La pérdida del territorio, la defensa de los cuerpos
La consigna del progresismo reza que “todas somos migrantes”. Una
falacia más dentro del cúmulo que sostiene las políticas tibias de una
izquierda no sólo autoritaria sino corporativizada. No, no todas somos
migrantes. Algunas personas han dejado sus lugares de origen para
movilizar capitales y conquistar nuevos territorios. Otras lo han hecho
para sumar otro tipo de posesiones: títulos académicos, por ejemplo. Las
mueve una motivación colonialista. Otras, nosotras, hemos sido
despojadas de nuestro terruño por esa motivación ajena y lo único que
nos ha quedado ha sido nuestro cuerpo de mujer. Hemos debido entonces
movilizarlo hacia otros lugares y poner en venta la fuerza de trabajo
que él nos supone. Nosotras somos migrantes.
Lo anterior define no sólo una identidad, sino todo un entramado de
relaciones sociales extremadamente complejo. Cuando una se convierte en
migrante, la batalla por la defensa del cuerpo parece entonces ocupar el
papel fundamental en la vida. Habrá que defender el cuerpo de los
puteros masificados que conciben a la mujer migrante como un objeto de
consumo, de los patrones que comprenden que tu condición migrante merece
siempre un sueldo más bajo y una explotación mayor, de una sociedad
racista que estigmatizará tu tono de voz, tu color de piel, la textura
de tus cabellos, el tamaño de tus pechos, el ancho de tus caderas, tu
cuerpo todo.
El quiebre de los afectos, la red de solidaridades
Mientras libra la batalla en humus ajeno, la mujer que ha migrado
también se esfuerza por sostener a la distancia los lazos afectivos que
ha dejado atrás. Entonces nos dejamos buena parte del sueldo en llamadas
de larga distancia, en remesas familiares que sirvan de sostén al hogar
primero. Pero ya bien canta aquel clásico de los años 70, la distancia
es como el viento y apaga el fuego pequeño. Y lo cierto es que muy
pequeño fuego ha de quedar para relaciones sostenidas únicamente sobre
la base material de las remesas. Casi todas acaban en catástrofes
familiares: ¿Cuánto vas a enviar este mes?, ¿Por qué no has enviado
aún?, ¡Debes enviar cuanto antes!
Es por ello que a toda inmigrante urge construir una nueva red de
solidaridades. Muchas logran encontrarla más inmediatamente en las
iglesias, hay que admitirlo siquiera con vergüenza. Esa institución
anquilosada y plagada de mitos e hipocresías, sigue disputándonos
efectivamente la construcción de espacios de apoyo. Las personas que a
ella acuden se comparten datos de empleo, de arriendo, se juntan a
conversar sobre sus situaciones, construyen las relaciones que muchas
veces no está dispuesto a construir el nacional con el migrante, ni
siquiera en los más politizados espacios antiautoritarios.
Las iglesias también ofrecen algo fundamental para cualquier migrante
sin techo: las casas de acogida transitoria. Por supuesto que son
lugares en donde impera la lógica paternalista y asistencialista. Pero
de seguro que si eres mujer migrante y el hombre que te arrendaba un
cuarto ha intentado abusar de ti y luego te ha echado a la calle, seas
creyente o convencida atea, agradecerías infinitamente el abrazo
asistencial de una monja.
Otros espacios de confluencia y apoyo entre inmigrantes son los
sostenidos sobre la base de iniciativas culturales. Los grupos de danzas
folklóricas logran constituirse como un espacio de comunión entre
personas casi siempre de un mismo gentilicio. El esfuerzo por aferrarse a
las raíces, que bien puede estar acompañado de otras insanas dosis de
patriotismos, los integra en la voluntad por mostrar las propias
tradiciones y defenderlas de la distancia y el olvido para legarlas a
los hijos nacidos fuera del terruño. En ese esfuerzo confluyen diálogos
de resistencia.
