Fragmento del prólogo a la primera edición de La Ecología de La Libertad (1972)

Allá por los años sesenta,
palabras tales como «jerarquía» y «dominación» eran usadas muy rara vez. Los
radicales tradicionales, especialmente los marxistas, todavía discutían casi
únicamente en términos de clases, análisis de clases y conciencia de clase;
sus concepciones de la opresión estaban primordialmente confinadas a la
explotación material, la pobreza
abrumadora, y el injusto abuso del trabajo. Asimismo, los anarquistas ortodoxos
ponían el énfasis en el Estado como fuente ubicua de coerción social1.
Así como la aparición de la propiedad privada se volvió el «pecado original» en
la ortodoxia marxista, la aparición del Estado se volvió el «pecado original»
de la sociedad en la ortodoxia anarquista. Incluso la precoz contracultura de
los sesenta evitaba el uso del término «jerarquía» y prefería «cuestionar la
Autoridad» sin averiguar el origen de la autoridad, su relación con la
naturaleza y su significado para la creación de una nueva sociedad.
Durante esos años reflexioné
también sobre cómo una sociedad verdaderamente libre, basada en principios
ecológicos, podría mediar en la relación humana con la naturaleza. En
consecuencia, comencé a explorar el desarrollo de una nueva tecnología, que
estuviera en escala con dimensiones humanas razonables. Tal tecnología
incluiría pequeñas instalaciones solares y eólicas, jardines orgánicos y el
uso de «fuentes naturales» locales manipuladas por comunidades
descentralizadas. Este criterio dio rápido lugar a otro: la necesidad de una
democracia directa, de una descentralización urbana, de un alto grado de
auto-suficiencia de auto-dominio basado en formas comunales de vida social; en
suma, la Comuna no-autoritaria compuesta de comunas.
Mientras iba publicando
estas ideas al correr de los años –especialmente en la década que va de
comienzos de los sesenta a comienzos de los setenta–, empezó a preocuparme el
grado en que la gente tendía a subvertir la unidad, la coherencia y el enfoque
radical de tales ideas. Nociones tales como «descentralización» y «escala
humana», verbigracia, fueron hábilmente adoptadas sin ninguna referencia a las
técnicas solares y eólicas o a las prácticas bioagriculturales que eran sus
cimientos materiales. Cada fragmento se desbarrancó solitariamente, mientras
que la filosofía que integraba a cada uno de ellos en un mismo ente, se
debilitó. La descentralización se introdujo en la planificación urbana como una
mera estratagema para el diseño comunitario, en tanto que la tecnología
alternativa se volvió una disciplina estrecha, cada vez más relegada a la
academia y a una nueva camada de tecnócratas. A su turno, cada concepto fue
separado del análisis crítico de la sociedad, de una teoría radical de la
ecología social.
Se ha hecho manifiesto para
mí que fue la unidad de mis opiniones
–su totalidad ecológica, no meramente sus componentes individuales– lo que les
dio su vigor. Que una sociedad sea descentralizada, que use energía solar o
eólica, que esté cultivada orgánicamente, o que reduzca la contaminación: nada
de esto puede, por sí solo o incluso en una conjunción limitada, crear una
sociedad ecológica. Ni tampoco pueden pasos dados gradualmente, aun si son bien
intencionados, resolver siquiera parcialmente problemas que ya han alcanzado un
carácter universal, global y catastrófico. Las «soluciones» parciales sirven
apenas como cosméticos que ocultan la profundamente arraigada naturaleza de la
crisis y quizás ni siquiera para eso. Distraen a la atención pública y al
análisis teórico de una adecuada comprensión de la hondura y el alcance de los
cambios necesarios.
