viernes, 28 de febrero de 2014

Los anarquistas y los movimientos obreros - Errico Malatesta

El texto a continuación, fue elaborado a partir de diversos artículos de Errico Malatesta publicados en la prensa anarquista a principios de siglo pasado, y corresponde a un fragmento del capítulo IV del libro Malatesta, pensamiento y acción revolucionarios, trabajo a cargo del compilador Vernon Richards. Para más información, referencias y citas pueden consultar el libro haciendo clic aquí   
 
Hoy la fuerza más grande de transformación social es el movimiento obrero (movimiento sindical), y de su dirección depende, en gran parte, el curso que tomarán los acontecimientos y la meta a que llegará la próxima revolución. Por medio de las organizaciones, fundadas para la defensa de sus intereses, los trabajadores adquieren la conciencia de la opresión en que se encuentran y del antagonismo que los divide de sus patrones, comienzan a aspirar a una vida superior, se habitúan a la lucha colectiva y a la solidaridad y pueden llegar a conquistar aquellos mejoramientos que son compatibles con la persistencia del régimen capitalista y estatal. Después, cuando el conflicto se vuelve incurable, ocurre la revolución, o si no la reacción. 

Los anarquistas deben reconocer la utilidad y la importancia del movimiento sindical, deben favorecer su desarrollo y hacer de él una de las palancas de su acción, realizando todo lo posible para que ese movimiento, en cooperación con las otras fuerzas progresistas existentes, desemboque en una revolución social que lleve a la supresión de las clases, a la libertad total, a la igualdad, a la paz y a la solidaridad entre todos los seres humanos. Pero sería una grande y letal ilusión creer, como hacen muchos, que el movimiento obrero puede y debe por sí mismo, como consecuencia de su naturaleza misma, llevar a una revolución de esta clase. Al contrario, todos los movimientos fundados en los intereses materiales e inmediatos –y no se puede fundar sobre otras bases un vasto movimiento obrero–, si falta el fermento, el impulso, el trabajo concertado de los hombres de ideas, que combaten y se sacrifican en vistas de un porvenir ideal, tienden fatalmente a adaptarse a las circunstancias, fomentan el espíritu de conservación y el temor a los cambios en aquellos que logran obtener condiciones mejores, y terminan a menudo creando nuevas clases privilegiadas y sirviendo para sostener y consolidar el sistema que se desearía abatir.

De aquí la necesidad urgente de que existan organizaciones estrictamente anarquistas que tanto dentro como fuera de los sindicatos luchen para la realización integral del anarquismo y traten de esterilizar todos los gérmenes de degeneración y de reacción. Pero es evidente que para conseguir sus fines las organizaciones anarquistas deben hallarse, en su constitución y funcionamiento, en armonía con los principios del anarquismo, es decir, no deben estar contaminadas de ninguna manera por el espíritu autoritario, tienen que saber conciliar la libre acción de los individuos con la necesidad y el placer de la cooperación, servir para desarrollar la conciencia y la capacidad organizativa de sus miembros y constituir un medio educativo para el ambiente en que éstos actúan y una preparación moral y material para el porvenir que deseamos.

Misión de los anarquistas es la de trabajar y reforzar las conciencias revolucionarias entre los organizados y permanecer en los sindicatos siempre como anarquistas.

Es cierto que en muchos casos los sindicatos, por exigencias inmediatas, están obligados a transacciones y compromisos. Yo no los critico por eso, pero es justamente por tal razón que debo reconocer en los sindicatos una esencia reformista. Los sindicatos cumplen una tarea de hermandad entre las masas proletarias y eliminan los conflictos que, en caso contrario, podrían producirse entre unos trabajadores y otros.  Mientras los sindicatos deben librar la lucha por la conquista de los beneficios inmediatos, y por lo demás es justo y humano que los trabajadores exijan mejoras, los revolucionarios sobrepasan también esto. Ellos luchan por la revolución expropiadora del capital y por el abatimiento del Estado, de todo Estado, como quiera que se llame.

Puesto que la esclavitud económica es fruto de la servidumbre política, para eliminar a una hay que abatir a la otra, aunque Marx decía lo contrario. ¿Por qué el campesino lleva trigo al patrón? Porque está el gendarme que lo obliga a ello. Por lo tanto, el sindicalismo no puede ser un fin en sí mismo, puesto que la lucha debe también librarse en el terreno político para extinguir al Estado.

Los anarquistas no quieren dominar la Unión Sindical Italiana; no lo querrían ni siquiera en el caso de que todos los obreros adheridos a ella fueran anarquistas, ni se proponen asumir la responsabilidad de las negociaciones. Nosotros, que no queremos el poder, deseamos sólo las conciencias; son los que desean dominar los que prefieren tener ovejas para guiarlas mejor.

Preferimos obreros inteligentes, aunque fueran adversarios nuestros, más que anarquistas que sólo lo sean por seguirnos como un rebaño. Queremos la libertad para todos; queremos que la revolución la haga la masa para la masa. El hombre que piensa con su propio cerebro es preferible al que aprueba ciegamente todo. Por esto, como anarquistas, estamos en favor de la Unión Sindical Italiana, porque ésta desarrolla las conciencias de la masa. Vale más un error cometido con conciencia, creyendo hacer el bien, que una cosa buena hecha servilmente.

Justamente porque estoy convencido de que los sindicatos pueden y deben ejercer una función utilísima, y quizá necesaria, en el tránsito de la sociedad actual a la sociedad igualitaria, querría que se los juzgara en su justo valor y que se tuviese siempre presente su natural tendencia a transformarse en corporaciones cerradas que únicamente se proponen propugnar los intereses egoístas de la categoría, o, peor aún, sólo de los agremiados; así podremos combatir mejor tal tendencia e impedir que los sindicatos se transformen en órganos conservadores. Justamente porque reconozco la grandísima utilidad que pueden tener las cooperativas en lo que respecta a acostumbrar a los operarios a la gestión de sus asuntos y de su trabajo y a funcionar, al comienzo de la revolución, como órganos ya prontos para la organización de la distribución de los productos y servir como centros de atracción en torno de los cuales podrá reunirse la masa de la población, también combato el espíritu mercantilista que tiende naturalmente a desarrollarse en ellas y querría que estuvieran abiertas a todos, que no otorgasen ningún privilegio a sus socios y, sobre todo, que no se transformasen, como sucede con frecuencia, en verdaderas sociedades anónimas capitalistas que emplean y explotan a asalariados y especulan con las necesidades del público.