Otras efectivas redes de apoyo mutuo han comenzado a surgir entre
mujeres inmigrantes. Se trata de espacios separados en donde se pretende
integrar una perspectiva feminista a la vez que procurar la formación y
el activismo de las integrantes. Si bien estas organizaciones no
cuentan hoy con la fortaleza política suficiente para autogestionar
espacios físicos que puedan ser de utilidad a toda la comunidad
migrante, es probable que su desarrollo al margen de la
institucionalidad sí pueda garantizarlo a futuro. Las amenazas a este
desarrollo son exactamente las mismas que pesan sobre todo el movimiento
popular: que a través de la corporativización, puedan quebrarse
voluntades críticas y transformadoras.
Resulta entonces indispensable que el movimiento anarquista, si pretende
sostener para con la comunidad migrante sus principios de solidaridad y
apoyo mutuo, se libre a sí mismo de la parálisis impuesta por el
neoliberalismo, así como de los vicios antisociales que lo colocan al
margen de nosotras, sintiéndose a veces una élite de razón casta y pura,
en ocasiones liberada del trabajo asalariado (que jamás del sistema
salarial), otras veces sumida en el consumo contracultural,
pretendidamente en la cúspide de una idea que al resto de las
trabajadoras nos exige esfuerzos supremos para forjar organización y
lucha, a la vez que sostener dos hogares. Y es que no serán los espacios
antiautoritarios un lugar en el que las mujeres migrantes encontremos
redes de solidaridades, si no impera en ellos una perspectiva
interseccional que permita la comprensión de nuestras distintas
realidades y que las asuma como parte de sí para poder constituirse en
fuerza de resistencia anticapitalista.
Los cuidados en crisis, la buena inmigrante
El hogar que una mujer deja atrás para migrar, debe reconstruirse a sí
mismo. Los roles de cuidado que esa mujer asumía serán realizados ahora
por otra mujer de la familia, pues pocas veces un varón habrá de romper
el mandato patriarcal para cuidar a los abuelos, criar a las niñas,
dedicar una jornada adicional a las tareas del hogar. En esa
reacomodación de la economía del hogar también se fracturan relaciones
afectivas, es lo normal. La sensación de abandono que invade a quienes
exigían esos cuidados, no se eliminará a fin de mes con el cobro de la
remesa. En aquel hogar, es probable que la mujer migrante se constituya
para siempre en una “mala madre”.
Pero la mujer que ha migrado no dejará entonces de ejecutar los roles de
cuidado que la sociedad le ha encomendado por el sencillo hecho de
haberla definido como mujer. Corresponde a la mujer migrante cuidar a
los abuelos que otro Estado arrojó a la miseria, criar a las niñas que
el sistema salarial separó de sus mamás, preparar las comidas y sacudir
las camas de los jóvenes estudiantes y/o liberados del trabajo
asalariado, entre otras tareas de producción y reproducción. Son esas
las “buenas inmigrantes” que celebran progres y no tan progres. Las que
cocinan rico, las que sonríen a pesar del cansancio, las que sirven la
mesa, destapan la cerveza, las que sirven.
Ante este panorama, el feminismo autónomo ha logrado sentar la discusión
en torno al trabajo doméstico. Y es probable que esa discusión abra
paso para que en un futuro estos roles tan importantes para la sociedad
pero tan desacreditados por el sistema capitalista patriarcal, puedan
ser redefinidos y asumidos colectivamente. Sólo entonces dejarán de ser
el yugo de las mujeres.
Las políticas de género, la organización feminista
Por su parte, los Estados nacionales pretenden ponerse a tono
configurando lineamientos con lo que denominan “perspectiva de género”.
Se ofertan mil y un cursos para que los funcionarios adquieran esta
cuasi mágica fórmula con la cual aspiran no sólo nutrir sus hojas de
vida e ingresos salariales, sino la capacidad para intervenir en el
desarrollo de políticas públicas que se muestren como progresistas en
materia de derechos para las mujeres. Así, hemos sido testigos de cómo
esos mismos policías capaces de perseguir, golpear y despojar a las
mujeres mapuches e inmigrantes de su mercancía para la venta callejera,
luego acuden con uniforme planchado a los cursos de capacitación de un
tal Observatorio Contra el Acoso Callejero. Es atendiendo a esta
política del “cumplo y miento” que surgen leyes como la del aborto en
tres causales, tan débil en su concepción, que mutó adefesio con el
cambio de mando presidencial, una burla a las aspiraciones del
movimiento de mujeres, pero una lección enorme para todas las que
pudieron creer que las leyes pueden forjar derechos y que podemos
ahorrarnos el trabajo de tomarlos por cuenta propia.
