Malatesta siempre se caracterizó por su producción literaria de carácter didáctico, el uso que hace del diálogo entre ficticios personajes que podrían ser perfectamente reales provoca que el lector se sienta rápidamente identificado con el mensaje. Este estilo lo muestra en tres de sus más famosas obras: “Entre campesinos”, “En el café” y la presente obra (...)
Yeray Campos.
Luis.- ¡Buen vino es éste, amigo!
Carlos.- Psch, no es malo... pero sí es caro.
Luis.- ¿Caro? ¡Seguramente! Con tanto impuesto y con tantas
contribuciones como se pagan al gobierno y al municipio, el litro viene a
costar el doble de lo debido. ¡Y si fuese tan solo el vino! El pan, la carne,
la casa todo cuesta un ojo de la cara; y si el trabajo falta no se puede pagar
ni aún lo más necesario. En fin, que no hay modo de poder vivir.
Sin embargo todo el mal viene de nosotros mismos. Si
nosotros quisiéramos, todo se podría remediar. Precisamente, ahora es la
ocasión para poner manos a la obra.
Carlos.- ¿Sí? Veamos, veamos cómo.
Luis.- Es una cosa muy sencilla. ¿Eres elector?
Carlos.- Sí lo soy; pero como si no lo fuera, porque no he
de votar.
Luis.- He ahí el mal. ¡Y después nos lamentamos! ¿No
comprendes que tú mismo eres tu propio asesino y el de tu familia? Tú eres uno
de tantos que por su indolencia y su rebajamiento merecen la miseria en que
yacen. Y todavía es poco. Tú...
Carlos.- Bueno, bueno, no te sobresaltes. A mí me gusta
razonar y no quiero más que ser convencido. ¿Pero qué conseguiría si fuese a
votar?
Luis.- ¡Cómo! ¿Qué necesidad hay de razonar tanto? ¿Quiénes
hacen las leyes? ¿No son los diputados y los ministros? Así pues, si eligiéramos
buenos diputados y buenos concejales, habría buenos ministros y buenos
municipios y, en consecuencia, serían mejores las leyes, se rebajarían las
contribuciones, se suprimirían impuestos tan odiosos como el de consumo, sería
protegido el trabajo y, por ende, la miseria en que vivimos no sería tan
espantosa.
Carlos.- ¡Buenos diputados, buenos ministros y buenos
concejales! ¡Bonito canto de sirena! Se necesita estar sordo y ciego para no
comprender que todos son lo mismo. Como tú, hablan todos los que tienen
necesidad de ser elegidos. Todos buenos, todos democráticos; nos pasan la mano por el lomo, llaman a
nuestras compañeras para saludarlas, a nuestros niños para besarlos; nos
prometen ferrocarriles, puentes, agua potable, trabajo, pan a buen precio,
protección del Estado... todo lo que se quiera. Y después, si te he visto no me
acuerdo. Una vez elegidos, adiós promesas. Nuestras compañeras y nuestros hijos
pueden morirse de hambre; nuestro país puede verse asolado por las fiebres y
toda clase de calamidades; el trabajo se paraliza y pan falta para la mayor
parte, y el hambre, la miseria, hacen estragos por doquier. ¡Pero qué! El
diputado no se ocupa para nada de nuestros desastres. Para estas cosas está la policía.
Para otro año se reanudará la burla. Por el momento, pasada la fiesta, engañado
el santo. ¿Y sabes? El partido político, el color político, nada importa;
todos. todos son iguales. La única diferencia es que los unos se nos presentan
cínicamente como son, mientras que los otros nos llevan con su charla adonde
quieren, haciéndose pagar banquetes y otras zarandajas.
Luis.- Perfectamente; mas. ¿por qué elegir a los burgueses?
¿No sabes que los burgueses viven del trabajo de los demás? ¿Y cómo quieres que
piensen en hacer el bien del pueblo? Si el pueblo fuera libre, se habría
concluido la cucaña política para esos caballeros del bien vivir. Verdad es que
si quisieran trabajar estarían aún mejor, pero esto no lo entienden; no piensan
más que en sacar cuanto pueden la sangre del pobre pueblo.
