La participación en la política de los Estados
burgueses no ha conducido al movimiento obrero a la más insignificante
aproximación hacia el socialismo; antes bien, a causa de tal método, el
socialismo ha sufrido casi su total aplastamiento y se ha llegado a ver
reducido a la insignificancia. Hay un viejo proverbio inglés que dice: «Quien
come patata, muere de empacho», y podría modificarse en esta «Quien come
Estado, muere de empacho». La participación en la política parlamentaria ha
afectado al movimiento obrero en forma de veneno engañoso. Ésa fue la causa de
que se perdiera la fe en la necesidad de proceder a una actuación socialista
constructiva, y lo que es peor, el impulso del propio esfuerzo, inculcando al
pueblo la desastrosa ilusión que hace esperar toda salvación de lo alto.
De esta manera, en vez del socialismo creador de la
antigua Internacional, fomentó una especie de producto sucedáneo que nada tiene
que ver con el verdadero socialismo, salvo en el nombre. El socialismo perdió
rápidamente su carácter de ideal de cultura con la misión de preparar a los
pueblos para provocar la disolución de la sociedad capitalista y que, por
consiguiente, no podía ser contenido por las fronteras artificiales de los
Estados nacionales.
En el pensamiento de los dirigentes de esta nueva fase
del socialismo, los intereses del Estado nacional se fueron mezclando más y más
con los presuntos objetivos del partido, hasta que, por fin, llegaron a ser
incapaces de distinguir en forma alguna los límites precisos que los separan.
Así, pues, era inevitable que el movimiento obrero se viera gradualmente
incorporado al engranaje del Estado nacional, devolviéndole a éste el
equilibrio que en realidad había perdido ya.
Sería un error atribuir este extraño cambio de fase a
una traición intencionada por parte de los dirigentes, como se ha hecho con
tanta frecuencia. Lo cierto es que nos hallamos frente a un caso de asimilación
gradual de las modalidades de pensamiento propias de la sociedad capitalista,
lo cual es condición peculiar de las actuaciones prácticas de los partidos
socialistas, y que forzosamente afecta a la posición intelectual de sus jefes
políticos. Los mismos partidos que un día se lanzaron a la conquista del poder
político, bajo la bandera del socialismo, se vieron arrastrados por la lógica
férrea de las circunstancias a ir sacrificando sus convicciones socialistas,
pedazo a pedazo, a la política nacional del Estado.
Se convirtieron, sin que la mayoría de sus afiliados
se percatara de ello, en pararrayos político para la seguridad del orden
capitalista. El poder político que habían querido adquirir, fue conquistándoles
su socialismo hasta dejarles casi sin nada.
El parlamentarismo que alcanzó tan rápidamente una
posición dominante en los partidos obreros de distintos países, llevó a
numerosas mentalidades burguesas y a políticos sedientos de medrar, al campo
socialista. Esto hizo que el socialismo perdiera, con el tiempo, su iniciativa
creadora y se convirtiera en un movimiento reformista corriente, falto de todo
elemento de grandeza. El pueblo se contentaba con los éxitos en los comicios
electorales y ya no concedía importancia a la reestructuración social ni a la
educación constructiva de los trabajadores hacia ese fin. Las consecuencias de
este desastroso abandono de uno de los problemas más considerables, de
importancia decisiva para la realización del socialismo, aparecieron en toda su
amplitud cuando, después de la guerra mundial, se produjo una situación
revolucionaria en muchos países de Europa. El colapso que sufrió el viejo
sistema puso en manos de los socialistas el poder por el cual se habían afanado
tanto tiempo y que había sido señalado como la primera condición previa
necesaria para implantar el socialismo. En Rusia preparó el camino la posesión del
Gobierno por el ala izquierda del socialismo de Estado, en forma de
bolchevismo; pero no fue para la implantación de una sociedad socialista, sino
para el más primitivo tipo de capitalismo de Estado burocrático y para una
regresión al absolutismo político que hacía tantos años había sido abolido por
las revoluciones burguesas en casi todos los países. En Alemania, no obstante,
donde el socialismo moderado había alcanzado el poder en forma de
socialdemocracia, el socialismo, con los largos de absorción de las tareas del
rutinarismo parlamentario, llegó a verse tan disminuido que no era capaz de la
más insignificante acción creadora. Incluso una hoja burguesa democrática como
la Frankfurter
Zeitung se vio en el
caso de confirmar que «en la historia de los pueblos de Europa no se había dado
previamente el caso de una revolución tan pobre en ideas creadoras y tan
debilitada en su energía revolucionaria».
Y no era esto todo; no sólo no estaba el socialismo
político en disposición de emprender ninguna actividad que supusiera esfuerzo
constructivo en la orientación socialista, sino que ni siquiera estaba dotado
de fuerza moral para mantenerse sobre las realizaciones de la democracia
burguesa y del liberalismo, y capituló, entregando todo el país al fascismo,
que aplastó de un golpe todo el movimiento obrero, reduciéndolo a astillas.
Tanto se había sumergido en el Estado burgués, que perdió totalmente el sentido
de la acción socialista constructiva, sintiéndose atado a la infecunda rutina
de las prácticas políticas ordinarias, lo mismo que un esclavo se ve atado al
banco de la galera.
El moderno anarcosindicalismo es la reacción directa
contra los conceptos y los métodos del socialismo político, reacción que
incluso antes de la guerra había dado muestras de un vigoroso resurgimiento del
movimiento sindicalista obrero en Francia, Italia y otros países, por no citar
a España, donde la mayoría de los trabajadores organizados se mantuvieron
fieles a las doctrinas de la Primera Internacional.
