El presente artículo fue publicado originalmente por Errico
Malatesta en el periódico anarquista de Milán, “Umanitá Nova”, alrededor de los
años 20 del siglo pasado. El texto figura originalmente con el nombre “Lucha Económica y Solidaridad” y ha sido tomado del libro “Enrique Malatesta, Páginas
De Lucha Cotidiana”, obra rescatada de los armarios de la utopía por @rebeldealegre.
Recibimos
de Génova una carta que demuestra una vez más cómo la lucha económica si no
está inspirada por un alto ideal de solidaridad humana y queda confinada a los
límites de los intereses actuales e inmediatos de los trabajadores, no sólo no
puede conducir a la emancipación definitiva, sino que tiende por el contrario,
a crear antagonismos y luchas entre trabajadores y trabajadores a entero
beneficio de la conservación del orden burgués.
Son los empleados telegráficos
genoveses, quienes reclaman la exclusión de las mujeres de las oficinas de
expedición. Ellos protestan contra el hecho de que “se tenga en las oficinas a
tantas señoritas que trabajan solamente para comprarse perfumes, polvos, medias
de seda, mientras que a tantos millares de desmovilizados, después de haber
combatido por el bien y la grandeza de las carteras de sus señores, se les
arrebata el puesto que les sería necesario para matar el hambre de sus hijos”.
Y en su artículo dicen:
“Sí.
¡fuera las mujeres!
“¿La
razón? Ante todo, las mujeres en la administración no son todas obreras. Hay
muchas mujeres en otras categorías de empleos (mucho más alto) que de la
palabra proletariado tienen un sacro horror y que en las agitaciones fueron siempre
las que traicionaron la causa o las que comprometieron seriamente el éxito
final: los telefonistas y los bancarios tienen la palabra a este respecto.
Considérese que las mujeres en las oficinas no representan ninguna unidad
activa, sino ciertamente un elemento de continua discordia, con consideraciones
distintas para uno y otro sexo. Hágase un plebiscito entre todos los que están
condenados a trabajar con elemento femenino y el “Avanti!” se convencerá, como
también todos los socialistas, que hay una adversión justificadísima hacia esa
mano de obra que no sirve más que de competencia al hombre y de elemento
facilísimo a la defección y por esto tenido para contrabalancear los
movimientos que se pueden verificar en la clase proletaria.
“Una empleada no podrá ser
nunca una buena madre de familia: o una cosa o la otra; no se puede estar en
dos puestos.
“Téngase en cuenta que la
mujer por sus especiales condiciones físicas no puede ser empleada en servicios
pesados, nocturnos o de gran responsabilidad (telégrafo, ferrocarriles, etc.).
De aquí el mal humos de la otra parte obligada a servir de tapadera a cubrir
las deficiencias de este personal.
“Pues, al hogar las mujeres a
educar mejor a sus hijos y póngase en su puesto a toda esa juventud desocupada
que diariamente es rechazada. ¿Por qué se prefiere la hermana al hermano? ¿Es
propiamente caballerosidad?!! ¿Es ideal socialista? ¡No! Nosotros no lo creemos
porque la mujer pulula precisamente en los grandes institutos burgueses y en
las oficinas del Estado, donde es tenida como material para contraponer a
nuestras sagradas reivindicaciones y no sólo por ello sino sobre todo porque
tiene la sonrisa más simpática y la condescendencia más fácil que el sexo
masculino.
“No hablemos del rendimiento
que pueden dar: ellas están enfermas las más veces por los naturales trastornos
a que se ven sujetas las mujeres y especialmente cuando están en cinta ya no
aparecen por seis meses”.
Dejando aparte las consideraciones de
orden fisiológico y social sobre la productividad y la misión social de la
mujer que nos llevarían a una discusión que no cabe en este artículo, ¿quién
podría negar razón a gente que tiene hambre, que ve languidecer a sus hijitos y
cuya sola esperanza de ocuparse es la de hacer echar a otro del puesto que ocupa
si con envidia y rabia compara su posición desgraciada con la de trabajadores
(o trabajadoras) más afortunados y procura, aunque sea también con argumentos
que sirven a los patrones, hacerlos echar con el fin de sustituirlos?
Pero entonces no dejan tampoco de
tener razón aquellos desventurados que por una u otra causa no consiguen jamás
quitarse el hambre sino cuando hay huelga y pueden por poco tiempo hacer de
crumiros.
No dejan de tener razón los obreros de
un país cuando se oponen a la entrada y a la ocupación de los extranjeros.
No dejan de tener razón los obreros
hábiles cuando procuran reducir a monopolio su oficio y no quieren aprendices,
no quieren mujeres, no quieren compañeros que no sean de su corporación, etc.
No deja de tener razón la ama de llaves
cuando maldice a los ferroviarios, si por culpa de una huelga de éstos debe
pagar las patatas más caro que de costumbre.
No dejan de tener razón todos los que
miran a las necesidades urgentes, a los daños y a las ventajas inmediatas y que
por esto traicionan la causa general, la causa del porvenir.
Y no dejan de tener razón tampoco
aquellos que, tímidos, perezosos o satisfechos, se la toman con los
revolucionarios que trastornan su tranquilidad.
Y nosotros no negamos razón a ninguno
de éstos.
Nosotros comprendemos a los empleados
telegráficos cuando envidian las medias de seda de las señoritas, pero
comprendemos también a la señorita que no quiere quedar más en casa para hacer
de sirvienta al señor macho, que tal vez vuelve borracho a casa y la apalea.
