular concebido por el señor Marx— es esencialmente una máquina para gobernar a las masas desde arriba, a través de una minoría inteligente y por tanto privilegiada, que supuestamente conoce los verdaderos intereses del pueblo mejor que el propio pueblo.
De este modo, incapaces de satisfacer las exigencias del pueblo o de suprimir la pasión popular, las clases poseedoras y gobernantes sólo tienen un medio a su disposición: la violencia estatal, en una palabra, el Estado, porque el Estado implica violencia, un gobierno basado sobre una violencia disfrazada o, en caso necesario, abierta y sin ceremonias.

El Estado, cualquier Estado —aunque esté vestido del modo más liberal y democrático— se basa forzosamente sobre la dominación y la violencia, es decir, sobre un despotismo que no por ser oculto resulta menos peligroso.
El Estado mundial, tantas veces intentado, siempre ha acabado siendo un fracaso. Por consiguiente, mientras un Estado exista habrá otros varios, y puesto que cada uno tiene como única meta y ley suprema su preservación en detrimento de los demás, se deduce de ello que la existencia misma del Estado implica una guerra perpetua, la negación violenta de la humanidad. Todo Estado debe conquistar o ser conquistado. Todo Estado basa su poder sobre la debilidad de otros poderes, y —si puede hacerlo sin minar su propia posición.... sobre su destrucción.
Desde nuestro punto de vista sería una terrible contradicción y una ridícula ingenuidad declarar el deseo de establecer una justicia internacional, una libertad y una paz perpetuas, y al mismo tiempo querer mantener el Estado. Es imposible  hacer que el Estado cambie de naturaleza, porque es Estado únicamente gracias a ella, y abandonándola dejaría de ser un Estado. Por consiguiente, no puede ni podrá haber un Estado bueno, justo y moral.
Todos los Estados son malos en el sentido de que por su naturaleza, es decir, por las condiciones y objetivos de su existencia, representan lo opuesto a la justicia, la libertad y la igualdad humana. En este sentido no hay mucha diferencia, aunque se diga lo contrario, entre el bárbaro imperio ruso y los Estados más civilizados de Europa. La diferencia consiste en que el imperio del zar hace abiertamente lo que los demás hacen de modo subrepticio e hipócrita. Y la actitud franca, despótica y despreciativa del imperio del zar hacia todo lo humano constituye el ideal profundamente escondido hacia el que tienden, y al que admiran profundamente, todos los estadistas europeos. Todos los Estados europeos hacen las mismas cosas que Rusia. Un Estado virtuoso sólo puede ser un Estado impotente, e incluso ese tipo de Estado es criminal en sus pensamientos y aspiraciones.
Es necesaria la creación de una federación universal de productores sobre las ruinas del Estado. Llego así a la conclusión: quien quiera unirse a nosotros en el establecimiento de la libertad, la justicia y la paz, quien desee el triunfo de la libertad, la plena y completa emancipación de las masas populares, debe tender también a la destrucción de todos los Estados y al establecimiento, sobre sus ruinas, de una Federación Universal de Asociaciones Libres de todos los países del mundo.
Una organización federal establecida de abajo a arriba y formada por asociaciones y grupos de trabajadores, por comunas urbanas y rurales, y por regiones y pueblos, es la única condición de una libertad real y no ficticia, aunque representa justamente lo contrario de la producción capitalista y de todo tipo de autonomía económica. Pero la producción capitalista y la especulación bancaria se llevan muy bien con la llamada democracia representativa; porque esta forma moderna del Estado, basada sobre una supuesta voluntad legislativa del pueblo, supuestamente expresada por los representantes populares en asambleas supuestamente populares, unifica en sí las dos condiciones necesarias para la prosperidad de la economía capitalista: centralización estatal y sometimiento efectivo del Soberano —el pueblo— a la minoría que teóricamente le representa, pero que prácticamente le gobierna en lo intelectual e invariablemente le explota.

Resumen elaborado a partir del Capitulo "Critica de la Sociedad existente" del compilado de Maximoff de Escritos de Mijaíl Bakunin  http://www.theyliewedie.org/ressources/biblio/es/Bakunin_Mijail_-_Escritos_de_Filosofia_Politica_I.html

La Lucha de clases según Bakunin


INEVITABILIDAD DE LA LUCHA DE CLASES EN LA SOCIEDAD
Ciudadanos y esclavos: tal era el antagonismo existente en el mundo antiguo y en los Estados esclavistas del Nuevo Mundo. Ciudadanos y esclavos, es decir, obreros a la fuerza, esclavos no de derecho, pero sí de hecho; tal es el antagonismo del mundo moderno. Y al igual que los Estados antiguos sucumbieron por la esclavitud, así perecerán también los Estados modernos a manos del proletariado. 