Combinadas en un todo
coherente y sostenidas por una práctica radical, sin embargo, estas opiniones
desafían el estatu quo de una manera amplia: la única
manera compatible con la naturaleza de la crisis. Fue precisamente la síntesis
de estas ideas lo que traté de lograr en La
Ecología de la Libertad. Y esta
síntesis tenía que apoyarse en la historia, en el desarrollo de las relaciones
sociales instituciones social, tecnologías cambiantes y sentimientos en
transformación y estructuras políticas; solo así podría yo esperar establecer
una sensación de génesis, contraste y continuidad, que le dieran verdadero
significado a mis juicios. El pensamiento reconstructivo y utópico que sigue
pues a mí síntesis, podría entonces sustentarse en las realidades de la
experiencia humana. Lo que debería ser podría convertirse en lo que debe ser, si la humanidad y la
complejidad biológica en que esta se apoya hubieran de sobrevivir. El cambio y
la reconstrucción podrían surgir de problemas existentes antes que de deseosos
pensamientos y oscuros caprichos.
Mi empleo de la palabra jerarquía en el subtítulo de este libro
pretender ser provocativo. Existe una fuerte necesidad teórica de contrastar
«jerarquía» con el uso, más extendido, de las palabras «clase» y «Estado»;
utilizaciones descuidadas de estos términos pueden inducir a una peligrosa
simplificación de la realidad social. Usar las palabras jerarquía, clase y
Estado indeterminadamente, como lo hacen muchos teóricos sociales, es insidioso
y oscurantista. Esta práctica, en el nombre de una sociedad sin clases o
libertaria, podría fácilmente ocultar la existencia de las relaciones
jerárquicas y de un sentimiento jerárquico, los cuales –incluso en ausencia de
explotación económico o de coerción política– servirían para perpetuar el
sometimiento.
Entiendo por «jerarquía» a
los sistemas culturales, tradicionales y psicológicos de obediencia y mandato,
no solamente a los sistemas económicos y políticos a los cuales los términos
«clase» y «Estado» se refieren más apropiadamente. De acuerdo con esta postura,
la jerarquía y la dominación podrían persistir fácilmente en una sociedad «sin
clases» o «sin Estado». Yo aludo en cambio a la dominación del joven por el
viejo, de las mujeres por hombres, de un grupo étnico por otro, de «masas» por
burócratas que juran hablar en sus «más altos intereses sociales», del campo
por la ciudad, y en un sentido psicológico más sutil, del cuerpo por la
mente, del espíritu por una chata racionalidad instrumental, y de la naturaleza
por la sociedad y la tecnología. Por cierto, sociedades sin clases pero
jerárquicas existen en la actualidad (y han existido en el pasado); no
obstante, la gente que vive en ellas ni disfruta de libertad, ni posee control
sobre sus vidas.
Marx, cuyas obras
contribuyeron largamente a esta confusión conceptual, nos legó una definición
de clase bastante explícita. Él contó con la ventaja de desarrollar su teoría
de la sociedad clasista dentro de un marco estrictamente económico. Su
difundida aceptación puede reflejar muy bien hasta que punto nuestra era
concede la supremacía a lo económico por sobre todos los demás aspectos de la
vida social. Hay, de hecho, una cierta elegancia grandilocuente en la noción de
que la historia de las sociedades ha sido siempre «la historia de la lucha de
clases». Expresado de modo sencillo, una clase dominante es un estrato social
privilegiado que posee o controla los medios de producción y explotada una
mayor cantidad de personas, la clase dominada, que opera estas fuerzas
productivas. Las relaciones de clase son esencialmente relaciones de producción
basadas en la propiedad de la tierra, de las herramientas, de las máquinas y
del producto obtenido. «Explotación», por su parte, es el uso del trabajo de
otros para satisfacer las propias necesidades materiales, para lujos y
placeres, y para la acumulación y la renovación productiva de tecnología. Tal
podría indicarse como la base de la definición de «clase» y con ella, el famoso
método del «análisis
de clases» de
Marx como auténtico esclarecimiento de las bases materiales de los intereses
económicos, de las ideologías y de la cultura.
«Jerarquía», si bien incluye
la definición de clase de Marx y hasta da lugar históricamente a la sociedad
clasista, va más allá del limitado significado atribuido a una vasta forma de
estratificación económica. Con esto, empero, no queda definido el término «jerarquía»,
y dudo que la palabra pueda ser contenida en una definición formal. A mi
entender, histórica y existencialmente, se trata de un complejo sistema de
mandato y obediencia en la cual las élites
gozan de variados grados de control sobre sus subordinados sin necesariamente
explotarlos. Tales élites pueden ser completamente carentes de forma alguna
de riqueza material; pueden ser incluso privadas de ella, como la élite
«Guardiana» de Platón, que era socialmente poderosa pero materialmente pobre.
