En 1922 se publicó en Argentina, de mano de la Editorial Argonauta, el libro Dictadura y revolución,
en el que el destacado anarquista italiano Luigi Fabbri analizaba la
Revolución Rusa de 1917. Errico Malatesta escribió para esta ocasión un
interesante prólogo, que ahora reproducimos, en el que sintetiza su
pensamiento sobre los procesos revolucionarios y ofrece un punto de
vista específicamente libertario, tan opuesto a la perspectiva marxista,
sobre temas tan eternos como vigentes: el terror revolucionario, el
papel de las vanguardias, la defensa de la revolución, las renuncias y
sacrificios inherentes a toda transformación humana... No conviene
olvidar que este prólogo está escrito en el verano de 1922, ocho años
después de la Semana Roja italiana y ocho semanas antes de la Marcha
sobre Roma de las escuadras fascistas. Quizás nunca como aquí se ha
expresado tan claramente la necesaria coherencia entre fines y medios,
que caracteriza a los anarquistas (La Alcarria Obrera)
Errico Malatesta 1853- 1932 |
A
dos años de distancia de cuando fue escrito, el libro de Luis Fabbri
acerca de la Revolución Rusa conserva todo su vigor y sigue siendo aún
el trabajo más completo y orgánico que conozco sobre este argumento.
Antes bien, los acontecimientos posteriores ocurridos en Rusia han
venido a confirmar el valor del libro, dando una ulterior y más evidente
confirmación experimental a las deducciones que Fabbri desentrañaba de
los hechos conocidos hasta entonces y de los principios generales
sostenidos por los anarquistas.
En
este libro se pone de relieve la vieja, eterna oposición entre libertad
y autoridad, que ha llenado toda la historia pasada y trabaja como
nunca al mundo contemporáneo, decidiendo la suerte de las revoluciones
en acción y de aquellas que aún están por venir.
La
Revolución rusa se ha desarrollado con el mismo ritmo de todas las
revoluciones pasadas. Después de un período ascendente hacia una mayor
justicia y una mayor libertad, que duró en tanto la acción popular
atacaba y destruía los poderes constituidos, ha sobrevenido desde el
momento en que un nuevo gobierno logró consolidarse, el período de la
reacción, la obra, a veces lenta y gradual, a veces rápida y violenta,
del nuevo poder, encaminada a destruir en todo lo posible las conquistas
de la revolución y a restablecer un orden que asegure la permanencia en
el poder a la nueva clase gobernante y defienda los intereses de los
nuevos privilegiados y de aquellos entre los viejos que consiguieron
sobrevivir a la tormenta.
En
Rusia, gracias a circunstancias excepcionales, el pueblo destruyó el
régimen zarista, constituyó por libre y espontánea iniciativa sus
soviets (que fueron comités locales de obreros y campesinos,
representantes directos de los trabajadores y sometidos al contralor
inmediato de los interesados), expropió a los industriales y a los
grandes terratenientes y comenzó a organizar, sobre bases de igualdad y
de libertad y con criterios de justicia, aunque fuera relativa, la nueva
vida social.
Así
la Revolución se iba desarrollando y efectuando el más grandioso
experimento que la historia recuerde, se aprestaba a dar al mundo el
ejemplo de un gran pueblo que pone en actividad, por su propio esfuerzo,
todas sus facultades y alcanza su emancipación y organiza su vida de
acuerdo a sus necesidades, a sus instintos, a su voluntad, sin la
presión de una fuerza exterior que lo trabe y le obligue a servir los
intereses de una casta privilegiada.
Desgraciadamente,
sin embargo, entre los hombres que más contribuyeron a dar el golpe
decisivo al viejo régimen hubo fanáticos doctrinarios, ferozmente
autoritarios, porque tenían una convicción cerrada de poseer “la verdad”
y de tener la misión de salvar al pueblo, el cual no lograría salvarse,
según ellos, si no seguía estrictamente el camino que le indicaban.
Aprovechando hábilmente el prestigio adquirido por la participación que
habían tomado en la revolución y sobre todo la fuerza que les daba la
propia organización, consiguieron apoderarse del poder, reduciendo a la
impotencia a todos aquellos, y en especial manera a los anarquistas, que
habían contribuido a la revolución tanto o más que ellos mismos, pero
que no pudieron oponerse eficazmente a esa usurpación porque se
encontraban disgregados, sin previos acuerdos, casi sin organización
alguna.
