lunes, 28 de septiembre de 2015

La descomposición de los Estados - Piotr Kropotkin

La situación económica de Europa se resume en dos palabras; caos industrial y comercial y quiebra de la producción capitalista. La situación política se caracteriza por lo siguiente: descomposición galopante y próxima bancarrota de los Estados.

Recorredlos todos, desde la autocrática Rusia hasta la oligarquía burguesa de Suiza, y no hallaréis ni uno siquiera que no vaya a pasos de gigante hacia su descomposición y por consecuencia a la revolución. Viejos impotentes, sin fuerza en su base para sostenerse, roídos por enfermedades constitucionales, incapaces de asimilarse la multitud de ideas nuevas, derrochan las escasas fuerzas que les restan, viven artificialmente y aceleran más su caída, arañándose como viejas gruñonas.

Una enfermedad incurable les amenaza a todos: la vejez senil, la decrepitud. El Estado, esta organización que deja en poder de unos cuantos los asuntos de todos, es una forma de organización humana que ha dado de sí cuanto tenía, y por eso la humanidad intenta nuevas formas de agrupación.

Luego de haber llegado a su apogeo en el siglo diez y ocho, los viejos Estados de Europa han entrado ya en la fase del descenso. Los pueblos, sobre todo los de raza latina, aspiran a la destrucción de ese poder que no sirve más que para cohibir su libre desenvolvimiento. Quieren la autonomía de las provincias, de los municipios, la asociación entre sí de los grupos obreros, supresión de poderes que impongan, establecimiento de lazos de apoyo mutuo y libre acuerdo. Tal es 'la fase histórica en que entramos, y nada puede impedir su realización.

Si las clases directoras tuvieran el sentimiento de su conservación se darían prisa en ponerse al frente de estas aspiraciones; pero envejecidas con la tradición, sin otro culto que el de la bolsa, se oponen con todas sus fuerzas al progreso de las nuevas ideas, y ese procedimiento nos lleva fatalmente hacia una conmoción violenta. Las aspiraciones humanas se abrirán paso, aunque para ello la metralla y el incendio hayan de hacer funciones importantes en la lucha.
Cuando después de la caída de las instituciones en la Edad Media, los Estados nacientes hacían su aparición en Europa, y se afirmaban y engrandecían por la conquista, por la astucia y el asesinato, sus funciones se reducían a un pequeño círculo de los negocios humanos.

Hoy el Estado ha llegado a inmiscuirse en todas las manifestaciones de nuestra vida; desde la cuna a la tumba nos tritura con su peso. Unas veces el Estado central, otras el de la provincia, otras el municipio; un poder nos persigue a cada paso, se nos aparece al volver de cada esquina y nos vigila, nos impone, nos esclaviza. Legisla sobre todos nuestros actos, y amontona tal cúmulo de leyes que confunden al más listo de los abogados. Crea cada día nuevos engranajes que adapta zurdamente a la vieja guimbarda recompuesta, llegando a construir una máquina tan complicada, bastarda y obstructiva, que subleva a los mismos encargados de hacerla funcionar.

El Estado crea además un ejército de empleados, arañas con largas uñas que no conocen del universo más que lo visto a través de los sucios cristales de la oficina o lo contenido en los textos absurdos que llenan el papelote de los archivos; multitud estúpida que no tiene otra religión que el dinero, ni más preocupación que la de pegarse a un partido cualquiera, negro, azul o blanco, que le garantice un máximum de sueldo por un mínimum de trabajo.

Los resultados nos son por desgracia harto conocidos. ¿Hay una sola rama de la actividad del Estado que no indigne a quien tenga algo que ver con ella? ¿Hay un solo ramo en el que el Estado, luego de muchos siglos de existencia de reformas, no de pruebas evidentes de completa incapacidad?

Las sumas inmensas que el Estado arranca a los pueblos, a pesar de ser mayores cada día, no son nunca suficientes. El Estado vive siempre a cargo de las futuras generaciones; se llena de deudas y marcha por todos lados a la ruina.
La deuda pública de los Estados de Europa alcanza la suma fabulosa, increíble, de más de cien mil millones de millones de francos. Si todos los ingresos de los Estados se destinaran íntegramente a cubrir esta deuda, necesitarían para ello nada menos que veinte años. Pero lejos de disminuir, estas deudas aumentan de día en día. Por la fuerza natural de las cosas, las necesidades de los Estados son mayores que los medios de que disponen; es preciso que cubran sus atribuciones, y por eso cada partido que sube al poder viene obligado a crear nuevos empleos para sus clientes: esto es fatal.