A mi parecer, las cooperativas y los sindicatos tal como existen en el régimen capitalista no llevan naturalmente, por su fuerza intrínseca, a la emancipación humana –y éste es el punto en discusión–, sino que pueden producir el mal o el bien, ser órganos, hoy, de conservación o de transformación social, servir mañana a la reacción o a la revolución, según que se limiten a su función propia de defensores de los intereses inmediatos de los socios o estén animados y trabajados por el espíritu anarquista, que les hace olvidar los intereses en beneficio de los ideales. Y por espíritu anarquista entiendo ese sentimiento ampliamente humano que aspira al bien de todos, a la libertad y a la justicia para todos, a la solidaridad y al amor entre todos, y que no es dote exclusiva de los anarquistas propiamente dichos, sino que anima a todos los hombres de buen corazón y de inteligencia abierta...

El movimiento obrero, pese a todos sus méritos y potencialidades, no puede ser por sí mismo un movimiento revolucionario, en el sentido de negación de las bases jurídicas y morales de la sociedad actual. Puede, como toda nueva organización puede, en el espíritu de los iniciadores y en la letra de los estatutos, tener las más elevadas aspiraciones y los más radicales propósitos, pero si quiere ejercer la función propia del sindicato obrero, es decir, la defensa inmediata de los intereses de sus miembros, debe reconocer de hecho a las instituciones que ha negado en teoría, adaptarse a las circunstancias y tratar de obtener cada vez lo más posible, negociando y transigiendo con los patrones y el gobierno.

En una palabra, el sindicato obrero es, por su naturaleza misma, reformista y no revolucionario. El revolucionarismo debe introducirse, desarrollarse en él por obra constante de los revolucionarios que actúan fuera y dentro de su seno, pero no puede ser la manifestación natural y normal de su función. Al contrario, los intereses reales e inmediatos de los obreros asociados, que el sindicato tiene la misión de defender, están con mucha frecuencia en pugna con las aspiraciones ideales y futurísticas; y el sindicato sólo puede hacer obra revolucionaria si está penetrado por el espíritu de sacrificio y en la proporción en que el ideal se ponga por encima del interés, es decir, sólo y en la medida en que cese de ser un sindicato económico y se transforme en un grupo político e idealista, cosa que no es posible en las grandes organizaciones que para actuar necesitan del consentimiento de la masa siempre más o menos egoísta, temerosa y retrógrada. Y no es esto lo peor. La sociedad capitalista está constituida de tal manera que, hablando en general, los intereses de cada clase, de cada grupo, de cada individuo son antagónicos con los de todas las demás clases, los demás grupos y todos los otros individuos. Y en la práctica de la vida se verifican los más extraños entrelazamientos de armonías y de intereses entre clases y entre individuos que desde el punto de vista de la justicia social deberían ser siempre amigos o siempre enemigos. Y ocurre con frecuencia que, pese a la proclamada solidaridad proletaria, los intereses de un grupo de obreros se oponen a los de los demás y armonizan con los de un grupo de patrones; como ocurre también que, pese a la deseada hermandad internacional, los intereses reales de los operarios de un determinado país los vinculan con los capitalistas locales y los ponen en lucha contra los trabajadores extranjeros: sirvan de ejemplo las actitudes de las diversas organizaciones obreras frente a la cuestión de las tarifas aduaneras, y la parte voluntaria que las masas obreras toman en las guerras entre los Estados capitalistas.

No me extenderé citando muchos ejemplos de contrastes de intereses entre las diversas categorías de productores y de consumidores… el antagonismo entre ocupados y desocupados, entre hombres y mujeres, entre operarios nativos y operarios venidos del exterior, entre los trabajadores que usufructúan de un servicio público y los que trabajan en esos servicios, entre los que saben un oficio y los que desean aprenderlo, etcétera, etcétera.


Recordaré más especialmente el interés que tienen los obreros de la industria de lujo en la prosperidad de las clases ricas, y el de múltiples grupos de trabajadores de las diferentes localidades en que el “comercio” vaya bien, aunque a expensas de otras localidades y con daño de la producción útil para la masa. Y ¿qué decir de quienes trabajan en cosas dañinas para la sociedad y para los individuos, cuando no tienen otro modo de ganarse la vida? Id nomás, en tiempo ordinario, cuando no hay fe en una inminente revolución, id a persuadir a los trabajadores de los arsenales amenazados por la falta de trabajo a decirles que no pidan al gobierno la construcción de un nuevo acorazado. Y resolved, si podéis, con medios sindicales y haciendo justicia a todos, el conflicto entre los estibadores que no tienen otra manera de asegurarse la vida sino monopolizando el trabajo en ventaja, de aquellos que ya ejercen el oficio desde hace tiempo, y los recién llegados, los temporarios, que exigen su derecho al trabajo y a la vida. Todo esto y tantas otras cosas que se podrían decir muestran que el movimiento obrero por sí mismo, sin el fermento del idealismo revolucionario contrastante con los intereses presentes e inmediatos de los obreros, sin el impulso y la crítica de los revolucionarios, lejos de llevar a la transformación de la sociedad en beneficio de todos, tiende a fomentar los egoísmos de grupo y a crear una clase de obreros privilegiada superpuesta a la gran masa de los desheredados.
 
Y esto explica el hecho general de que en todos los países las organizaciones obreras, a medida que crecieron y se robustecieron, se volvieron conservadoras y reaccionarias, y que los que consagraron sus esfuerzos al movimiento obrero con intenciones honestas y teniendo en vista una sociedad de bienestar y de justicia para todos, están condenados a un trabajo de Sísifo y deben recomenzar periódicamente desde el principio.