La palabra «sindicato de trabajadores» significaba al
principio en Francia organización por ramos de la industria, para el
mejoramiento de su status social y económico. Pero el
crecimiento del sindicalismo revolucionario dio a este significado una
importancia mucho más amplia y profunda. Tal como un partido es, por así
decirlo, la organización unificada para un esfuerzo político determinado dentro
del moderno Estado constitucional, y procura, en una u otra forma, mantener el
orden burgués, así también, desde el punto de vista sindicalista, las uniones
de trabajo, los sindicatos, constituyen la organización obrera unificada, y
tienen por objeto la defensa de los intereses de los productores dentro de la
sociedad presente y la preparación y el fomento práctico de la reedificación de
la vida social según las normas socialistas. Tiene, por consiguiente, una doble
finalidad: 1.º Como organización militante de los trabajadores contra los
patronos, dar fuerza a las demandas de los primeros para asegurar la elevación
de su promedio de vida. 2.º Como escuela para la preparación intelectual de los
obreros, capacitarlos para la dirección técnica de la producción y de la vida
económica en general, de suerte que, cuando se produzca una situación
revolucionaria, sean aptos para tomar por sí mismos el organismo
socialeconómico y rehacerlo en concordancia con los principios socialistas.
Opinan los anarcosindicalistas que los partidos
políticos, aunque ostenten nombres socialistas, no son adecuados para cumplir
ninguna de dichas tareas. Así lo atestigua el mero hecho de que, incluso en
países en que el socialismo político dirigió poderosas organizaciones y contaba
con millones de votos, los trabajadores nunca pudieron prescindir de los
sindicatos, ya que la legislación no les ofrecía protección en su lucha diaria
por el pan. Con frecuencia ha ocurrido que precisamente en las zonas del país
donde el partido socialista tenía mayor fuerza, era donde los jornales estaban
más bajos y la vida en peores condiciones. Tal ocurrió, por ejemplo, en los
distritos del norte de Francia, donde los socialistas estaban en mayoría en
muchos Ayuntamientos, y en Sajonia y Silesia, donde la socialdemocracia alemana
había llegado a tener infinidad de afiliados.
Los Gobiernos ni los Parlamentos apenas se deciden a
tomar medidas de reforma social o económica por propia iniciativa, y cuando por
acaso así ha sucedido, la experiencia demuestra que las supuestas mejoras han
sido letra muerta en medio de la balumba superflua de leyes. Así fue como las
modestas tentativas del Parlamento británico, en la primera época de la gran
industria, cuando los legisladores, atemorizados por los horrorosos efectos de
la explotación de los niños, se decidió por fin a procurar algunos remedios
triviales, tales disposiciones carecieron durante mucho tiempo de aplicación.
Por una parte caían en la incomprensión de los mismos trabajadores; por otra,
fueron saboteadas descaradamente por los patronos. Lo mismo ocurrió con la
conocida ley italiana que el Gobierno hizo votar a mediados de 1890,
prohibiendo que las mujeres que trabajaban en las minas de azufre de Sicilia
bajase sus niñitos a las galerías subterráneas. Hasta mucho más tarde, cuando
aquellas mujeres lograron organizarse y elevar su nivel de vida, no desapareció
el mal por sí mismo. Casos parecidos podrían citarse muchos, tomados de la
historia de todos los países.
Pero incluso la autorización legal de una reforma no
ofrece garantía de permanencia, a no ser que fuera del Parlamento haya masas
militantes dispuestas a defenderla contra todos los ataques. Así, los
propietarios de las fábricas de Inglaterra, a pesar de la aprobación del
proyecto de ley de la jornada de diez horas, en 1848, se valieron poco después
de una crisis industrial para obligar a los obreros a laborar once horas y aun
doce al día. Cuando los inspectores de industrias procedieron legalmente, no
sólo fueron absueltos los acusados, sino que el Gobierno insinuó a los
inspectores que no era cosa de ceñirse demasiado a la letra de la ley, de
manera que los trabajadores, después que sus reivindicaciones parecía que
habían cobrado alguna vida, se vieron en el caso de tener que comenzar desde el
principio, por su cuenta, la campaña en defensa de la jornada de diez horas.
Entre las pocas reformas que la revolución de noviembre de 1918 otorgó a los
obreros alemanes, la más importante era la de la jornada de ocho horas. Pero
les fue arrebatada a los trabajadores por los patronos en casi todas las
industrias, a despecho de figurar tal medida en los estatutos de trabajo, de
acuerdo con la misma Constitución de Weimar.
Mas si los partidos políticos son absolutamente
incapaces de procurar la más insignificante mejora de las condiciones de vida
de las clases laboriosas dentro de la sociedad actual, son mucho más incapaces
todavía de emprender la estructuración orgánica desde una comunidad socialista,
ni de prepararle el terreno, pues se hallan completamente desprovistos de lo
más indispensable para tal cometido. Rusia y Alemania han dado suficientes
pruebas ello.
La punta de lanza del movimiento obrero no es, por
consiguiente, el partido político, sino el sindicato, endurecido en la lucha
cotidiana y penetrado de espíritu socialista. Los obreros, únicamente pueden
desplegar toda su fuerza situándose en el terreno económico, pues es su
actividad como productores lo que mantiene unida la estructura social y
garantiza en absoluto la misma existencia de la sociedad. En cualquier otro
plano se hallarán pisando terreno ajeno y malgastarán sus esfuerzos en luchas
sin esperanza, que no les aproximarán en un ápice a la meta de sus anhelos. En
el campo de la política parlamentaria el obrero es como el gigante Anteo del
mito griego, al que Hércules pudo estrangular en el aire, una vez separados sus
pies de la Tierra, que era su madre. Únicamente como productor y creador de
riqueza social el obrero se percata de su fuerza; en unión solidaria con sus
compañeros, establece en el sindicato la guerrilla invencible capaz de resistir
contra todo asalto, si se siente inflamada por el espíritu de libertad y
animada por el ideal de la justicia entre los hombres.
Para los anarcosindicalistas, el sindicato no es
simplemente un fenómeno de transición, tan efímero como la sociedad
capitalista, sino que entraña el germen de la economía socialista del mañana, y
es la escuela primaria del socialismo en general. Toda nueva estructura social
forma órganos propios dentro del cuerpo de la vieja organización. Sin este
comienzo, no cabe pensar en evolución social ninguna. Las mismas revoluciones
no pueden hacer otra cosa sino desarrollar y sazonar la simiente que ya existía
y que germinaba en la conciencia humana; no pueden crear por sí mismas ese
germen, ni plasmar un mundo nuevo de la nada. Por consiguiente nos toca sembrar
esa semilla a tiempo y hacer que se desarrolle cuanto más mejor, con objeto de
facilitar la futura obra de la revolución y darle garantías de permanencia.
