El
siguiente ensayo, disponible por primera vez en Internet, fue publicado
originalmente en el libro Historia de las
Mujeres en Chile, Tomo I (selección de escritos y edición a cargo de Ana
María Stuven y Joaquín Fermandois). En él, Jorge Hidalgo y Nelson Castro
dialogan en torno al origen del patriarcado, el colonialismo, la influencia del
cristianismo, el género, la dominación y el papel histórico de la mujer
indígena en la región que hoy ocupan los Estados chileno y peruano. Hemos
tenido la necesidad y el descaro de transcribir «Género, etnicidad, poder e
historia indígena en Chile» pues consideramos que el escrito nos aporta
importantes conocimientos históricos para la formación de una visión integral acerca del patriarcado y sus raíces en nuestra región. La lectura de este
material, no lo dudamos, nutrirá los debates que inquietan a los
movimientos feministas y anti-autoritarios. Por lo mismo alentamos la difusión
y agradecemos profundamente la magnífica labor pedagógica de los autores. Si prefieren formato PDF pueden hacer clic aquí. (N&A)
Introducción
El
escaso desarrollo que ha tenido el estudio de la historia de las mujeres en la
historiografía nacional se ha reflejado en la falta de estudios históricos
sobre las mujeres indígenas1. Esta situación contrasta con la
producción etnohistórica e historiográfica hispanoamericana, en la cual destaca
un abundante número de estudios regionales y de microhistoria, aunque no sea
han propiciado estudios globales ni análisis comparativos sobre la historia de
las mujeres indígenas2.
El
objetivo de este trabajo no pretende enfrentar esos desafíos ni construir una
historia de la mujer indígena, pero si busca dar cuenta algunas de sus
temáticas. En el desarrollo de estas se ha asumido que la categoría analítica
«mujer» no constituye una entidad monolítica y ahistórica que tiene intereses y
deseos idénticos, cualquiera fuese el contexto histórico y cultural, o la pertenencia
social y étnica3. Junto a eso, la presencia de sistema de violencia
simbólica y de dominación masculina no puede conducir a una idea homogénea de
opresión de las mujeres. Además, el predominio de una escritura documental
masculino-céntrica no debiera considerarse como la expresión efectiva de la
ausencia de historicidades y subjetividades femeninas4.
Este
trabajo se inicia con la caracterización de las mujeres en las sociedades
igualitarias, enfatizándose, a partir del registro arqueológico, que estas
sociedades no estuvieron exentas de una violencia sistemática contra la mujer.
Sin embargo, la situación que se intenta mostrar no puede generalizarse, como
lo demuestra el registro etnográfico de Gusinde, aunque en algunos mitos de las
sociedades australes se evidencia una violencia simbólica hacia ellas. En las
sociedades complejas, como el caso del Estado Inca, la situación de la mujer
variaba de acuerdo a su estatus social. A partir de este contexto se puede
explorar la constitución social de las identidades de género y comprender que
estas son múltiples y que no reflejan únicamente al sexo biológico.
La
segunda temática de este trabajo es la serie de redefiniciones que provocó la
cristianización de las poblaciones indígenas y sus efectos en las formas de
representación de la mujer, de su cuerpo y de su sexualidad. La ideología
mariana entraba en contradicción con las representaciones demonológicas que
hicieron de la mujer una fuente de pecado. Esta contradicción permite explorar
una tercera temática, constituida por la relación entre la mujer indígena, el
pacto con el demonio y la hechicería. Así, es posible observar las actividades
de las mujeres indígenas en el contexto de la sociedad colonial.
Los
casos que aquí se analizan proceden mayormente del mundo andino, que es el
campo de estudio de los autores, pero también se han considerado observaciones referentes
a las sociedades chinchorro (datos de la bioarquelogía), selk’nam (información
etnográfica), mapuche y rapanui.
De las sociedad igualitarias a las sociedades complejas
Estudios
actuales indican que la violencia contra la mujer podría una práctica más
antigua en algunas sociedades americanas que en las sociedades patriarcales del
Medio Oriente, y que estas se vinculan al surgimiento de la propiedad privada.
Por lo tanto, emerge en una sociedad de clases en la cual las mujeres han
perdido la situación de igualdad de género que habría caracterizado a las
sociedades preneolíticas.
En efecto, los resultados de algunas investigaciones bioantropológicas indican que los restos óseos de mujeres de la cultura chinchorro –una sociedad igualitaria de bandas de cazadores recolectores y pescadores del Pacífico que se extendió desde la actual costa sur del Perú y norte de Chile, desde hace aproximadamente diez mil a cuatro mil años atrás– poseen múltiples traumas. Si bien las lesiones en los antebrazos y en el cráneo no resultaron letales, como lo demuestran los signos de recuperación ósea, son muestras de la violencia interpersonal. La mayoría de las lesiones son en el lado izquierdo del cráneo, lo que reflejaría la violencia de individuos diestros. Los hombres presentan un porcentaje mayor de lesiones a nivel del cráneo que las mujeres (34,2%, 13/38; 12,9%, 6/38); en cambio, las mujeres registran un mayor porcentaje de traumas en los antebrazos que los hombres (16,2%, 6/38; 2,3%, 1/43)5. De acuerdo con estos datos, parece que las mujeres estuvieran soportando la violencia en una actitud pasiva; es decir, tratando de cubrir sus rostros con los antebrazos. Con todo, la pregunta que persiste es cuál podría ser el origen de estas riñas y golpizas en las sociedades igualitarias. Éstas podrían originarse tanto en un contexto de conquistas por espacios de recolección o pesca como por factores ideológicos, pero también podrían ser el reflejo de una violencia doméstica provocada en las parejas de distinto sexo.