Carlos.- ¡Oh! Ahora sí que empiezas a hablar bien. Solamente
los burgueses o los que quieren ser diputados para llegar a ser burgueses, se
ocupan de los burgueses.
Luis.- Pues bien, evitemos esto. Nombremos diputados a los
amigos probados, consecuentes, diputados populares, y así estaremos seguros de
no ser engañados.
Carlos.- ¡Eh, alto! No hay tantos de esos amigos probados.
Pero ya que eres curioso nombremos, nombremos esos diputados ¡como si tú y yo
pudiéramos nombrar a quien mejor nos pareciera!
Luis.- ¿Tú y yo? No se trata únicamente de nosotros dos. Es
cierto, ciertísimo, que nosotros dos nada podemos hacer; pero si cualquiera de
nosotros se esforzase por convertir a los demás, y éstos procedieran como
nosotros, pronto contaríamos con la mayoría de los electores y podríamos elegir
el diputado que mejor nos pareciera. Y si lo que nosotros hiciéramos aquí lo
hicieran en los demás colegios electorales, llegaríamos a tener de nuestra
parte la mayoría del parlamento y entonces...
Carlos.- Y entonces vuelta a la cucaña política para los que
fueran al parlamento... ¿no es verdad?
Luis.- Pero...
Carlos.- ¿Pero me tomas como cosa de juego? ¡Qué mal vas! No
parece sino que ya cuentas con la mayoría y todo lo arreglas a tu antojo.
La mayoría, amigo, la tienen los que mandan, la tienen
siempre los ricos. Ahí tienes un pobre diablo, un labrador con su mujer enferma
y cinco hijos chiquitillos; anda y persuádele de que debe sufrir los rigores de
la miseria, de que debe consentir en verse en medio de la vía pública como un
perro vagabundo, no sólo él sino también los suyos, por el placer de dar el
voto a quien no sea del gusto del burgués. Anda y convence a todos los que el
burgués puede hacer morir de hambre cuando le plazca.
Desengáñate: el pobre nunca es libre; y por tanto no sabría
por quién votar. Y si supiera y pudiera, aún tendría necesidad de votar a sus
señores. Así tendrían éstos lo que desean, y buenas noches.
Lo mismo en el campo que en la ciudad, el trabajador es
esclavo del que manda o del que más tiene. En nuestros villorrios, en nuestras
aldeas, en los más reducidos lugares, el cacique es dueño y señor de todos los
electores. Un simple alcalde de barrio tiene más poder en una aldea que un
banquero en la ciudad. La sola presencia de un representante de la tiranía, se
lleva por delante a todos los electores habidos y por haber.
Por desgracia, nuestros compañeros del campo se ven
obligados a votar por quien manda el cacique, o el alcalde, o el que les presta
a un interés usurario algún dinero.
En las poblaciones grandes o pequeñas, el obrero industrial
está totalmente supeditado al fabricante, al maestro; y cuando no al médico, o
al abogado, al notario, al casero, hasta al tendero de aceite y vinagre. Ve y
diles que voten, y contestarán que desgraciadamente han de votar, quieran o no,
por quien les manden.
¡Pobre del que se atreve a tener opiniones propias!
Luis.- Sin duda la cosa no es fácil. Se necesita trabajar,
propagar para hacer comprender al pueblo cuáles son sus derechos y animarle a
afrontar la ira de los burgueses. Necesitamos unirnos, organizarnos para
impedir a los burgueses que coarten la libertad de los trabajadores, arrojándoles a la
calle cuando no siguen sus consejos.
Carlos.- ¿Y todo esto para votar por don Fulano o don
Mengano? ¡Qué simple eres! Sí, todo lo que dices debemos hacerlo, pero de un
modo distinto: debemos hacerlo para que el pueblo comprenda que cuanto hay en el
mundo es suyo y se le roba; y que por tanto tiene el derecho, y si se quiere
hasta la fuerza, de arrebatarlo, y de arrebatarlo o recuperarlo por sí mismo,
sin esperar gracias de nadie.
Luis.- Pero, en fin, ¿cómo hacerlo? Alguno ha de dirigir al
pueblo, organizar las fuerzas sociales, administrar justicia y garantizar la
seguridad pública.
Carlos.- No, no. Nada de eso.
Luis.- ¿Y cómo entonces? ¡El pueblo es tan ignorante!
