jueves, 10 de septiembre de 2015

La guerra - Piotr Kropotkin

Triste es el espectáculo que ofrece Europa en este momento, pero edificante al mismo tiempo. De un lado un movimiento extraordinario de diplomáticos y cortesanos que se aumenta visiblemente en cuanto el viejo continente empieza a oler a pólvora. Se hacen y deshacen alianzas: se regatea, se vende el rebaño humano para asegurarse de los aliados: «Tantos millones de cabezas garantiza esta clase a la vuestra; tantas hectáreas como cebo; tantos puertos para exportar sus lanas», y se esfuerzan para engañarse, en el mercado como vulgares mercachifles: a esto se llama, en la jerga política, diplomacia.

De otro lado armamentos y más armamentos. Cada día se hacen nuevos descubrimientos para mejor matar a nuestros semejantes, nuevos gastos, nuevos empréstitos, nuevos impuestos. Fomentar el patriotismo haciendo a los hombres rabiosos chauvinistas, es la labor más política y lucrativa del periodismo. Ni los niños siquiera están libres de tal furor: se forman batallones de criaturas, se les educa en el odio a los extranjeros; se les impone la obediencia ciega a los gobiernos del momento, sean azules, blancos o negros, y cuando llegan a los veinte años, se les cargará como a burros de cartuchos, utensilios, provisiones y un fusil; se les enseñará a marchar al sonido de tambores y trompetas; a degollar, como bestias feroces a derecha e izquierda, sin preguntarse jamás el por qué ni con qué objeto: hay gente delante, muertos de hambre, alemanes, franceses o españoles, es igual; se rebelan, gritan; son nuestros hermanos, no importa. Suena el clarín y matan. He ahí a lo que conduce la sabiduría de nuestros gobiernos y educadores; he ahí todo lo que han sabido darnos como ideal precisamente en una época en que todos los desheredados del mundo se abrazan fraternalmente por encima de todas las fronteras.

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¡Ah! Bárbaros, no habéis querido el socialismo y tendréis la guerra. «Guerra de treinta, de cuarenta, de cincuenta años», decía Herzen después de 1848, y, en efecto, así ha sido. Si el cañón cesa de tronar aquí, es para tomar nuevos alientos y empezar más fuerte en otra parte, mientras que la guerra europea, la horrible revuelta de los pueblos nos amenaza, desde hace muchos años, sin que sepamos por qué nos batiremos, con quién ni contra quién, en nombre de qué principios, ni con qué interés.

En otros tiempos, si había guerras sabían al menos por qué se mataban. Tal rey ofendía al nuestro: «degollemos, pues, a sus súbditos.» Tal emperador quería usurpar al nuestro algunas provincias: «muramos, pues, por conservarlas para Nuestra Cristiana Majestad.» Se batían por rivalidades de reyes. La causa era estúpida, pero para tales causas apenas si se podían organizar algunos miles de hombres. ¿Por qué diablos hoy, los pueblos enteros se lanzan unos contra otros?

Los reyes ya no son motivo de guerras. Victoria ya no hace caso de los insultos que le prodigan en Francia: para vengarla los ingleses no se querellarán; pero ¿podemos afirmar que tal vez dentro de poco la guerra no estalle entre Francia e Inglaterra, por la supremacía en África, por la cuestión de Oriente o por otra causa cualquiera?

Por autócrata, malo y déspota, y por gran personaje que se imagine ser Alejandro, emperador de todas las Rusias, apuntada todas las insolencias de Chamberlain sin salir de su cubil de Gatchina, mientras que los banqueros de Petersburgo y los fabricantes de Moscou, que son los patriotas actuales, no le impongan la orden de poner en movimiento los ejércitos. Y es que en Rusia como en Inglaterra, en Alemania como en Francia, ya no se lucha por los reyes, sino por la integridad de los intereses y el aumento de la riqueza de la Muy Poderosa Majestad de Rothschild, Sehucides, compañía de Auzín, y por el medro de la alta banca y la gran industria.

Las rivalidades de los reyes han sido sustituidas por la lucha entre las sociedades burguesas.

