viernes, 27 de abril de 2018

Menos anarquistas que Marx - Diego Abad de Santillán


El anarquismo no es una doctrina de cátedra ni un descubrimiento de laboratorio, sino un movimiento social de los oprimidos y los explotados contra la opresión y la explotación. Con filósofos o sin ellos, el anarquismo no desaparecerá como movimiento revolucionario llamado a cimentar la sociedad entera sobre nuevas bases económicas, morales y políticas, por la sencilla razón de que no ha nacido de las fórmulas mágicas de tal o cual pensador ni fue generado en ninguna biblioteca de viejos infolios. 

No negamos que los filósofos y los pensadores hayan acelerado el desenvolvimiento de las ideas anarquistas y estamos lejos de poner en tela de juicio su valiosa contribución al proceso de concreción y de solidificación del pensamiento revolucionario. Pero de eso a conceder el monopolio del anarquismo a los filósofos y filosofastros, hay un gran trecho. Los pensadores y los plagiarios de los pensadores pueden escribir grandes bibliotecas y leer millares y millares de volúmenes; pueden elevar monumentos literarios de mayor o menor valor a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad, al esperanto y al sexualismo revolucionario, pero con esos monumentos no se crea un movimiento social en que toman parte preferentemente quienes apenas saben leer y quienes, por su situación material, no pueden permitirse el lujo de devorar bibliotecas o de divagar en el café. ¡Pobre anarquismo si, por su esencia, se fundara en la labor de los filósofos y filosofastros!

Felizmente, el anarquismo sigue su curso con una cierta independencia de nuestras discusiones y mientras debatimos si lo blanco es blanco o negro, puede muy bien ocurrir que hayamos perdido el contacto efectivo con el movimiento social libertario de los trabajadores. Porque es entre los trabajadores oprimidos y explotados donde se alimenta la tendencia revolucionaria a cuyo desenvolvimiento debemos contribuir con nuevas ideas e iniciativas y cuya difusión debemos facilitar por medio del periódico, del libro, de la tribuna, pero no monopolizar como entretenimiento peripatético o como deporte de nuestras horas de "snobismo" intelectual.

 El lastre mental de las definiciones hechas y de los conceptos estereotipados en los círculos de la "intelligentzia" es terriblemente sofocador. Hemos creado caprichosamente palabras y hábitos mentales que luego nos esclavizan y nos unen a la noria de los automatismos. Las ideas de la lucha de clases, de la unidad de los trabajadores, del hombre económico y del hombre político, etc., son para nosotros otros tantos puntos sobre los cuales el peso de los hábitos adquiridos nos impide reflexionar. Cuando se procura reaccionar contra la dominación de uno de esos convencionalismos, se advierte la magnitud de su arraigo en las conciencias y de su poder sobre los hombres.

Ciertamente no vamos a sostener que sea imposible hacer una cierta separación ideal entre las actividades económicas y las actividades políticas, pero también podemos clasificar a los hombres en sanguíneos y biliosos, en partidarios de los tallarines y en partidarios del arroz a la valenciana, en altos y bajos; en..., la serie es interminable. Lo que nos parece arbitrario es eso de las separaciones absolutas, por ejemplo: en el sindicato eres un hombre económico y ¡cuidado con introducir allí el veneno corruptor de tus ideas particulares! Si quieres ser hombre político, preocuparte de cosas ideales y culturales, vete al grupo de afinidad de tu predilección o al partido de tus preferencias. Ese punto de vista de los sindicalistas franceses y de una minoría de soi-disent anarquistas que regentean el movimiento obrero de Barcelona, no lo hemos podido comprender nunca. Si Malatesta se siente inclinado a compartirlo, allá él; si Neno Vasco lo defendió en un libro de ciento cincuenta páginas, lo mismo nos da. ¿Somos anarquistas, o no lo somos? Si lo somos, hemos de serlo a todas horas y en todos los lugares; si no lo somos, mal haríamos en simular ciertos días de fiesta o entre ciertos contertulios, ideas y sentimientos que no abrigamos.