En el
extremo sur del continente americano, en Tierra del Fuego y en las costas de
los archipiélagos occidentales, Martín Gusinde pudo realizar observaciones muy
íntimas de la vida y costumbres de sus habitantes originarios entre 1918 y
1924. En los ona o selk’nam –sociedad de cazadores– advirtió que dentro de los
hombres y mujeres que constituían un matrimonio existía una clara división del
trabajo para asegurar la subsistencia de la familia, de modo que la
interdependencia era total y las tareas se realizaban en conjunto. Al hombre le
correspondían las faenas que implicaban un mayor uso de energía corporal, «y a la mujer una multiplicidad
de actividades más livianas. Mientras él se ocupa regularmente de la provisión
de carne, ella contribuye ocasionalmente un poco a la manutención de la familia
mediante la recolección de frutos y peces. El campo de acción del hombre es la
caza; el de la mujer, la choza familiar».6
Esto otorgaba una amplia independencia a la mujer; pues ella –señala Gusinde–
no estaba sometida al marido, sino que trabajaba junto a él.
Los
deberes y derechos estaban claramente definidos, lo que permitía que ninguno interfiriera
en el ámbito o actividades del otro. De esta manera se generaba una comunión
amorosa que se reflejaba en muestras mutuas de ternura y en una muy buena
comunicación, que era promovida por el aislamiento de las parejas y por los
relatos de lo hecho por cada uno en los largos períodos en que el hombre
permanecía cazando alejado de su familia. Como una manifestación de cariño
hacia sus mujeres, los hombres reservaban lo mejor de su caza o las mejores
partes de la carne de los animales para sus compañeras, incluso privándose a sí
mismos. Esta conducta estaba acompañada de una actitud de celos y de defensa de
sus mujeres, especialmente en la época de penetración de la colonización
republicana que observaba Gusinde. El adulterio era criticado por la tribu como
una ofensa grave y la culpabilidad se atribuía al hombre, que era considerado
el instigador y sobre quien podía recaer la muerte. Por supuesto había
excepciones en que los hombres maltrataban a sus mujeres. En esos casos ella
nunca se defendía, a lo sumo se ocultaba «debajo de sus mantas o coloca los
brazos delante del rostro y la cabeza para eludir los golpes»7.
Cuando había maltrato o cuando el hombre amenazaba la salud de su pareja al
hacerla sufrir hambre por su pereza, los vecinos consideraban a la mujer
completamente libre y la alentaban a abandonar a su esposo.
No
obstante, estas sociedades australes de cazadores terrestres y canoeros nómades
ocultaban mitos que reflejaban una singular violencia simbólica de los hombres
hacia las mujeres. El mito era revelado a los jóvenes en una ceremonia de
iniciación secreta que entre los selk’nam era conocida como kloqueten y como yinchiava entre los alacalufes. La narración del mito refería que,
originalmente, las mujeres habían dominado a los hombres y los atemorizaban
disfrazándose de espíritus para lograr que trabajaran para ellas. Esto perduró
hasta que uno de ellos descubrió el engaño. En represalia, los hombres
comenzaron a asesinarlas, incluidas sus esposas e hijas, con excepción de las
niñas. A partir de estos hechos, los hombres revirtieron las costumbres y,
disfrazados de espíritus, aterraban a las mujeres, amenazando a las flojas y
desobedientes. Para mantener el status quo, los iniciados tenían prohibido
revelar el mito a las mujeres o a los niños, de lo contrario se aplicaba la
pena de muerte8.
A
diferencia de las anteriores, en las sociedades prehispánicas con Estado, como
es el caso de la sociedad inca, «la situación social de la mujer variaba según
el nivel social al cual pertenecía»9. Con el matrimonio, los hombres
alcanzaban la condición de mayores de edad, y como tales tenían obligaciones
tributarias y recibían tierras de cultivo para su familia. El matrimonio se
situaba en la base productiva de la sociedad andina, y en el nivel social más bajo
predominaban los matrimonios monogámicos. A la mujer de los campesinos, o hatum runa, le correspondían
determinadas tareas del campo, además de las obligaciones domésticas. En la
agricultura, los hombres roturaban la tierra y las mujeres rompían los terrones
y depositaban las semillas. El hombre era el responsable del cultivo, de la
cosecha y del transporte de los productos cosechados, mientras que la mujer se
encargaba de la selección de las semillas y de su conservación. Era tarea de
los hombres la obtención de leña y paja para sus hogares, además de contribuir
con varias mitas (turnos de trabajo)
para su grupo étnico y para el Estado. Estos servicios debían ser requeridos
ceremonialmente por las autoridades respectivas y se aplicaban en diversas mitas, como la militar para casos de
guerra, y en la construcción de otras públicas (caminos, puentes, sistemas de
regadío, construcción de murallas y edificios). Las mujeres, por su parte,
debían contribuir con la mita textil,
el pastoreo y el servicio a las mujeres principales10.
Estas
unidades domésticas estaban insertas en niveles mayores de diversas escalas
–desde el ayllu mínimo hasta el grupo
étnico y el Estado– y se organizaban sobre principios de reciprocidad y
redistribución. La reciprocidad implicaba un intercambio relativamente homólogo
de dones que permitía hacer tareas mayores que las domésticas o más
especializadas al nivel del ayllu,
como participar en la minka,
favorecer la ayuda mutua o construir la casa de un nuevo matrimonio. Para
respetar la reciprocidad, los beneficiados de inmediato retribuyen el favor con
chicha, cuya elaboración era tarea femenina, y en el futuro tendrían que
devolver con trabajo lo recibido de los otros miembros de la comunidad. La
redistribución o la reciprocidad asimétrica, en cambio, fue una relación entre
hombres que no poseían iguales condiciones; por ello, oculta una situación de
subordinación y de diferenciación social que se acentuaba aún más conforme
aumentaba la distancia social entre las partes. En este tipo de relaciones,
generalmente surge la figura intermedia del curaca
o cacique. En el sistema incaico se hizo uso de un sistema de gobierno
indirecto en el cual el líder local se transformaba en un funcionario del
Estado que, al momento de recibir determinados dones del Inca vencedor; estaba
obligado a devolver ese favor poniendo a su grupo social al servicio del
soberano cusqueño. De esta manera operaba la ideología de la reciprocidad.