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Se habla todavía de «preponderancia»; pero traducid esta entidad metafísica en hechos materiales, examinad cómo la preponderancia política de Alemania, por ejemplo, se manifiesta en este momento, y veréis que se trata simplemente de preponderancia económica en los mercados internacionales. Lo que Alemania, Francia, Rusia, Inglaterra y Austria desean conquistar actualmente, no es la dominación militar, sino la dominación económica. Es el derecho de imponer sus mercancías, sus tarifas de aduanas a las naciones vecinas; el derecho de explotar los pueblos atrasados en industria; el privilegio de construir caminos de hierro, donde no los hay, para convertirse con tal pretexto en amos de los mercados: el derecho, en fin, de usurpar de tiempo en tiempo algún puerto para activar el comercio o alguna provincia para llevar el sobrante del mercado.

Cuando nos declaramos actualmente en guerra, es para asegurar a nuestros grandes industriales un treinta por ciento de beneficio, a los barones financieros la dominación de la Bolsa, a los accionistas de caminos de hierro y de las minas una renta de cientos de miles de francos. Tan cierto es esto, que si fuéramos un poco consecuentes con nuestro procedimiento, reemplazaríamos las aves de rapiña de nuestras banderas por el becerro de oro, y los viejos emblemas por un saco de escudos. Los nombres de los regimientos, bautizados en otro tiempo con nombres de príncipes de sangre, debiéramos ponerles nombres de príncipes de la industria, denominándolos regimiento infantería de Sehucides, de Auzín, de Rothschild; así sabríamos al menos por qué nos matábamos.

Abrir nuevos mercados, imponer sus mercancías buenas o malas: he ahí el fondo de toda política actual, europea y continental; la verdadera causa de las guerras en el siglo XIX. En el siglo pasado, Inglaterra fue la primera en inaugurar el sistema de la gran industria por la exportación. Amontonó los proletarios en las ciudades, perfeccionó los oficios, centuplicó la producción y comenzó a acumular en sus almacenes verdaderas montañas de géneros elaborados. Estos géneros, como es fácil suponer, no eran para los desgraciados que los fabricaban. Pagados como actualmente, con salarios suficientes apenas para pan, ¿cómo habían de comprar las ricas telas de algodón y lana que ellos mismos tejían? y los buques ingleses surcaban el Océano buscando compradores en el continente europeo, en Asia, en Oceanía o en América, seguros de no hallar en ningún puerto competidores. La miseria, una miseria negra como la de todos los proletarios, reinaba en todas las poblaciones; pero los fabricantes, los negociantes, se enriquecían prodigiosamente. Las riquezas traídas del extranjero se acumulaban entre las manos de un pequeño número y los economistas del continente invitaban a sus compatriotas a seguir el ejemplo.

Hacia el final del siglo pasado la Francia empezó a hacer la misma evolución y se organizaba para producir y exportar. La revolución, al traspasar el poder, atrajo hacia las ciudades los hambrientos de los campos, enriqueció a la burguesía, y determinó nuevo rumbo a la evolución económica. La burguesía inglesa, al notar este cambio, se conmovió mucho más que de las declaraciones republicanas y de la sangre derramada en París, y, secundada por la aristocracia, declaró guerra sin cuartel a sus colegas franceses, que amenazaban con cerrar los mercados europeos a los productos ingleses.

Todos conocemos el resultado de esta guerra.

La Francia fue vencida, pero se había conquistado un puesto en los mercados. Las dos burguesías, inglesa y francesa, hicieron por un momento una íntima alianza; se reconocían hermanas. Pero la Francia se esfuerza en producir para la exportación, y quiere acaparar los mercados, sin tener en cuenta que el progreso industrial se propaga de Occidente a Oriente y conquista nuevos países. La burguesía entonces procura ensanchar el círculo de sus beneficios, y soporta durante diez y ocho años a Napoleón el pequeño, esperando inútilmente que el usurpador imponga a la Europa entera su ley económica, abandonándole el día que se convence de que no es capaz de realizar tal ideal.

Una nueva nación, Alemania, admite también este régimen económico. Arranca de los campos a los hambrientos, los traslada a las ciudades, y éstas doblan el número de sus habitantes en algunos años. Organiza la producción en grande escala. Una industria formidable, armada de herramientas perfeccionadas y secundada por una instrucción técnica y científica, prodigada a discreción, amontona á su vez multitud de productos destinados, no á los productores, sino á la exportación, al enriquecimiento de los amos.

Los capitales se acumulan y buscan colocación ventajosa en Asia, en África, en Turquía, en Rusia. La Bolsa de Berlín rivaliza con la de París y aspira a dominarla.

