martes, 26 de julio de 2016

AFPs, reformas, reformismo y anarquismo

El pasado domingo 24 de julio mares humanos colmaron La Alameda levantando una sola consigna: No + AFP. La capital del saqueo se vistió de tempestades anunciando un nuevo ciclo proletario de protestas. Ya no es solo por “educación gratuita y de calidad”, sino que por la supresión del régimen de las AFP, sistema de pensiones herencia del pinochetismo, profundizado por los partidos de la izquierda neoliberal. En la multitudinaria protesta que solamente en Santiago reunió a más de 300.000 personas, no faltaron columnas, grupos e individualidades anarquistas y anarcosindicalistas. En este contexto, en el seno del movimiento anarquista surgen interesantes debates: si no queremos más AFPs, ¿Qué sistema de pensiones sostener? ¿Participar y fortalecer el movimiento contra las AFPs constituye un atentado contra los principios anarquistas? ¿Si tal movimiento es reformista es una contradicción que el movimiento libertario participe en él? 

Para abordar tales cuestionamientos de una manera integral, consideramos importante dialogar a través de los matices de la terminología vinculada. Para tal efecto, usaremos y abusaremos de las palabras de Errico Malatesta y Emilio López Arango.

Para Errico Malatesta el anarquismo siempre ha sido reformista. Aclara, empero, que sería más certero calificar al anarquismo como un movimiento reformador (para distinguirlo del reformismo político vulgar). La revolución —nos explica—, en el sentido histórico de la palabra, significa la reforma radical de las instituciones, ejecutada raudamente por medio de la insurrección violenta del pueblo contra el arraigado poder y privilegio. En este sentido, el anarquismo no podría ser otra cosa que reformista. El anarquismo es revolucionario porque no quiere solamente mejorar las instituciones que existen ahora, sino destruirlas completamente, abolir todas y cada una de las formas de poder del humano sobre el humano y todo parasitismo, de todo tipo, sobre el trabajo humano. Pero la revolución no puede ocurrir a pedido. ¿Debemos, entonces, permanecer como espectadores pasivos, esperando que el momento correcto se presente?

Todo, tanto en la historia como en la naturaleza, ocurre gradualmente. Cuando una represa revienta es porque o bien la presión del agua ha crecido demasiado para que la represa siga conteniendo o por la desintegración gradual de las moléculas del material del que está hecho la represa. De igual modo, las revoluciones estallan bajo la creciente presión de aquellas fuerzas que buscan el cambio social y ese punto se alcanza cuando el gobierno existente puede ser derrocado y cuando, por procesos de presión interna las fuerzas del conservadurismo se debilitan progresivamente.

Pero nunca hemos de reconocer —y aquí es donde nuestro ‘reformismo’ difiere de aquel tipo de ‘revolucionismo’ que termina sumergido en las urnas de votación— las instituciones existentes. Hemos de llevar a cabo todas las reformas posibles en el espíritu en el que un ejército avanza siempre arrebatando en su camino el territorio ocupado por el enemigo. Y siempre hemos de permanecer hostiles a todo gobierno —ya sea monarquista como el de hoy o republicano o bolchevique, como el de mañana—.(1)

Con los anteriores párrafos, podemos reforzar la diferencia entre el carácter reformador del anarquismo y del reformismo vulgar del parlamenterismo democrático-representativo, por el otro. Más que reformista o propiciador del reformismo, el anarquismo es, para el anarquista italiano, reformador en un sentido revolucionario y libertario. Tal dirección anárquica no significa, sin embargo, el triunfo garantizado del movimiento. En efecto, cuando las clases oprimidas conforman movimientos de acciones directas por una conquista determinada, ante el temor de que tal arremetida se transforme en un movimiento que destruya los cimientos de la sociedad burguesa —o por las mismas necesidades del desarrollo del capitalismo—, tales demandas suelen verse expresadas en los códigos de las instituciones burguesas. La mayoría de las veces funcionales a los intereses de la clase dominante.

Sin embargo, exigir y construir las bases necesarias para erigir tales conquistas no es en sí mismo reformismo o revolucionario. Será lo uno o lo otro, según el medio/formas que se empleen para arribar a tal demanda (además del objetivo a concretar, por supuesto). Si se protesta mediante métodos proletarios libertarios (acción directa, protestas, asambleas, anarcosindicalismo) por el acceso a la salud o por el fin de las AFPs, no será necesariamente reformismo. Si lo hacemos presentándonos como parte de una candidatura para consignar tal medida desde las alturas del poder, sí lo será. Si nos organizamos horizontalmente en pos de mejorar nuestra seguridad, no tendría porqué ser reformismo. Si exigimos que tal seguridad sea proporcionada por las instituciones coercitivas del Estado, sí lo será.

