La situación económica de Europa se resume en dos palabras;
caos industrial y comercial y quiebra de la producción capitalista. La
situación política se caracteriza por lo siguiente: descomposición galopante y
próxima bancarrota de los Estados.
Recorredlos todos, desde la autocrática Rusia hasta la
oligarquía burguesa de Suiza, y no hallaréis ni uno siquiera que no vaya a
pasos de gigante hacia su descomposición y por consecuencia a la revolución.
Viejos impotentes, sin fuerza en su base para sostenerse, roídos por
enfermedades constitucionales, incapaces de asimilarse la multitud de ideas
nuevas, derrochan las escasas fuerzas que les restan, viven artificialmente y
aceleran más su caída, arañándose como viejas gruñonas.
Una enfermedad incurable les amenaza a todos: la vejez
senil, la decrepitud. El Estado, esta organización que deja en poder de unos
cuantos los asuntos de todos, es una forma de organización humana que ha dado
de sí cuanto tenía, y por eso la humanidad intenta nuevas formas de agrupación.
Luego de haber llegado a su apogeo en el siglo diez y ocho, los viejos Estados de Europa han entrado ya en la fase del descenso. Los pueblos, sobre todo los de raza latina, aspiran a la destrucción de ese poder que no sirve más que para cohibir su libre desenvolvimiento. Quieren la autonomía de las provincias, de los municipios, la asociación entre sí de los grupos obreros, supresión de poderes que impongan, establecimiento de lazos de apoyo mutuo y libre acuerdo. Tal es 'la fase histórica en que entramos, y nada puede impedir su realización.
Si las clases directoras tuvieran el sentimiento de su
conservación se darían prisa en ponerse al frente de estas aspiraciones; pero
envejecidas con la tradición, sin otro culto que el de la bolsa, se oponen con
todas sus fuerzas al progreso de las nuevas ideas, y ese procedimiento nos
lleva fatalmente hacia una conmoción violenta. Las aspiraciones humanas se
abrirán paso, aunque para ello la metralla y el incendio hayan de hacer
funciones importantes en la lucha.
Cuando después de la caída de las instituciones en la Edad
Media, los Estados nacientes hacían su aparición en Europa, y se afirmaban y
engrandecían por la conquista, por la astucia y el asesinato, sus funciones se
reducían a un pequeño círculo de los negocios humanos.
Hoy el Estado ha llegado a inmiscuirse en todas las
manifestaciones de nuestra vida; desde la cuna a la tumba nos tritura con su
peso. Unas veces el Estado central, otras el de la provincia, otras el municipio;
un poder nos persigue a cada paso, se nos aparece al volver de cada esquina y
nos vigila, nos impone, nos esclaviza. Legisla sobre todos nuestros actos, y
amontona tal cúmulo de leyes que confunden al más listo de los abogados. Crea
cada día nuevos engranajes que adapta zurdamente a la vieja guimbarda
recompuesta, llegando a construir una máquina tan complicada, bastarda y
obstructiva, que subleva a los mismos encargados de hacerla funcionar.
El Estado crea además un ejército de empleados, arañas con
largas uñas que no conocen del universo más que lo visto a través de los sucios
cristales de la oficina o lo contenido en los textos absurdos que llenan el
papelote de los archivos; multitud estúpida que no tiene otra religión que el
dinero, ni más preocupación que la de pegarse a un partido cualquiera, negro,
azul o blanco, que le garantice un máximum de sueldo por un mínimum de trabajo.
Los resultados nos son por desgracia harto conocidos. ¿Hay
una sola rama de la actividad del Estado que no indigne a quien tenga algo que
ver con ella? ¿Hay un solo ramo en el que el Estado, luego de muchos siglos de
existencia de reformas, no de pruebas evidentes de completa incapacidad?
Las sumas inmensas que el Estado arranca a los pueblos, a
pesar de ser mayores cada día, no son nunca suficientes. El Estado vive siempre
a cargo de las futuras generaciones; se llena de deudas y marcha por todos
lados a la ruina.
La deuda pública de los Estados de Europa alcanza la suma
fabulosa, increíble, de más de cien mil millones de millones de francos. Si
todos los ingresos de los Estados se destinaran íntegramente a cubrir esta
deuda, necesitarían para ello nada menos que veinte años. Pero lejos de
disminuir, estas deudas aumentan de día en día. Por la fuerza natural de las
cosas, las necesidades de los Estados son mayores que los medios de que
disponen; es preciso que cubran sus atribuciones, y por eso cada partido que
sube al poder viene obligado a crear nuevos empleos para sus clientes: esto es
fatal.
Por consecuencia, el déficit y la deuda pública van cada día
en aumento hasta en tiempo de paz. En tiempo de guerra la deuda aumenta de un
modo increíble; y la cosa no tiene remedio; imposible salir del atolladero. Los Estados marchan a toda máquina hacia la ruina, hacia la
bancarrota. El día que los pueblos, hartos de pagar cuatro millones de
intereses anuales a los banqueros, declaren la quiebra de los Estados, está
mucho más próximo de lo que parece.