Un grito salió entonces del seno de la burguesía alemana; unirse bajo no importa qué bandera, aunque fuera la de Prusia y aprovecharse de esta fuerza para imponer sus productos, sus tarifas, para ampararse de un buen puerto en el Báltico, en el Adriático, a ser posible. Destruir la potencia militar de Francia, que amenazaba hace treinta años con imponer la ley económica de Europa y dictarle sus tratados comerciales.

La guerra de 1870 fue la consecuencia; Francia ya no domina los mercados. Alemania intenta dominarlos actualmente; alentada por la ambición, extiende más cada día la explotación, sin preocuparse de las crisis ni de la inseguridad económica que roe su régimen. Las costas de África, los trigos Cosca, los llanos fértiles de Polonia, las estepas de Rusia, las puertas de Hungría, los frondosos valles de Rumania, todo excita la rapacidad de la burguesía alemana.

Cada vez que un negociante alemán recorre estos llanos apenas cultivados, esas poblaciones en las que la industria carece de vida y presencia el correr de las aguas hacia el mar sin aprovecharlas para fecundar los campos inmediatos, siente que el corazón se le oprime ante tan natural espectáculo. En su imaginación aparece dibujado con chillones colores los sacos de oro que sacada de todos esos elementos que tan escasos productos rinden en su estado natural y jura que un día llevará la civilización, es decir, su explotación a todos esos países, y sobre todo a los de Oriente. En espera de que esto llegue impone sus productos, sus caminos de hierro a Italia, a Austria, a Rusia. Pero estos países se emancipan poco a poco de la tutela de su vecino. Entran también lentamente en la órbita de los países industriales y su juventud burguesa no desea otra cosa que enriquecerse, exportando a su vez los artículos de sus fábricas.

En pocos años Rusia e Italia han dado un salto enorme en la extensión de sus respectivas industrias, y como sus productores, reducidos a la más horrible miseria, no pueden comprar nada, los fabricantes rusos, austríacos e italianos, elaboran también para la exportación.

Necesitan a su vez mercados, y como los de Europa están ya ocupados, se dirigen sobre Asia y África, en donde luchan ferozmente y por lo que tendrán que venir a las manos, más pronto o más tarde, por no ponerse de acuerdo sobre a quién corresponde la mayor cantidad del botín.

* * *

¿Qué alianzas podrán hacer en esta situación creada por el carácter mismo que dan a la industria los que las dirigen? La alianza de Alemania y Rusia es de pura conveniencia. Alejandro y Guillermo pueden abrazarse cuanto quieran; pero la burguesía naciente de Rusia detesta cordialmente a la alemana y ésta paga en la misma moneda. Todos recordamos por lo reciente, el grito de indignación salido de toda la prensa alemana, con rara unanimidad, cuando el gobierno ruso aumentó con un tercio los derechos de aduana sobre los géneros importados. «La guerra contra Rusia, decían los burgueses alemanes y los obreros que hacen coro en estas cuestiones, sería más popular entre nosotros que la guerra con Francia.»

La famosa alianza de Alemania y Austria, es cosa escrita sobre la arena. Las dos potencias, las dos burguesías, están muy cerca de romper con las falaces alianzas de sus gobiernos por una sencilla cuestión de tarifas. Austria y Hungría, sobre ser hermanas gemelas, están siempre en guerra, porque sus intereses son diametralmente opuestos en la explotación de los eslavos meridionales. La Francia misma se halla dividida por cuestión de tarifas.

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No habéis querido el socialismo y tendríais la guerra brutal, interminable, si la revolución no viniera a poner fin a una situación tan innoble como absurda.

Arbitraje, equilibrio, supresión de los ejércitos permanentes, desarme, no son más que hermosos sueños sin aplicación práctica posible. Sólo la revolución podrá poner fin al actual estado de cosas, poniendo los instrumentos de trabajo, las máquinas, las materias primeras y toda la riqueza social, en poder de los productores, y organizando la producción de modo que satisfaga todas las necesidades de los que trabajan. Trabajar todos para uno y uno para todos, he ahí la única condición para que la paz sea un hecho en el seno de las naciones, que la piden a gritos, pero que no puede implantarse por oponerse a ello los actuales poseedores de la riqueza social.

Piotr Kropotkin


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