Por consecuencia, el déficit y la deuda pública van cada día en aumento hasta en tiempo de paz. En tiempo de guerra la deuda aumenta de un modo increíble; y la cosa no tiene remedio; imposible salir del atolladero. Los Estados marchan a toda máquina hacia la ruina, hacia la bancarrota. El día que los pueblos, hartos de pagar cuatro millones de intereses anuales a los banqueros, declaren la quiebra de los Estados, está mucho más próximo de lo que parece.

Decir «Estado» es lo mismo que decir «guerra». El Estado procura ser fuerte, más fuerte que sus vecinos, si no se convierte en juguete de ellos. Procura además, debilitar y empobrecer los otros Estados para imponerles su ley y su política, y para enriquecerse en detrimento de ellos. La lucha por la preponderancia, que es la base de la organización económica burguesa, es también base de la organización política. Por esto la guerra es hoy condición normal en Europa. Guerras pruso-dinamarquesa, pruso-austríaca, franco-prusiana; guerra de Oriente, guerra continua en Afganistán. Nuevas guerras se preparan: Rusia, Inglaterra, Alemania, Francia, etc., están próximas a lanzarse sus ejércitos. Actualmente hay motivos de guerras para treinta años.

La guerra es, pues, la perdición, la crisis, el aumento en los impuestos, el amontonamiento de deudas. Es más; cada guerra es un fracaso moral para los Estados. Luego de terminar la lucha los pueblos se dan cuenta que el Estado da pruebas de incapacidad, hasta en sus principales atribuciones. No sabe organizar la defensa del territorio, y hasta victorioso fracasa. Fijémonos, si no, en la fermentación de ideas que nació de la guerra de 1871, lo mismo en Alemania que en Francia, o en el descontento general en Rusia luego de la guerra de Oriente.

Las guerras y los ejércitos matan los Estados, aceleran su bancarrota moral y económica. Una o dos grandes guerras más y darán el golpe de gracia a esas viejas máquinas.

Al lado de la guerra exterior está la interior. 

El Estado, aceptado por los pueblos con la condición de ser el defensor de los débiles contra los fuertes, se ha convertido hoy en fortaleza de los ricos contra los explotados, del propietario contra los proletarios.

¿Para qué sirve esta inmensa máquina que llamamos Estado? ¿Es para impedir la explotación del obrero por el capitalista, del campesino por el rentista? ¿Es para facilitar y asegurar el trabajo, para defendernos contra el usurero, para suministrarnos alimentos cuando la esposa amada no tiene más que agua para calmar el hambre del niño que llora agarrado a su exhausto seno? No, y mil veces no. El Estado protege la explotación, la especulación y la propiedad privada, producto del robo. El proletario que no tiene otra fortuna que sus brazos, no puede esperar nada del Estado si no es una organización fundada para impedir su emancipación.

Todo para el propietario holgazán; todo contra el proletario trabajador; la instrucción burguesa que desde la más tierna edad corrompe la infancia, inculcándola prejuicios de esclavitud; la Iglesia que confunde el cerebro de la mujer; la ley que impide la difusión de ideas de solidaridad e igualdad; el dinero, que sirve a veces para corromper a los que se hacen apóstoles de la solidaridad de los trabajadores; la cárcel y la metralla a discreción para reducir a silencio a quien no se deja corromper. He ahí la misión del Estado.

¿Durará mucho lo existente? ¿Puede prolongarse esta situación? No; por cierto. Una clase entera de la sociedad, la que todo lo produce, no puede continuar sosteniendo por más tiempo una organización establecida especialmente contra ella. Por todas partes, bajo la brutalidad autocrática como bajo la hipocresía gambettista, el pueblo descontento se subleva. La historia de nuestros días es la historia de los gobiernos privilegiados contra las aspiraciones igualitarias del pueblo. Esta lucha constituye la principal preocupación de los gobernantes, e influidos por ella dictan todos sus actos. Ya no es por principios, por consideraciones de bien público por lo que actualmente se fabrican leyes u obran los gobiernos, sino para combatir al pueblo, para conservar privilegios.