Toda la obra educativa del anarcosindicalismo se
encamina a este fin. La educación socialista no significa para los
anarcosindicalistas triviales campañas de propaganda ni la llamada «política
del momento», sino el esfuerzo para que los obreros vean con más claridad las
relaciones intrínsecas de los problemas sociales entre sí, y el desarrollo de
su capacidad administradora, con objeto de prepararles para su misión de reformadores
de la vida económica, y darles la seguridad moral necesaria para realizar su
obra. No hay entidad social más apropiada para esta finalidad que la
organización de lucha económica de los trabajadores; endurece su resistencia en
el combate directo por la defensa de su existencia y de sus derechos humanos.
Esta pelea directa y constante con los defensores del presente sistema,
desarrolla al mismo tiempo los conceptos éticos sin los cuales no es posible
ninguna transformación social: solidaridad vital con los compañeros de destino,
y responsabilidad moral de las propias acciones.
Precisamente porque la obra educativa de los
anarcosindicalistas se encamina al desarrollo del pensamiento y la acción
libre, son declarados adversarios de todas las tendencias centralizadoras tan
características de los partidos socialistas políticos. Pero el centralismo, esa
organización artificial que se manifiesta en sentido de arriba abajo y que pone
los asuntos de todos los individuos, en masa, a disposición de una pequeña minoría,
es indefectiblemente asistido por una estéril rutina y aplasta toda convicción
individual, mata todas las iniciativas personales por medio de una disciplina
sin alma y de una fosilización burocrática, impidiendo toda acción
independiente. La organización del anarcosindicalismo se funda en los
principios del federalismo, en la libre correlación establecida de abajo
arriba, poniendo por encima de todo el derecho de autodeterminación de cada
miembro, y reconociendo tan sólo el acuerdo orgánico entre todos a base de
intereses semejantes y de convicciones comunes.
A menudo se ha achacado al federalismo que divide y
debilita las fuerzas para la organización defensiva. Y es muy significativo que
hayan sido precisamente los representantes de los partidos obreros políticos y
de las trade
unions, bajo la influencia de aquéllos, quienes hayan repetido esta
censura hasta la saciedad. Pero también sobre esto los hechos reales han tenido
más elocuencia que las teorías. No hubo jamás ningún país desde el movimiento
obrero que estuviera tan centralizado y donde la técnica de la organización
fuese desarrollada con tal extrema perfección como en Alemania antes de que
Hitler detentara el poder. Un poderoso mecanismo burocrático cubría todo el
país y determinaba todas las manifestaciones de la vida política y económica de
las organizaciones obreras. En las últimas elecciones anteriores a tal hecho,
los partidos socialdemócrata y comunista tuvieron en conjunto más de doce
millones de votos en apoyo de sus candidatos.
Y una vez adueñado Hitler del poder, seis millones de
trabajadores que estaban de tal manera organizados, no levantaron un dedo para
evitar la catástrofe que hundía a Alemania en el abismo y que en pocos meses
deshizo completamente sus organizaciones.
En cambio, en España, donde el anarcosindicalismo,
seguido con mucho arraigo en la organización obrera desde los días de la
Primera Internacional, gracias a una propaganda libertaria incansable y una
intensa lucha que la preparó para la resistencia, fue la poderosa CNT la que
con la intrepidez de réplica frustró los planes de Franco y de sus numerosos
auxiliares de dentro y del exterior, levantando el ánimo de todos los obreros y
campesinos de España con su ejemplo heroico para dar la batalla al cabecilla
faccioso —hecho éste que él mismo se vio obligado a reconocer—. Sin la heroica
resistencia de los sindicatos anarcosindicalistas, la reacción fascista hubiera
dominado en pocas semanas toda la Península.
Comparando la técnica de la organización federalista
de la CNT con la máquina centralista que construyeron los obreros alemanes,
causa sorpresa ver la simplicidad de la primera. En los sindicatos menos
numerosos todas las tareas de organización se efectuaban voluntariamente. En
las federaciones, ya más amplias, donde, naturalmente, se requerían
representantes oficiales, éstos eran elegidos por un año solamente y tenían una
paga igual a la de los trabajadores del ramo a que pertenecieran. Ni la
Secretaría general de la CNT era excepción a esta regla. Es ésta una tradición
conservada en España desde los días de la Internacional. Esta sencilla forma de
organización, no sólo bastó a los españoles para convertir a la CNT en una
unidad de lucha de primer orden, sino que la ponía a salvo del peligro de caer
en régimen burocrático dentro de su misma esfera, y les permitió desplegar ese
irresistible espíritu de solidaridad y de tenaz beligerancia que es tan
característico de esa organización y que no se da en ningún otro país.
Para el Estado, el centralismo es la forma más
adecuada de organización, puesto que aspira a la mayor uniformidad posible en
la vida social, con objeto de mantener el equilibrio social y político. Mas
para un movimiento cuya misma existencia depende de la acción rápida en toda
circunstancia propicia, y en la independencia de pensamiento y de acción de sus
mantenedores, el centralismo no podría ser más que una desdicha pues
debilitaría su energía decisiva y reprimiría sistemáticamente toda su actividad
directa. Si, por ejemplo, como ocurría en Alemania, cada huelga local tenía que
ser aprobada previamente por la Central, que a veces estaba a centenares de
millas y que ordinariamente no estaba en condiciones de formular un juicio
acertado sobre las circunstancias locales, no cabe sorprenderse entonces de que
la pesadez del mecanismo hiciera imposible que éste reaccionase rápidamente. El
resultado es que se crea un estado de cosas en el que los grupos enérgicos e
intelectuales no sirven de modelo a los más activos, sino que quedan condenados
a la inacción por éstos, produciendo inevitablemente el estancamiento de todo
el conjunto. Una organización no es, a la postre, más que un medio para
determinada finalidad. Cuando se convierte en fin de sí misma, mata al espíritu
y la iniciativa vital de sus miembros, estableciendo ese dominio de la
mediocridad que es propio de la burocracia.