Carlos.- ¿Ignorante? El pueblo lo es, en verdad, porque si
no lo fuera, pronto enviaría a paseo toda la jerigonza gubernamental. Pero yo
creo que tus propios intereses te lo harán pronto comprender. Si dejáramos al
pueblo obrar por su cuenta, arreglaría sus cosas mejor que todos los ganapanes
que, con el pretexto de gobernarlo, lo explotan y tratan como a una bestia.
Es curioso lo que te ocurre con esta historieta de la
ignorancia popular. Cuando se trata de dejar al pueblo que haga lo mejor que le
parezca, dices que no tiene capacidad ninguna; cuando, por el contrario, se
trata de hacerle nombrar diputados, entonces se le reconoce ya una cierta
capacidad ... y si nombra alguno de los nuestros, entonces se le atribuye una
sapiencia estupenda ...
¿No es cien veces más fácil administrar cada uno por sí
mismo lo que le pertenezca, que encontrar uno que sea capaz de hacerlo por
otro? No sólo, en este último caso, se necesita conocer cómo había de hacerse
todo para juzgar la idea del que se escogiese, sino también saber discernir la
sinceridad, el talento y las demás cualidades del que solicitare nuestros
votos. ¿Y si el diputado quisiera servir sinceramente nuestros intereses, no
debería preguntar por nuestra opinión, indagar nuestros deseos, acatar nuestras
decisiones? Y entonces, ¿por qué dar a nadie el derecho de obrar a su antojo y
de engañarnos y traicionarnos si bien lo juzga?
Luis.- Pero como los hombres no pueden hacerlo todo por sí
mismos, como no sirven para todo, de aquí la necesidad de que alguno cuide de
la cosa pública y arregle los asuntos de la política.
Carlos.- Yo no sé qué es lo que tú entiendes por política.
Si entiendes que es el arte de engañar al pueblo y robarle haciéndole gritar lo
menos posible, persuádete de que haríamos nosotros mismos otra cosa. Si por
política entiendes el interés general, y el modo de hacerlo todo de acuerdo con
la mayor ventaja para cada uno, entonces es una cosa de la que debemos
ocuparnos y entender todos, como todos, por ejemplo, sabemos acudir a la mesa
de un café sin incomodarnos los unos con los otros, divirtiéndonos sin molestia
para nadie. ¡Qué diantre! No parece sino que hasta para sonarnos habríamos de
necesitar un especialista y darle por añadidura el derecho de arrancarnos la
nariz, si no nos sonábamos a su gusto.
Por lo demás, se comprende que el zapato debe hacerlo el
zapatero y la casa el albañil. Pero nadie sueña en dar al zapatero y al albañil
el derecho de gobernarse, administrarse... Pero volvamos al asunto.
¿Qué han hecho a favor del pueblo los que han ido y van al
parlamento y al municipio para hacer el bien general? ¿Y, aún los mismos
socialistas, se han mostrado mejores que los demás? Nada, lo que te he dicho,
todos son iguales.
Luis.- ¿También la emprendes con los socialistas? ¿Qué
quieres que hagamos, si verdaderamente no podemos hacer nada? Somos pocos, y
aunque en algún municipio tengamos mayoría, estamos completamente sitiados por
las leyes y la influencia de la burguesía que nos ata de pies y manos.
Carlos.- ¿Y por qué vais entonces a votar? ¿Por qué
insistís, si no podéis hacer nada? Será porque los elegidos podrán hacer algo
para sí mismos, en su provecho propio.
Luis.- Dispensa un momento: ¿Eres anarquista?
Carlos.- ¿Qué te importa lo que soy? Escucha lo que digo,
que si ves que mis argumentos son buenos, apruébalos, si no, combátelos y trata
de convencerme. Sí, soy anarquista, ¿y qué?
Luis.- ¡Oh, nada! Yo tengo mucho gusto en discutir contigo.
También yo soy socialista, pero no anarquista, porque me parece que tus ideas
son demasiado avanzadas. Mas, comprendo que en muchas cosas tienes razón. Si
hubiera sabido que eras anarquista, no te hubiera dicho que por medio de
las elecciones y del parlamento puede obtenerse el bien deseado, porque
mientras seamos pobres, serán siempre los ricos los que confeccionen las leyes,
y las harán siempre en provecho propio.