Frente
a un medio como el andino, que reúne ambientes ecológicos tan distintos como la
costa del Pacífico y las tierras adyacentes, con zonas calientes y desérticas
próximas a la costa, con los ricos pero limitados valles occidentales, que
conforman verdaderos oasis; junto a los valles agrícolas de la sierra,
cultivados con sistemas de terrazas, la altura de los pastizales de puna
altiplánicos y la selva tropical de los Andes orientales, un individuo aislado
de la comunidad se encontraba en una seria desventaja y con pocas posibilidades
de subsistencia. Por ello, los lazos políticos se fundaban en relaciones
basadas en el sistema de parentesco y de ayuda mutua. El intercambio de dones,
que incluía textiles, trajes de gran calidad, tierras y el reparto e
intercambio de mujeres, tenía su mayor expresión en las donaciones que el Inca hacía
a sus parientes y a los señores vencidos. Con ello se reforzaban los lazos de
reciprocidad política y se obligaba a los beneficiados a ponerse a su servicio.
En el caso del reparto de mujeres, éstas eran entregadas como dones para
agradecer o reforzar los lazos de reciprocidad política. Con el intercambio se
buscaba casar a una mujer emparentada con el Inca con un señor regional; al
mismo tiempo, el Inca tomaba como esposa secundaria a una mujer noble del mismo
grupo, con lo cual se establecía un fuerte lazo de parentesco.
En un
estudio más tardío de la sociedad incaica surgió, junto a los servicios
periódicos o mita, la donación
permanente por parte de los grupos étnicos de personas que eran desprendidas de
su grupo de parentesco original y que pasaban a depender directamente de las
estructuras de poder de los señores étnicos o del Estado. Tal fue el caso de
los hombres yana y
de las mujeres acllas.
Los primeros fueron utilizados como esclavos, y las segundas como vírgenes del
sol que se entregaban al culto religioso de esa divinidad. La analogía entre
las monjas europeas de los conventos cristianos y las vírgenes del sol es
inadecuada. Las aclla huasi,
o casa de las acllas, congregaban
a jóvenes de entre ocho y diez años escogidas por su belleza y provenientes de
todas las regiones del Tahuantinsuyo. Éstas eran cedidas por los grupos étnicos
para dedicarse a varias funciones; la primera de ellas era atender a la
necesidad del Inca de contar con tejidos finos para los sacrificios ofrecidos a
los dioses, los que se quemaban ceremonialmente y también se ofrecían como
regalos para atender a las necesidades redistributivas con los nobles y señores
sometidos. Las aclla huasi no
sólo eran verdaderos obrajes textiles estatales, sino que además debían
producir chicha en grandes cantidades para abastecer las ceremonias oficiales.
En tercer lugar, eran un depósito de mujeres del cual el Inca podía obtener
esposas secundarias, o bien otorgarlas a los curacas, a quienes pretendía
agradar y comprometer. Las acllas
también cumplían tareas ceremoniales y religiosas, y las que poseían
menor rango quedaban al servicio de las que tenían un origen noble11.
A
partir de un análisis de los mitos descritos en las crónicas y otros
documentos, Rostworowski ha logrado proponer algunas distinciones básicas
respecto del papel agencial de las mujeres andinas en estas estructuras
políticas. Por una parte, destaca el arquetipo de la mujer hogareña, que se
ocupa de sus hijos, de la casa, de la tarea agraria y pastoril, como también de
sus telares. Por otra parte, señala a la mujer guerrera «libre y osada, que
ejercita el mando de los ejércitos y el poder». En el mito de origen del Cusco,
por ejemplo, la mujer hogareña está representada por Mama Ocllo y la guerrera por Mama Huaco, que es representada con una vara de oro –inequívoco
símbolo fálico– penetrando la tierra donde los primeros incas debían asentarse
definitivamente. Mama Huaco
también es mencionada como capitana de uno de los ejércitos que tomaron
posesión del futuro Cusco; los antecedentes iconográficos y arqueológicos
representan a una deidad con varas, símbolos de poder, «con senos representando
ojos y una vagina con dientes y colmillos entrecruzados»12. Esta
deidad es la perfecta representación de la mujer que por su fortaleza es
simbolizada como castradora.
La
misma autora presenta, a partir de evidencias documentales, la participación
política de dos tipos de mujeres de elite. En primer lugar, las curacas o cacicas regionales,
mujeres líderes de grupos étnicos del Cusco que no sólo ejercían el poder en su
grupo étnico, sino que también participaban en las batallas. En segundo lugar
estaban las mujeres de la nobleza incaica, que integraban las panaca o linajes reales y que
tenían por misión conservar el recuerdo del Inca fallecido, cuyo cuerpo
momificado debían tutelar. La panaca
poseía tierras y contaba con los numerosos servidores que cada Inca acumulaba
durante su gobierno. Estas mujeres demostraban su poder político al ser transportadas
en andas y hamacas, o bajo palio, un símbolo que compartían con las huacas o divinidades13.
La
principal diferencia entre panaca
y ayllu radica en que las
primeras eran linajes matrilineales, mientras que los segundos eran linaje
patrilineales. Los hijos de los incas se diferenciaban entonces por sus linajes
maternos, lo que alentaba la competencia entre los descendientes del Inca que
pertenecían a distintos linajes, lo cual contribuye a explicar las frecuentes
guerras civiles entre los aspirantes a la borla a la muerte del titular14.
Entre los incas no existía el derecho a la primogenitura, el cargo lo heredaba
el hijo «más hábil».
La competencia entre los sucesores no se definía en una prueba determinada, por
lo que el más hábil era el que recibía la mayor cantidad de apoyo mediante
alianzas entre los ayllu y
las panaca. Entonces, la
madre y las parientes del candidato ejercían toda su influencia y habilidad
política para lograr la consagración del heredero15.
Un
buen ejemplo de estas mujeres en el territorio chileno es María Lainacacha,
quien tuvo el poder suficiente para salvar la vida de Alonso de Monroy y de su
compañero Pedro de Miranda en Copiapó, cuando una masa de soldados indígenas
encabezada por Aldequin, cacique de la mitad baja del valle, intentó
asesinarlos en 1541. El cronista Antonio de Herrera explica el poder de esta
cacica por su condición de heredera del valle y por estar casada con un marido
que gobernaba. Jerónimo de Vivar, en cambio, lo atribuía a que era la hermana
del cacique, mientras que Pedro Mariño de Lovera la describe como una mujer muy
rica y principal convertida al cristianismo luego del paso de Diego de Almagro.