Por consiguiente, el anarcosindicalismo opina que las
organizaciones sindicales deben tener tal carácter que permita llevar al máximo
la lucha de los obreros contra los patronos, al mismo tiempo que les
proporcione a los primeros una base que les haga capaces, dada una situación
revolucionaria, de emprender la reestructuración de la vida económica y social.
De manera que su organización se estructura en la
siguiente forma: los trabajadores de cada región se unen en los sindicatos de
sus respectivos ramos, y éstos no se hallan sujetos al veto de ninguna central,
sino que gozan de plenos derechos de autodeterminación. Los sindicatos de la
ciudad o de los distritos rurales se combinan en lo que en inglés diríamos cartels,
o federaciones del trabajo. A su vez, estas federaciones son las que organizan
la propaganda y la educación locales. Funden a los obreros como clase y evitan
que se produzca ninguna manifestación fraccional de miras estrechas. Todas las
federaciones están vinculadas, según distritos y regiones, entre sí, por medio
de la Confederación General del Trabajo, que mantiene en constante contacto los
grupos locales, vela por el libre engranaje del trabajo productivo de los
miembros de distintas organizaciones en sentido cooperativo, procura establecer
la coordinación necesaria en la obra educativa, en la que las federaciones
poderosas acudirán en ayuda de las más débiles, y en general presta el apoyo de
su concurso a los grupos locales, en forma de consejo y guía.
Resulta, pues, que cada sindicato está, además,
enlazado federativamente con todos los del mismo ramo del país, y a su vez
relacionados en la misma forma con todos los ramos colaterales, de suerte que
están constituidos en verdaderas alianzas industriales. La misión de estas
alianzas es ordenar la acción cooperativa de los grupos locales, dirigir
huelgas de solidaridad cuando se haga necesario y atender a todos los
requerimientos de la lucha diaria entre el capital y el trabajo. De esta
manera, la Confederación de «cártels» y de alianzas industriales constituyen
los polos entre los cuales gira toda la vida de los sindicatos. Los
anarcosindicalistas están persuadidos de que ni por decretos ni por estatutos
otorgados por el Gobierno puede crearse un orden de economía socialista, sino
en virtud de la colaboración del cerebro y de la mano de obra de todos los
trabajadores, desde cada ramo de la producción; es decir, posesionándose de las
fábricas para regentarlas los obreros por sí mismos, en tal forma que todos los
grupos separados de fábricas y ramos industriales sean miembros independientes
del organismo económico general y efectúen sistemáticamente la producción y la
distribución de los productos en interés de la comunidad, a base de libres
acuerdos mutuos.
En tal caso, las federaciones obreras se harán cargo
del capital social existente en cada comunidad, determinarán cuáles sean las
necesidades de los habitantes de sus distritos y organizarán el consumo local.
Por medio de la función de la Confederación Nacional del Trabajo será posible
calcular las exigencias de la totalidad del país y ajustar a ellas, en
consecuencia, el rendimiento de la producción. Por otra parte, sería de
incumbencia de las alianzas industriales hacerse cargo de todos los medios de
labor y manufactura: máquinas, material de transporte, materias primas, etc., y
suministrar a los grupos sindicales lo necesario. Resumiendo: 1.º, organización
de las fábricas por los mismos productores y dirección del trabajo por consejos
nombrados por los mismos; 2.º, organización de la producción total del país por
medio de las federaciones industriales y agrícolas; 3.º, organización del
consumo por medio de «cártels» del trabajo.
En este terreno la experiencia práctica nos suministra
la mejor materia de estudio. Nos ha demostrado que las cuestiones económicas,
en el sentido socialista, no puede resolverlas un Gobierno aunque éste
signifique la tan cacareada dictadura del proletariado.
En Rusia la dictadura bolchevique estuvo casi dos años
sin saber qué hacer con los problemas económicos, y trataba de ocultar su
incapacidad amparándose en una inundación de decretos y ordenanzas, el noventa
y nueve por ciento de los cuales era destruido en el acto en las oficinas del
Estado. Si el mundo pudiera hacerse libre por medio de decretos, hace tiempo no
habría ya problemas en Rusia. En su fanático celo por el Gobierno, el
bolchevismo ha destruido violentamente los más valiosos comienzos del nuevo
orden social, suprimiendo las cooperativas, poniendo las uniones sindicales
bajo el control del Estado, y privando, casi desde el comienzo, a los soviets
de su libertad. Kropotkin dijo, con justicia, en su «Mensaje a los trabajadores
de los países de la Europa occidental»:
«Rusia
nos ha mostrado el camino que no debe seguirse para establecer el socialismo,
aunque la masa del pueblo, asqueada por el viejo régimen, no opusiera
resistencia a los experimentos del nuevo Gobierno. La idea de la formación de
consejos de obreros y campesinos tiene, en sí misma, una extraordinaria importancia.
Pero en la medida en que el país esté dominado por la dictadura de un partido,
los consejos de obreros y de campesinos pierden, naturalmente, su
significación. Degeneran hasta desempeñar el mismo papel pasivo que los
representantes de los Estados solían desempeñar en tiempo de las monarquías
absolutas. Un consejo de trabajadores deja de ser un consejo libre y valioso
cuando no hay libertad de prensa en el país, como ha ocurrido entre nosotros
por más de dos años. Es más: los consejos de obreros y campesinos pierden toda
su significación cuando no se eligen previa una propaganda pública y las mismas
elecciones se llevan a cabo bajo la presión ejercida por la dictadura de
partido. Un Gobierno constituido por tales consejos —Gobierno soviético—
equivale a un definitivo paso en retroceso, tan pronto como la revolución
avanzaba para estructurar una nueva sociedad sobre nuevos cimientos económicos;
resulta cabalmente un principio viejo sobre un basamento nuevo».