Sólo esta lucha sería suficiente para derribar la más fuerte organización política. Pero, cuando esta lucha se opera en los Estados que van arrastrados por la fatalidad histórica hacia la decadencia; cuando estos Estados corren vertiginosamente a la ruina, y más aun destruyéndose entre sí como se destruyen; cuando en fin el Estado todopoderoso se hace odiar hasta por aquellos a quien protege, cuando tantas causas concurren hacia un punto único, el resultado de la lucha no puede ponerse en duda. El pueblo que tiene la fuerza derrotará a sus opresores; la caída de los Estados es ya cuestión de poco tiempo relativamente, y la más tranquila filosofía dibuja ya en el horizonte el incendio de una gran revolución que se anuncia.


Piotr Kropotkin 






jueves, 10 de septiembre de 2015

La guerra - Piotr Kropotkin

Triste es el espectáculo que ofrece Europa en este momento, pero edificante al mismo tiempo. De un lado un movimiento extraordinario de diplomáticos y cortesanos que se aumenta visiblemente en cuanto el viejo continente empieza a oler a pólvora. Se hacen y deshacen alianzas: se regatea, se vende el rebaño humano para asegurarse de los aliados: «Tantos millones de cabezas garantiza esta clase a la vuestra; tantas hectáreas como cebo; tantos puertos para exportar sus lanas», y se esfuerzan para engañarse, en el mercado como vulgares mercachifles: a esto se llama, en la jerga política, diplomacia.

De otro lado armamentos y más armamentos. Cada día se hacen nuevos descubrimientos para mejor matar a nuestros semejantes, nuevos gastos, nuevos empréstitos, nuevos impuestos. Fomentar el patriotismo haciendo a los hombres rabiosos chauvinistas, es la labor más política y lucrativa del periodismo. Ni los niños siquiera están libres de tal furor: se forman batallones de criaturas, se les educa en el odio a los extranjeros; se les impone la obediencia ciega a los gobiernos del momento, sean azules, blancos o negros, y cuando llegan a los veinte años, se les cargará como a burros de cartuchos, utensilios, provisiones y un fusil; se les enseñará a marchar al sonido de tambores y trompetas; a degollar, como bestias feroces a derecha e izquierda, sin preguntarse jamás el por qué ni con qué objeto: hay gente delante, muertos de hambre, alemanes, franceses o españoles, es igual; se rebelan, gritan; son nuestros hermanos, no importa. Suena el clarín y matan. He ahí a lo que conduce la sabiduría de nuestros gobiernos y educadores; he ahí todo lo que han sabido darnos como ideal precisamente en una época en que todos los desheredados del mundo se abrazan fraternalmente por encima de todas las fronteras.

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¡Ah! Bárbaros, no habéis querido el socialismo y tendréis la guerra. «Guerra de treinta, de cuarenta, de cincuenta años», decía Herzen después de 1848, y, en efecto, así ha sido. Si el cañón cesa de tronar aquí, es para tomar nuevos alientos y empezar más fuerte en otra parte, mientras que la guerra europea, la horrible revuelta de los pueblos nos amenaza, desde hace muchos años, sin que sepamos por qué nos batiremos, con quién ni contra quién, en nombre de qué principios, ni con qué interés.

En otros tiempos, si había guerras sabían al menos por qué se mataban. Tal rey ofendía al nuestro: «degollemos, pues, a sus súbditos.» Tal emperador quería usurpar al nuestro algunas provincias: «muramos, pues, por conservarlas para Nuestra Cristiana Majestad.» Se batían por rivalidades de reyes. La causa era estúpida, pero para tales causas apenas si se podían organizar algunos miles de hombres. ¿Por qué diablos hoy, los pueblos enteros se lanzan unos contra otros?

Los reyes ya no son motivo de guerras. Victoria ya no hace caso de los insultos que le prodigan en Francia: para vengarla los ingleses no se querellarán; pero ¿podemos afirmar que tal vez dentro de poco la guerra no estalle entre Francia e Inglaterra, por la supremacía en África, por la cuestión de Oriente o por otra causa cualquiera?

Por autócrata, malo y déspota, y por gran personaje que se imagine ser Alejandro, emperador de todas las Rusias, apuntada todas las insolencias de Chamberlain sin salir de su cubil de Gatchina, mientras que los banqueros de Petersburgo y los fabricantes de Moscou, que son los patriotas actuales, no le impongan la orden de poner en movimiento los ejércitos. Y es que en Rusia como en Inglaterra, en Alemania como en Francia, ya no se lucha por los reyes, sino por la integridad de los intereses y el aumento de la riqueza de la Muy Poderosa Majestad de Rothschild, Sehucides, compañía de Auzín, y por el medro de la alta banca y la gran industria.