La jerarquía no es meramente
una condición social: también es un estado de conciencia, una sensibilidad
hacia los fenómenos en cualquier nivel de la experiencia personal y social. Las
primeras sociedades pre-alfabetizadas («orgánicas», como las llamo) convivía de
un modo bastante integrado y unificado, basado en lazos familiares, en edades y
en una división sexual del trabajo2. Su alto sentido de la unidad
interna y su perspectiva igualitaria no solo involucraban a cada uno sino
además a su relación con la naturaleza. La gente de las culturas
pre-alfabetizadas no se veía a sí misma como los «amos de la creación» (para
usar una frase de los cristianos milenaristas), sino como parte del mundo
natural. No estaban ni por encima ni por debajo de la naturaleza, sino dentro de ella.
En las sociedades orgánicas,
las diferencias entre individuos, edades, sexos –y entre la humanidad y la
natural variedad de fenómenos animados e inanimados– eran vistas (usando la
soberbia frase de Hegel) como una «unidad de diferencias» o «unidad de
diversidad», no como jerarquías. Su perspectiva era nítidamente ecológica, y de
esta perspectiva, esas sociedades derivaron casi inconscientemente un corpus de
valores que influenció su comportamiento para con los individuos en sus propias
comunidades y para con el mundo con la vida. Tal como lo sostengo en las
páginas que siguen, la ecología no reconoce ningún «rey de las bestias» ni
ninguna «criatura interior» (ya que tales conceptos provienen de nuestra propia
mentalidad jerárquica). En cambio, trata con ecosistemas en los cuales los
seres vivos son interdependientes y juegan roles complementarios en el perpetuamiento
de la estabilidad del orden natural.
Gradualmente, las sociedades
orgánicas comenzaron a desarrollar formas menos tradicionales de diferenciación
y estratificación. Su unidad primigenia comenzó a resquebrajarse. La esfera
«civil» o sociopolítica de la vida se expandió, dándole creciente
preponderancia a los ancianos varones de la comunidad, quienes ahora reclamaban
esta esfera como parte de la división del trabajo tribal. La supremacía del
varón por sobre las mujeres y los niños surgió inicialmente como resultado de
las funciones sociales del macho en la comunidad, funciones que de ningún modo
eran exclusivamente económicas, tal como los teóricos marxistas nos habrían de
hacer creer. La astucia del macho para manipular a las mujeres aparecería
después.
Hasta esta fase de la
Historia, o de la prehistoria, los ancianos y varones raramente desempeñaban
roles socialmente dominantes, porque su esfera civil sencillamente no era
importante para la comunidad. En efecto, la esfera civil estaba marcadamente
equilibrada con la enorme trascendencia de la esfera «doméstica» de la mujer.
Las responsabilidades de la casa y los niños eran mucho más importantes en las
tempranas sociedades orgánicas que los asuntos políticos y militares. La
sociedad antigua era profundamente distinta a la contemporánea en su
ordenamiento estructural y en los roles de los diferentes miembros de la
comunidad.
Empero, ni siquiera con la
aparición de la jerarquía había clases económicas o estructuras estatales, ni
tampoco gente materialmente explotada de un modo sistemático. Ciertos estratos,
tales como los ancianos y hechiceros y ulteriormente los varones en general,
empezaron a reclamar privilegios, si así se los puede llamar, requiere una
discusión más moderna de lo que ha sido hasta ahora, y me he propuesto
evidenciar esos privilegios con minucioso detalle. Solo más tarde comenzaron
las clases económicas y la explotación económica a aparecer, para ser
eventualmente sucedidas por el Estado, con toda su parafernalia burocrática y
militar.