Es posible que las tres explicaciones tengan algo de verdad, pero no tenemos
suficientes antecedentes para llegar a una conclusión definitiva. Dos años más
tarde, al regresar del Perú, Monroy fue recibido por esta misma cacica y fue
testigo de cómo era transportada en una litera cargada en los hombros de los indios
con gran acompañamiento16.
La construcción del género
en las sociedades indígenas
De
acuerdo a los estudios antropológicos es posible cuestionar aquella noción de
género que supone una rígida oposición masculino/femenino fundamentada en el
sexo biológico. Las nociones de género y sexualidad, por el contrario, deben
ser comprendidas como construcciones sociales e históricas. Por ello, en este
apartado se revisarán algunas de las concepciones sobre el género en referencia
a las poblaciones indígenas.
La
relación entre los sexos en las sociedades andinas ha sido analizada bajo el
principio de complementariedad, que en aquellas comunidades recibe el nombre de
yanantin. Este
término significa literalmente «los que se encuentran unidos por una sola
categoría», el «par», o bien «hombre-mujer». Sin embargo, esta última expresión
no debe ser entendida de manera simple, puesto que hombre y mujer deberían ser yanantin; es decir, «deberían
actualizar esta unión perfecta que es la de las dos mitades del cuerpo humano»17.
En este sentido, la ceremonia que aseguraba el matrimonio y la vida conyugal de
hombres y mujeres tenía por finalidad asegurar la unión de una pareja, volverla
duradera y evitar que la oposición de los esposos inestabilizara la relación.
Esta complementariedad se daba tanto en el plano de la producción como en el
del desarrollo de las actividades productivas. Además, el matrimonio aseguraba «el
acceso de los individuos al orden social pleno»18.
De
este modo, la pareja masculino-femenino puede ser considerada como el
reproductor complementario natural de la sociedad andina. Aunque también se ha
postulado la presencia, en algunas categorías andinas, de una dimensión
andrógina, como es el caso de huaca-mallqui
(es decir, en la roca-inseminante-masculino y en la
semilla-femenino), pero que resulta difícil de rastrear por cuanto el registro
mítico prehispánico que ha subsistido recoge una mirada masculino-céntrica19.
No obstante, las categorías aducidas para fundamentar esta dimensión andrógina
no se vinculan con relaciones reproductivas, sino que constituyen categorías
analíticas20.
De
acuerdo con Spedding, en aymara la noción de género no funciona como una
categoría que denota el sexo biológico, sino que establece categorías sociales21.
En lugar de realizar la habitual división por sexo, se utilizan categorías de
división que apuntan a la distinción entre lo humano y lo no humano, y entre lo
animado y lo no animado. En este sentido, el género no constituye en sí mismo
un aspecto fundamental de la personalidad, sino que es comprendido como una
imposición que debe ser asumida en algunas etapas del ciclo vital. Con todo,
esas categorías de género son dinámicas, pues deben ser asumidas de acuerdo a
la edad y al contexto de relación. Por eso, las clasificaciones de género deben
ser consideradas como dinámicas, relacionales y múltiples.
Ina
Rösing ha caracterizado las clasificaciones múltiples de género que estarían
presentes en las sociedades andinas, siguiendo un modelo utilizado en otros
contextos culturales, como Siberia, Polinesia, la India o África22.
Para esta autora, la distinción entre género biológico y género social permite
comprender que es posible: 1) una asunción a largo plazo del rol que corresponde
al otro género biológico; 2) una asunción temporal de un género social; 3) la
incorporación en un individuo de más de un género social. En los andinos
estudiados por Rösing, la tierra y los cargos definen el género social o
simbólico de los individuos. En el caso de las chacras, éstas pueden ser
divididas en chacras «de abajo» (masculinas y jóvenes) y chacras «de arriba»
(femeninas y viejas). De este modo, las chacras pueden ser
masculinas-masculinas o femeninas-femeninas, o también masculinas-femeninas y
femeninas-masculinas. El propietario de esas chacras asume el género simbólico
correspondiente a esa tierra, por lo que sería posible que una mujer
propietaria de una chacra masculina-masculina también sea, desde el punto de
vista de su género simbólico, un varón-varón23. A su vez, los
géneros simbólicos tienen consecuencias prácticas que se reflejan en el
estatus, en las libertades, las obligaciones y en el emparejamiento.
Los
estudios de género realizados entre los aymara de Chile, basados en registros
orales y en una observación participante, han enfatizado que la construcción
social del género se produce en el ciclo vital de hombres y mujeres, en las
relaciones de parentesco y en el matrimonio24. Aunque el matrimonio
sitúa a la mujer en una situación de «desventaja en términos de estatus y
prestigio», en las fases previas al matrimonio (hermano-hermana o en los roles
padre-madre-hijos) «la edad es más relevante que el sexo en términos de
jerarquía». No obstante, la oposición masculino/femenino seguirá organizando
las nociones de espacio/tiempo de las divinidades y de los rituales. En este
esquema, el útero, y por asociación lo femenino, asume el valor de contención,
nutrición y generación de la vida. Este valor simbólico se ve reforzado por la
sangre (wila), alimento
de las deidades, lo que conduce a «situar la sangre menstrual en un lugar
central del grupo étnico»25. Al mismo tiempo, permite considerar a
las mujeres como una parte fundamental de la producción y reproducción del
hogar. Los quechua de Andamarca representaron a las mujeres como «depósitos de
maíz» (taquicha o taqe),
pues se esperaba que ellas mantuviesen el hogar, ya fuera cocinando o
cultivando la tierra. Por esta razón, se esperaba que en el orden de nacimiento
de los hijos el primero fuera una mujer, ya que las hijas ayudarían en las
obligaciones domésticas y conseguirían yernos que aliviarían el trabajo de sus
padres26.