Desde entonces la revolución estaba condenada.
El
nuevo poder, como está en la naturaleza de todos los gobiernos, quiso
absorber en sus manos toda la vida del país y suprimir cualquier
iniciativa, cualquier movimiento que surgiera de las entrañas populares.
Creó primero en su defensa un cuerpo de pretorianos y luego un ejército
regular y una poderosa policía que igualó o superó en ferocidad y manía
1iberticida aun a la misma del régimen zarista. Constituyó una
innumerable burocracia; redujo los soviets a simples instrumentos del
poder central o los disolvió con la fuerza de las bayonetas; suprimió
con la violencia, a menudo sanguinaria, toda oposición; quiso imponer su
programa social a los obreros y campesinos reacios, y así desanimó y
paralizó la producción. Defendió sin embargo con éxito el territorio
ruso de los ataques de la reacción europea, pero no logró con ello
salvar la revolución, pues ya la había despedazado por sí mismo, aunque
buscara defender las apariencias formales. Y ahora se esfuerza en
hacerse reconocer por los gobiernos burgueses, en entrar con ellos en
relaciones cordiales, en restablecer el sistema capitalista... en suma,
en sepultar definitivamente la revolución.
Así
todas las esperanzas que la revolución rusa había suscitado en el
proletariado mundial habrán sido traicionadas. Ciertamente Rusia no
volverá a su estado anterior, pues una gran revolución no pasa sin dejar
huellas profundas, sin sacudir y exaltar el alma popular y sin crear
nuevas posibilidades para el porvenir. Pero los resultados obtenidos
serán muy inferiores a los que hubieran podido realizarse y cuya
realización en verdad se esperaba, y enormemente desproporcionados a los
sufrimientos padecidos y a la sangre derramada.
No
queremos profundizar demasiado la investigación de las
responsabilidades. Desde luego una gran culpa del desastre cae sobre la
dirección autoritaria dada a la revolución; buena parte de la culpa cae
también sobre la particular psicología de los gobernantes bolcheviques
que aun equivocándose y reconociendo y confesando sus errores, están
siempre igualmente convencidos de ser infalibles y quieren siempre
imponer por la fuerza su mutable y contradictoria voluntad. Pero es
tanto o más cierto aún que esos hombres han debido afrontar dificultades
inauditas y que quizás mucho de lo que nos parece erróneo y malvado ha
sido el efecto ineluctable de la necesidad.
Y
por eso nosotros nos abstendremos de dar un juicio, dejando para la
posteridad el fallo de la historia serena e imparcial, si es verdad,
después de todo, que sea posible una historia serena e imparcial. Pero
existe en Europa todo un partido que está fascinado por el mito ruso y
quisiera imponer a la próxima revolución los mismos métodos bolcheviques
que han matado a la revolución rusa; y es urgente por lo tanto poner en
guardia a las masas en general, y a los revolucionarios en especial,
contra el peligro de las tentativas dictatoriales de los partidos
bolchevizantes. Y Fabbri precisamente ha prestado un notable servicio a
la causa, mostrando hasta la evidencia la contradicción que existe entre
dictadura y revolución.
El
argumento principal que utilizan los defensores de la dictadura; que
continúa llamándose dictadura del proletariado, pero que es más, en
realidad -ahora ya todos lo admiten- la dictadura de los jefes de un
partido sobre toda la población, el argumento principal, decía, es el de
la necesidad de defender la revolución contra las tentativas internas
de restauración burguesa y contra los ataques que vinieran de los
gobiernos exteriores, si el proletariado de esos países no supiera
tenerlos a raya haciendo, o amenazando al menos, con hacer él mismo la
revolución, tan pronto como el ejército se viera empeñado en una guerra.
No
hay duda que es menester defenderse, pero del sistema que se adopte
dependerá en gran parte la suerte de la revolución. Que si para vivir se
debiera renunciar a la razón y a los fines de la vida, si para defender
la revolución se debiera renunciar a las conquistas que constituyen el
fin primordial de la revolución misma, sería preferible entonces ser
vencidos honorablemente y salvar las razones del porvenir, que vencer
traicionando la propia causa.
Es
menester asegurar la defensa interna destruyendo radicalmente todas las
instituciones burguesas y haciendo imposible cualquier retorno al
pasado.
