lunes, 24 de marzo de 2014

Anarquismo, parlamentarismo y democracia - Miguel Amorós

La democracia popular basada en clubes, secciones y asambleas entraba en contradicción con la democracia parlamentaria jacobina. El Gobierno, la Convención, las instituciones nacionales, las leyes y el sufragio, no garantizaban la libertad y la igualdad más que a las clases poseedoras. Un sector radical de los "descamisados" de París (el pueblo parisino), los "Enragés", en el manifiesto que presentó en la cámara de diputados al día siguiente de haberse votado la Constitución, el 25 de junio de 1793, afirmaría que: "La libertad no es más que un fantasma vano cuando una clase de gente puede matar de hambre a la otra impunemente. La igualdad no es más que un fantasma vano cuando el rico, gracias al monopolio, dispone del derecho a la vida y a la muerte sobre sus semejantes."

El experimento constitucional y parlamentario fracasaría debido a la fuerte oposición entre los intereses de las clases poseedoras y los de las clases populares. El "pueblo" no era más que una entelequia. En el parlamento no se manifestaba ninguna "voluntad popular" sino los intereses de la clase dominante. No podía haber libertad real sin igualdad económica y la fuente de tal desigualdad radicaba en la propiedad. "¿Qué es la propiedad? La propiedad es el robo", respondería Proudhon. Y seguía: "la libertad es igualdad, porque la libertad no existe sino en el estado social." La cuestión de la propiedad dividió a los demócratas revolucionarios y alcanzó su mayor amplitud cuando entró en escena el proletariado y los "demócratas sociales" -Marx, Proudhon y Bakunin se llamaron así--identificaron sus intereses con los de todos los oprimidos. La tan traída voluntad popular no sería otra cosa que el interés "de la inmensa mayoría", a saber, los obreros. La "democracia social" equivaldría a un régimen cuyo protagonista principal sería la clase obrera. Para unos ese régimen sería comunista. El joven Marx creía que "el comunismo era la solución al enigma de la historia." Proudhon, en cambio, rechazaba las formulaciones autoritarias de los primeros comunistas y se inclinaba por "la organización de las fuerzas económicas bajo la ley suprema del contrato", o sea, por la propiedad cooperativa o colectiva de los medios de producción de "las asociaciones obreras organizadas democráticamente" y libremente federadas. A menudo se le ha tenido poco en cuenta y le han colocado al lado de los "utópicos", cuando no le han tachado de representante del "socialismo burgués", tal como le calificara injustamente Marx en el Manifiesto. Sin embargo, Proudhon fue el primero que formuló una crítica social específicamente proletaria y a él corresponde la crítica política del sistema parlamentario burgués más incisiva, la que dio impulso al ideario obrero anarquista.