Se nos dice que el sindicato es para los obreros asalariados que quieren luchar contra el capitalismo. ¡Otra frase hecha! Ahí está el ejemplo ruso de la primera hora, para demostrar a los que no tienen voluntad de ser ciegos, que el capitalismo es un adversario menos fundamental que el estatismo, que el principio de autoridad. La revolución rusa destruyó las viejas formas capitalistas; llevó a la ruina el capital privado, pero dejó en pie una máquina estatal y el capitalismo arrojado por la ventana volvió dos años más tarde, por la puerta, acompañado de los honores y genuflexiones de sus pretendidos enemigos de ayer, recibido como el salvador del país. Ser enemigo del capitalismo no es bastante para ser revolucionario, después, sobre todo, de la experiencia rusa. Y los que se esfuerzan por sugerir a las masas obreras que su enemigo principal es el capitalismo se esfuerzan simultáneamente por desviar el proletariado de su guerra instintiva al Estado. Por lo demás, las luchas de cada día no nos ponen frente al capitalismo una sola vez, que no tengamos que contar con la huéspeda -la intervención del Estado en forma de gendarme, de soldado, de juez, etc.- Los intereses del Estado, aun en los países que se pretenden regidos por gobiernos "obreros" se identifican con los del capitalismo. Lo ve todo el mundo. Y hacía falta que vinieran unos señores sofistas en nombre del sindicalismo a separar las dos cosas y a agrupar a los trabajadores para la lucha contra el capitalismo, dejando intacto el Estado, sus instituciones y las ideas que lo fundamentan, en loor a una pretendida unidad de clase que se quebrantaría cuando los anarquistas, enemigos del principio de autoridad, atacáramos el Estado y el estatismo. 

Comparad esas generalidades con la valentía de nuestros precursores, los hombres de la primera Internacional en España e Italia, que decían: "En economía somos federalistas, en religión ateos, en política anarquistas". Aquellos hombres no tenían miedo a las palabras ni retrocedían ante ideas que hubieran parecido demasiado radicales para su tiempo; pero sus continuadores quieren evitar que se hable de Dios en el Sindicato, porque entonces los religiosos escaparán y no volverán a pagar sus cuotas para mantener secretarios; no quieren que se hable de política, porque los partidarios del Estado harían lo mismo que los religiosos si prevaleciese el punto de vista de los anarquistas; a lo sumo, ¡gracias a Dios!, nos dejan hablar de economía, y, felizmente, no se prohíbe atacar el capitalismo… siempre que no se vaya muy lejos, pues de ir hasta el fondo de la cuestión, los timoratos se retirarían de la agrupación de los asalariados y sus cuotas se perderían.

Terminemos con estas majaderías. El sindicato, como decía Borgui, es un continente cuyo contenido puede ser diverso. Supongamos tres botellas, una de vino, otra de petróleo y otra de ácido sulfúrico: ¿es que hemos de confundir el contenido el ácido sulfúrico con el vino, por el hecho de que ambos líquidos están contenidos en botellas? El sindicato, con esa base común de organismo de asalariados, puede ser fascista, católico, comunista, anarquista… Lo único que no puede ser el sindicato es… sindicalista, según el tipo imaginado por Pierre Besnard en Francia.

Algunos pontífices sindicalistas, anarquistas de días de fiesta, nos acusan del crimen de querer plantar la bandera del anarquismo en el movimiento obrero. ¡Horror! En el movimiento obrero no hay que plantar esa bandera; esa bandera pertenece a las tertulias del café o a los grupos de afinidad; esa bandera tienen que monopolizarla los filósofos; para los trabajadores es demasiado abstracta; los trabajadores deben permanecer unidos en tanto que son explotados.

Confesamos el crimen, y confesamos, además, que no lloraríamos la muerte de organizaciones obreras que no tuvieran más preocupaciones que la obtención de mejores salarios y de menos horas de trabajo; digámoslo todo: no lloraríamos la muerte de organizaciones en donde no pudiera flamear la bandera del anarquismo.