Las diferencias de clase son reales a pesar de la falta de delimitaciones claras. En vano intentaríamos consolarnos pensando que este antagonismo es ficticio y no real, o que resulta imposible trazar una línea clara de demarcación entre las clases poseedoras y las desposeídas, ya que ambas se mezclan a través de muchos matices intermedios e imperceptibles. Tampoco existen tales líneas de delimitación en el mundo natural; por ejemplo, es imposible mostrar en la serie ascendente de los seres el punto exacto donde termina el reino de las plantas y comienza el reino animal, donde cesa la bestialidad y comienza la humanidad. Sin embargo, existe una diferencia muy real entre una planta y un animal, y entre un animal y el hombre. 

Lo mismo acontece en la sociedad humana: a pesar de los vínculos intermedios que hacen imperceptibles la transición de una situación política y social a otra, la diferencia entre las clases es muy marcada, y todos pueden distinguir a la aristocracia de sangre azul de la aristocracia financiera, a la alta burguesía de la pequeña burguesía, o a esta última del proletariado fabril y urbano —lo mismo que podemos distinguir al terrateniente, al rentier, del campesino que trabaja su propia tierra, y al granjero del proletario rústico común (la mano de obra agrícola a sueldo). 

La diferencia básica entre las clases. Todos esos diferentes grupos políticos y sociales pueden reducirse ahora a dos categorías principales, diametralmente opuestas y naturalmente hostiles entre sí: las clases privilegiadas, que comprenden a todos los privilegiados en cuanto a posesión de tierra, capital, o incluso sólo de educación burguesa, y las clases trabajadoras, desheredadas en cuanto a la tierra y al capital, y privadas de toda educación e instrucción. 

La lucha de clases en la sociedad existente no admite conciliación. El antagonismo existente entre el mundo burgués y el de los trabajadores asume un carácter cada vez más pronunciado. Todo hombre sensato —cuyos sentimientos e imaginación no estén distorsionados por la influencia, a menudo inconsciente, de sofismas tópicos— debe comprender que es imposible cualquier reconciliación entre ambos mundos. Los trabajadores quieren igualdad, y la burguesía quiere mantener la desigualdad. Obviamente, una cosa destruye a la otra. En consecuencia, la gran mayoría de los capitalistas burgueses y los propietarios con valor para confesar abiertamente sus deseos manifiestan con la misma franqueza el espanto que les inspira el actual movimiento laboral. Son enemigos resueltos y sinceros; los conocemos, y bien está que así sea.

Indudablemente, no puede haber reconciliación entre el proletariado, irritado y hambriento, movido por pasiones social-revolucionarias y obstinadamente determinado a crear otro mundo sobre los principios de verdad, justicia, libertad, igualdad y fraternidad humana (principios tolerados en la sociedad respetable sólo como tema inocente de ejercicios retóricos), y el mundo ilustrado y educado de las clases privilegiadas que defienden con desesperado vigor el régimen político, jurídico, metafísico, teológico y militar como última fortaleza en la custodia del precioso privilegio de la explotación económica. Entre esos dos mundos, entre el sencillo pueblo trabajador y la sociedad educada (que combina en sí misma, como sabemos, todas las excelencias, bellezas y virtudes) no hay reconciliación posible. 

La lucha de clases en términos de progreso y reacción. Sólo han persistido dos fuerzas reales hasta el presente: el partido del pasado, de la reacción, que comprende a todas las clases poseedoras y privilegiadas y que ahora busca refugio, a menudo expresamente, bajo la bandera de la dictadura militar o la autoridad del Estado; y el partido del futuro, el partido de la emancipación humana integral, el partido del Socialismo Revolucionario, del proletariado. 

Hemos de ser sofistas o completamente ciegos para negar la existencia del abismo que separa actualmente a ambas clases. Como acontecía en el mundo antiguo, nuestra civilización moderna —regida por una minoría relativamente limitada de ciudadanos privilegiados— tiene como base el trabajo forzado (forzado por el hambre) de la gran mayoría de la población, condenada inevitablemente a la ignorancia y la brutalidad... 