Carlos.- ¡Pero tú eres, entonces, un embaucador! ¡Cómo!
¿Sabes la verdad y predicas la mentira? Cuando no sabías que yo era anarquista,
decías que eligiendo buenos diputados y buenos concejales se convertiría la
Tierra en un verdadero paraíso; ahora que ya sabes lo que soy y que no puede
engañárseme en un dos por tres, dices que con el parlamentarismo nada se puede
conseguir. ¿Por qué entonces, quebrarme la cabeza con la propaganda de las
elecciones? ¿O es que te pagan para engañar a los infelices trabajadores? Sin
embargo, yo sé que eres un buen obrero, que eres de los que viven a fuerza de
mucho esfuerzo. ¿Por qué, entonces, engañas a tus compañeros haciéndoles que
favorezcan los intereses de cualquier renegado, que con la excusa del
socialismo lo que busca es darse tono de señor, de gran señor, de gran burgués?
Luis.- No, no, amigo mío. No me juzgues tan mal. Si yo
procuro que lo obreros voten, es en interés de la propaganda solamente. ¿No
comprendes cuántas ventajas tiene para nosotros el que haya alguno de los
nuestros en el parlamento? Puede hacer la propaganda mejor que cualquier otro,
porque viaja como le parece y sin que la policía le estorbe mucho; además,
cuando habla en la Cámara, todo el mundo se ocupa de las ideas socialistas y
las discute. ¿No es eso propaganda? ¿No vamos ganando siempre algo?
Carlos.- ¡Y para propagar te conviertes en agente electoral!
¡Bella propaganda la tuya! Anda, ve y dile a las gentes que todo han de
esperarlo del parlamento, que la revolución no conduce a nada, que el obrero no
tiene otra cosa que hacer más que depositar un pedazo de papel en la urna y
esperar con la boca abierta a que caiga el maná del cielo. ¡Bonita, magnífica,
sublime propaganda!
Luis.- Tienes razón, pero ¡qué hacer! ¿Cómo decir a los
trabajadores que no se puede esperar nada del parlamento, que los diputados
para nada sirven, y propagarles luego que deben votar? Dirían que los tomamos
como juguetes.
Carlos.- Bien sé que se necesita algo para decidir a la
gente a que vote y elija diputados. Y no sólo se necesita hacer algo, sino
también prometer mucho que no se ha de poder cumplir; se necesita hacer la corte
a los señores, ser benévolo con el gobierno, encender una vela a San Miguel y otra al diablo, y
burlarse de todos. Si no, no se es elegido. ¿Y a qué me vienes a hablar de
propaganda, si todo lo que hacéis es contrario completamente a ella?
Luis.- No digo que no tengas razón; más, en fin, convén
conmigo que es siempre ventaja tener alguno de los nuestros que pueda levantar
la voz en la Cámara, y defender las ideas de emancipación del proletariado.
Carlos.- ¿Una ventaja? Para ellos y aún para alguno de sus
amigos, no digo que no. Mas para la masa general del pueblo, de ningún modo.
¡Si por lo menos no fuese esto ya evidente hasta la saciedad! Allá va un año
tras otro en que hemos sido bastante necios para mandar al parlamento diputados
socialistas. Los hay en la Cámara francesa, los hay en la italiana, los hay en
la alemana, en la española y en la argentina, en número bastante crecido y ¿qué
hemos obtenido? Que los unos se hagan monárquicos, los otros se alíen con los
republicanos, y nadie se ocupe de los intereses populares. ¡Pobres obreros
republicanos! Creen hacer un gran bien y no reparan en que son miserablemente
engañados. Volviendo a nuestro primer asunto, esto es, a lo que hemos obtenido
con el nombramiento de diputados socialistas, resulta que éstos eran
perseguidos y tratados como malhechores cuando decían la verdad, y hoy son muy
estimados de los grandes señores, y el ministro y el consejero les tienden la
mano. Y si son condenados es por cuestiones puramente burguesas que nada tienen
que ver con la causa del obrero y, por tanto, no tienen excusa. Todos son
perros de una misma raza, o como suele decirse, los mismos perros con distintos
collares, que acaban siempre por ponerse de acuerdo para roer el hueso popular,
para acabar con la sangre del pueblo. ¡No tengas cuidado, que semejantes
personajes expongan sus pechos en un movimiento revolucionario!