Decir «Estado» es lo mismo que decir «guerra». El
Estado procura ser fuerte, más fuerte que sus vecinos, si no se convierte en juguete
de ellos. Procura además, debilitar y empobrecer los otros Estados para
imponerles su ley y su política, y para enriquecerse en detrimento de ellos. La
lucha por la preponderancia, que es la base de la organización económica
burguesa, es también base de la organización política. Por esto la guerra es
hoy condición normal en Europa. Guerras pruso-dinamarquesa, pruso-austríaca,
franco-prusiana; guerra de Oriente, guerra continua en Afganistán. Nuevas
guerras se preparan: Rusia, Inglaterra, Alemania, Francia, etc., están próximas
a lanzarse sus ejércitos. Actualmente hay motivos de guerras para treinta años.
La guerra es, pues, la perdición, la crisis, el aumento en
los impuestos, el amontonamiento de deudas. Es más; cada guerra es un fracaso
moral para los Estados. Luego de terminar la lucha los pueblos se dan cuenta
que el Estado da pruebas de incapacidad, hasta en sus principales atribuciones.
No sabe organizar la defensa del territorio, y hasta victorioso fracasa.
Fijémonos, si no, en la fermentación de ideas que nació de la guerra de 1871,
lo mismo en Alemania que en Francia, o en el descontento general en Rusia luego
de la guerra de Oriente.
Las guerras y los ejércitos matan los Estados, aceleran su
bancarrota moral y económica. Una o dos grandes guerras más y darán el golpe de
gracia a esas viejas máquinas.
Al lado de la guerra exterior está la interior.
El Estado, aceptado por los pueblos con la condición de ser el defensor de los débiles contra los fuertes, se ha convertido hoy en fortaleza de los ricos contra los explotados, del propietario contra los proletarios.
¿Para qué sirve esta inmensa máquina que llamamos Estado? ¿Es para impedir la explotación del obrero por el capitalista, del campesino
por el rentista? ¿Es para facilitar y asegurar el trabajo, para defendernos
contra el usurero, para suministrarnos alimentos cuando la esposa amada no
tiene más que agua para calmar el hambre del niño que llora agarrado a su
exhausto seno? No, y mil veces no. El Estado protege la explotación, la especulación
y la propiedad privada, producto del robo. El proletario que no tiene otra
fortuna que sus brazos, no puede esperar nada del Estado si no es una
organización fundada para impedir su emancipación.
Todo para el propietario holgazán; todo contra el proletario
trabajador; la instrucción burguesa que desde la más tierna edad corrompe la
infancia, inculcándola prejuicios de esclavitud; la Iglesia que confunde el
cerebro de la mujer; la ley que impide la difusión de ideas de solidaridad e
igualdad; el dinero, que sirve a veces para corromper a los que se hacen
apóstoles de la solidaridad de los trabajadores; la cárcel y la metralla a
discreción para reducir a silencio a quien no se deja corromper. He ahí la
misión del Estado.
¿Durará mucho lo existente? ¿Puede prolongarse esta
situación? No; por cierto. Una clase entera de la sociedad, la que todo lo
produce, no puede continuar sosteniendo por más tiempo una organización
establecida especialmente contra ella. Por todas partes, bajo la brutalidad
autocrática como bajo la hipocresía gambettista,
el pueblo descontento se subleva. La historia de nuestros días es la historia
de los gobiernos privilegiados contra las aspiraciones igualitarias del pueblo.
Esta lucha constituye la principal preocupación de los gobernantes, e influidos
por ella dictan todos sus actos. Ya no es por principios, por consideraciones
de bien público por lo que actualmente se fabrican leyes u obran los gobiernos,
sino para combatir al pueblo, para conservar privilegios.
Sólo esta lucha sería suficiente para derribar la más fuerte
organización política. Pero, cuando esta lucha se opera en los Estados que van
arrastrados por la fatalidad histórica hacia la decadencia; cuando estos
Estados corren vertiginosamente a la ruina, y más aun destruyéndose entre sí
como se destruyen; cuando en fin el Estado todopoderoso se hace odiar hasta por
aquellos a quien protege, cuando tantas causas concurren hacia un punto único,
el resultado de la lucha no puede ponerse en duda. El pueblo que tiene la
fuerza derrotará a sus opresores; la caída de los Estados es ya cuestión de
poco tiempo relativamente, y la más tranquila filosofía dibuja ya en el
horizonte el incendio de una gran revolución que se anuncia.
Piotr Kropotkin
Tomado del Libro «Palabras de un Rebelde», 1885 -compilación de escritos de Piotr Kropotkin, seleccionados por Elisée Reclus- Para acceder al libro completo, pueden hacer clic aquí.
A paso vibrante e incontenible va el Estado autocratico,como el famoso "Titanic",hacia el abismo final,imparable,como lo advertia este sabio ruso,,130 años antes,tan vigentes sus pensamientos como tambien los de Artigas,con su ideario de confederacion continental,de federaciones provinciales,200 años atras,la vida es una rueda,y estamos al final de un ciclo perverso, una era que se despereza,y otra que agoniza ,es la identidad real de nuestros actuales momentos,plenos de incertidumbres, desencuentros, y amores nuevos ,con olor a jazmines frescos.
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