Ese crimen afecta a los nervios de Fabio; felizmente, no dispone de verdugos ni de guardia civil; no ocupa todavía el puesto de mandarín del futuro reinado sindicalista y el crimen no nos llevará por esta vez a la guillotina. Pero tenemos en cuenta las amenazas ocultas en una dictadura de dirigentes de organizaciones obreras. Lo que será ese régimen nos lo advierte ya su pensamiento: las masas organizadas no son nada, lo son todo los que las dirigen; en otras palabras ha sido dicho, pero el significado es ese. El sindicato soy yo, dirán nuestros futuros gobernantes, y nos harán callar, como nos hacen callar Trotzky y los diferentes Mussolinis europeos. Dejemos los problemas del mañana para el mañana, y mientras nos sea posible hoy, luchemos por que el movimiento obrero se encamine a la anarquía y reconozca como suya nuestra bandera. Y en torno a esa bandera agrupemos a los explotados y los oprimidos para la lucha por un mundo mejor, hoy para una huelga por un poco más de pan, mañana para una defensa solidaria del hermano caído en la garras de la ley; otro día para lo que se presente, y diariamente para educar en la libertad a los materiales humanos que deberán construir el mundo libre. 

No queremos fundar grandes organizaciones obreras sobre la mentira y la simulación de nuestras ideas; no nos conformamos tampoco con influenciar con nuestras ideas las organizaciones proletarias; queremos despertar en esas organizaciones las ideas y tendencias naturales del movimiento obrero, y a esas tendencias se les da el nombre de anarquismo, porque el movimiento obrero, libre de las influencias extrañas que lo desvían de sus cauces espontáneos, tiende a la destrucción del Estado y a organizar la vida social sobre las bases libres que nosotros deseamos. La finalidad anarquista del movimiento obrero no es ningún descubrimiento nuestro. La frase de Bovio: anárquico es el pensamiento y hacia la anarquía marcha la historia, la defendió también Carlos Marx; recordemos una vez más este pasaje del famoso libelo contra Bakunin: “Todos los socialistas comprenden por anarquía esto: una vez alcanzado el objetivo del movimiento proletario, el poder de Estado desaparece y las funciones de gobierno se transforman en simples funciones administrativas.” 

Ahí tenemos a Heinrich Cunow, el compinche de Karl Kautski en Die Neue Zeit, que acusa a Marx y a Engels de haberse dejado influir por corrientes ideológicas anarcoliberales de su tiempo (véase el libro Die Marxsche Geschichte-, Geseschafts-und Staatstheorie. Grunzüge der Marxchen Soziologie). Y no hace falta más que tomar en la mano libros de los socialistas más conocidos, por ejemplo Vandervelde, por ejemplo Lenin, para comprobar que aceptaban y reconocían como un proceso natural el de la finalidad anarquista del movimiento obrero social y revolucionario. ¡No seamos menos anarquistas que Marx, pues, y no llevemos nuestra cobardía hasta el punto de abdicar de nuestras ideas en los sindicatos y de cesar en nuestros esfuerzos por plantar sobre el movimiento obrero total o al menos sobre la parte que nos responda, la bandera de la anarquía, el objetivo de nuestras luchas y de nuestros pasos! 

No se es traicionado más que por los propios, dice el refrán; sería doloroso que la defensa de la finalidad anarquista del movimiento revolucionario tuviéramos que hacerla contra los anarquistas mismos, recurriendo a la autoridad de nuestro querido amigo Carlos Marx. Las maniobras de algunos dirigentes de la Confederación Nacional del Trabajo de España, que se dicen anarquistas, para borrar de ese organismo la finalidad anárquica históricamente reconocida por el proletariado revolucionario organizado de ese país es un mal síntoma. Esperamos que la enfermedad no prosperará.

D. A. de Santillán

 (Del Suplemento semanal de La Protesta, Buenos Aires, 10 de agosto de 1925.)




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