Triste es el espectáculo que ofrece Europa en este momento,
pero edificante al mismo tiempo. De un lado un movimiento extraordinario de
diplomáticos y cortesanos que se aumenta visiblemente en cuanto el viejo
continente empieza a oler a pólvora. Se hacen y deshacen alianzas: se regatea,
se vende el rebaño humano para asegurarse de los aliados: «Tantos millones de
cabezas garantiza esta clase a la vuestra; tantas hectáreas como cebo; tantos
puertos para exportar sus lanas», y se esfuerzan para engañarse, en el
mercado como vulgares mercachifles: a esto se llama, en la jerga política,
diplomacia.
De otro lado armamentos y más armamentos. Cada día se hacen
nuevos descubrimientos para mejor matar a nuestros semejantes, nuevos gastos,
nuevos empréstitos, nuevos impuestos. Fomentar el patriotismo haciendo a los
hombres rabiosos chauvinistas, es la labor más política y lucrativa del
periodismo. Ni los niños siquiera están libres de tal furor: se forman
batallones de criaturas, se les educa en el odio a los extranjeros; se les
impone la obediencia ciega a los gobiernos del momento, sean azules, blancos o
negros, y cuando llegan a los veinte años, se les cargará como a burros de
cartuchos, utensilios, provisiones y un fusil; se les enseñará a marchar al
sonido de tambores y trompetas; a degollar, como bestias feroces a derecha e
izquierda, sin preguntarse jamás el por qué ni con qué objeto: hay gente
delante, muertos de hambre, alemanes, franceses o españoles, es igual; se
rebelan, gritan; son nuestros hermanos, no importa. Suena el clarín y matan. He
ahí a lo que conduce la sabiduría de nuestros gobiernos y educadores; he ahí
todo lo que han sabido darnos como ideal precisamente en una época en que todos
los desheredados del mundo se abrazan fraternalmente por encima de todas las
fronteras.
***
¡Ah! Bárbaros, no habéis querido el socialismo y tendréis la
guerra. «Guerra de treinta, de cuarenta, de cincuenta años», decía Herzen
después de 1848, y, en efecto, así ha sido. Si el cañón cesa de tronar aquí, es
para tomar nuevos alientos y empezar más fuerte en otra parte, mientras que la
guerra europea, la horrible revuelta de los pueblos nos amenaza, desde hace
muchos años, sin que sepamos por qué nos batiremos, con quién ni contra quién,
en nombre de qué principios, ni con qué interés.
En otros tiempos, si había guerras sabían al menos por qué
se mataban. Tal rey ofendía al nuestro: «degollemos, pues, a sus súbditos.» Tal
emperador quería usurpar al nuestro algunas provincias: «muramos, pues, por
conservarlas para Nuestra Cristiana Majestad.» Se batían por rivalidades de
reyes. La causa era estúpida, pero para tales causas apenas si se podían
organizar algunos miles de hombres. ¿Por qué diablos hoy, los pueblos enteros
se lanzan unos contra otros?
Los reyes ya no son motivo de guerras. Victoria ya no hace
caso de los insultos que le prodigan en Francia: para vengarla los ingleses no
se querellarán; pero ¿podemos afirmar que tal vez dentro de poco la guerra no
estalle entre Francia e Inglaterra, por la supremacía en África, por la
cuestión de Oriente o por otra causa cualquiera?
Por autócrata, malo y déspota, y por gran personaje que se
imagine ser Alejandro, emperador de todas las Rusias, apuntada todas las
insolencias de Chamberlain sin salir de su cubil de Gatchina, mientras que los
banqueros de Petersburgo y los fabricantes de Moscou, que son los patriotas
actuales, no le impongan la orden de poner en movimiento los ejércitos. Y es
que en Rusia como en Inglaterra, en Alemania como en Francia, ya no se lucha
por los reyes, sino por la integridad de los intereses y el aumento de la
riqueza de la Muy Poderosa Majestad de Rothschild, Sehucides, compañía de Auzín,
y por el medro de la alta banca y la gran industria.
Las rivalidades de los reyes han sido sustituidas por la
lucha entre las sociedades burguesas.