Para Proudhon la autoridad, llámese Gobierno o Estado, existente por encima de la "voluntad popular", representaba el mismo despotismo de los reyes pues "lo que hace a la realeza no es el rey, no es la herencia; es el cúmulo de los poderes; es la concentración jerárquica de todas las facultades políticas y sociales en una sola e indivisible función, que es el gobierno, esté representado por un príncipe hereditario, o bien por uno o varios mandatarios amovibles y elegidos." el fallo del sistema representativo estaba en la delegación de poderes, causa de la separación entre gobernantes y gobernados: "Hoy mismo tenemos ejemplos vivos de que la democracia más perfecta no asegura la libertad. Y no es eso todo: el pueblo rey no puede ejercer la soberanía por sí mismo; está obligado a delegarla en los encargados del poder. Que estos funcionarios sean cinco, diez, cien, mil, ¿Qué importa el número ni el nombre? Siempre será el gobierno del hombre, el imperio de la voluntad y del favoritismo." Si ningún individuo reconociera más autoridad que él mismo, si el "pueblo" entero quisiera realmente gobernar, no habría gobernados. La imposiblidad de plasmarse la voluntad del pueblo en una autoridad delegada, exterior a él, es lo que forzaba a Proudhon a declararse anarquista, partidario de la abolición de cualquier forma de autoridad y llamar "anarquía" al régimen de los hombres libres e iguales: "anarquía, ausencia de amo, de soberano, tal es la forma de gobierno a la que cada día nos acercamos." La voluntad popular solamente podía manifestarse sin mediaciones, de modo directo. El Gobierno del pueblo era una falacia; si había gobierno no había pueblo, y viceversa, si realmente un pueblo llegaba a constituirse, ejerciendo el poder directamente, sin mediaciones, el gobierno no existiría. Anarquía era el gobierno de todos, y por lo tanto, el de nadie: "La fórmula revolucionaria no puede ser ni legislación directa, ni gobierno directo, ni gobierno simplificado; la fórmula es nada de gobierno." Bakunin aportó bien poco al análisis proudhoniano. Partiendo de la premisa de que el gobierno tenía opción de ser verdaderamente popular y representativo sólo si estaba controlado por el pueblo, como dicho control era ficticio y en ningún país ha existido nunca, concluía que la libertad bajo tal régimen era irreal: "Todo el sistema del gobierno representativo es un inmenso fraude que se apoya en esta ficción: que los cuerpos legislativos y ejecutivo, elegidos en sufragio universal por el pueblo, deben o hasta pueden representar la voluntad del pueblo." Esos poderes promovían únicamente los poderes de la burguesía. El sufragio universal, dadas la desigualdad y la opresión en que se encontraba el pueblo trabajador, era una burla; votando, cada uno elegía a su patrón. Debido a su miseria, a su falta de formación, a la poca disponibilidad de tiempo, a la ausencia de información, a la inexistencia de espacios de discusión, etc., el pueblo no podía formular una opinión general y, por consiguiente no podía utilizar el sufragio universal "para la conquista de la igualdad económica. Siempre será de forma necesaria un instrumento hostil al pueblo, que de hecho apoya la dictadura de facto de la burguesía." Malatesta llegó a decir que "el derecho electoral es el derecho de renuncia a los propios derechos." El mismo razonamiento circular hay en Bakunin y Malatesta que en Proudhon: el gobierno no podía ser representativo porque la voluntad popular no podía formularse a través de él; si lo hiciera, sería representativo, pero ya no sería gobierno. La identidad entre gobernantes y gobernados, esencia verdadera de la democracia, no podía realizarse mediante un gobierno parlamentario sino mediante su abolición. Las ideas proudhonianas de autonomía obrera inspiraron a los internacionalistas durante la Comuna de París (1871). Tanto Bakunin como el mismo Marx vieron en la Comuna la democracia proletaria y la negación del Estado.

En España, país poco afectado por la revolución industrial, y por lo tanto, con un proletariado poco desarrollado, las ideas igualitarias y "socialistas" (contrarias a la propiedad privada) fueron filtradas por los movimientos radicales de la burguesía. La palabra "demócrata", en sus inicios, designaba en lo político algo parecido a anarquista. En el "Diccionario de los Políticos" (1855), del monárquico Juan Rico y Amat, se decía que "el demócrata puro es enemigo acérrimo de todo lo que se roce con el gobierno"; el demócrata confíaba en la insurrección como método para alcanzar su objetivo, la igualdad política: "Si pertenece a la medianía, nunca usa el don; siempre se nombra fulano de tal a secas: tiene gusto en tutear y dar la mano a los de la clase baja, y en los pronunciamientos, llama ciudadanos a los hombres y ciudadanas a las mugeres." Una fracción de los demócratas, los republicanos federales, trataron de conciliar el problema de la mediación entre pueblo y Estado recurriendo a la descentralización administrativa.