Las rivalidades de los reyes han sido sustituidas por la lucha entre las sociedades burguesas.

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Se habla todavía de «preponderancia»; pero traducid esta entidad metafísica en hechos materiales, examinad cómo la preponderancia política de Alemania, por ejemplo, se manifiesta en este momento, y veréis que se trata simplemente de preponderancia económica en los mercados internacionales. Lo que Alemania, Francia, Rusia, Inglaterra y Austria desean conquistar actualmente, no es la dominación militar, sino la dominación económica. Es el derecho de imponer sus mercancías, sus tarifas de aduanas a las naciones vecinas; el derecho de explotar los pueblos atrasados en industria; el privilegio de construir caminos de hierro, donde no los hay, para convertirse con tal pretexto en amos de los mercados: el derecho, en fin, de usurpar de tiempo en tiempo algún puerto para activar el comercio o alguna provincia para llevar el sobrante del mercado.

Cuando nos declaramos actualmente en guerra, es para asegurar a nuestros grandes industriales un treinta por ciento de beneficio, a los barones financieros la dominación de la Bolsa, a los accionistas de caminos de hierro y de las minas una renta de cientos de miles de francos. Tan cierto es esto, que si fuéramos un poco consecuentes con nuestro procedimiento, reemplazaríamos las aves de rapiña de nuestras banderas por el becerro de oro, y los viejos emblemas por un saco de escudos. Los nombres de los regimientos, bautizados en otro tiempo con nombres de príncipes de sangre, debiéramos ponerles nombres de príncipes de la industria, denominándolos regimiento infantería de Sehucides, de Auzín, de Rothschild; así sabríamos al menos por qué nos matábamos.

Abrir nuevos mercados, imponer sus mercancías buenas o malas: he ahí el fondo de toda política actual, europea y continental; la verdadera causa de las guerras en el siglo XIX. En el siglo pasado, Inglaterra fue la primera en inaugurar el sistema de la gran industria por la exportación. Amontonó los proletarios en las ciudades, perfeccionó los oficios, centuplicó la producción y comenzó a acumular en sus almacenes verdaderas montañas de géneros elaborados. Estos géneros, como es fácil suponer, no eran para los desgraciados que los fabricaban. Pagados como actualmente, con salarios suficientes apenas para pan, ¿cómo habían de comprar las ricas telas de algodón y lana que ellos mismos tejían? y los buques ingleses surcaban el Océano buscando compradores en el continente europeo, en Asia, en Oceanía o en América, seguros de no hallar en ningún puerto competidores. La miseria, una miseria negra como la de todos los proletarios, reinaba en todas las poblaciones; pero los fabricantes, los negociantes, se enriquecían prodigiosamente. Las riquezas traídas del extranjero se acumulaban entre las manos de un pequeño número y los economistas del continente invitaban a sus compatriotas a seguir el ejemplo.

Hacia el final del siglo pasado la Francia empezó a hacer la misma evolución y se organizaba para producir y exportar. La revolución, al traspasar el poder, atrajo hacia las ciudades los hambrientos de los campos, enriqueció a la burguesía, y determinó nuevo rumbo a la evolución económica. La burguesía inglesa, al notar este cambio, se conmovió mucho más que de las declaraciones republicanas y de la sangre derramada en París, y, secundada por la aristocracia, declaró guerra sin cuartel a sus colegas franceses, que amenazaban con cerrar los mercados europeos a los productos ingleses.

Todos conocemos el resultado de esta guerra.

La Francia fue vencida, pero se había conquistado un puesto en los mercados. Las dos burguesías, inglesa y francesa, hicieron por un momento una íntima alianza; se reconocían hermanas. Pero la Francia se esfuerza en producir para la exportación, y quiere acaparar los mercados, sin tener en cuenta que el progreso industrial se propaga de Occidente a Oriente y conquista nuevos países. La burguesía entonces procura ensanchar el círculo de sus beneficios, y soporta durante diez y ocho años a Napoleón el pequeño, esperando inútilmente que el usurpador imponga a la Europa entera su ley económica, abandonándole el día que se convence de que no es capaz de realizar tal ideal.

Una nueva nación, Alemania, admite también este régimen económico. Arranca de los campos a los hambrientos, los traslada a las ciudades, y éstas doblan el número de sus habitantes en algunos años. Organiza la producción en grande escala. Una industria formidable, armada de herramientas perfeccionadas y secundada por una instrucción técnica y científica, prodigada a discreción, amontona á su vez multitud de productos destinados, no á los productores, sino á la exportación, al enriquecimiento de los amos.