La marcha de los acontecimientos ha dado plenamente la
razón a Kropotkin. Rusia se halla hoy más lejos del socialismo que ningún otro
país. La dictadura no conduce a la liberación económica y social de las masas
laboriosas, sino a la supresión de las más triviales libertades y al desarrollo
de un despotismo ilimitado que no respeta derecho alguno y pisotea todos los
sentimientos de la dignidad humana. Lo que el trabajador ruso ha salido ganando
económicamente bajo el presente régimen es una forma más ruinosa de la
explotación humana, heredada del más exagerado grado del capitalismo, en forma
de sistema stakhanovista, que eleva la capacidad de rendimiento del operario al
límite máximo y le rebaja a la condición de esclavo de galera, a quien se niega
todo control de su trabajo personal y tiene que someterse a todos los mandatos
de sus superiores, si no quiere exponerse a sufrir penas de privación de la
libertad y aun de la vida. Ahora bien: el trabajo forzado es lo que menos puede
conducir al socialismo. Distancia al hombre de la comunidad, destruye la alegría
de su trabajo cotidiano y sofoca esa sensación de responsabilidad personal en
relación con los compañeros, sin la cual huelga que se hable de socialismo.
Sobre Alemania, no vale la pena de que se haga aquí
ninguna reflexión. No era lógico esperar de un partido como el de los
socialdemócratas —cuyo órgano central, el Vorwaerts, en la misma víspera de
la revolución de 1918, hacía advertencias a los trabajadores sobre la
precipitación: «Pues el pueblo alemán —decía— no está preparado para la
república, que hiciera experimentos de socialismo. Se le vino a las manos el
poder, sin más ni más, y no sabía qué hacerse con él. Su absoluta impotencia
contribuyó no poco a hacer posible que Alemania se tueste hoy al sol del Tercer
Reich».
Los sindicatos anarcosindicalistas de España,
especialmente en Cataluña, donde su influencia es mayor, nos han dado en este
aspecto un ejemplo único en la historia del movimiento obrero socialista. Con
ello no han hecho sino demostrar lo que los anarcosindicalistas han dicho
siempre con insistencia, que el acercamiento al socialismo sólo es posible
cuando los trabajadores han creado el organismo adecuado para el mismo y, sobre
todo, cuando tienen una preparación previa, debida a una educación genuinamente
socialista y a la acción directa. Y así ha ocurrido en España, donde desde los
días de la Internacional el peso del movimiento laborista ha recaído no en los
partidos políticos, sino en los sindicatos revolucionarios.
Cuando el 18 de julio de 1936, la conspiración los
generales fascistas culminó en abierta rebelión y fue sofocada en pocos días
por la heroica resistencia de la CNT y la FAI —Confederación Nacional Trabajo y
Federación Anarquista Ibérica— que libró a Cataluña del enemigo y frustró el
plan de los conspiradores que habían confiado en la sorpresa súbita, se vio
claro que los trabajadores de Cataluña no se quedarían a medio camino. En
efecto, se procedió en seguida a la colectivización de la tierra y a la
incautación de las fábricas, cometido en el que entendieron los sindicatos de
campesinos y de obreros industriales; y este movimiento, desatado por
iniciativa de la CNT y la FAI, con fuerza irreprimible, se extendió por Aragón
y Levante, llegando a otras regiones del país, consiguiendo arrastrar a una
gran parte de los sindicatos del partido socialista, organizados bajo la Unión
General de Trabajadores. La rebelión fascista había puesto a España en el
camino de la revolución social.
El acontecimiento demuestra que no sólo los
trabajadores anarcosindicalistas de España están dotados de una alta capacidad
combativa, sino que les mueve un gran espíritu constructivo, adquirido en
largos años de educación socialista. El gran mérito del anarquismo libertario
de España, que tiene ahora expresión en la CNT y en la FAI, es que desde los tiempos
de la Internacional ha seguido educando a los obreros en ese espíritu que
estima la libertad por encima de todo y que considera que la independencia de
criterio de sus afiliados es la base de su existencia. El movimiento libertario
español nunca se dejó extraviar en un laberinto de economía metafísica que
hubiera anquilosado su impulso intelectual con conceptos fatalistas, como
ocurrió en Alemania, ni ha malgastado sus energías en tareas de una estéril
rutina de parlamentarismo burgués. Para ese movimiento español, el socialismo
ha sido siempre cosa de incumbencia del pueblo, un crecimiento orgánico que
radica en la actividad de las mismas masas, cuya base está en sus
organizaciones económicas.
La CNT no es, por consiguiente, una simple alianza de
trabajadores industriales, como las trade unions o sindicatos de otros países. Abarca,
incluyéndolos en sus filas, a los sindicatos de trabajadores de la tierra y
campesinos en general, como también a los obreros de la inteligencia. Si los
braceros luchan ahora codo a codo con los operarios de las fábricas contra el
fascismo, ello se debe a la gran obra educativa que han realizado la CNT y sus
iniciadores. Socialistas de todas las escuelas, auténticos liberales y
burgueses antifascistas que han tenido ocasión de observar los hechos en su
propio escenario, todos han coincidido en sus juicios al apreciar la capacidad
creadora de la CNT y han dedicado palabras de la mayor admiración a sus obras
constructivas. Ninguno de ellos ha dejado de elogiar la natural inteligencia,
la reflexión y prudencia y, sobre todo, la tolerancia sin igual de que han dado
muestras los trabajadores y campesinos de la CNT al dar realización a su
difícil tarea.[1]
Trabajadores del campo, técnicos y hombres de ciencia
se juntaron para laborar en cooperación, y en tres meses lograron dar un
aspecto radicalmente nuevo a la vida económica de Cataluña.
Hoy día, en Cataluña, las tres cuartas partes de la
tierra están colectivizadas y cultivadas en cooperación por los sindicatos
agrarios. En esto, cada comunidad ofrece un tipo propio y arregla sus asuntos
internos a su manera, pero las cuestiones económicas las ordena por mediación de
su federación correspondiente. De esta suerte queda salvaguardada la libre
iniciativa de empresa y son fomentadas las nuevas ideas y el mutuo estímulo.