En palabras de Pi y Margall, traductor de Proudhon: "En la actual organización, el Estado lo administra todo; en la federación, el Estado, la Provincia y el Municipio son tres entidades igualmente autónomas, enlazadas por pactos sinalagmáticos y concretos. Tiene cada una determinada su esfera de acción por la misma índole que los intereses que representa y pueden todos moverse libremente sin que se entrechoquen." La República Federal, gobierno del pueblo soberano, no sería más que la suma federada de esos pactos. Pero para constituirse el pueblo primero tenía que romperse el Estado monárquico, de forma que sus fragmentos autónomos decidieran libremente confederarse. El partido federal, al propugnar la desmembración del Estado, se situaba contra todos los demás partidos, pero mantenía distancias con el proletariado. Creía en la armonía de las clases, respetaba la propiedad y era enemigo las huelgas y demás manifestaciones de la lucha social, por lo que apenas surgida la Asociación Internacional de Trabajadores en España perdió el apoyo de los militantes obreros. Su oportunidad histórica se esfumó con el fracaso de la Primera República, la de 1873; no obstante, la idea del municipio como célula de la sociedad libre caló tan hondo como el pensamiento de Bakunin, transmitido a los trabajadores españoles por los internacionalistas.

La distancia entre Las Cortes españolas y la realidad social fue tan enorme durante el siglo XIX que las masas populares, normalmente ajenas a la política, recibieron las ideas anarquistas con agrado. El sistema político de la Restauración basado en la alternancia de dos partidos monárquicos artificiales no hizo sino contribuir a la identificación entre política, corrupción y caciquismo. No obstante, un sector del movimiento obrero, el partido socialista, aceptó las reglas del juego y ejerció de oposición junto con las minorías republicanas, mientras al margen se desarrollaba un potente sindicalismo revolucionario. Entre 1916 y 1923 la CNT fue capaz de desarrollar una democracia obrera ajena completamente a la política y cimentada por la solidaridad de clase, a base de asambleas sindicales, plenos, conferencias y congresos, lo que alarmó tanto a las clases poseedoras que éstas procedieron a sustituir su democracia caciquil por la dictadura militar del general Primo de Rivera. La clandestinidad arruinó las posibilidades del sindicalismo revolucionario y arrastró a sus dirigentes al terreno de las conspiraciones políticas y del posibilismo. La CNT entró en ella dividida entre moderados y revolucionarios, para no aspirar más que carne de cañón en una coalición de partidos y personalidades opuestas a la dictadura y a la monarquía, que abandonadas por sus aliados, cayeron sin estrépito. La Segunda República no trató bien a los trabajadores. La posición respecto a la República y a su sistema parlamentario escindió a los anarcosindicalistas entre partidarios de una línea insurreccional y partidarios de la permanencia dentro de la legalidad republicana. Para los segundos, el abstencionismo, las alianzas políticas o incluso la participación institucional eran cuestiones tácticas, no principios. Mientras tanto, el avance del proletariado había escindido a la burguesía en dos mitades enfrentadas: una, reformista, representada por los partidos republicanos, y otra, militarista y clerical, representada por el partido radical y las derechas. Cuando la alianza derechista subió al poder -gracias a unas elecciones en las que las mujeres votaban por primera vez-- hubo de enfrentarse a dos tentativas de insurrección, que terminaron llenando las cárceles de obreros. Los anarquistas tuvieron que plantearse nuevamente las relaciones con sus enemigos de ayer, la burguesía republicana, para apartar del poder a otros mucho peores, la burguesía filofascista. Entonces renunciaron a su tradicional abstencionismo, y, aunque no llamaron a votar en febrero de 1936, tampoco llamaron a abstenerse. Entre los anarquistas se imponía una tendencia revolucionaria que consideraba la participación electoral como una táctica destinada a contrarrestar al "fascismo". Durruti lo expresó claramente con la siguiente consigna: "Estamos ante la revolución o la guerra civil. El obrero que vote y se quede tranquilamente en su casa, será un contrarrevolucionario. El obrero que no vote y se quede también en su casa, será otro contrarrevolucionario."