Los capitales se acumulan y buscan colocación ventajosa en Asia, en África, en Turquía, en Rusia. La Bolsa de Berlín rivaliza con la de París y aspira a dominarla.

Un grito salió entonces del seno de la burguesía alemana; unirse bajo no importa qué bandera, aunque fuera la de Prusia y aprovecharse de esta fuerza para imponer sus productos, sus tarifas, para ampararse de un buen puerto en el Báltico, en el Adriático, a ser posible. Destruir la potencia militar de Francia, que amenazaba hace treinta años con imponer la ley económica de Europa y dictarle sus tratados comerciales.

La guerra de 1870 fue la consecuencia; Francia ya no domina los mercados. Alemania intenta dominarlos actualmente; alentada por la ambición, extiende más cada día la explotación, sin preocuparse de las crisis ni de la inseguridad económica que roe su régimen. Las costas de África, los trigos Cosca, los llanos fértiles de Polonia, las estepas de Rusia, las puertas de Hungría, los frondosos valles de Rumania, todo excita la rapacidad de la burguesía alemana.

Cada vez que un negociante alemán recorre estos llanos apenas cultivados, esas poblaciones en las que la industria carece de vida y presencia el correr de las aguas hacia el mar sin aprovecharlas para fecundar los campos inmediatos, siente que el corazón se le oprime ante tan natural espectáculo. En su imaginación aparece dibujado con chillones colores los sacos de oro que sacada de todos esos elementos que tan escasos productos rinden en su estado natural y jura que un día llevará la civilización, es decir, su explotación a todos esos países, y sobre todo a los de Oriente. En espera de que esto llegue impone sus productos, sus caminos de hierro a Italia, a Austria, a Rusia. Pero estos países se emancipan poco a poco de la tutela de su vecino. Entran también lentamente en la órbita de los países industriales y su juventud burguesa no desea otra cosa que enriquecerse, exportando a su vez los artículos de sus fábricas.

En pocos años Rusia e Italia han dado un salto enorme en la extensión de sus respectivas industrias, y como sus productores, reducidos a la más horrible miseria, no pueden comprar nada, los fabricantes rusos, austríacos e italianos, elaboran también para la exportación.

Necesitan a su vez mercados, y como los de Europa están ya ocupados, se dirigen sobre Asia y África, en donde luchan ferozmente y por lo que tendrán que venir a las manos, más pronto o más tarde, por no ponerse de acuerdo sobre a quién corresponde la mayor cantidad del botín.

* * *

¿Qué alianzas podrán hacer en esta situación creada por el carácter mismo que dan a la industria los que las dirigen? La alianza de Alemania y Rusia es de pura conveniencia. Alejandro y Guillermo pueden abrazarse cuanto quieran; pero la burguesía naciente de Rusia detesta cordialmente a la alemana y ésta paga en la misma moneda. Todos recordamos por lo reciente, el grito de indignación salido de toda la prensa alemana, con rara unanimidad, cuando el gobierno ruso aumentó con un tercio los derechos de aduana sobre los géneros importados. «La guerra contra Rusia, decían los burgueses alemanes y los obreros que hacen coro en estas cuestiones, sería más popular entre nosotros que la guerra con Francia.»

La famosa alianza de Alemania y Austria, es cosa escrita sobre la arena. Las dos potencias, las dos burguesías, están muy cerca de romper con las falaces alianzas de sus gobiernos por una sencilla cuestión de tarifas. Austria y Hungría, sobre ser hermanas gemelas, están siempre en guerra, porque sus intereses son diametralmente opuestos en la explotación de los eslavos meridionales. La Francia misma se halla dividida por cuestión de tarifas.

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No habéis querido el socialismo y tendríais la guerra brutal, interminable, si la revolución no viniera a poner fin a una situación tan innoble como absurda.

Arbitraje, equilibrio, supresión de los ejércitos permanentes, desarme, no son más que hermosos sueños sin aplicación práctica posible. Sólo la revolución podrá poner fin al actual estado de cosas, poniendo los instrumentos de trabajo, las máquinas, las materias primeras y toda la riqueza social, en poder de los productores, y organizando la producción de modo que satisfaga todas las necesidades de los que trabajan. Trabajar todos para uno y uno para todos, he ahí la única condición para que la paz sea un hecho en el seno de las naciones, que la piden a gritos, pero que no puede implantarse por oponerse a ello los actuales poseedores de la riqueza social.

Piotr Kropotkin