Complejizando tales distinciones prácticas y terminológicas, Emilio López Arango nos plantea un necesario ejercicio crítico del reformismo. Para el histórico militante de la FORA, el reformismo no se expresa únicamente en los cambios que sufre la estructura jurídica del Estado, sino que también en el traspaso de las riquezas y de los privilegios detentados por una minoría. Los señores feudales y la nobleza propietaria se vieron obligados a dar cabida en su mesa a la clase burguesa, adueñada del poder político. La revolución del siglo XVIII dio un golpe de muerte al feudalismo. Mas el problema social quedó en pie con ese traspaso de poderes y de títulos de propiedad. ¿Podría el proletariado, mediante un acto de fuerza que le diera el control de la máquina capitalista, eliminar de un golpe todas las diferencias de clase y de casta? ¿No sería más probable que, aplicando el método histórico de los marxistas, creara en su seno nuevos privilegiados y nuevos gobernantes, que serían precisamente los jefes políticos o los funcionarios sindicales? (2) Así, el reformismo no solo se expresa en la política parlamentaria o de la socialdemocracia, sino que también en los sectores que propugnan la dictadura del proletariado. El reformismo no está en el hecho natural de que los obreros reclamen mejoras económicas, sino en la subordinación de la ideología socialista totalitaria a un programa que tiende a perpetuar el régimen del salariado.(3)

Además de las tácticas socialistas democráticas y de los marxistas dictatoriales, para López Arango el reformismo también se expresa en los sectores sindicalistas apolíticos o en compañeros que abogan por prácticas "libres de dogmatismos". Tales posturas, al rechazar sistemáticamente todo compromiso con un “dogma”, dejan sentado el concepto fatalista del marxismo, pues confían al desarrollo industrial de las naciones y a la prevalencia cada vez más absorbente del capitalismo, la tarea de crear en los pueblos y en los individuos las aptitudes necesarias para preparar y realizar la revolución.(4) Tal actitud de los sindicalistas apolíticos o de compañeros que se dejan llevar por los movimientos sin un análisis teórico anarquista de las condiciones existentes, pueden ser arrastrados con mayor facilidad por el devenir de la ideología dominante. Si en la autogestión obrera no se incorpora integralmente el anarquismo —nos advierte Murray Bookchin—, la gestión tiende a prevalecer sobre el auto (de sí, para sí); la administración tiende a asumir el control sobre la autonomía del individuo. Gracias a la influencia ejercida por los valores tecnocráticos sobre el pensamiento del hombre, la individualidad —que reviste una importancia fundamental en la concepción libertaria de la organización de la vida en todos sus aspectos—, tiende a ser sustituida, con un juego sutil pero inexorable, por las virtudes de eficaces estrategias administrativas. Como consecuencia, se va promoviendo la autogestión no tanto con finalidad libertaria cuanto por metas funcionales, y esto ocurre incluso en los sindicalistas más comprometidos. (5)

Volviendo con López Arango, cabe destacar que considera que sería un gran error sostener que todas las conquistas del proletariado son estériles y que no representan nada en la marca del progreso. ¿Acaso es lo mismo —arguye nuestro autor— trabajar diez o doce horas que limitar a ocho o seis la jornada de trabajo? (...) Rechazar ese positivo mejoramiento en las condiciones materiales del asalariado con el argumento de que perdura el sistema capitalista aunque la jornada de trabajo se reduzcan a cuatro o dos horas, supone tanto como defender la teoría de la miseria como factor de la revolución. Por otra parte, ¿es posible eludir el esfuerzo que reclama la lucha cotidiana contra la explotación capitalista, conservando todas las energías para dar el golpe de gracia al capitalismo cuando se agote la paciencia de los trabajadores? ¿Se puede acumular en alguna parte la energía que se pierde en la espera del gran acontecimiento? ¿O es que la inercia constituye un caudal de fuerzas ignoradas que se concentran en algún punto de la tierra y que explosionan al mágico conjuro de un genio desconocido por los hombres?

La realidad nos demuestra que toda conquista fundamental está condicionada por conquistas parciales. No se puede llegar a la revolución social de un salto sobre el infinito sin partir de un punto dado y seguir una determinada trayectoria de esfuerzos y realizaciones. Un programa total anarquista, que no extrae ninguna experiencia del presente que no se manifiesta en ningún propósito actual termina siendo una negación y defender la tesis empírica de “todo o nada” equivale a negar la posibilidad de que los trabajadores realicen por sí mismos su emancipación económica y social.(6)


N&A





5- La autogestión, si no existen individuos capaces de gestionarse autónomamente, corre el riesgo de transformarse en cualquier cosa que sea exactamente su opuesto: una jerarquía basada en la obediencia y el mandato. La abolición de las clases no compromete mínimamente la existencia de estas relaciones jerárquicas. Estas pueden subsistir en el interior de la familia, entre los sexos y entre los diferentes grupos de edad, entre los grupos étnicos y en el interior de los organismos burocráticos, lo mismo que en los grupos sociales administrativos que pretenden realizar la política de una organización o de una sociedad libertaria. (Autogestión y nueva tecnología: la imaginación contra la máquina - Murray Bookchin) 



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