Esto puede no ocurrir si hay espíritu de rebelión en la masa y una luz ideal ilumina y eleva a los obreros mejor dotados y más favorecidos por las circunstancias, que estarían en condiciones de constituir la nueva clase privilegiada. Pero es indudable que si se permanece en el terreno de la defensa de los intereses inmediatos, que es el terreno propio de los sindicatos, puesto que los intereses no son armónicos ni pueden armonizarse dentro del régimen capitalista, la lucha entre los trabajadores es un hecho natural y puede incluso, en ciertas circunstancias y entre ciertos grupos, volverse más encarnizada que entre los trabajadores y los explotadores.


Para convencerse de ello basta observar lo que son las mayores organizaciones obreras en los países en que existe mucha organización y poca propaganda o tradición revolucionaria.


Veamos la Federación del Trabajo de los Estados Unidos de Norteamérica. Ésta no realiza la lucha contra los patrones sino en el sentido en que luchan dos comerciantes que discuten las condiciones de un contrato. La verdadera lucha la hace contra los recién venidos, forasteros o nativos, que querrían ser admitidos para poder trabajar en una industria cualquiera, contra los rompehuelgas forzados que no pueden obtener trabajo en las fábricas que reconocen a la organización, porque los dirigentes sindicales se oponen, y entonces se ven obligados a ofrecerse en los open shops, es decir, a aquellos patrones que, rebelándose contra las imposiciones de la organización obrera, admiten como trabajadores a gente no afi liada y se aprovechan de esa circunstancia para explotarlos en forma más inhumana que a los demás. Esos sindicatos norteamericanos, cuando alcanzaron el número de socios que consideran suficiente para poder tratar de igual a igual con los patrones, buscan en seguida impedir la inscripción de nuevos socios mediante tasas prohibitivas de ingresos o cierran directamente los registros y no admiten nuevas solicitudes. Delimitan rigurosamente el oficio, o la parte del oficio que corresponde a cada sindicato y prohíben que uno invada en lo más mínimo el campo del “trabajo de los otros”.


Los obreros calificados desdeñan a los manuales; los blancos desprecian y oprimen a los negros; los “verdaderos norteamericanos” consideran inferiores a los chinos o a los italianos, etcétera. Si ocurriese una revolución en los Estados Unidos, los sindicatos fuertes y ricos se pondrían por cierto contra el movimiento, porque temerían por sus fondos y por la posición privilegiada que se han asegurado. Y así ocurriría quizás en Inglaterra y en otros lugares. Esto no es sindicalismo, lo sé muy bien; y los sindicalistas combaten continuamente contra esta tendencia de los sindicatos a transformarse en instrumentos de bajos egoísmos, y hacen con ello un trabajo utilísimo. Pero la tendencia existe y no se la puede corregir si no se excede la órbita de los métodos sindicalistas.
 
Los sindicalistas serán muy valiosos en el período revolucionario, pero con la condición de ser… lo menos sindicalistas posibles. No es cierto lo que pretenden los sindicalistas, cuando afirman que la organización obrera de hoy servirá para la sociedad futura y facilitará el tránsito del régimen burgués al régimen igualitario. Ésta es una idea que gozaba de favor entre los miembros de la Primera Internacional; y si mal no recuerdo, en los escritos de Bakunin se dice que la nueva sociedad se realizaría mediante el ingreso de todos los trabajadores en las Secciones de la Internacional. Pero a mí esto me parece erróneo. Los cuadros de las organizaciones obreras existentes corresponden a las condiciones actuales de la vida económica tal como resultó de la evolución histórica y de la imposición del capitalismo. 

Y la nueva sociedad no puede realizarse sino rompiendo aquellos cuadros y creando organismos nuevos correspondientes a las nuevas condiciones y a los nuevos fines sociales. Los obreros están hoy agrupados según los oficios que ejercen, las industrias en las que trabajan, según los patrones contra los que deben luchar o las firmas comerciales a las que están vinculados. ¿De qué servirían estos agrupamientos, cuando una vez suprimidos los patrones y trastornadas las relaciones comerciales deban desaparecer buena parte de los oficios y de las industrias actuales, algunos definitivamente porque son inútiles y dañinos, y otros en forma temporaria porque serán útiles en el porvenir, pero no tendrán razón de ser ni posibilidad de vida en el período tormentoso de la crisis social? ¿De qué servirán, para citar un ejemplo entre mil, las organizaciones de canteros de Carrara cuando sea necesario que esos operarios vayan a cultivar la tierra y a aumentar los productos alimenticios, dejando para el porvenir la construcción de los monumentos y de los palacios marmóreos?
 
Las organizaciones obreras, especialmente en su forma cooperativista–que, por otra parte, en el régimen capitalista tiende a descabezar la resistencia obrera–, pueden servir por cierto para desarrollar en los trabajadores las capacidades técnicas y administrativas, pero en tiempo de revolución y para la reorganización social deben desaparecer y fundirse con las nuevas agrupaciones populares que las circunstancias requieran. Y es tarea de los revolucionarios tratar de impedir que en ellas se desarrolle ese espíritu de cuerpo que las convertiría en un obstáculo para la satisfacción de las nuevas necesidades sociales.


Por lo tanto, en mi opinión, el movimiento obrero es un medio que podemos emplear hoy para la elevación y la educación de las masas, y mañana para el inevitable choque revolucionario.


Pero es un medio que tiene sus inconvenientes y sus peligros. Y nosotros los anarquistas debemos empeñarnos en neutralizar los inconvenientes, conjurar los peligros y utilizar lo más que se pueda el movimiento para nuestros fines. Esto no requiere decir que deseemos, como se ha dicho, poner al movimiento obrero al servicio de nuestro partido. Por cierto nos contentaríamos con que todos los obreros, todos los hombres fuesen anarquistas, lo cual constituye el límite extremo a que tiende idealmente todo propagandista; pero entonces el anarquismo sería un hecho y ya no tendrían lugar ni motivo estas discusiones.
En el estado actual de las cosas querríamos que el movimiento obrero, abierto a todas las propagandas idealistas y parte constitutiva de todos los hechos de la vida social, económicos, políticos y morales, viva y se desarrolle libre de toda dominación de los partidos, tanto del nuestro como de los demás.