***
Se habla todavía de «preponderancia»; pero traducid esta
entidad metafísica en hechos materiales, examinad cómo la preponderancia
política de Alemania, por ejemplo, se manifiesta en este momento, y veréis que
se trata simplemente de preponderancia económica en los mercados
internacionales. Lo que Alemania, Francia, Rusia, Inglaterra y Austria desean
conquistar actualmente, no es la dominación militar, sino la dominación
económica. Es el derecho de imponer sus mercancías, sus tarifas de aduanas a
las naciones vecinas; el derecho de explotar los pueblos atrasados en
industria; el privilegio de construir caminos de hierro, donde no los hay, para
convertirse con tal pretexto en amos de los mercados: el derecho, en fin, de
usurpar de tiempo en tiempo algún puerto para activar el comercio o alguna
provincia para llevar el sobrante del mercado.
Cuando nos declaramos actualmente en guerra, es para
asegurar a nuestros grandes industriales un treinta por ciento de beneficio, a
los barones financieros la dominación de la Bolsa, a los accionistas de caminos
de hierro y de las minas una renta de cientos de miles de francos. Tan cierto
es esto, que si fuéramos un poco consecuentes con nuestro procedimiento,
reemplazaríamos las aves de rapiña de nuestras banderas por el becerro de oro,
y los viejos emblemas por un saco de escudos. Los nombres de los regimientos,
bautizados en otro tiempo con nombres de príncipes de sangre, debiéramos ponerles
nombres de príncipes de la industria, denominándolos regimiento infantería de
Sehucides, de Auzín, de Rothschild; así sabríamos al menos por qué nos matábamos.
Abrir nuevos mercados, imponer sus mercancías buenas o
malas: he ahí el fondo de toda política actual, europea y continental; la
verdadera causa de las guerras en el siglo XIX. En el siglo pasado, Inglaterra fue
la primera en inaugurar el sistema de la gran industria por la exportación.
Amontonó los proletarios en las ciudades, perfeccionó los oficios, centuplicó
la producción y comenzó a acumular en sus almacenes verdaderas montañas de
géneros elaborados. Estos géneros, como es fácil suponer, no eran para los desgraciados
que los fabricaban. Pagados como actualmente, con salarios suficientes apenas
para pan, ¿cómo habían de comprar las ricas telas de algodón y lana que ellos
mismos tejían? y los buques ingleses surcaban el Océano buscando compradores en
el continente europeo, en Asia, en Oceanía o en América, seguros de no hallar
en ningún puerto competidores. La miseria, una miseria negra como la de todos
los proletarios, reinaba en todas las poblaciones; pero los fabricantes, los
negociantes, se enriquecían prodigiosamente. Las riquezas traídas del extranjero
se acumulaban entre las manos de un pequeño número y los economistas del
continente invitaban a sus compatriotas a seguir el ejemplo.
Hacia el final del siglo pasado la Francia empezó a hacer la
misma evolución y se organizaba para producir y exportar. La revolución, al
traspasar el poder, atrajo hacia las ciudades los hambrientos de los campos,
enriqueció a la burguesía, y determinó nuevo rumbo a la evolución económica. La
burguesía inglesa, al notar este cambio, se conmovió mucho más que de las
declaraciones republicanas y de la sangre derramada en París, y, secundada por
la aristocracia, declaró guerra sin cuartel a sus colegas franceses, que
amenazaban con cerrar los mercados europeos a los productos ingleses.
Todos conocemos el resultado de esta guerra.
La Francia fue vencida, pero se había conquistado un puesto
en los mercados. Las dos burguesías, inglesa y francesa, hicieron por un
momento una íntima alianza; se reconocían hermanas. Pero la Francia se esfuerza
en producir para la exportación, y quiere acaparar los mercados, sin tener en
cuenta que el progreso industrial se propaga de Occidente a Oriente y conquista
nuevos países. La burguesía entonces procura ensanchar el círculo de sus
beneficios, y soporta durante diez y ocho años a Napoleón el pequeño, esperando
inútilmente que el usurpador imponga a la Europa entera su ley económica,
abandonándole el día que se convence de que no es capaz de realizar tal ideal.
Una nueva nación, Alemania, admite también este régimen
económico. Arranca de los campos a los hambrientos, los traslada a las
ciudades, y éstas doblan el número de sus habitantes en algunos años. Organiza
la producción en grande escala. Una industria formidable, armada de
herramientas perfeccionadas y secundada por una instrucción técnica y
científica, prodigada a discreción, amontona á su vez multitud de productos
destinados, no á los productores, sino á la exportación, al enriquecimiento de
los amos.
Los capitales se acumulan y buscan colocación ventajosa en
Asia, en África, en Turquía, en Rusia. La Bolsa de Berlín rivaliza con la de
París y aspira a dominarla.