Entre
los mapuches, la investigación etnohistórica, apoyada en la lectura de
crónicas, ha enfatizado el lugar que tiene la dominación masculina en la
articulación de la relación entre los sexos. Respecto a este tema, Guillaume
Boccara ha planteado que esta relación se despliega en un determinado orden
simbólico, el cual produce las categorías necesarias para enunciar la
diferencia y otorgar sentido a la dominación27. A su juicio, las
fuentes documentales sólo permiten explorar ese ordenamiento simbólico en
relación a la guerra. Precisamente, la guerra es el «momento privilegiado en
que la diferencia de los sexos es radicalizada y en que la valoración del
hombre es más neta». Las mujeres se encontraban excluidas de esta actividad masculina
en la cual se reforzaba la definición social jerárquica de los sexos. La
guerra, entonces, provocaba una necesaria disyunción entre la esfera masculina
y femenina, separación que se expresaba en la interrupción de todo intercambio
sexual: la mezcla del semen con los humores femeninos podía provocar un
infortunio en el combate. De acuerdo a Boccara, es «mediante la actividad
guerrera que el indígena se convierte en un verdadero conahuentro, y es fundamentalmente
a través de ella que puede acceder al estatus de ancestro, mientras que las
mujeres se dirigen irremediablemente hacia la tierra fría del otro mundo en la
que sólo se recoge madera húmeda»28.
Ideología mariana, mujer
indígena y matrimonio
Mujer mapuche
(Archivo
Fotográfico Universidad Diego Portales)
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Desde
el siglo XVI, la comprensión de
géneros múltiples, así como el lugar que la mujer tenía para las unidades
domésticas, fue trastocada por la cristianización de las poblaciones indígenas.
Los misioneros y curas doctrineros ofrecieron a las mujeres indígenas una nueva
forma de autorrepresentación, de comprender el cuerpo, las relaciones
matrimoniales y familiares. Esta representación encontró un buen apoyo en la «ideología
mariana», que resaltaba el ideal de una mujer pura y virginal, destinada al
matrimonio, al servicio del marido y a la crianza y cuidado de los hijos. Pese
a que esta ideología naturalizaba la dominación masculina, las agencias de las
mujeres indígenas permiten ir más allá del esquema dominación/subordinación. En
contraste con esta ideología mariana, las mujeres indígenas fueron objeto de
violencia sexual por parte de los conquistadores; daño que, sin embargo,
impulsó el mestizaje.
En
las disposiciones conciliares de la Iglesia colonial, así como en los
catecismos, confesionarios y sermonarios, se impuso y divulgó el matrimonio
monogámico y una nueva moral sexual. En el II
Concilio Limense (1567), que tuvo vigencia para todo el virreinato peruano,
incluida la Capitanía General de Chile, la Iglesia dispuso que los indígenas
que tuviesen varias mujeres, «según el antiguo rito de la gentilidad»,
permanecieran en matrimonio sólo con «aquella que primero se casó, ya sea
verbalmente o en las ceremonias», o, en su defecto, «entre las que solían tener
intimidad con él». Para respetar la orden de esta disposición, los hombres
debían rechazar para siempre a las demás mujeres. La Iglesia no mostró mayor
preocupación por ellas, como sí lo hizo con los hombres, a quienes incluso
permitió elegir entre sus mujeres a aquella con la que quisiera unirse en
matrimonio, siempre y cuando no hubiera mediado ceremonia alguna o no hubiera
certeza de con cuál de ellas copuló por primera vez29. No obstante,
para sortear estas limitaciones, algunos caciques y sus mujeres utilizaron como
estrategia que éstas aparecieran como viudas en los registros tributarios30.
Inspirada
en las disposiciones del Concilio de Trento, la Iglesia virreinal vio en el
matrimonio legítimo un estado en el que se podía servir a Dios y asegurar la
salvación. Por esto, hombres y mujeres debían «guardarse lealtad el uno al
otro, y con criar sus hijos con servicios de Dios, enseñándoles la ley de Dios
y buenas costumbres, y proveyéndoles de todo lo necesario para la vida humana»31.
El matrimonio aseguraba que los indios pudiesen vivir en policía, necesaria
para el cultivo de la devoción y de la piedad, pero también evitaba que se
tuviese el «ayuntamiento como las bestias que toman unas y dexan otras, como
les da el apetito, sin guarda ley de compañía entre sí»32.
Considerando que el matrimonio era un lazo sagrado e indisoluble, y que el
hombre no podía repudiar a la mujer, se esperaba que el varón escogiese a una
mujer virtuosa y que ésta no fuese forzada a casarse. Sin embargo, era posible
que, una vez casados, la mujer no agradase plenamente al hombre, situación en
la que se le aconsejaba enseñar a su esposa enfrentar lo malo y advertir al
cura doctrinero, «para que la corrija, y ella se enmendará, y será buena»33.
El matrimonio imponía un modelo familiar en el cual el hombre debía servir «al
marido como a cabeza, y criad vuestros hijos en servicio de Dios, pues siendo
Cristianos son también hijos de Dios». Además, ese modelo imponía una
concepción de «amor conyugal» que tenía por motor al hombre: él era quien debía
amar, y la mujer debía servirlo. En esta concepción, sostiene Philippe Ariès,
la «sumisión aparece como la expresión femenina del amor conyugal»34.
Independientemente
de la posición social o étnica, esta sumisión fue la base de la violencia que
sufrieron las mujeres. Flores Galindo y Chocano han demostrado que esta
violencia fue denunciada en los litigios por nulidad matrimonial y que no
siempre representó una salida adecuada para la mujer, pues la nulidad suponía
una separación física, y esta separación podía ocasionar el desprestigio de la
mujer35. En algunas ocasiones, la separación podía encubrir algún
tipo de amancebamiento. Por otra parte, la mujer no era la única que sufría la
violencia de sus maridos. Bernard Lavallé ha demostrado que, en los procesos de
nulidad matrimonial, los demandantes indígenas alegaban que sus mujeres, ya
fueran indias o negras, «les pegaban, robaban y hacían la vida imposible por
sus celos o [los] ponían en ridículo con sus repetidos y públicos adulterios»36.