Una cuarta parte del terreno está en manos de pequeños propietarios labradores,
a quienes se les ha dejado en libertad de elegir entre unirse a las
colectividades continuar su gobierno familiar. En muchos casos sus bienes
exiguos han sido incluso aumentados, en proporción con el número de sus
miembros. En Aragón, una inmensa mayoría de los campesinos optó por
colectivizarse. Hay en esa región más de cuatrocientas granjas colectivas, diez
de las cuales están bajo control de los sindicatos de la UGT; las demás las
llevan los sindicatos de la CNT. Tales progresos ha hecho la agricultura en
esas zonas, que en el transcurso de un año, el cuarenta por ciento de las
tierras antes incultas se han puesto bajo cultivo. En Levante, en Andalucía e
incluso en Castilla, la agricultura colectiva, bajo la orientación
administrativa de los sindicatos, realiza constantes progresos. En numerosas
colectividades menores ha sido ya adoptada una modalidad nueva de vida
socialista: los habitantes de las mismas no hacen ya el cambio por medio de
dinero, sino que procuran atender con el fruto de su trabajo colectivo a sus
propias necesidades, dedicando todo lo sobrante a ayudar al mantenimiento de
sus camaradas que luchan en el frente.
En muchas de las colectividades rurales se ha
conservado la compensación individual por el trabajo desempeñado, quedando
aplazado el esfuerzo de reestructurar el nuevo sistema para cuando la guerra
haya terminado, pues la guerra reclama por el momento los máximos esfuerzos de
todo el pueblo. En estos casos, la cuantía de los jornales se precisa en
atención al número de miembros de la familia. Los informes económicos de los
boletines diarios de la CNT están llenos de datos curiosos sobre la formación
de las colectividades y su desenvolvimiento técnico, con la introducción de
maquinaria y fertilizantes químicos, casi desconocidos anteriormente. Sólo en
Castilla, las colectividades campesinas han gastado en el pasado año más de dos
millones de pesetas con este objeto. La gran tarea de la colectivización del
campo se facilitó considerablemente cuando las federaciones rurales de la UGT
se unieron al movimiento general. Son muchas las comunidades campesinas cuyos
asuntos son tratados de mutuo acuerdo, entre delegados de la CNT y de la UGT,
acentuando la aproximación de ambas organizaciones, acercamiento que culminó en
una alianza de trabajadores de ambas centrales sindicales.
Pero donde los sindicatos obreros han realizado su más
asombrosa obra es en el terreno de la industria, ya que tomaron en sus manos
absolutamente toda la vida industrial del país. En Cataluña, en un año, los
ferrocarriles han sido dotados de completo equipo moderno, y en puntualidad,
los servicios nunca habían funcionado como ahora. Las mismas mejoras se han
efectuado en todo el sistema de transportes, en la industria textil, en la
construcción de maquinaria, en la edificación y en las industrias menores. Pero
es en las industrias de guerra donde los sindicatos han realizado un verdadero
prodigio. Por el llamado pacto de neutralidad, el Gobierno español se vio
privado de importar armas en cantidad. Cataluña, antes del levantamiento
militar, no tenía una sola fábrica de manufactura militar. Lo que más
apremiaba, por tanto, era rehacer industrias enteras para responder las
demandas de la guerra. Dura empresa ésta para unos sindicatos que tenían ya sus
manos completamente ocupadas en establecer un nuevo orden social. Y, sin
embargo, lo efectuaron con tal energía y eficiencia técnica que únicamente se
explica por el fervor de los trabajadores y su presteza ilimitada en
sacrificarse por la causa. Llegaron a trabajar los obreros, en esas fábricas,
doce y aun quince horas diarias para dar cima a su obra. Hoy Cataluña cuenta
con 283 grandes fábricas que trabajan día y noche en la producción de material
de guerra, con objeto de que los frentes estén debidamente provistos.
Actualmente Cataluña provee a la mayor parte de los requerimientos militares.
El profesor Andrés Oltramare ha declarado en un artículo que los trabajadores
de Cataluña «han realizado en siete semanas lo que Francia hizo en catorce
meses, a partir de la ruptura de hostilidades de la guerra mundial».
Pero no acaba aquí, ni mucho menos. La desdichada
guerra empujó hacia Cataluña a una abrumadora cifra de fugitivos, procedentes
de todas las zonas azotadas por la guerra: hoy suman un millón.[2] Más
del cincuenta por ciento de los enfermos y heridos hospitalizados en los
establecimientos sanitarios de Cataluña, no son catalanes. Es fácil, pues,
hacerse cargo de la tremenda labor de los sindicatos obreros para atender a
todas las necesidades que la situación originaba. De la organización de todo el
sistema de enseñanza por grupos de maestros de la CNT, de las asociaciones de
protección del arte y de otros cien aspectos, no puedo siquiera ocuparme en el
breve espacio de esta obra.
Al mismo tiempo, la CNT mantenía 120.000 milicianos
propios que luchaban en todos los frentes. Ninguna organización ha rendido en
España una contribución tan grande en vidas y heridos como la CNT y la FAI. En
su heroico comportamiento contra el fascismo, ha perdido a muchos de sus más
significados luchadores, entre ellos Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti,
cuya épica grandeza convirtió a este último en el héroe del pueblo español.
En semejantes circunstancias, puede que se comprenda
que los sindicatos no hayan podido llevar a término y completar su obra ingente
de reconstrucción social, y que de momento no pudieran prestar toda su atención
al problema de la distribución y consumo. La guerra, la ocupación por los
ejércitos fascistas de parte de las zonas en las que hay importantes fuentes de
materias primas, la invasión italiana y alemana, la actitud hostil del capital
extranjero, las matanzas de la contrarrevolución brotada en el mismo territorio
y apoyada esta vez —cosa significativa— por Rusia y por el partido comunista
español: todas estas causas y otras muchas han obligado a los sindicatos a
aplazar muchas y grandes tareas hasta que la guerra termine victoriosamente.
Pero haciéndose cargo de las industrias y de las tierras para su
administración, han dado el primer paso, que es el más importante, hacia el
socialismo. Sobre todo han demostradoque los
trabajadores, aun sin los capitalistas, son capaces de llevar adelante la
producción y de hacerlo mejor que el puñado de administradores que explotan el
hambre. Cualquiera que fuese la solución de la sangrienta guerra
que se libra en España, el haber hecho esta demostración, será siempre un
servicio indiscutible de los anarcosindicalistas españoles, cuyo heroico
ejemplo ha abierto nuevas perspectivas futuras al movimiento socialista.