Comprendemos al huelguista que golpea
con santa razón al crumiro (¡pero cuanto mejor haría golpeando al patrón!),
pero comprenderíamos igualmente al desagraciado que pudiese decir a los
huelguistas: vosotros no os ocupábais de mí cuando me moría de hambre, vosotros
no pensábais en dividir el trabajo conmigo cuando estaba desocupado; hoy yo no
me cuido de ayudaros a vencer una huelga cuyo resultado será para mí un
agravamiento de mi miseria.
La verdad es que en una sociedad como
esta que sufrimos, fundada sobre el egoísmo individual, sobre la lucha de cada
uno contra todos y de todos contra cada uno, no es cierto, en tanto nos
quedemos dentro de los límites de la moral y del orden burgués, que los
intereses de los trabajadores sean solidarios, no es cierto que la lucha por la
vida sea naturalmente una lucha de clases.
Los intereses de los trabajadores se
vuelven solidarios cuando ellos aprenden a amarse entre sí y quieren estar todos bien: la lucha de
cada uno para sí se vuelve lucha de clase cuando una moral superior, un ideal
de justicia y una mayor comprensión de las ventajas que la solidaridad puede
procurar a cada individuo viene a fraternizar a todos aquellos que se encuentran
en una posición análoga.
Naturalmente, en régimen
individualista, en régimen de competencia, el bien de uno está hecho del mal de
los demás. Si una categoría de trabajadores mejora de condición los precios de
sus productos aumentan y todos aquellos que no pertenecen a su categoría se ven
perjudicados. Si los obreros ocupados consiguen impedir que sean licenciados
por los patrones y se convierten así en algo parecido a propietarios de sus
puestos los desocupados ven disminuidas las probabilidades de empleo. Si por
nuevas invenciones, o por el cambio de las modas, o por otras razones, un
oficio decae y desaparece unos serán perjudicados y otros favorecidos; si un
artículo viene del exterior y se vende a un precio inferior al que cuesta
producirlo en el país los consumidores ganan, pero los que fabrican este
artículo se ven en la ruina. Y en general todo nuevo descubrimiento, todo
progreso en los métodos de producción, aunque en el porvenir pueda llegar a ser
aprovechado por todos, comienza siempre por producir un desarreglo de intereses
que se traduce siempre en sufrimientos humanos.
Ciertamente tienen razón los
telegrafistas de Génova. En el trabajo y en las recompensas se debiera tener en
cuenta las necesidades y ocupar con preferencia a quienes más necesitan de una
ocupación; pagar más a quienes tienen más personas, hijos, ancianos padres o
parientes inhabilitados que mantener; dar los trabajos más livianos a los más
débiles, los más fáciles a los menos dotados, proporcionando la compensación no
a la productividad sino a las necesidades de los trabajadores.
Pero esta es moral que no podrá
encontrar su aplicación más que en una sociedad comunista — comunista más en el
espíritu que en las formas concretas de organización.
Y es por esto que nosotros,
persuadidos de que los antagonismos entre hombre y hombre no podrán superarse
sino transformando completamente el sistema social y aboliendo la posibilidad
de explotación del trabajo ajeno, nos interesamos mediocremente en las luchas
gremiales, en las luchas económicas cuando ellas no se elevan a cuestiones de
reivindicaciones de orden moral y de intereses generales.
Tiene razón cada uno en defender su
pan cotidiano y en procurar hacerlo lo menos escaso posible; tiene razón cada
uno en querer comer y estar lo mejor posible desde ahora, sin esperar la
revolución; pero nosotros que no representamos intereses particulares de
individuos o de gremios nos ocupamos con preferencia de las agitaciones, de los
movimientos que tienden a extender el sentimiento de solidaridad y a preparar
la revolución.
Francamente: los empleados
telegráficos que hacen antifeminismo porque el antifeminismo conviene a sus
intereses no nos resultan simpáticos.
Admiramos, en cambio, a aquellos
trabajadores que saben unir a la lucha por sus intereses actuales e inmediatos
la lucha por intereses generales y la lucha por razones ideales.
Así los ferroviarios y los
trabajadores del mar que, con riesgo propio se rehúsan a transportar hombres y
elementos que sirven a fines liberticidas; así aquellos trabajadores de los
campos o de las fábricas que por medio de propias oficinas de colocación y de
la limitación de la jornada de trabajo intentan hacer participar a todos en el
trabajo disponible; así aquellos trabajadores que, como hoy los mineros
ingleses, mientras exigen e imponen a los patrones aumentos que sean tomados de
la ganancia patronal y no sean descargados sobre las espaldas de los
consumidores; así todos aquellos obreros que se rehúsan o se rehusaran a hacer
trabajos nocivos, a fabricar casas que se desmoronan para desgracia de los
pobres y sólidas prisiones y cuarteles en provecho del gobierno, a adulterar
sustancias alimenticias, a imprimir mentiras contra sí mismos y sus amigos,
etc., etc.
Todo esto sirve para elevar la consciencia
de los trabajadores y para preparar la revolución moral y material que debe
iniciar el mundo nuevo.
Las luchas, en cambio, inspiradas en
mezquinos intereses y combatidas con medios mezquinos son dañosas a la
preparación revolucionaria y ni siquiera sirven después, en la práctica, para
resolver las cuestiones inmediatas.
Los empleados telegráficos no lograrán
hacer expulsar a las mujeres, como los carreros no lograrían eliminar los
camiones o los ferrocarriles. Podrían lograr, en cambio, hacer emplear a los
desocupados si recurrieran, solidarizándose con todos los trabajadores
rebeldes, a medios enérgicos, capaces de preocupar seriamente al gobierno.
Errico Malatesta