Son estas mismas “políticas de género” las que penalizan el acoso
callejero con leyes y ordenanzas municipales, dirigiendo su especial
atención contra los obreros de la construcción, estigmatizándolos como
responsables de las agresiones machistas contra las mujeres transeúntes e
invisibilizando el acoso sexual que se despliega dentro de las oficinas
de Recoleta y Las Condes, donde más de un jefe, gerente, director, ha
hecho y sigue haciendo de las suyas humillando y sometiendo los cuerpos
de las mujeres trabajadoras.
Sin duda alguna, esas “políticas de género” no responden a las demandas
más urgentes del movimiento feminista, mucho menos de las mujeres
migrantes. Responden a los intereses de la misma clase política empeñada
en ofrecer máscaras y migajas para sostener el estado de cosas. Nos
corresponde a nosotras, migrantes, feministas, mujeres anarquistas, no
sólo develar esa verdad sino trabajar incansablemente por consolidar una
organización autónoma lo suficientemente sólida como para hacer frente a
las campañas estatales que caricaturizan nuestras demandas y a su vez
accionar sin dobleces ante las amenazas que pesan sobre nuestra
existencia. Por sobre el acoso callejero, expresión apenas de lo que
venimos denunciando, nos interesa combatir la violencia machista. Y para
combatir esa violencia no bastará con ordenanzas ni cartelitos en la
entrada de las construcciones, para ello deberemos avanzar en
transformar radicalmente la sociedad, abrazar sin descanso los
principios de una sociedad si jerarquías que procure la más plena y
auténtica igualdad social. Resulta entonces indispensable para el
movimiento feminista en general, deslastrarse de todo vicio burgués y
dejar de atender a la línea política que dictan los gobiernos y las ONG
empeñados en exprimir a las más precarizadas. De no hacerlo, sin dudas
se constituirá en un obstáculo más para las mujeres migrantes,
trabajadoras, que no anhelamos cuotas de participación en la sociedad
capitalista patriarcal, sino que su destrucción total y definitiva.
Migrar alimenta al capital, sembremos resistencia
Las migrantes somos consecuencia de los reacomodos capitalistas. Nos
vimos obligadas a salir de un territorio que ya no podía garantizarnos
subsistencia y nos hicimos mano de obra aún más barata en otro espacio
de la geografía. Las implicaciones económicas de esa realidad son
complejas tanto para nosotras como para las trabajadoras que ya
habitaban el territorio que nos recibe. Cotizamos a las AFP lo mismo que
cualquier trabajadora, aunque es probable que muchas de nosotras no
obtengamos jamás una pensión y ese dinero sólo haya servido para nutrir
las mesas de los grandes capitalistas. Al mismo tiempo muchas de
nosotras sostenemos la economía doméstica de la abuela de la pobla que
nos arrienda una habitación porque no le alcanza sólo con su pensión. Y
es más que probable que también ella reciba nuestros cuidados, la
amorosa expresión del trabajo no pagado.
No escogimos libremente esta situación y muchas de nosotras nos
encontramos hoy aisladas y sumidas en una cruel dinámica de
sobreexplotación para poder subsistir y a la vez servir de sostén a
nuestras familias en otras regiones. Somos muy pocas las que logramos
escapar de esa norma y sumarnos activamente en la organización y
transformación social. Ya hemos sido despojadas una vez y debemos
crecernos en resistencia para defender con mayor fuerza este territorio
que empezamos a construir en nuevo humus. Nuestras opciones de
resistencia como colectivo inmigrante dependen de esa fortaleza y en
alguna medida de cuán convocadas y acogidas seamos por la clase
trabajadora organizada de la región. Al margen de nacionalismos, las
trabajadoras debemos confluir en organización horizontal para la lucha
contra la patronal, el Estado, el capitalismo y la cultura patriarcal de
las instituciones que forjan machismo en nuestras sociedades. Sólo así
podremos sentirnos seguras de avanzar certeramente hacia un destino
auténticamente liberador. De la voluntad para construir ese destino, no
podrán despojarnos nunca.
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