Luis.- Eres demasiado severo. Los hombres son hombres y,
necesariamente, hay que disculpar sus debilidades. Por lo demás, ¿qué se puede
decir si los que hemos nombrado hasta ahora, no han sabido cumplir con su
deber, o no han tenido valor suficiente para cumplirlo? ¿Quién dijo que
elijamos siempre los mismos? Nombremos, pues, otros mejores.
Carlos.- ¡Ya! Y así el partido socialista vendrá a
convertirse en una fábrica de embaucadores. ¿Crees tú que no hemos tenido ya
bastantes traidores? ¿O es que hay que colocar a los demás en situación de que
lo sean? En fin, ¿crees o no crees que el que al molino va, en la harina se le
conoce? El que se mezcla con los burgueses, le toma gusto a vivir sin trabajar.
Cuanta más gente pase por el poder, tanta más se corromperá. Aunque pasase alguno que tuviera
bastante buen temple para no corromperse, sería lo mismo, porque amando la
causa popular, no podría oponerse a la propaganda con la esperanza de ser útil
más tarde.
Yo creo firmemente en la sinceridad del que, diciéndose
socialista, corre todos los riesgos, se expone a perder su jornal, a ser
perseguido y encarcelado. En cambio, me inspiran poca confianza los que hacen
del socialismo un oficio, que nada hacen que pueda comprometerles, que buscan
la popularidad huyendo del peligro, esto es, que saben nadar y guardar la ropa,
como suele decirse gráficamente. Me parece que son como los curas, que predican
para su santo negocio.
Luis.- Traspasas el límite de lo racional, amigo mío, porque
entre los que has insultado, están los que han trabajado y sufrido por la causa
común, están los que tienen un pasado...
Carlos.- No vengas ahora a romperme la cabeza con el pasado.
El mismo Crispi ha sido en otros tiempos revolucionario, ha expuesto la piel y
ha sufrido como tantos otros. ¿Vamos por esto a respetarlo ahora que se ha
convertido en un reaccionario, en un tiranuelo de los más repugnantes?
Esos individuos de quienes hablas son los mismos que
deshonran y mancillan su propio pasado, y en nombre de ese mismo pasado podemos
condenarlos porque han renegado de él. En todas partes hay ejemplos de lo que
digo: la mayor parte de los prohombres republicanos de la republicana Francia
han sido más o menos revolucionarios en otros tiempos, y hoy son unos
doctrinarios de la peor estofa. Hay en el partido conservador inglés quien ha
llegado en otras épocas hasta a aceptar el programa de la Internacional. En
España, no sólo Castelar y Salmerón, sino también Sagasta y Cánovas, entre
muchos republicanos y monárquicos, fueron, quien más quien menos,
revolucionarios decididos, y hoy todos se avienen con las ideas y
procedimientos más retrógrados, explotando al pueblo desde el poder unos,
engañándole desde la oposición otros.
Luis.- Bueno, hombre, no sé cómo he de convencerte. Vaya
enhoramala el parlamentarismo, pero has de convenir que en cuanto al municipio
ya es otra cosa. Aquí es más fácil obtener mayoría y hacer el bien del pueblo.
Carlos.- ¡Pero si tú mismo has dicho que los concejales
están atados de pies y manos y que al fin y a la postre, tanto en la Cámara
como en el municipio, son siempre los ricos los que mandan! Por lo demás, ya
hemos visto bastantes ejemplos. En la vecina ciudad lo mismo que en cualquiera, han ido los socialistas
al ayuntamiento y, ¿sabes lo que han hecho? Habían prometido suprimir el
impuesto de consumos y facilitar los medios para que los niños pudieran ir
cómodamente a la escuela desde el pueblo a la ciudad, y nada han hecho. Y
después, cuando el pueblo murmura, aquellos señores socialistas hablan en sus
mismos periódicos del eterno descontento, como pudieran hacerlo los mismos
representantes de la autoridad y de la burguesía. Además, cuando van al
municipio, no tienen dónde caerse muertos, y luego se procuran buenas
colocaciones para sí y sus parientes, de modo que puedan vivir sin trabajar, y
luego dicen que quieren hacer el bien del pueblo.