Hay muchos compañeros que aspiran a unificar el movimiento obrero y el movimiento anarquista, y donde pueden, como por ejemplo en España y en la Argentina e incluso un poco en Italia, en Francia, en Alemania, etcétera, tratan de dar a las organizaciones obreras un programa netamente anarquista. Son los que se llaman “anarco–sindicalistas”, o, confundiéndose con otros que no son verdaderamente anarquistas, toman el nombre de “sindicalistas revolucionarios”.


Es necesario explicar qué se entiende por “sindicalismo”. Si se trata del porvenir deseado, es decir, si por sindicalismo se entiende la forma de organización social que debería sustituir a la organización capitalista y estatal, entonces o es lo mismo que anarquismo, y consiste por lo tanto en una palabra que sólo sirve para confundir las ideas, o es una cosa distinta del anarquismo, y entonces no la pueden acep tar los anarquistas. De hecho, entre las ideas y los propósitos futurísticos expuestos por uno u otro sindicalista hay algunos auténticamente anarquistas, pero también otros que reproducen con distintos nombres y diversas modalidades la estructura autoritaria que es causa de los males que hoy lamentamos, y, por lo tanto, no tienen nada que ver con el anarquismo.


Pero no me propongo ocuparme aquí del sindicalismo como sistema social, puesto que no es eso lo que puede determinar la acción actual de los anarquistas respecto del movimiento obrero.


Aquí se trata del movimiento obrero en el régimen capitalista y estatal y se incluyen en el nombre de sindicalismo todas las organizaciones obreras, todos los “sindicatos” constituidos para resistir a la opresión de los patrones y disminuir o anular la explotación del trabajo humano por parte de quienes detentan las materias primas y los instrumentos de trabajo.

Ahora bien, yo digo que esas organizaciones no pueden ser anárquicas y no está bien pretender que lo sean, porque si así fuese no servirían a su fin ni a los que se proponen los anarquistas al participar en ellos.


El sindicato está hecho para defender los intereses actuales de los trabajadores y mejorar su situación en la medida de lo posible antes de que estemos en condiciones de hacer la revolución y transformar con ella a los actuales asalariados en trabajadores libres, libremente asociados en beneficio de todos.


Para que el sindicato pueda servir a su propio fin y, al mismo tiempo, ser un medio de educación y un campo de propaganda para una futura transformación social radical, es necesario que reúna a todos los trabajadores, o por lo menos a todos los que aspiren a mejorar sus condiciones de vida y que sean susceptibles de capacitarse para alguna forma de resistencia contra los patrones. ¿Se quiere quizás esperar a que los trabajadores se vuelvan anarquistas antes de invitarlos a organizarse y antes de admitirlos en la organización, invirtiendo así el orden natural de la propaganda y del desarrollo psicológico de los individuos y haciendo la organización de resistencia cuando ya no habría necesidad de ella, porque la masa sería capaz de hacer la revolución? En este caso el sindicato constituiría el duplicado del grupo anárquico y sería impotente para obtener mejoras y para hacer la revolución. La alternativa consiste en tener redactado un programa anarquista y contentarse con una adhesión formal, inconsciente, y reunir así gente que seguiría como un rebaño a los organizadores para dispersarse luego o pasarse al enemigo en la primera ocasión en que fuera necesario mostrar que uno es anarquista en serio.


El sindicalismo (entiendo el sindicalismo práctico y no el teórico que cada uno se imagina a su manera) es por su naturaleza misma reformista. Todo lo que se puede esperar de él es que las reformas que pretende y consigue sean tales y que las sostenga de modo que sirvan para la educación y la preparación revolucionaria y dejen abierto el camino a exigencias cada vez mayores.
 
Toda fusión o confusión entre el movimiento anarquista y revolucionario y el movimiento sindicalista termina haciendo impotente al sindicato para su finalidad específica, o atenuando, falseando y aniquilando el espíritu anarquista.


El sindicato puede surgir con un programa socialista, revolucionario o anarquista; más aún, con programas de este tipo como nacen generalmente las diversas organizaciones obreras.


Pero éstas permanecen fieles al programa mientras son débiles e impotentes, es decir, mientras constituyen, más que organismos aptos para una acción efi caz, grupos de propaganda iniciados y animados por unos pocos hombres entusiastas y convencidos; pero luego, a medida que logran atraer a su seno a la masa y adquirir la fuerza para exigir e imponer mejoramientos, el programa primitivo se transforma en una fórmula vacía de la cual ya nadie se preocupa, la táctica se adapta a las necesidades contingentes, y los entusiastas de la primera hora se adaptan ellos mismos o deben ceder su lugar a los hombres “prácticos”, que se preocupan del hoy sin que les interese el mañana. Por cierto, hay compañeros que aun estando en las primeras filas del movimiento sindical siguen siendo sincera y entusiastamente anarquistas, así como hay agrupamientos obreros que se inspiran en las ideas anarquistas. Pero sería una crítica demasiado fácil ir buscando los mil casos en que aquellos hombres y agrupamientos se ponen en la práctica cotidiana en contradicción con las ideas anarquistas. ¿La dura necesidad? De acuerdo. No se puede hacer anarquismo puro cuando uno está obligado a tratar con los patrones y las autoridades; no se puede dejar que las masas procedan por sí mismas cuando se rehúsan a hacerlo y piden, exigen jefes. Pero ¿por qué confundir al anarquismo con lo que no es, y asumir nosotros, en cuanto anarquistas, la responsabilidad de las transacciones y de las adaptaciones necesarias, justamente por el hecho de que la masa no es anarquista, ni siquiera aunque pertenezca a una organización que ha incluido el programa en sus estatutos? A mi parecer los anarquistas no deben querer que los sindicatos sean anarquistas, pero deben actuar en su seno en favor de los fines anarquistas, como individuos, como grupos y como federaciones de grupos. De la misma manera en que existen, o en que deberían existir grupos de estudio y de discusión, grupos para la propaganda escrita u oral en medio del público, grupos cooperativos, grupos que actúan en las oficinas, en el campo, en los cuarteles, en las escuelas, etcétera, también se deberían formar grupos especiales en las diversas organizaciones que hacen la lucha de clases.


Naturalmente, el ideal sería que todos fueran anarquistas y que las organizaciones funcionaran de una manera anárquica; pero está claro que entonces no sería necesario organizarse para la lucha contra los patrones, porque ya no los habría.