Pero la disolución de las
sociedades orgánicas en sociedades jerárquicas, clasistas y políticas, acaeció
despareja y erráticamente, retrocediendo y avanzando en largos períodos de
tiempo. Esto puede ser observado más nítidamente en las relaciones entre
hombres y mujeres, especialmente en términos de los valores que se han asociado
a los variables roles sociales. Por ejemplo, aunque los antropólogos hace
tiempo que le han asignado un excesivo grado de preponderancia social a los
hombres en las culturas cazadoras altamente desarrolladas –una preponderancia
que probablemente nunca poseyeron en las hordas forrajeras de sus antiguos
ancestros–, el pasaje de la caza a la horticultura, donde el cultivo era
realizado principalmente por mujeres, posiblemente recompuso cualquier
desequilibrio anterior que pudiera haber existido entre los sexos. El cazador
macho «agresivo» y la hembra recolectora «pasiva» son imágenes teatralmente exageradas
que los antropólogos varones del pasado les impusieron a sus «salvajes»
aborígenes, pero no hay duda de que deben haber bullido tensiones y vicisitudes
a los valores (lejos de las
relaciones sociales) de las primordiales comunidades cazadoras y recolectoras.
Negar la existencia de las tensiones actitudinales latentes que deben haber
existido entre el macho cazador, que tenía que matar para comer y luego
guerrear contra sus compañeros, y la recolectora femenina, que forrajeaba para
comer y luego cultivaba, haría difícil explicar por qué el patriarcado y su
perspectiva cruelmente agresiva emergieron en la Historia.
Si bien los cambios que he
aducido fueron tecnológicos y parcialmente económicos –como los términos
recolectores, cazadores y horticultores parecen implicar–, no deberíamos creer
que estos cambios fueron directamente responsables de modificaciones en el status sexual. Dado el nivel de
disparidad jerárquica que surgió en este temprano período de la vida social
–incluso en una comunidad patricéntrica-, las mujeres no eran aún abyectos
subordinados de los hombres, ni tampoco estaban los jóvenes espantosamente subyugados
a los ancianos. En realidad, la aparición de un sistema clasificatorio que
otorgaba privilegios a un estrato por sobre otro, especialmente a los ancianos
sobre los jóvenes, fue a su modo una forma de compensación que más
frecuentemente reflejaba las características igualitarias de la sociedad
orgánica antes que las características autoritarias de las sociedades
posteriores. Cuando el número de comunidades horticultoras empezó a
multiplicarse tanto que la tierra cultivable se volvió relativamente escasa y
la guerra, algo progresivamente común, los guerreros más jóvenes comenzaron a
gozar de una preeminencia sociopolítica que hizo de ellos los «grandes hombres»
de la comunidad, compartiendo así el poder con hechiceros y ancianos. Mientras
tanto, las costumbres, las religiones y los sentimientos matriarcales
coexistían con los patriarcales, por lo que los más ásperos aspectos del
patriarcado solían estar ausentes durante este período de transición. Ya fuera
matricéntrico o patricéntrico, el antiguo igualitarismo de la sociedad orgánica
penetraba en la vida social y se fue desvaneciendo muy lentamente, dejando
numerosos vestigios mucho después incluso de que la sociedad de clases se había
apoderado de los valores y sentimientos populares.
El Estado, las clases
económicas y la explotación sistemática de pueblos sometidos se derivó de un
proceso más complejo y extenso que lo que los teóricos radicales creyeron en su
tiempo. Sus visiones del origen de las clases y las sociedades políticas eran
más bien la culminación de un anterior y ricamente articulado desarrollo de la
sociedad hacia formas jerárquicas. Las divisiones en el seno de la sociedad
orgánica propulsaron en forma creciente a los ancianos hacia la supremacía por
sobre los jóvenes, a los hombres por sobre las mujeres, al hechicero y más
tarde a la institución sacerdotal por sobre la sociedad laica, a una clase por
sobre otra y a las formas estatales por sobre la sociedad en general.
Para el lector imbuido del
saber convencional de nuestra era, no puedo hacer demasiado énfasis en que las
sociedades en forma de bandas, familias, clanes, tribus, federaciones tribales,
villas y hasta municipalidades anteceden por mucho al Estado. El Estado, con
sus funcionarios especializados, sus burocracias y sus ejércitos, surge
bastante más tarde en el desarrollo social humano, inclusive mucho más tarde. Y
permanece en agudo enfrentamiento con las estructuras sociales coexistentes
tales como cofradías, vecindarios, sociedades populares, cooperativas,
asociaciones urbanas y una vasta variedad de asambleas municipales.