Luis.- ¡Pero esas son calumnias!
Carlos.- Admitamos que hay algo de calumnioso, ¿y lo que yo
he visto con mis propios ojos? Dicen que cuando el río suena agua lleva, y en
esta ocasión no puede ser más cierto; lo cual perjudica en gran modo al partido
socialista. El socialismo, que debiera ser la esperanza y el consuelo del
pueblo, de la clase trabajadora, se hace objeto de sus maldiciones cuando se
halla en el poder, en el parlamento o en el municipio. ¿Aún dirás que ésta es
propaganda propiamente dicha?
Luis.- ¡No seas así! Si no estás satisfecho de los que nos
representan, nombremos otros; la culpa la tienen siempre los electores, porque
son los burgueses los que nombran a los que quieren.
Carlos.- ¡Y dale! ¿Hablo con una piedra o con quién hablo?
Sí, señor, la culpa la tienen los electores y los no electores, porque debieran
prescindir de los parlamentos y de los municipios, como cosa completamente
inútil para el bien del pueblo. Farsa por farsa, debemos quedarnos sin ninguna.
El parlamento, las diputaciones y los municipios, son farsas que nos cuestan
muy caras y que para nada sirven. Y tú, que no ignoras que aquellos de los
nuestros que van al parlamento, a la diputación o al municipio, conviértanse o
no en embaucadores, nada pueden hacer por la clase trabajadora, salvo echarle
tierra en los ojos para mayor tranquilidad de los señores; tú debes esforzarte
para destruir esa estúpida fe en el sufragio.
La causa fundamental de la miseria y de todos los males
sociales es la propiedad individual (a causa de la cual el hombre no puede
producir sino aceptando las condiciones que le imponga el que monopoliza la
tierra y los instrumentos de trabajo) y el gobierno, el cual defiende a los
explotadores y explota por su propia cuenta.
Y los burgueses, antes que dejen que se ponga la mano sobre
estas dos instituciones: la propiedad y el gobierno, las defenderán a todo
trance. Engañan, mistifican y pervierten todo, y cuando esto no basta, a la
prisión, al destierro y hasta al cadalso apelan contra nosotros. ¡Si quieres
mejor elección!
Nosotros queremos la revolución; una revolución completa que
no deje la menor memoria de la infamia actual. Se necesita declararlo todo,
tierra e instrumentos de trabajo, propiedad común; se necesita, es preciso que
todos tengamos pan, casa y vestidos; es indispensable que los campesinos supriman
al burgués y cultiven la tierra por su propia cuenta y la de sus compañeros de
trabajo; que el obrero industrial prescinda también del burgués que le explota,
y organice la producción en beneficio general; y, además, es muy necesario no
volverse a acordar del gobierno, no dar poder a nadie y hacer cada uno todas
las cosas por sí mismo. Cada cual se entenderá dentro de un municipio o pueblo
con sus compañeros de oficio y con todos los que tengan necesidad de entenderse
en los pueblos más cercanos. Los municipios se entenderán unos con otros; las
comarcas con las comarcas, las regiones con las regiones también. Los de un
mismo oficio en diferentes localidades se entenderán entre sí, y así se llegará
al acuerdo general, y se llegará ciertamente porque en ello va el interés de
todos. Entonces, no nos veremos como el perro y el gato, no estaremos en guerra
permanente, no pereceremos en manos de una concurrencia infame. Las máquinas ya
no serán de utilidad exclusiva de los burgueses ni servirán para dejar sin trabajo
y sin pan a la mayor parte de los nuestros, de los que producen y están siempre
condenados a la esclavitud y a la miseria; pero servirán en cambio, para hacer
el trabajo menos pesado, más útil y más ventajoso para todos. No habrá ya
tierras incultas, ni sucederá que el que las cultive no produzca más que la
décima parte de lo que debe producir, porque se aplicarán todos los medios ya
conocidos para aumentar y mejorar la producción de la tierra y de la industria,
de tal modo que el hombre podrá satisfacer siempre sus necesidades
espléndidamente.