El
matrimonio monogámico impuso también una nueva moral sexual a las poblaciones
indígenas, que ofrecía una contención a las «fealdades de la carne» y limitaba
el acceso carnal solamente a la reproducción. Amancebamientos, adulterios,
fornicación y otros vicios carnales, que eran expresión de una lujuria
descontrolada, constituían una ofensa a la necesaria pureza del cuerpo. Hombres
y mujeres casados debían abstenerse de tener relaciones con quienes no fueran
sus cónyuges, ya que la mujer adúltera «peca, y merece muerte o infierno».
Matrimonio
indígena
(Archivo
Fotográfico Universidad Diego Portales)
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La
fornicación entre solteros también recibió la atención y reprimenda de la
prédica doctrinera, «si pecar con soltera es digno de infierno mucho más es
corromper a la que es doncella, sin ser casado con ella». La represión de la
fornicación y el resguardo de la virginidad de las doncellas intentaban
asegurar la necesaria pureza del cuerpo femenino, siguiendo la representación
mariana que la Iglesia colonial expandía entre las mujeres. La pérdida de la
virginidad no sólo afectaba a la doncella, sino que también representaba una
mancha al honor familiar, especialmente si de esa deshonra salía un hijo
ilegítimo que provocase una ruptura en la cadena de la legitimidad familiar37.
En su defensa, la mujer podía excusarse en su baja edad, la imbecilidad de su
sexo, o bien que la falta de malicia en el trato con los hombres la habían
llevado a consentir el desfloramiento38. Sin embargo, esas representaciones
ayudaban a reforzar la dominación masculina y la sumisión femenina39.
Del
mismo modo, se intentaba evitar la erotización de las relaciones de pareja,
previniendo que la lujuria apareciese en medio del matrimonio. Es por ello que
se expandió un modelo de cópula que respetara el orden natural de la
disposición de los sexos, cuidando que el pecado nefando, que consistía en
pecar «con muger y no por el lugar natural», no mancillase el estado
matrimonial ni ofendiese a Dios40. En consonancia con la idea del
cuerpo como templo del espíritu, la imposición de este modelo no intentaba
exclusivamente deserotizar el cuerpo femenino, sino que exigía, tanto a los
hombres como a las mujeres, evitar la lujuria. De esto se desprende la
obligación de evadir cualquier circunstancia que pudiera dar pábulo a los
peligros de la carne: las borracheras, muchachos y hombres durmiendo juntos,
decir y escuchar cantares y palabras sucias. O provocar la carne «con vuestras
manos». El confesionario del padre Luis de Valdivia, destinado a la actividad
pastoral de los mapuches y que seguía las indicaciones del III Concilio Limense, puso especial
cuidado en el control y represión del amancebamiento, la fornicación, la
polución voluntaria o los tocamientos sucios, el deleite con cantares, el uso
de pócimas para conseguir el favor de mujeres, los amancebamientos, el pecado
nefando o el bestialismo41.
El
fuego eterno fue ofrecido como castigo para la lujuria. Así, la pastoral del
miedo no escatimó en expresiones retóricas ni en imágenes visuales para
reprimir los «deleites sucios», que atribuía a los engaños del diablo. Si bien
en los sermonarios y confesionarios dirigidos a indígenas el pecado de lujuria
es transversal a hombres y mujeres, en algunos murales del Juicio Final, como
el de la iglesia de Parinacota (altiplano de Arica), se puede encontrar una
perspectiva distinta. Este mural, realizado por pintores indígenas en la segunda
mitad del siglo XVIII, retoma los
contenidos y representaciones elaboradas por la pastoral de la imagen del siglo
XVI. En el Juicio Final, la representación
del pecado está cargada de misoginia, pues la mayoría de los pecadores son
mujeres. Esto no debe extrañar si se considera, de acuerdo a una pesada y
nociva tradición teológico-pastoral, que la mujer aparecía como «un ser
predestinado al mal» y, por lo mismo, un «agente de Satán»42. La
mujer compartía con los demonios no sólo la inferioridad, sino también la
capacidad de tentar y arrastrar a los hombres a la incontinencia y a la
infidelidad. Es por ello, entonces, que la mujer ocupa, en esta sección del
mural, un primer plano en el trayecto de los pecadores hacia la boca infernal.
Los demonios torturan sus cuerpos, especialmente aquellas partes con las que
han pecado. La mujer lujuriosa, adúltera o fornicaria recibe fuertes latigazos
en su sexo, mientras que a su lado un demonio obliga a otra mujer a beber hiel43.
Hacia
el siglo XIX, la cristianización de
las poblaciones polinésicas permitió la expansión del matrimonio monogámico y
de la moral sexual que le era inherente. A partir de la década de 1860, este
proceso de cristianización se concretó en Rapa Nui, impulsado por los
misioneros de los Sagrados Corazones. Los misioneros observaron que las jóvenes
rapanui «vivían en una vergonzosa ociosidad hasta que ellas estuviesen casadas»44.
Incluso, les llamó poderosamente la atención que el matrimonio se contrajera
sin consultar la voluntad de los padres, que su realización sólo dependiera del
gusto y que su disolución fuera posible ante la menor contrariedad45.
Esta situación contrasta con la información etnológica recogida por Métraux en
la década de 1930, que señala que era el padre del novio quien elegía a la
novia46. No obstante, los testimonios orales contemporáneos, aunque
señalas que eran los padres los que elegían a las candidatas para el matrimonio
de sus hijos de acuerdo a distintos vínculos, recuerdan que era la pareja la
que finalmente decidía47.
Con
todo, no debe verse en esta situación una idílica igualdad de los sexos. Los
propios misioneros observaron que la situación rapanui no era diferente a la de
otros «pueblos bárbaros». La ociosidad y liberalidad en la que vivían las
mujeres, según la representación misionera, encontraba un abrupto término en el
matrimonio, rito que la hacía responsable del hogar y de proveer y cocinar los
alimentos. En estas actividades no cabía ningún descuido; de lo contrario, «le
costaba muy caro»48. La situación más insignificante podía ser
ocasión para que el hombre empleara una violencia desmedida contra la mujer. El
misionero Eyraud relató que un jefe (ariki),
«cuando no estaba contento con su cocina, lapidaba literalmente a su mujer; al
punto que la pobre criatura no se podía mover al día siguiente»49.