Vistas las circunstancias tal cual son, visto el grado de desarrollo de las masas en medio de las cuales se trabaja, los grupos anarquistas no deberían pretender que las organizaciones actuaran como si fueran anarquistas, sino que deberían esforzarse para que éstas se aproximaran lo más posible a la táctica anarquista.  Si para la vida de la organización y las necesidades y la voluntad de los organizadores es incluso necesario transigir, ceder, tener contacto impuro con la autoridad y con los patrones, que así se haga; pero que lo hagan otros y no los anarquistas, cuya misión es la de mostrar las insuficiencias y la precariedad de todas las mejoras que se pueden obtener en el régimen capitalista y de impulsar a la lucha hacia soluciones cada vez más radicales.


Los anarquistas en los sindicatos deberían luchar para que éstos permanezcan abiertos a todos los trabajadores cualquiera sea su opinión y partido, con la sola condición de la solidaridad en la lucha contra los patrones; deberían oponerse al espíritu corporativo y a cualquier pretensión de monopolio de la organización y del trabajo. Deberían impedir que los sindicatos sirvan de instrumentos a los politiqueros para fines electorales u otros propósitos autoritarios, y practicar y predicar la acción directa, la descentralización, la autonomía, la libre iniciativa; deberían esforzarse para que los organizados aprendan a participar directamente en la vida de la organización y a no tener necesidad de jefes y de funcionarios permanentes. Deberían, en síntesis, seguir siendo anarquistas, mantenerse siempre en entendimiento con los anarquistas y recordar que la organización obrera no es el fi n, sino simplemente uno de los medios, por importante que sea, para preparar el advenimiento de la anarquía.


No hay que confundir el “sindicalismo”, que quiere ser una doctrina y un método para resolver la cuestión social, con la promoción, la existencia y las actividades de los sindicatos obreros...


Para nosotros no tiene gran importancia que los trabajadores quieran más o menos; lo importante es que lo que quieren traten de conquistarlo por sí mismos, con sus fuerzas, con su acción directa contra los capitalistas y el gobierno. Una pequeña mejora arrancada con la propia fuerza vale más, por sus efectos morales, y a la larga incluso por sus efectos materiales, que una gran reforma concedida por el gobierno o los capitalistas con fines astutos, o aun pura y simplemente por benevolencia.


Nosotros hemos comprendido siempre la gran importancia del movimiento obrero y la necesidad de que los anarquistas formen una parte activa y propulsora de éste. Y a menudo ha sido por iniciativa de compañeros nuestros que se constituyeron agrupamientos más vivos y más progresistas. Siempre hemos pensado que el sindicato es hoy un medio para que los trabajadores comiencen a comprender su posición de esclavos, a desear la emancipación y a habituarse a la solidaridad con todos los oprimidos en la lucha contra los opresores y mañana servirá como primer núcleo necesario para la continuidad de la vida social y para reorganizar la producción sin patrones ni parásitos.

Pero siempre hemos discutido, y a menudo disentido, respecto de los modos en que debía desplegarse la acción anarquista en las relaciones con la organización de los trabajadores. ¿Era necesario entrar en los sindicatos o permanecer fuera de ellos, aun tomando parte en todas las agitaciones, y tratar de darles el carácter más radical posible y mostrarse en primera línea en la acción y en los peligros? Y sobre todo, ¿era necesario o no que dentro de los sindicatos los anarquistas aceptaran cargos directivos y se prestaran, por lo tanto, a las transacciones, los compromisos, las adaptaciones, las relaciones con las autoridades y con los patrones a las que esos organismos deben adaptarse, por voluntad de los mismos trabajadores y por su interés in mediato, en las luchas cotidianas, cuando no se trata de hacer la revolución sino de obtener mejoramientos o defender los ya conseguidos? En los dos años que siguieron a la paz hasta las vísperas del triunfo de la reacción por obra del fascismo nos hemos encontrado en una situación singular.


La revolución parecía inminente, y existían de hecho todas las condiciones materiales y espirituales para que fuese posible y necesaria. Pero a nosotros, los anarquistas, nos faltaban en gran medida las fuerzas necesarias para hacer la revolución con métodos y hombres exclusivamente nuestros: necesitábamos las masas, y las masas estaban por cierto, dispuestas a la acción, pero no eran anarquistas. Además, una revolución hecha sin la ayuda de las masas, aunque hubiera sido posible, no habría podido dar origen sino a una nueva dominación, la cual, aunque la ejercitaran anarquistas, habría sido siempre la negación del anarquismo y corrompido a los nuevos dominadores, para terminar con la restauración del orden estatal y capitalista.


Retirarse de la lucha, abstenerse porque no podíamos hacer exactamente lo que queríamos, habría equivalido a renunciar a toda posibilidad presente o futura, a toda esperanza de desarrollar el movimiento en la dirección que deseábamos, y denunciar no sólo por aquella vez, sino para siempre, porque no habrá nunca masas anarquistas antes de que la sociedad se haya transformado económica y políticamente, y la misma situación volverá a presentarse todas las veces que las circunstancias hagan posible una tentativa revolucionaria.


Será necesario, por lo tanto, ganar a cualquier costo la confianza de las masas, ponerse en situación de poderlas impulsar a salir a la calle, y para esto parecía útil conquistar cargos directivos en las organizaciones obreras. Todos los peligros de domesticación y de corrupción pasaban a segundo lugar, y además se suponía que no tendrían tiempo de producirse. Por ende, se llegó a la conclusión de dejar a cada uno en libertad de manejarse según las  circunstancias o como creyese mejor, a condición de no olvidar nunca que era anarquista y de guiarse siempre por el interés superior de la causa anarquista.


Pero ahora, después de las últimas experiencias, y vista la situación actual… me parece que conviene volver sobre la cuestión y ver si no es oportuno modificar la táctica respecto de este punto importantísimo de nuestra actividad.