Si el anarcosindicalismo se esfuerza por inculcar a
las clases trabajadoras de todo el mundo la comprensión de esta nueva forma de
socialismo constructivo y mostrarles que hoy deben dar a sus organizaciones de
lucha económica las cualidades necesarias para que sean aptas, en un momento
dado de crisis económica general, para emprender la obra de la estructuración
socialista, eso no significa que esas cualidades estén calcadas en las formas
de organización de un solo modelo. En cada país hay condiciones peculiares,
íntimamente trabadas a su desarrollo histórico, a sus tradiciones, a sus
peculiaridades psicológicas. La gran superioridad del federalismo es,
indudablemente, que toma en consideración estos importantes factores y no
insiste en una uniformidad que violenta el libre pensamiento y fuerza a los
hombres a cosas externas, contrarías a sus tendencias naturales.
Kropotkin dijo en cierta ocasión que tomando a
Inglaterra por ejemplo, hay tres grandes movimientos que en tiempo de crisis
revolucionaria facilitarían a los obreros el desenvolverse a través del
derrumbamiento total de la presente economía social: el tradeunionismo,
las organizaciones cooperativas y el movimiento en favor del socialismo
municipal; eso, naturalmente, supuesto que tengan en vista una meta fija y
trabajen juntos siguiendo un plan definido. Los trabajadores deben comprender
que no sólo debe ser su liberación obra suya, sino que esa libertad sólo puede
concebirse si ellos mismos atienden a las aportaciones constructivas
preliminares, en vez de fiar la tarea a los políticos, pues éstos no están en
manera alguna preparados para ello. Y por encima de todo, deben comprender que
por distintos que sean, según los países, esos preliminares inmediatos para
libertarse, los efectos de la explotación capitalista son idénticos en todas
partes y, por consiguiente, deben dar a sus esfuerzos el necesario carácter
internacional.
Ante todo, no deben atar esos esfuerzos a los intereses
del Estado nacional, como por desgracia ha ocurrido hasta el presente en muchos
países. El mundo de la organización del trabajo debe proseguir hacia sus
propios fines y posee intereses propios que defender, y éstos no coinciden con
los del Estado nacional ni con los de las clases ricas. Una colaboración de
obreros y patronos, tal como la propugnaron el partido socialista y los grupos
sindicales en Alemania después de la guerra mundial, no puede conducir más que
a hacer desempeñar al trabajador el papel del pobre Lázaro, que tenía que
contentarse con recoger las migas que caían del banquete del hombre rico. La
colaboración es posible solo cuando los fines y, lo que más importancia tiene,
los intereses, son iguales.
Es indudable que algunas pequeñas comodidades caen a
veces en el lote de los trabajadores, si los burgueses de su país logran alguna
ventaja sobre los de otro; pero esto siempre lo obtienen a costa de su propia
libertad. El trabajador en Inglaterra, Francia, Holanda, etc., participa hasta
cierto punto de los beneficios que, sin esfuerzo suyo, fueron a caer en el seno
de la burguesía de su país, procedentes de la explotación sin trabas de los
pueblos coloniales; pero, tarde o temprano, llegará el día que esos pueblos
abran también los ojos, y entonces tendrá que pagar de la manera más cara las
pequeñas ventajas de que disfrutó antes. Los acontecimientos de Asia lo
demostrarán así, con meridiana claridad, en un futuro próximo. Pequeñas
ganancias debidas al aumento de las ocasiones de hallar trabajo y de cobrar
mejores salarios, pueden hacer prosperar al obrero de un Estado afortunado que
se abre mercados a costa de otros. La consecuencia de esto es que ahonda más la
división que separa a unos de otros en el movimiento obrero internacional,
división que no logran desvanecer las más bellas resoluciones de los congresos
internacionales.
Esta escisión es la que aleja más y más el día de la
liberación del trabajador del yugo del salario de esclavitud. Desde el momento
en que el obrero liga sus intereses a los de la burguesía de su país en vez de
ligarlos a los de su clase, debe también, naturalmente, cargar con todas las
consecuencias que ha de tener esa relación. Debe estar dispuesto a batirse en
las guerras de las clases detentoras de la riqueza, guerras que desencadenan
por el mantenimiento y la extensión de sus mercados, y defender cualquier
injusticia que dichas clases se lancen a cometer contra otros pueblos. La
prensa socialista de Alemania no hacía más que obrar en forma consecuente
cuando pedía, durante la guerra mundial, la anexión de territorios extranjeros.
Era consecuencia inevitable de la actitud mental y de los métodos que los
partidos socialistas políticos habían mantenido mucho tiempo hasta la
conflagración.
Hasta que los obreros de todos los países no estén
claramente de acuerdo en que sus intereses son los mismos en todas las
latitudes, e inspirándose en ello aprendan a unirse para actuar juntos, no
podrá decirse que existe una base efectiva para la liberación internacional de
la clase trabajadora.