Esta subordinación femenina también se expresaba en el privilegio que los
hombres tenían para consumir ciertos alimentos, como las gallinas o pescados;
en cambio, la «mujer y los niños, cuando el marido se ha saciado, podrán tal
vez chupar un hueso; ya debidamente chupado una primera y segunda vez»50.
Los
misioneros católicos consideraron que los rapanui eran salvajes e idólatras, y
que el influjo del demonio se evidenciaba en cada una de sus prácticas,
incluidas la poligamia y la situación en que vivía la mujer. Los religiosos
vieron en esta liberalidad un comportamiento que debía ser corregido
introduciendo el matrimonio monogámico e indisoluble y estimulando una moral
sexual restrictiva que, fiel a la concepción tridentina, tendía a suprimir el
erotismo en las relaciones y a proteger el cuerpo de la mujer, la cual quedaba
siempre subordinada al marido. En más de alguna ocasión, la acción de los
administradores de la Compañía Explotadora de Isla de Pascua entró en conflicto
con esa moral sexual. Esto quedó en evidencia cuando el administrador de la
compañía, aprovechando la ausencia de los padres y esposos, que dedicaban
largas horas al trabajo, les quitó a sus hijas y esposas, provocando un serio
enfrentamiento entre los rapanui y los empleados de la compañía51.
La catequista María Angata Veri Thai tuvo un papel central en la defensa de esa
moral sexual, la que ya había sido incorporada a la moral comunitaria52.
Después
de su segundo viaje a Rapa Nui, el padre Bienvenido de Estrella pronunció una
conferencia en el Teatro Miraflores de Santiago, en la cual señaló que la
benéfica acción moralizadora se evidenciaba en la moderación y formalidad con
que habían sido recibidos los misioneros: las mujeres eran menos coquetas y más
recatadas; los hombres, más formales y sumisos53.
Mujeres indígenas,
hechicerías y pacto con el demonio
El
diablo y sus agentes formaron parte de los fantasmas y obsesiones que asediaron
al imaginario de las poblaciones coloniales54. En las primeras
décadas del siglo XVI, los
manuales de reprobación de las supersticiones y hechicerías, junto con
denunciar la presencia activa del demonio y la peligrosa extensión de sus
engaños a través de conjuros y vanas observancias, constataban que había una
mayor proporción de mujeres que de hombres en el arte de la brujería. ¿Cuáles
eran las razones que se entregaban para explicar este predominio femenino en la
iglesia demoníaca? El fraile Martín de Castañega daba algunas razones para esta
situación: 1) la exclusión del ministerio sacerdotal; 2) la facilidad con que
eran engañadas por el demonio; 3) la curiosidad por saber y escudriñar las
cosas las empujaba a querer «ser singulares en el saber», lo que se les niega
en su naturaleza; 4) el que fueran más parleras que los hombres les impedía
guardar algún secreto, de modo que se enseñaban unas a otras; 5) la falta de
fuerza y su tendencia a la ira las inclinaba a vengarse con ayuda del demonio,
entre otras55. Un manual del siglo XVI
afirmaba que los hechizos utilizados por las hechiceras evidenciaban un «trato implícito
e invocación del demonio»56.
Entre
los siglos XVI y XVII, la presencia masiva del demonio y
sus agentes entre los indígenas fue señalada habitualmente por cronistas,
doctrineros y tratadistas. Desde la crónica de fray Juan de San Pedro, pasando
por la elaboración demonológica de José de Acosta y de Pablo Joseph de Arriaga,
hasta la carta pastoral del arzobispo Villagómez, el diablo y sus ministros
fueron objeto de una seria pesquisa57. Retomando los argumentos de
Acosta y Arriaga, hacia 1649 el arzobispo de Lima sostuvo que entre los indios
había una gran disposición al demonio, quien, envidioso de los ricos que ellos
eran por ser cristianos, los engañaba aprovechándose de la rudeza de su
entendimiento, su torpeza en discurrir y su falta de experiencia. El demonio
podía actuar porque al ser un «cuerpo aéreo» podía «darse a sentir y moverse»
contra la «rudeza en entender, y en sentir, y contra la torpeza en discurrir»
de los indios. Se atribuía al demonio un gran conocimiento de las virtudes de
las cosas naturales, por lo que podía hacer «cosas tan maravillosas, que como
ellos (los indios) no las pueden aprehender, ni hacer, los persuade a que le tengan
a él por digno de ser servido, y adorado con el culto que se debe a Dios»58.
A
diferencia de los tratadistas peninsulares, los tratados virreinales no sólo
desvincularon a las mujeres indígenas de las artes diabólicas, sino que les
asignaron un papel periférico. En estos textos se constata que los ministros
del diablo eran mayoritariamente hombres, no porque los autores hayan superado
la misoginia, sino porque ellos vincularon las idolatrías y hechicerías con las
estructuras de autoridad indígena, que eran predominantemente masculinas59.
Los
curas doctrineros también se mostraron un tanto hostiles hacia los indios
curanderos –«hierbateros empíricos»– y les prohibieron que utilizaran sus
medicamentos en el tratamiento de las enfermedades, por cuanto «acostumbraban
administrar dichos medicamentos a los enfermos junto a sus supersticiones e
invocaciones de los ídolos». El II
Sínodo Limense (1567), si bien consideró que el conocimiento empírico que se
tenía de las virtudes de las raíces y hierbas podía ser efectivo para el
tratamiento de enfermedades, dispuso que se separara de las supersticiones e
invocaciones de los demonios. De esta manera, la curación quedaría alejada de
todo contenido supersticioso al no poder ser vinculada con los maleficios. Para
lograr una vigilancia más efectiva de los curanderos y de sus procedimientos,
el sínodo estableció que los indios que conocían el arte de curar fuesen
examinados «de modo de medir su arte», y una vez probados, les fuese permitido
ejercer sin ningún impedimento, «advirtiéndoles por lo demás que no mezclen
ninguna superstición en las aplicaciones de estas medicinas, prometiéndoles que
si lo hicieran se les darían castigos no livianos»60. Joseph de
Arriaga recogió la intención de esta disposición conciliar, e incluso Guamán
Poma de Ayala, conocido por su celosa posición antiidolátrica, sostuvo que no
todos los indios e indias que curaban y sanaban eran supersticiosos, sino
hombres de una profunda y sincera devoción cristiana. También observó que eran
los curas, corregidores e incluso los propios indios quienes les ponen pleito y
«les llaman hechiceros»61.