A mi parecer, hay que entrar en los sindicatos, porque si se permanece fuera se nos verá como enemigos, se considerará nuestra crítica con suspicacia, y en los momentos de agitación se nos tendrá por intrusos y se recibirá de mala gana nuestra ayuda. Y en cuanto a solicitar y aceptar nosotros mismos el puesto de dirigentes, creo que en líneas generales y en tiempos calmos es mejor evitarlo. Pienso sin embargo que el daño y el peligro no residen tanto en el hecho de ocupar un puesto directivo –cosa que en ciertas circunstancias puede ser útil e incluso necesaria– sino en el perpetuarse en ese puesto. Sería necesario, a mi juicio, que el personal dirigente se renovase lo más a menudo posible, sea para capacitar a un número mucho mayor de trabajadores en las funciones administrativas, sea para impedir que el trabajo de organizar se transforme en un oficio que induzca a quienes lo realizan a llevar a las luchas obreras la preocupación de no perder el empleo.


Y todo esto no sólo en interés actual de la lucha y de la educación de los trabajadores, sino también, y sobre todo, con miras al desarrollo de la revolución después que ésta se inicie.


Los anarquistas se oponen con justa razón al comunismo autoritario, que supone un gobierno que al querer dirigir toda la vida social y poner la organización de la producción y la distribución de las riquezas bajo las órdenes de sus funcionarios, no puede dejar de producir la más odiosa tiranía y la paralización de todas las fuerzas vivas de la sociedad.


Los sindicalistas, aparentemente de acuerdo con los anarquistas en la aversión al centralismo estatal, quieren prescindir del gobierno sustituyéndolo por los sindicatos, y dicen que son éstos los que deben apoderarse de las riquezas, requisar los víveres, distribuirlos, organizar la producción y el intercambio. Y yo no vería inconveniente en ello cuando los sindicatos abriesen de par en par las puertas a toda la población y dejasen a los disidentes en libertad para actuar y tomar su parte. Pero esta expropiación y esta distribución no pueden hacerse tumultuariamente en la práctica, no las puede realizar la masa aunque esté agrupada en sindicatos, sin producir un desperdicio funesto de riquezas y el sacrificio de los más débiles por obra de los más fuertes y brutales; y menos aún se podrían establecer en masa los acuerdos entre las diversas localidades y los intercambios entre las distintas corporaciones de productores.


Sería necesario, por lo tanto, proveer a ello por medio de deliberaciones realizadas en asambleas populares por grupos e individuos que se ofrezcan voluntariamente o a los que se designe en forma regular. Ahora bien, si existe un número restringido de individuos que por el largo hábito son considerados jefes de los sindicatos, y existen secretarios permanentes y organizadores oficiales, serán ellos los que se encontrarán automáticamente encargados de organizar la revolución, y tenderán a considerar como intrusos e irresponsables a los que quieran, tomar iniciativas independientes de ellos, y desearán, aunque sea con las mejores intenciones, imponer su voluntad, incluso con la fuerza. Entonces el régimen sindicalista se transformaría pronto en la misma mentira y la misma tiranía en que se transformó la así llamada dictadura del proletariado. El remedio contra este peligro y la condición para que la revolución resulte verdaderamente emancipadora residen en formar un gran número de individuos capaces de iniciativa y de tareas prácticas, en habituar a las masas a no abandonar la causa de todos en manos de cualquiera y a delegar, cuando la delegación es necesaria, sólo para cargos determinados y por tiempo limitado. Y para crear tal situación y tal espíritu el medio más eficaz es el sindicato, si está organizado y manejado con métodos verdaderamente libertarios.


La Unión de los trabajadores nació de la necesidad de proveer a las carencias actuales, del deseo de mejorar las propias condiciones y de defenderse contra los posibles empeoramientos; nació el sindicato obrero, que es la unión de quienes, privados de los medios de trabajo y obligados por lo tanto para vivir a dejarse explotar por quien posee esos medios, buscan en la solidaridad con sus compañeros de pena la fuerza necesaria para luchar contra los explotadores. Y en este terreno de la lucha económica, es decir, de la lucha contra la explotación capitalista, habría sido posible y fácil llegar a la unidad de la clase de los proletarios contra la clase de los propietarios. Pero ocurre que los partidos políticos, que por lo demás han sido a menudo los que originaron y animaron en un principio el movimiento sindical, quisieron servirse de las asociaciones obreras como campo de reclutamiento y como instrumentos para sus fines especiales, de revolución o de conservación social. De ahí las divisiones entre la clase obrera organizada en diversos agrupamientos bajo la inspiración de los distintos partidos. De ahí el propósito de quienes quieren la unidad y tratan de sustraer a los sindicatos de la tutela de los partidos políticos.


Sin embargo, en este afirmado propósito de sustraerse a la influencia de los partidos políticos, de “excluir la política de los sindicatos”, se esconde un equívoco y una mentira. Si por política se entiende lo que respecta a la organización de las relaciones humanas y, más especialmente, las relaciones libres o forzadas entre ciudadanos y la existencia o no de un “gobierno” que asuma en sí los poderes públicos y se sirva de la fuerza social para imponer la propia voluntad y defender los intereses de sí mismo y de la clase de que emana, es evidente que esa política entra en todas las manifestaciones de la vida social, y que una organización obrera no puede ser realmente independiente de los partidos, salvo transformándose ella misma en un partido.


Es por lo tanto vano esperar, y para mí estaría mal desear, que se excluya a la política de los sindicatos, puesto que toda cuestión económica de alguna importancia se transforma automáticamente en una cuestión política, y es en el terreno político, es decir con la lucha entre gobernantes y gobernados, donde se deberá resolver en definitiva la cuestión de la emancipación de los trabajadores y de la libertad humana. Y es natural, y está claro, que debe ser así.


Los capitalistas suelen mantener la lucha en el terreno económico mientras los obreros exijan mejoras pequeñas y generalmente ilusorias, pero ni bien ven disminuido su beneficio y amenazada la existencia misma de sus privilegios apelan al gobierno, y si éste no se muestra suficientemente solícito y fuerte en defenderlos, como ocurrió en los recientes casos de Italia y de España, emplean sus riquezas para financiar nuevas fuerzas represivas y constituir un nuevo gobierno que pueda servirles mejor. Por lo tanto, las organizaciones obreras deben necesariamente proponerse una línea de conducta frente a la acción actual o potencial de los gobiernos.