Cada época comporta unos problemas peculiares y tiene
sus métodos propios para tratarlos. El problema que se nos plantea en la
actualidad es éste: la liberación del hombre de esa maldición de la explotación
económica y de la esclavitud social. La era de las revoluciones políticas pasó
a la historia, y dondequiera que se produzcan, no alteran en lo más mínimo los
fundamentos del orden social capitalista. Por una parte, cada vez se ve más
claro que la democracia burguesa está en tal decadencia que ya no es capaz de
oponer resistencia verdadera a la amenaza del fascismo. Por otra parte, el
socialismo se ha perdido de tal manera por los cauces secos de la política
burguesa, que ya no siente la menor simpatía por la genuina educación
socialista de la masa y nunca va más allá de abogar por insignificantes
reformas. Pero el desarrollo del capitalismo y el gran Estado moderno, nos han
puesto en una situación en la que vamos a toda vela hacia una catástrofe
universal. La última guerra mundial y sus consecuencias sociales y económicas
que hoy siguen constantemente y con creciente intensidad su obra desastrosa,
hasta llegar a convertirse ya en un verdadero peligro para la misma existencia
de la cultura humana, son síntomas siniestros de unos tiempos que no hay hombre
con discernimiento que no acierte a interpretar. Por consiguiente, nos atañe a
nosotros la reconstrucción de la vida económica de los pueblos, levantándola
del suelo y reestructurándola con espíritu socialista. Pero únicamente los
productores están capacitados para esta obra, ya que ellos son el único
elemento creador de valores, del cual puede surgir un porvenir nuevo. Sus
tareas son librar el trabajo de los grilletes con que lo sujeta la explotación
económica, librar a la sociedad de todos los procedimientos y las instituciones
de poder político, y abrir el camino para llegar a una alianza de agrupaciones
libres de hombres y mujeres, fundadas en el trabajo cooperativo y en una
administración pensada con miras al bien de la comunidad. Preparar a las masas
que laboran afanosamente en la ciudad y en el campo para esta gran finalidad, y
unirlas entre sí como fuerza militante, tal es el objetivo del moderno
anarcosindicalismo, y esto llena toda su misión.
1 - He aquí algunas opiniones de periodistas extranjeros que no tienen
personalmente relación alguna al movimiento anarquista. Andrés
Oltramare, profesor de la Universidad de Ginebra, en una alocución
bastante extensa, dijo:
«En medio de la guerra civil, los anarquistas han
demostrado ser organizadores políticos de primer rango. Acertaron a que
prendiera en todos los ciudadanos el necesario sentido de responsabilidad, y,
por medio de llamamientos impresionantes, han sabido mantener vivo el
sentimiento de sacrificio en bien general del pueblo».
«Como
socialdemócrata hablo aquí con íntima satisfacción y con admiración sincera por
lo que he comprobado en Cataluña. La transformación anticapitalista se efectuó
sin necesidad de recurrir a la dictadura. Los miembros de los sindicatos son
dueños de sí mismos y dirigen la elaboración y la distribución de los productos
del trabajo bajo su administración propia, con el consejo de técnicos en
quienes tienen confianza. El entusiasmo de los trabajadores es tal que
desprecian toda ventaja personal y sólo piensan en el bienestar común».
El conocido antifascista italiano Carlos Roselli, que
antes de tomar Mussolini el poder era profesor de Economía en la Universidad de
Génova, precisó su juicio en las siguientes palabras:
«En tres meses, Cataluña ha sido capaz de establecer
un nuevo orden sobre las ruinas del viejo sistema. Y se debe principalmente a
los anarquistas, que han demostrado un notable sentido de la proporción,
comprensión realista y destreza... Todas las fuerzas revolucionarias de
Cataluña se han unido en un programa de carácter sindicalista-socialista:
socialización de la gran industria; reconocimiento de la pequeña propiedad;
control obrero...
El
anarcosindicalismo, hasta hoy tan menospreciado, se ha revelado como una gran
fuerza constructiva... Yo no soy anarquista, pero estimo un deber dar mi
opinión sobre los anarquistas de Cataluña, que siempre han sido presentados
ante el mundo como elementos destructores, cuando no criminales. Estuve al
comienzo con ellos en las trincheras y he aprendido a admirarlos. Los
anarquistas de Cataluña pertenecen a la vanguardia de la próxima revolución.
Con ellos nace un mundo nuevo, y es una dicha servir a ese mundo».
Y Fenner Brockway, secretario del Partido Laborista
Independiente de Inglaterra, que viajó por España después de los
acontecimientos de mayo de 1937 en Cataluña, expresa sus impresiones en los
siguientes términos:
«Me impresionó la fuerza de la CNT. Era innecesario
que se me dijera que se trata de la organización de trabajadores más vasta e
infundida de mayor vitalidad. Así se evidenciaba en todos los aspectos. Las
grandes industrias estaban, claramente, en su mayor parte, en manos de la CNT:
ferrocarriles, transportes por carretera, muelles, ingeniería, tejidos,
electricidad, construcción, agricultura. En Valencia la UGT tenía mayor parte
en el control que en Barcelona, pero hablando en general la masa trabajadora
estaba afiliada a la CNT.
Los
afiliados a la UGT eran más bien la gente de «cuello blanco» —los trabajadores
de oficina—. Me impresionó grandemente la obra revolucionaria constructiva que
está llevando a cabo la CNT. Haber logrado tener el control de tantos obreros
industriales, es una obra inspirada. Puede tomarse como ejemplo el ramo textil,
el ferroviario, el metalúrgico... Hay todavía algunos ingleses y
norteamericanos que consideran a los anarquistas de España como imposibles,
indisciplinados e incontrolables. Es el polo opuesto de la verdad. Los
anarquistas de España, por medio de la CNT, están realizando una de las obras
constructivas más considerables que haya llevado a efecto ninguna clase
trabajadora. Luchan contra el fascismo en los frentes. En la retaguardia están
edificando el nuevo orden social de los trabajadores. Comprenden que combatir
al fascismo y realizar la revolución son cosas inseparables. Todos los que han
visto y comprendido lo que están haciendo, les deben honor y agradecimiento.
Están resistiendo al fascismo. Están creando el nuevo orden a proletario, que
es la única alternativa del fascismo. Esto es la empresa más grande que
realizan los trabajadores, sin comparación en ninguna parte del mundo».
Y el mismo observa en otro lugar:
«La
gran solidaridad existente entre los anarquistas se debe a que cada cual confía
en su propia fuerza y no la considera dependiente de una jefatura... Las
organizaciones, para que den resultado, deben estar constituidas por gente de
pensamiento independiente; no una masa, sino seres libres».
2- Desde que fue escrito el presente libro, esta cifra ha seguido aumentando considerablemente.
Rudolf Rocker
El título del formato blog no corresponde al original. Tomado del libro «Anarcosindicalismo: teoría y práctica» y corresponde a un fragmento del capitulo «Los objetivos del anarcosindicalismo». (N&A)
No hay comentarios:
Publicar un comentario