La cuestión principal no era el temido triunfo de las derechas, sino el fracaso electoral que las empujaría al golpe de estado. Para Durruti, el triunfo electoral de los socialistas y republicanos permitía ganar tiempo, pero solamente un movimiento revolucionario podía detenerlas de verdad: "O fascismo, o Revolución Social", tal era su conclusión. Como tanto la sublevación militar como la revolución social triunfaron a medias y se desencadenó una guerra civil quedando el proletariado aislado internacionalmente, el "antifascismo" dejó de ser una táctica antiburguesa para devenir colaboracionismo de clases. El Estado, el Gobierno, la Nación, las instituciones democráticas, las leyes, los partidos, la burguesía misma, fueron valorados de diferente manera a como habitualmente lo habían sido. El anarquismo salió profundamente alterado de la guerra civil y nunca se ha repuesto desde entonces.

El sistema parlamentario volvió a España en 1977 como prolongación de la dictadura franquista. La voluntad popular sólo podía formularse en torno a la democracia proletaria de las asambleas. Únicamente el proletariado constituido políticamente como clase en coordinadoras o consejos obreros podía encarnar el interés de la inmensa mayoría. Pero quien realmente se constituyó como nación, como "pueblo", fue la burguesía franquista. Lejos de disolver las instituciones fascistas pactó la desactivación del movimiento obrero a cambio de un espacio político para la oposición. El exilio pudo regresar sin compensaciones, siquiera morales: la oposición había firmado también un pacto de silencio: el olvido del genocidio de la posguerra civil y de los años de persecuciones y sufrimientos. El franquismo amnistiado legalizó a los partidos y sindicatos y convocó elecciones, desembarazándose de cadáveres como Las Cortes, la CNS o el Movimiento Nacional, pero guardó íntegro su aparato, que se convirtió en el aparato de la nueva "democracia". La policía, la Justicia, la Monarquía, la guardia civil, el Ejército, las diputaciones, los gobiernos civiles y militares, las capitanías, la diplomacia, la administración, los servicios secretos...; todo, absolutamente todo, permaneció intocable. Ni las elecciones ni el proceso constituyente nacido de ellas afectaron a la burocracia estatal o a la burguesía. Un partido nacido del franquismo, la UCD, capitaneó el proceso de "transición" -o pactó la "reforma"--, en suma, el devenir democrático de la dictadura, auxiliado por la oposición: ese fue el "contrato social" de la democracia española. El advenimiento de la "democracia" -las elecciones municipales, las dos cámaras, el sindicalismo de concertación, los Pactos de la Moncloa, la constitución, los estatutos de autonomía-- fue una siniestra comedia que tuvo como precio la liquidación de la democracia socialista esbozada por los trabajadores. Se representó cuando el sistema parlamentario en el mundo no subsistía más que como caricatura. El parlamentarismo español tuvo todas las miserias de los demás y ninguna de sus glorias. Todos los partidos eran partidos del orden burgués. Votar significó en su primer momento enfermar voluntariamente de amnesia y colaborar en la farsa, legitimarla, ensuciarse con la sangre de los muertos que hasta el final acompañaron al franquismo. El anarquismo necesitaba una revisión a fondo de su experiencia si quería jugar un papel en aquellas fechas cruciales. Al no hacerlo, no pudo renovar su crítica, ni concretar una táctica, y no influyó en los acontecimientos. Acabó sin enterarse de nada, convertido en una ideología autista y contemplativa, apoyada en un relato sin contradicciones de un pasado histórico mutilado. Los efectos fueron paralizadores.