Es
vano querer defender al proletariado contra los burgueses, poniendo a
éstos en condiciones de inferioridad política. Entre tanto haya hombres
que poseen y hombres que no poseen, los que poseen terminarán siempre
burlándose de las leyes, aun más, apenas desvanecidas las primeras
agitaciones populares serán ellos quienes irán al poder y harán las
leyes.
Vanas son también las medidas de policía, que pueden servir bien para oprimir, pero que no servirán jamás para libertar.
Vano,
y peor que vano homicida, es el llamado terror revolucionario. Verdad
es que es tan grande el odio, el justiciero odio, que los oprimidos
encierran en su alma, son tantas las infamias cometidas por los
gobiernos y por los señores, son tantos los ejemplos de ferocidad que
vienen desde lo alto, tanto el desprecio de la vida y de los
sufrimientos humanos que ostentan las clases dominantes, que no hay que
maravillarse si la venganza popular en un día revolucionario se desata
terrible e inexorable. Nosotros no nos escandalizaremos y no trataremos
de refrenarla sino por la propaganda, pues el quererla frenar por
cualquier otro procedimiento nos llevaría a la reacción. Pero es verdad,
según nosotros, que el terror es un peligro y no ya una garantía de
éxito para la revolución. El terror en general cae sobre los menos
responsables; otorga valor a los peores elementos, a aquellos mismos que
hubieran sido esbirros y verdugos bajo el viejo régimen y se sienten
felices de poder desahogar, en nombre de la revolución, sus perversos
instintos y de poder satisfacer sus sórdidos intereses.
Y
esto si se trata del terror popular ejercido directamente por las masas
contra sus opresores directos. Que si luego el terror ha de ser
organizado por un centro, hecho por orden del gobierno y por medio de la
policía y de los llamados tribunales revolucionarios, entonces sería el
medio más seguro para matar la revolución y sería ejercido, más que
para daño de los reaccionarios contra los amantes de la libertad que
resistieran a las órdenes del nuevo gobierno y ofendieran a los
intereses de los nuevos privilegiados.
A
la defensa, al triunfo de la revolución se provee interesando a todos
en su éxito, respetando la libertad de todos y quitando a todos no sólo
el derecho, sino aún la posibilidad de explotar el trabajo de los demás.
No
es necesario someter los burgueses a los proletarios, sino abolir la
burguesía y el proletariado, asegurando a cada uno la posibilidad de
trabajar como mejor quiera y colocando a todos, a todos los hombres
aptos, en la imposibilidad de vivir sin trabajar.
Una
revolución social, que después de haber vencido está aun en peligro de
ser sobrepujada por la clase desposeída, es una revolución que se ha
detenido en la mitad del camino, y para asegurarse la victoria no tiene
más que seguir siempre adelante, siempre más hondo.
Queda aún el problema de la defensa contra el enemigo de afuera.
Una
revolución que no quiera terminar bajo el talón de un soldado
afortunado no puede defenderse más que por medio de milicias
voluntarias, haciendo en modo tal que cada paso dado por los extranjeros
sobre el territorio insurrecto los haga caer en una trampa, procurando
ofrecer todas las ventajas posibles a los soldados mandados por la
fuerza y tratando sin piedad a los oficiales enemigos que vengan
voluntariamente. Hay que organizar lo mejor posible la acción militar;
pero es esencial evitar que aquellos que se especializan en la lucha
militar ejerzan, en cuanto militares, una influencia cualquiera sobre la
vida civil de la población.
Nosotros
no negamos que desde el punto de vista técnico cuanto más un ejército
sea dirigido autoritariamente tanta mayor probabilidad tendrá de
victoria y que la concentración de todos los poderes en las manos de uno
solo -se comprende que este uno debe ser un genio militar- constituiría
un gran elemento de éxito.
Pero
la cuestión técnica sólo tiene una importancia secundaria; y si por no
arriesgar una derrota de parte del extranjero debiéramos arriesgamos a
matar nosotros mismos la revolución, serviríamos muy mal a la causa.
Que el ejemplo de Rusia sea útil a todos.
Dejarse colocar un freno en la esperanza de ser mejor guiados no puede conducir más que a la esclavitud.
Que
todos los revolucionarios estudien el libro de Fabbri. Es necesario
para estar bien preparados y evitar los errores en que han caído los
rusos.
Enrique Malatesta. Roma, Julio de 1922
Fuente: La Alcarria Obrera
"Si por no arriesgar una derrota (...) debiéramos arriesgamos a matar (en) nosotros mismos la revolución, serviríamos muy mal a la causa."
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