El comercio libre no es solución. En vano podemos decir con los economistas que el mejoramiento de la situación económica de las clases trabajadoras depende del progreso general de la industria y el comercio en todos los países y de su completa emancipación de la tutela y la protección estatal. La libertad de industria y comercio es, por supuesto, una gran cosa, y constituye uno de los fundamentos básicos para la unión internacional futura de todos los pueblos del mundo. Siendo amigos de la libertad a cualquier precio, y de todas las libertades, debiéramos ser igualmente amigos de tales libertades. Pero hemos de reconocer, por otra parte, que mientras exista el Estado actual, mientras el trabajo siga siendo siervo de la propiedad y el capital, esta libertad, al enriquecer a una sección muy pequeña de la burguesía a expensas de la gran mayoría de la población, producirá un buen resultado: debilitará y desmoralizará más completamente al pequeño número de personas privilegiadas, e incrementará la pobreza, el resentimiento y la justa indignación de las masas trabajadoras, acercando así la hora de la destrucción de los Estados. 

El capitalismo del libre comercio es un suelo fértil para el crecimiento de la pobreza. Inglaterra, Bélgica, Francia y Alemania son sin duda los países europeos donde el comercio y la industria disfrutan de una mayor libertad relativa y han alcanzado el nivel más alto de desarrollo. Por lo mismo, son precisamente los países donde la pobreza se siente de modo más cruel, y donde parece haberse ensanchado en una medida desconocida para los demás países la distancia que separa a los capitalistas y propietarios de las clases trabajadoras. 

El trabajo de las clases privilegiadas. De este modo, nos vemos llevados a reconocer como regla general que en el mundo moderno —aunque no sea en la misma medida que en el mundo antiguo— la civilización de un pequeño número se basa todavía sobre el trabajo forzado y el barbarismo relativo de la gran mayoría. Sin embargo, sería injusto decir que esta clase privilegiada es totalmente ajena al trabajo. Por el contrario, en nuestros días muchos de sus miembros trabajan a fondo. El número de personas absolutamente ociosas decrece perceptiblemente, y el trabajo está empezando a provocar respeto en esos círculos; porque los miembros más afortunados de la sociedad están empezando a comprender que para mantenerse en el alto nivel de la civilización actual, para ser capaces al menos de disfrutar de sus privilegios y conservarlos, es preciso trabajar mucho. 

Pero existe una diferencia entre el trabajo de las clases acomodadas y el de los obreros: el primero, al estar pagado en una medida proporcionalmente muy superior al segundo, proporciona ocio a las personas privilegiadas, y el ocio constituye la condición suprema de todo desarrollo humano, intelectual y moral — una condición jamás disfrutada hasta ahora por las clases trabajadoras—. Además, el trabajo de las personas privilegiadas es casi exclusivamente de tipo nervioso, es decir, de imaginación, memoria y pensamiento, mientras que el trabajo de los millones de proletarios es de tipo muscular; a menudo, como acontece en el trabajo fabril, no desarrolla todo el sistema humano, sino sólo una parte en detrimento de todas las demás, y por lo general se verifica bajo condiciones dañinas para la salud corporal y opuestas a su desarrollo armonioso. 

En este sentido, el trabajador de la tierra es mucho más afortunado: libre del efecto viciante del aire mal ventilado y a menudo emponzoñado de las fábricas y talleres, y libre del efecto deformante de un desarrollo anormal en algunas de sus potencias a expensas de las otras, su naturaleza se mantiene más vigorosa y completa. Pero, a cambio, su inteligencia es casi siempre más fija, indolente y  mucho menos desarrollada que la del proletariado fabril y urbano. 

Recompensas respectivas en ambos tipos de trabajo. Los artesanos, los obreros fabriles y los trabajadores de granjas forman una sola categoría, la del trabajo muscular, que se opone a los representantes privilegiados del trabajo nervioso. ¿Cuál es la consecuencia de esta división real que constituye la base misma de la situación presente, tanto política como social? 

A los representantes privilegiados del trabajo nervioso —que, incidentalmente, están llamados en la actual organización de la sociedad a desempeñar este tipo de trabajo sólo porque nacieron en una clase privilegiada, y no por ser más inteligentes— corresponden todos los beneficios, pero también todas las corrupciones de la civilización existente. Hacia ellos fluyen la riqueza, el lujo, la comodidad, el bienestar, las alegrías familiares, y el disfrute exclusivo de la libertad política, junto con el poder para explotar el trabajo de millones de obreros y gobernarlos a voluntad en aras del propio interés; es decir, todas las creaciones, todos los refinamientos de la imaginación y el pensamiento... que les proporcionan el poder necesario para hacerse hombres completos —y todos los venenos de una humanidad pervertida por el privilegio. 