Un grito salió entonces del seno de la burguesía alemana;
unirse bajo no importa qué bandera, aunque fuera la de Prusia y aprovecharse de
esta fuerza para imponer sus productos, sus tarifas, para ampararse de un buen
puerto en el Báltico, en el Adriático, a ser posible. Destruir la potencia
militar de Francia, que amenazaba hace treinta años con imponer la ley económica
de Europa y dictarle sus tratados comerciales.
La guerra de 1870 fue la consecuencia; Francia ya no domina
los mercados. Alemania intenta dominarlos actualmente; alentada por la
ambición, extiende más cada día la explotación, sin preocuparse de las crisis
ni de la inseguridad económica que roe su régimen. Las costas de África, los
trigos Cosca, los llanos fértiles de Polonia, las estepas de Rusia, las puertas de Hungría, los frondosos valles
de Rumania, todo excita la rapacidad de la burguesía alemana.
Cada vez que un negociante alemán recorre estos llanos
apenas cultivados, esas poblaciones en las que la industria carece de vida y
presencia el correr de las aguas hacia el mar sin aprovecharlas para fecundar
los campos inmediatos, siente que el corazón se le oprime ante tan natural
espectáculo. En su imaginación aparece dibujado con chillones colores los sacos
de oro que sacada de todos esos elementos que tan escasos productos rinden en
su estado natural y jura que un día llevará la civilización, es decir, su
explotación a todos esos países, y sobre todo a los de Oriente. En espera de
que esto llegue impone sus productos, sus caminos de hierro a Italia, a
Austria, a Rusia. Pero estos países se emancipan poco a poco de la tutela de su
vecino. Entran también lentamente en la órbita de los países industriales y su
juventud burguesa no desea otra cosa que enriquecerse, exportando a su vez los
artículos de sus fábricas.
En pocos años Rusia e Italia han dado un salto enorme en la
extensión de sus respectivas industrias, y como sus productores, reducidos a la
más horrible miseria, no pueden comprar nada, los fabricantes rusos, austríacos
e italianos, elaboran también para la exportación.
Necesitan a su vez mercados, y como los de Europa están ya
ocupados, se dirigen sobre Asia y África, en donde luchan ferozmente y por lo
que tendrán que venir a las manos, más pronto o más tarde, por no ponerse de
acuerdo sobre a quién corresponde la mayor cantidad del botín.
* * *
¿Qué alianzas podrán hacer en esta situación creada por el
carácter mismo que dan a la industria los que las dirigen? La alianza de
Alemania y Rusia es de pura conveniencia. Alejandro y Guillermo pueden
abrazarse cuanto quieran; pero la burguesía naciente de Rusia detesta
cordialmente a la alemana y ésta paga en la misma moneda. Todos recordamos por
lo reciente, el grito de indignación salido de toda la prensa alemana, con rara
unanimidad, cuando el gobierno ruso aumentó con un tercio los derechos de
aduana sobre los géneros importados. «La guerra contra Rusia, decían los
burgueses alemanes y los obreros que hacen coro en estas cuestiones, sería más
popular entre nosotros que la guerra con Francia.»
La famosa alianza de Alemania y Austria, es cosa escrita
sobre la arena. Las dos potencias, las dos burguesías, están muy cerca de
romper con las falaces alianzas de sus gobiernos por una sencilla cuestión de
tarifas. Austria y Hungría, sobre ser hermanas gemelas, están siempre en
guerra, porque sus intereses son diametralmente opuestos en la explotación de
los eslavos meridionales. La Francia misma se halla dividida por cuestión de
tarifas.
* * *
No habéis querido el socialismo y tendríais la guerra
brutal, interminable, si la revolución no viniera a poner fin a una situación
tan innoble como absurda.
Arbitraje, equilibrio, supresión de los ejércitos
permanentes, desarme, no son más que hermosos sueños sin aplicación práctica
posible. Sólo la revolución podrá poner fin al actual estado de cosas, poniendo
los instrumentos de trabajo, las máquinas, las materias primeras y toda la
riqueza social, en poder de los productores, y organizando la producción de
modo que satisfaga todas las necesidades de los que trabajan. Trabajar todos
para uno y uno para todos, he ahí la única condición para que la paz sea un
hecho en el seno de las naciones, que la piden a gritos, pero que no puede
implantarse por oponerse a ello los actuales poseedores de la riqueza social.
Piotr Kropotkin
Tomado del Libro «Palabras de un Rebelde», 1885 -compilación de escritos de Piotr Kropotkin, seleccionados por Elisée Reclus- Para acceder al libro completo, pueden hacer clic aquí.
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