Pero la organización
jerárquica no culminó con la estructuración de la sociedad «civil» en un
sistema institucionalizado de obediencia y mandato. A su tiempo, la jerarquía
empezó a invadir áreas menos tangibles. A la actividad mental se le concedió
supremacía sobre el trabajo físico; a la experiencia intelectual, sobre la
sensualidad, al «principio de realidad», sobre el «principio de placer»; y
finalmente, la razón, la moralidad y el espíritu fueron penetrados por un
inefable autoritarismo que habría de vengarse tomando el control del lenguaje y
de las más rudimentarias formas de simbolización. La visión de la diversidad
social y natural fue alterada: de un sentimiento orgánico que veía a los
diferentes fenómenos en pirámides mutuamente opuestas, construidas sobre los
conceptos «inferior» y «superior». Y lo que comenzó como un sentimiento se ha
transformado en un hecho social concreto. De este modo, el intento de restaurar
el principio ecológico de la unidad en la diversidad se ha vuelto un intento
social por derecho propio: un revolucionario intento que debe reordenar el
sentimiento para poder reordenar el mundo real.
Una mentalidad jerárquica
fomenta la renuncia a los placeres de la vida. Justifica el trabajo pesado, el
delito y el sacrificio de los seres «inferiores», y el placer y la satisfacción
indulgente de prácticamente todos los caprichos de los «superiores». La historia objetiva de la estructura social
se internaliza como una historia subjetiva de la estructura física. Execrable
como pueda parecerle mi opinión a los freudianos modernos, no es la disciplina
del trabajo sino la del dominio la que demanda la represión de la naturaleza
interna. Esta represión se extiende luego hacia afuera, hasta la naturaleza
externa, como un mero objeto y deseos de explotación. Esta mentalidad penetra
nuestras psiques individuales en forma acumulativa hasta el día de hoy, no solo
como capitalismo sino como la vasta historia de la sociedad jerárquica desde su
principio. A menos que investiguemos esta historia, que habita activamente
dentro de nosotros como las primeras fases de nuestras vidas individuales,
nunca nos libraremos de ella. Podemos eliminar la injusticia social, pero no
lograremos la libertad social. Podemos eliminar las clases y la explotación,
pero no nos desharemos de los obstáculos de la jerarquía y la dominación.
Podemos exorcizar el espíritu de la ganancia y la acumulación de nuestras
psiques, pero seguiremos abrumados por un tenaz sentimiento de culpa, por la
renuncia y por una sutil creencia en los «vicios» de la sensualidad.
1-
Uso la palabra
ortodoxo, aquí y en páginas subsiguientes, intencionalmente. No aludo con ella
a los geniales teóricos radicales del siglo XIX –Proudhon, Kropotkin y Bakunin-
sino a sus continuadores que frecuentemente trastocaban las vivas ideas de
aquellos en rígidas y sectarias doctrinas. Como un joven anarquista canadiense,
David Spanner, lo expresó en una conversación personal: «Si Bakunin y Kropotkin
hubieran dedicado tanto tiempo a la interpretación de Proudhon como lo hacen
muchos de nuestros contemporáneos libertarios…dudo que el Dios y el Estado de Bakunin o el Apoyo Mutuo de Kropotkin hubieran sido escritos».
2-
Para que mi
énfasis en la integración y la comunidad de las «sociedades orgánicas» no sea
malinterpretado, quiero hacer aquí una advertencia aclaratoria. Por «sociedad
orgánica» no entiendo a una sociedad concebida como un organismo, lo cual me
huele a concepciones de la vida social coportativistas o totalitarias. En
general, uso el término para denotar una sociedad espontáneamente formada, no
coercitiva e igualitaria: una sociedad «natural» en tanto emerge de innatas
necesidades humanas de asociación, interdependencia y protección. Además,
ocasionalmente, uso el término en un sentido más vago, para describir
comunidades ricamente articuladas, que fomentan la sociabilidad, la libre
expresión y el control popular. Para evitar malentendidos, he reservado el
término «sociedad ecológica» para caracterizar la fantasía utópica esbozada en
las partes finales del libro.