Luis.- Todo lo que dices es muy bello y verlo quisiera. Yo
también encuentro muy buenas vuestras aspiraciones, pero ¿cómo realizarlas? Ya
sé que el único medio es la revolución, y que por muchas vueltas que se le dé,
por la revolución se acabará. Mas, como por el momento la revolución no podemos
hacerla, hacemos en tanto lo que podemos y no pudiendo hacer otra cosa mejor,
agitamos la opinión por medio de las elecciones. Así nos movemos siempre, y
siempre se hace propaganda.
Carlos.- ¡Cómo! ¿Hablas ahora de propaganda? ¿No sabes qué
clase de propaganda has hecho con las elecciones? Vosotros habéis dejado a un
lado el programa socialista y os mezcláis con todos esos charlatanes
demócratas, que no se ocupan más que de conquistar el poder y hacer luego lo
que han hecho todos sus compañeros en democracia, ocuparse ante todo de sí
mismos. Vosotros habéis introducido la división y la guerra personal entre los
socialistas. Vosotros habéis abandonado la propaganda de los principios por la
propaganda a favor de Zutano o de Mengano.
Ya no habláis de revolución, y aunque habléis no pensáis, ni
por asomo, en hacerla, en provocarla; y esto es natural, porque el camino del
parlamento no es el de las barricadas. Habéis corrompido a un cierto número de
compañeros que sin la tentación a que los sometisteis hubieran permanecido
honrados. Habéis fomentado ciertas ilusiones que hicieron olvidar la
revolución, y cuando se desvanecieron, nos hicieron desconfiar de todo y de
todos. Habéis desacreditado al socialismo entre las masas que empezaron a
considerarse como un partido de gobierno, y han sospechado de vosotros y os han
despreciado, como hace siempre el pueblo con todos los que llegan o pretenden
llegar al poder.
Luis.- Dime, entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? ¿Qué
hacéis vosotros? ¿Por qué en vez de hacernos la guerra no tratáis de hacernos
mejores?
Carlos.- Yo no te he dicho que nosotros hayamos hecho y
hagamos todo lo que se puede y debe hacer. Aún de esto mismo tenéis vosotros
mucha culpa, porque con vuestras mistificaciones y deserciones habéis
paralizado por muchos años nuestra acción, y nos habéis obligado a emplear
grandes esfuerzos para combatir vuestra tendencia, que si hubiera prevalecido,
no hubiera quedado del socialismo más que el nombre. Pero esto creemos que no
se repetirá. Por una parte, nosotros hemos aprendido mucho y estamos en situación
de aprovechar la experiencia obtenida y corregir los errores del pasado. Por
otra, entre vosotros mismos la gente empieza a ver con malos ojos las malditas
elecciones. La experiencia es de tantos años y vuestros representantes se han
significado tan poco, que hoy todos los que aman sinceramente la causa y tienen
espíritu revolucionario, tienen forzosamente que abrir los ojos.
Luis.- Y bien, haced la revolución, y estad seguros que
nosotros nos encontraremos a vuestro lado, cuando hagáis las barricadas. ¿Nos
tomáis acaso por cobardes?
Carlos.- Es una cosa muy cómoda, ¿no es verdad? ¡Haced la
revolución, y luego, cuando esté hecha, nos veremos! Pero si vosotros sois
revolucionarios, ¿por qué no ayudáis a prepararla?
Luis.- Escucha: por mi parte, te aseguro que si viera un
medio práctico para poder ser útil a la revolución, enviaría al diablo
elecciones y candidatos, porque, a decir verdad, comienzo a tener yo también la
cabeza llena de política, y confieso también que lo que me has dicho hoy me ha
hecho un poco de impresión; no te puedo decir que no tengas razón.
Carlos.- ¿No sabes lo que se puede hacer? ¡Pero si yo te
digo que la práctica de la lucha electoral hace perder hasta el criterio de la
buena propaganda socialista y revolucionaria! Y, sin embargo, basta saber lo
que se quiere y quererlo firmemente para encontrar mil cosas útiles para hacer.