Se puede aceptar el orden constituido, reconocer la legitimidad del privilegio económico o del gobierno que lo defiende, o contentarse con maniobrar entre las diversas fracciones burguesas para obtener alguna mejora, como ocurre en las grandes organizaciones no animadas por un elevado ideal, como la  Federación Norteamericana del Trabajo y buena parte de las Uniones inglesas, y entonces uno se transforma en la práctica en instrumento de los propios opresores y renuncia a la propia liberación de la servidumbre. Pero si se aspira a la emancipación integral, o incluso si se desean sólo mejoras definitivas que no dependan de la voluntad de los patrones y de las alternativas del mercado, no existen sino dos caminos para liberarse de la amenaza gubernativa. O apoderarse del gobierno y dirigir los poderes públicos, la fuerza de la  colectividad aferrada y coartada por los gobernantes, a la supresión del sistema capitalista; o debilitar y destruir el gobierno para dejar que los interesados, los trabajadores, todos aquellos que de alguna manera concurren con el trabajo manual e intelectual al mantenimiento de la vida social, queden en libertad para proveer a las necesidades individuales y sociales de la manera que mejor consideren, excluido el derecho y la posibilidad de imponer con la violencia la voluntad de unos sobre otros.


Ahora bien, ¿Cómo hacer para mantener la unidad cuando existen quienes desean servirse de la fuerza de la asociación para llegar al gobierno, y quienes creen que todo gobierno es necesariamente opresor y nefasto y, por lo tanto, desean encaminar esa misma asociación hacia la lucha contra toda institución autoritaria presente o futura? ¿Cómo mantener juntos a los socialdemócratas, los comunistas de Estado y los anarquistas? He aquí el problema. Problema que se puede eludir en ciertos momentos, en ocasión de una lucha concreta que reúna a todos los hombres, o por lo menos a una gran masa, en un interés y un deseo comunes, pero que resurge siempre y no es fácil de resolver mientras existan condiciones de violencia y diversidad de opinión sobre el modo de resistir a la violencia.


El método democrático, es decir, el consistente en dejar que decida la mayoría y “mantener la disciplina” no decide la cuestión, porque también él es una mentira y no lo patrocinan sinceramente sino los que tienen o creen tener la mayoría. Dejando de lado el hecho de que “la mayoría” es siempre, por lo demás, la de los dirigentes y no la de la masa, cuyos deseos generalmente se ignoran o se falsifican, no se puede pretender, ni siquiera desear, que quien está profundamente convencido de que la mayoría sigue un camino desastroso, sacrifique sus propias convicciones y asista pasivamente o, peor aún, aporte su ayuda a lo que considera un mal.


La afirmación de que hay que dejar hacer y tratar de conquistar a su vez el consenso de la mayoría, se parece al sistema que se utiliza entre los militares: “sufra la pena y luego reclame”, y es un sistema inaceptable cuando lo que hoy se hace destruye la posibilidad de proceder mañana de otra manera.


Hay cuestiones en las cuales conviene adaptarse a la voluntad de la mayoría porque el daño de la división sería mayor que el que derivaría de un determinado error; hay circunstancias en que la disciplina se vuelve un deber porque el faltar a ella sería faltar a la solidaridad entre los oprimidos y significaría traición frente al enemigo. Pero cuando uno está convencido de que la organización toma un camino que compromete el porvenir y hace difícil remediar el mal producido, entonces es un deber rebelarse y oponerse, aun a riesgo de provocar una escisión.


Pero entonces, ¿Cuál es la vía de salida de estas dificultades, y cuál es la conducta que deberían seguir los anarquistas en esta cuestión? Para mí el remedio sería: entendimiento general y solidaridad en las luchas puramente económicas; autonomía completa de los individuos y de los diversos  agrupamientos en las luchas políticas. Pero ¿Es posible ver a tiempo dónde la lucha económica se transforma en lucha política? Y ¿hay luchas económicas importantes que la intervención del gobierno no vuelva políticas desde el principio? De todos modos, nosotros los anarquistas deberíamos llevar nuestra actividad a todas las organizaciones para predicar en ellas la unión entre todos los trabajadores, la descentralización, la libertad de iniciativa, en el cuadro común de la solidaridad contra los patrones.


Y no debemos dar mucha importancia al hecho de que la manía de centralización y autoritarismo de uno, y la intolerancia de otro a toda disciplina, incluso la razonable, lleve a nuevos fraccionamientos, pues si la organización de los trabajadores es una necesidad primordial para las luchas de hoy y para la realización de mañana, no tiene gran importancia la existencia y la duración de esta o aquella determinada organización. Lo esencial es que se desarrolle el espíritu de organización, el sentimiento de solidaridad, la convicción de la necesidad de cooperar fraternalmente para combatir a los opresores y realizar una sociedad en la que todos podamos gozar de una vida verdaderamente humana.

Errico Malatesta

Los fines y los medios - Errico Malatesta


El texto a continuación fue elaborado a partir de diversos artículos de Errico Malatesta publicados en la prensa anarquista a principios de siglo pasado, y corresponde a un fragmento del capítulo II del libro Malatesta, pensamiento y acción revolucionarios a cargo del compilador Vernon Richards. Para más información, referencias y citas pueden consultar el libro haciendo clic aquí  

El fin justifica los medios. Se ha execrado mucho esta máxima, pero en realidad es la guía universal de la conducta. Sin embargo, sería mejor decir: cada fin requiere sus medios, puesto que la moral hay que buscarla en el fin; el medio es fatal. Establecido el fin al que se desea llegar, por voluntad o por necesidad, el gran problema de la vida consiste en encontrar el medio que, según las circunstancias, conduzca con mayor seguridad y del modo más económico al fin prefijado. De la manera en que se resuelva este problema depende, en la medida en que puede depender de la voluntad humana, que un hombre o un partido logre o no su fin, que sea útil a su causa o sirva sin quererlo a la causa enemiga.

Haber encontrado el buen medio: en esto reside todo el secreto de los grandes hombres y de los grandes partidos que dejaron sus huellas en la historia. El fin de los jesuitas es, para los místicos, la gloria de Dios; para los otros es la potencia de la Compañía. Los jesuitas deben entonces esforzarse por embrutecer a las masas, aterrorizarlas y someterlas. El fin de los jacobinos y de todos los partidos autoritarios que se creen dueños de la verdad absoluta es imponer las propias ideas a la masa de los profanos. Ellos deben por lo tanto esforzarse por apoderarse del poder, someter a las masas y constreñir a la humanidad en el lecho de Procusto de sus concepciones.