¿Y qué queda para los representantes del trabajo muscular, para los incontables millones de proletarios, o incluso pequeños propietarios rurales? Una inevitable pobreza, donde faltan incluso las alegrías de la vida familiar (porque la familia se convierte pronto en una losa para el pobre), ignorancia, barbarie y casi podríamos decir una forzada bestialidad, con el «consuelo» de servir como pedestal para la civilización, para la libertad y para la corrupción de una pequeña minoría. Pero, a cambio, los trabajadores han preservado la frescura de mente y corazón. Fortalecidos en lo moral por el trabajo, aunque les haya sido impuesto, han conservado un sentido de la justicia mucho más alto que el de los juristas instruidos y los códigos legales. Viviendo una vida de miseria, abrigan un cálido sentimiento de compasión para todos los desdichados; han preservado su sensatez sin corromperla con los sofismas de una ciencia doctrinaria o las falsedades de la política; y puesto que no han abusado de la vida, puesto que ni siquiera la han usado, han mantenido su fe en ella. 

El cambio de situación producido por la gran revolución francesa. Pero, se nos dice, este contraste o abismo entre la minoría privilegiada y el gran número de desheredados ha existido siempre y sigue existiendo. Entonces, ¿qué tipo de cambio se produjo? El cambio consiste en que antes este abismo estaba envuelto en una densa niebla religiosa y oculto así a las masas del pueblo; desde que la Gran Revolución comenzó a despejar esta niebla, las masas se han hecho conscientes de la distancia, y empiezan a preguntarse por el motivo de su existencia. El significado de tal cambio es inmenso. 

Desde que la Revolución trajo a las masas su Evangelio —no el místico, sino el racional; no el celestial, sino el terrenal; no el divino, sino el humano, el Evangelio de los Derechos del Hombre—, desde que proclamó que todos los hombres son iguales, que todos los hombres tienen derecho a la libertad y a la igualdad, las masas de todos los países europeos y de todo el mundo civilizado, tras despertar gradualmente del sopor que les había mantenido en la servidumbre desde que el cristianismo los drogara con su opio, empezaron a preguntarse si no tenían ellas también derecho a la libertad, la igualdad y la humanidad. 

El socialismo es la consecuencia lógica de la dinámica de la Revolución Francesa. Tan pronto como se planteó esta cuestión, guiado por su admirable sensatez y por sus instintos, el pueblo comprendió que la primera condición de su emancipación real, o de su humanización, era un cambio radical en la situación económica. La cuestión del pan cotidiano era para ellos simplemente la primera cuestión porque, como había observado hace mucho tiempo Aristóteles, el hombre debe ser liberado de las preocupaciones de la vida material para poder pensar, para poder sentirse libre, para llegar a ser hombre. En cierto modo, los burgueses que vociferan tanto en sus ataques contra el materialismo del pueblo y le predican las abstinencias del idealismo, lo saben muy bien, pues lo predican solo de palabra, y no con el ejemplo. 

La segunda cuestión para el pueblo era el ocio tras el trabajo, condición indispensable para la humanidad. Pero el pan y el ocio nunca podrán obtenerse sin una transformación radical de la organización presente de la sociedad, y esto explica por qué la Revolución, empujada exclusivamente por las consecuencias de su propio principio, dio origen al Socialismo.

 Extraído del compilado de Maximoff. Lo que está escrito en negrilla corresponden al Compilador (Maximoff) todo el resto a Mijaíl Bakunin http://www.theyliewedie.org/ressources/biblio/es/Bakunin_Mijail_-_Escritos_de_Filosofia_Politica_I.html



 
Bert F. Hoselitz sobre el anarquismo de Godwin y Proudhon
Es de la mayor importancia comprender que la doctrina anarquista propuesta por Godwin, Proudhon y sus contemporáneos fue la apoteosis de la existencia pequeño-burguesa. Que su ideal último era idéntico al Cándido de Voltaire: cultivar el propio jardín; que ignoraba o se oponía a las empresas industriales o agrícolas de grandes dimensiones; y que, por tanto, jamás se convirtió en una teoría política capaz de encontrar simpatía o un apoyo entusiástico entre las masas de trabajadores industriales. Era la ampliación radical de la doctrina liberal que consideraba que la libertad de cada uno era el bien político más elevado, y que la confianza responsable en la propia conciencia era el más alto deber político. Se basaba, por consiguiente, en una filosofía política estrechamente unida al ascenso de movimientos políticos de clase media liberales y antisocialistas.