Ante todo, propaguemos los verdaderos principios socialistas, y en lugar de
contar mentiras y dar falsas esperanzas a los electores y a los no electores,
incitemos en esas mentes el espíritu de rebelión y el desprecio al
parlamentarismo. Hagamos de modo que los trabajadores no voten, y que las
elecciones se las hagan ellos, gobierno y capitalistas, en medio de la indiferencia
y del desprecio del pueblo; porque cuando se ha destruido la fe en las urnas,
nace lógicamente la necesidad de hacer la revolución. Vayamos a los grupos y a
las reuniones electorales, pero para desbaratar los planes y las mentiras de
los candidatos, y para explicar siempre los principios socialistas-anárquicos,
es decir, la necesidad de quitar el gobierno y desposeer a los propietarios.
Entremos en todos los sindicatos obreros, hagamos otros nuevos, y siempre para
hacer la propaganda y hablar de todo aquello que debemos hacer para
emanciparnos. Pongámonos en la primera fila en las huelgas, provoquémoslas
siempre para ahondar el abismo entre patronos y obreros y empujemos siempre las
cosas cuanto más adelante mejor. Hagamos comprender a todos aquellos que mueren
de hambre y de frío, que todas las mercancías que llenan los almacenes les
pertenecen a ellos, porque ellos fueron los únicos constructores, e
incitémosles y ayudémosles para que las tomen. Cuando suceda alguna rebelión
espontánea, como varias veces ha acontecido, corramos a mezclarnos y busquemos
de hacer consistente el movimiento exponiéndonos a los peligros y luchando
juntos con el pueblo. Luego, en la práctica, surgen las ideas, se presentan las
ocasiones. Organicemos, por ejemplo, un movimiento para no pagar los
alquileres; persuadamos a los trabajadores del campo de que se lleven las
cosechas para sus casas, y si podemos, ayudémoslos a llevárselas y a luchar
contra dueños y guardias que no quieran permitirlo. Organicemos movimientos
para obligar a los municipios a que hagan aquellas cosas grandes o chicas
que el pueblo desee urgentemente, como, por ejemplo, quitar los impuestos que
gravan todos los artículos de primera necesidad. Quedémonos siempre en medio de
la masa popular y acostumbrémosla a tomarse aquellas libertades que con las
buenas formas legales nunca le serían concedidas.
En resumen: cada cual haga lo que pueda según el lugar y el
ambiente en que se encuentra, tomando como punto de partida los deseos
prácticos del pueblo, y excitándole siempre nuevos deseos. Y en medio de toda
esta actividad, vayamos eligiendo aquellos elementos que poco a poco van
comprendiendo y aceptando con entusiasmo nuestras ideas; juntémonos en pacto
mutuo, y preparemos así las fuerzas para una acción decisiva y general.
Ved, dentro de poco, por ejemplo, viene el asunto del
Primero de Mayo. En todo el mundo los obreros se preparan a efectuar una
grandiosa manifestación para ese día, no trabajando. Hay muchos que lo hacen
simplemente para obtener la jornada de ocho horas de trabajo, pero hay también
aquellos que no se conforman con esto. Y piensan quitarse de encima, de una
manera radical, todas esas sanguijuelas que con el nombre de capitalistas o
patronos, chupan la sangre a los trabajadores. Y bien, nosotros debemos aceptar
este práctico terreno de acción que nos ofrecen las masas mismas. Trabajemos
entonces desde ahora e incansablemente, para que el próximo Primero de Mayo
nadie trabaje y nadie vuelva a hacerlo sino como trabajador libre, asociado a
compañeros libres y en talleres de propiedad de todos. Y cuando venga ese
Primero de Mayo, salgamos a la calle con la muchedumbre y hagamos aquello que
la disposición del pueblo nos aconseje. No será quizás la revolución, porque
los gobiernos están muy prevenidos y el pueblo aún no sabe luchar; pero, ¡quién
sabe! ... si pudiéramos dar al movimiento una gran extensión, los gobiernos se
verían impotentes para reprimirlo. De cualquier modo, el pueblo tendrá ocasión
de ver y sentir su fuerza, y una vez que se haya dado cuenta de su fuerza y la
haya visto desplegada, no tardará en servirse de ella.
Luis.- ¡Muy bien; me gusta! ¡Al diablo las elecciones y
pongámonos manos a la obra! Venga esa mano. ¡Viva la anarquía y la revolución
social!
Carlos.- ¡Viva!
Fuente: edición PDF a cargo de Emancipación
Me parece super interesante este post!
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