En cuanto a nosotros, la cosa es distinta: como nuestro fin es muy diferente, también deben serlo nuestros medios.

Nosotros no luchamos para llegar a ocupar el lugar de los explotadores y de los opresores de hoy, ni siquiera por el triunfo de una abstracción vacía. No somos de ninguna manera como aquel patriota italiano que decía: “¡Qué importa que todos los italianos mueran de hambre siempre que Italia sea grande y gloriosa!”; ni siquiera como aquel compañero que confesaba que le era indiferente que se masacraran las tres cuartas partes de los hombres, siempre que la humanidad fuese libre y feliz.

Según nosotros, todo lo que está dirigido a destruir la opresión económica y política, todo lo que sirve para elevar el nivel moral e intelectual de los hombres, para darles la conciencia de sus propios derechos y de sus propias fuerzas y para persuadirlos de que defiendan ellos mismos sus propios intereses, todo lo que provoca el odio contra la opresión y suscita el amor entre los hombres, nos acerca a nuestra finalidad y por lo tanto es un bien, sujeto solamente a un cálculo cuantitativo para obtener con determinadas fuerzas el máximo de efecto útil. Y es por el contrario un mal porque está en contradicción con nuestra finalidad, todo lo que tienda a conservar el Estado actual, todo lo que tienda a sacrificar, contra su voluntad, a un hombre al triunfo de un principio. 

Deseamos el triunfo de la libertad y del amor. Pero ¿deberemos por esto renunciar al empleo de los medios violentos?. De ninguna manera. Nuestros medios son los que las circunstancias nos permiten e imponen. Por cierto, no querríamos arrancar un cabello a nadie; desearíamos enjugar todas las lágrimas sin hacer verter ninguna. Pero es forzoso luchar en el mundo tal como el mundo es, so pena de no ser más que soñadores estériles. 

Vendrá un día –lo creemos firmemente– en el cual será posible hacer el bien de los hombres sin dañarse ni a sí mismo ni a los demás; pero hoy esto es imposible. Aun el más puro y dulce de los mártires, el que se hiciera arrastrar al patíbulo por el triunfo del bien sin ofrecer resistencia, bendiciendo a sus perseguidores como el Cristo de la leyenda, incluso ése haría mal. Aparte del mal que se haría a sí mismo, que no obstante no es cosa despreciable, haría verter lágrimas a todos los que lo amaran.

Se trata por lo tanto siempre, en todos los actos de la vida, de elegir el mínimo mal, de tratar de hacer el menor mal logrando la mayor suma de bien posible. Evidentemente la revolución producirá muchas desgracias, muchos sufrimientos; pero aunque produjese cien veces más que los que produce, sería siempre una bendición si se la compara con los dolores que causa hoy la mala constitución de la sociedad.

Hay, y ha habido siempre en todas las luchas político–sociales, dos clases de personas que embotan y aletargan las fuerzas. Existen los que encuentran que nunca se ha llegado a una madurez suficiente, que se pretende demasiado, que hay que esperar y contentarse con avanzar poco a poco, a fuerza de pequeñas e insignificantes reformas... que se obtienen y se pierden periódicamente sin resolver nunca nada. Y están los que simulan desprecio por las cosas pequeñas, y piden que nadie se mueva sino para obtener el todo y que, al proponer cosas quizá bellísimas pero imposibles de realizar por falta de fuerzas, impiden, o tratan de impedir, que se haga por lo menos lo poco que se puede hacer.

Para nosotros la importancia mayor no reside en lo que se consigue, pues el conseguir todo lo que queremos, es decir, la anarquía aceptada y practicada por todos, no es cosa de un día ni un simple acto insurreccional. Lo importante es el método con el cual se consigue lo poco o lo mucho.

Si para obtener un mejoramiento en la situación se renuncia al propio programa integral y se cesa de propagarlo y de combatir por él, y se induce a las masas a confiar en las leyes y en la buena voluntad de los gobernantes, más bien que en su acción directa, si se sofoca el espíritu revolucionario, si se cesa de provocar el descontento y la resistencia, entonces todas las ventajas resultarán engañosas y efímeras y en todos los casos cerrarán los caminos del porvenir. Pero si en cambio no se olvida el propósito final que uno persigue, si se suscitan las fuerzas populares, si se provoca la acción directa y la insurrección, aunque se consiga poco por el momento se habrá dado siempre un paso adelante en la preparación moral de las masas y en la realización de condiciones objetivas más favorables.

Lo óptimo, dice el proverbio, es enemigo de lo bueno: hágase como se pueda, si no se puede hacer como se querría, pero hágase algo.

Otra dañina afirmación, que en muchas personas es sincera pero en otras constituye una excusa, es la de que el ambiente social actual no permite una actitud moral, y, por consiguiente, es inútil realizar esfuerzos que no pueden lograr éxito y es mejor extraer lo más que se pueda para sí mismo de las circunstancias presentes, sin preocuparse por los demás, salvo de cambiar de vida cuando cambie la organización social. Por cierto todo anarquista, todo socialista comprende las fatalidades económicas que hoy limitan al hombre, y todo buen observador ve que es impotente la rebelión personal contra la fuerza prepotente del ambiente social. Pero es igualmente cierto que sin la rebelión del individuo, que se asocia con los otros individuos rebeldes para resistir al ambiente y tratar de transformarlo, este ambiente no cambiaría nunca.

Todos nosotros, sin excepción, nos vemos obligados a vivir más o menos en contradicción con nuestros ideales, pero somos socialistas y anarquistas porque sufrimos esta contradicción, y en la medida en que la sufrimos y tratamos de reducirla al mínimo posible. El día en que llegásemos a adaptarnos al ambiente, se nos pasaría naturalmente el deseo de transformarlo y nos convertiríamos en simples burgueses: burgueses quizá sin dinero, pero no por ello menos burgueses en los actos y en las intenciones.

Errico Malatesta