La transformación de la clase obrera en masa desclasada acabó con la posibilidad de que ella misma pudiera alzarse como representante del interés general y encarnar la voluntad popular en las formas de la democracia directa que había conseguido poner en pie en las fábricas y en los barrios. El reino indiscutible del capital transformó en poco tiempo la sociedad gracias a un desarrollo acelerado de la tecnología. Las características propias de las masas, como la atomización, la movilidad frenética, el consumismo y el confinamiento en la vida privada, se acentuaron en la sociedad tecnológica, eliminando los restos de sociabilidad y potenciando el control social totalitario. Al ganar preponderancia el mercado mundial sobre los Estados, los parlamentos perdieron el escaso poder que conservaban. Ni siquiera servían para formular el interés específico de la clase dominante; este se formaba directamente en las instituciones mundiales del mercado capitalista. La mayoría parlamentaria de tal o cual partido podía introducir cambios en el espectáculo político pero en absoluto esos cambios afectaban al poder real. Los aspectos técnicos del parlamentarismo --la campaña, el recuento de papeletas, los debates televisivos, las votaciones en las cámaras, las mociones, las comisiones, etc.- habían sido conservados, pero lo que progresaba era el monólogo de la dominación, la tecnovigilancia, la erosión del derecho, la criminalización de la disidencia y la población carcelaria. En ese momento se cerraba un ciclo: los partidos dejaban de representar opciones distintas del mismo orden para no representar más que intereses particulares y de particulares, lo que bastaría para explicar la extensión del fenómeno de la corrupción política. Por su parte, el sistema parlamentario dejaba de diferenciarse de la dictadura fascista. Fascismo todo lo suave que se quiera, fascismo tecnológico, pero fascismo. En la etapa globalizadora las libertades aparentes poco a poco se ahogan en un estado de excepción y el Estado tecno-democrático se dirije hacia el Estado penal. La política del año 2000 es la del "panóptico" de Bentham o la del "Big brother", el Gran Hermano del que hablaba Orwell. En estas circunstancias la abstención es mero reflejo de la dignidad de los oprimidos. Las razones tácticas del tipo "para que no gane la derecha" no retrasan la marcha del totalitarismo, o como siempre se ha dicho, del "fascismo", sino que contribuyen a ella. Tal como estamos ahora, cuando dicen "ciudadano" hay que entender "fascista", pues quien cree en las instituciones, confía en el nuevo totalitarismo. La ciudadanía satisfecha es la base del fascismo moderno. No hay derecha ni izquierda porque no hay política. Los asuntos del poder se dirimen en otra parte, son extraparlamentarios. La lucha social también ha de serlo.

Aquellos núcleos de discusión que sobreviven o se organizan tienen sobre sus espaldas la misión de reconstruir retazos de vida pública y de democracia directa dentro de una sociedad masificada que no sean efímeros experimentos. Y a partir de ellos forjar opiniones, discutir, informar, instruir, en fin, enlazar con la memoria olvidada y las tradiciones perdidas de lucha. Es el bagaje con el que se habrán de enfrentar a la clase dominante y a su totalitarismo tecnófilo. Han de saber interpretar las cuestiones tecnológicas como problemas políticos y sociales de la mayor magnitud, pues luchan contra un régimen totalitario fascista con ropaje liberal y en los sistemas de esa clase las verdaderas cuestiones salen a escena como si fueran problemas técnicos. "La tecnología es el futuro", dicen los siervos. El anarquismo, si sabe escapar a las trampas de la ideología, será el instrumento teórico más adecuado para forjar una crítica radical de la sociedad, porque es el único ideario que ha insistido en la democracia directa como fórmula emancipatoria. Mientras que las teorías comunistas han puesto en acento en la igualdad como condición necesaria de la libertad humana, sin que la travesía por fases autoritarias las afectara, en cambio, el anarquismo ha proclamado que sin libertad no puede haber igualdad, y por consiguiente, el camino de la emancipación ha de estar fecundado por ella.

 Miquel Amorós, 9-XI-2006.


Fuente: La Haine 

No hay comentarios:

Publicar un comentario