Empero,
las disposiciones eclesiásticas mantuvieron el recelo hacia los indios
curanderos. Los límites entre un curandero y un hechicero no siempre fueron
precisos, debido a que la teoría del daño indígena fue interpretada a partir de
las representaciones demonológicas europeas62. El propio Guamán Poma
distinguió a los hechiceros (laiqha)
siguiendo una tradición europea que los vinculaba a un pacto con el demonio63.
Esto permite observar la fuerte expansión que tuvo la representación colonial
del hechicero como causante de todo mal y como un estorbo para la
implementación de un orden social inspirado en la divinidad. Esta
representación fue divulgada por los tres concilios limenses del siglo XVI y por las disposiciones toledanas.
Lo anterior explica por qué los tratadistas, a pesar de haber distinguido a
través de sus denominaciones vernaculares a los adivinos, curanderos o brujos,
tendieron a englobarlos bajo el calificativo de hechiceros, no por
desconocimiento, sino para justificar que la extirpación de las idolatrías era
una lucha contra el demonio64.
El
sacerdote jesuita José Pablo de Arriaga observó que los oficios y ministerios
de la idolatría eran comunes a hombres y mujeres. Éstos abarcaban un amplio
espectro de prácticas: el culto a las divinidades andinas (huacas) y a las momias de los
antepasados (mallqui), la
preparación de chicha, la confesión, la adivinación, la curación, entre otras.
Si bien en ellas participaban hombres y mujeres, los oficios principales eran ejecutados
por los hombres. El jesuita agregaba que «los oficios menos principales, como
ser adivinos y hacer la chicha, las mujeres lo ejercitan». Lo anterior no debe
considerarse como parte de una división sexual de las manipulaciones rituales,
ya que el propio Arriaga, refiriéndose al caso de azuac o accac (el
que produce la chicha para las fiestas y ofrendas de las huacas), señalaba que
este oficio era desempeñado por los hombres en los llanos y por las mujeres en
las sierras. Aunque Polo de Ondegardo también señaló que hombres y mujeres
practicaban la hechicería, observó que las mujeres eran más diestras para
confeccionar hierbas y raíces para matar. Por esta razón, las hechiceras eran
temidas incluso por los caciques e indios, quienes ni «osan descubrirlas, de
temor porque lo uno temen ser hechizados de nuevo y lo otro que también ellas manifestarían
los males suyos»65.
Desde
un punto de vista histórico, el fenómeno de la hechicería o brujería obliga a
precisar el lugar que ocupó en la articulación de determinados fenómenos
sociales y a determinar la relación que guarda con las ideologías coloniales.
Irene Silverblatt ha señalado que la extirpación de las idolatrías y la
arremetida contra sus ministros permitió a las mujeres indígenas adquirir un
rol más protagónico en los sistemas rituales, en los que hasta entonces sólo
habían tenido un papel secundario66. Por su parte, María Emma
Mannarelli afirma que la hechicería femenina canalizó gran parte de los
comportamientos y valores rechazados por la cultura hegemónica, al mismo
tiempo, ejerció un poder sobre los hombres y el dominio de una situación
caracterizada por la violencia67. Esta perspectiva no debe
desconocer que las representaciones sobre la brujería o hechicería no fueron
homogéneas durante la Colonia. Desde el siglo XVII
se observan diversas representaciones de las hechicerías a nivel de la alta
burocracia virreinal, la burocracia provincial, las víctimas y los acusados68.
A pesar del racionalismo que se impuso en la evaluación de las acusaciones de
brujería, y del desplazamiento que tuvieron los paradigmas ideológicos
coloniales, ésta siguió siendo considerada como un delito político69.
Por ello, a través de la brujería se pudo continuar legitimando en la sociedad
colonial, al menos a nivel local y en determinadas coyunturas, un sistema de sujeción,
exclusión y violencia70.
Aunque
la acusación por brujería no prosperó a nivel de la burocracia regional,
durante los siglos XVII y XVIII siguió ofreciendo un fondo de
representaciones y discursos para interpretar las enfermedades, muertes,
conflictos, angustias personales y todos aquellos acontecimientos cuyas causas
no podían ser encontradas de buenas a primeras. Para algunas autoridades, como
el corregidor de Atacama, esas prácticas revelaban que los indios seguían
viviendo como en los tiempos de la gentilidad, con «idolatrías que permanecen
en ellos con las supersticiones que el demonio les hace creer»71. Un
ejemplo de esto fue la repentina enfermedad de una muchacha española, que
advirtió de la presencia de brujos y maleficios. Durante un mes, la joven fue
tratada por una enfermedad cuya sintomatología no era precisa: tenía fuertes
dolores, pero el pulso se encontraba «bueno sin que tuviese accidente natural
en que me fue preciso discurrir sobre el particular que sin duda era maleficio».
Una curandera del ayllu de
Condeduque, llamada Juana Antonia, ayudó a la enferma, pero los remedios que le
aplicó no tuvieron los efectos esperados. Otros curanderos confirmaron la
sospecha del corregidor de que la muchacha había sido víctima de maleficio. Los
curanderos vieron en esta acusación la posibilidad de deshacerse de Juana
Antonia, quien debió haber tenido un gran prestigio por sus dotes curativas
para ser llamada en primer lugar a tratar a la enferma. Para lograrlo contaban
con la declaración de la propia enferma, quien afirmó haber «visto entre sueño
a una india natural de este pueblo llamada Juana Antonia hija de Pascual Morales
y de Francisca Elvira del ayllu
de Condeduque, que ésta veía y le había introducido unos atados de cabellos en
la boca sin poderse defender».
Forzada
por las torturas, Juana Antonia reconoció –según la versión del intérprete– que
«desde chiquita tenía pacto por el demonio». Sin embargo, la expresión «pacto
con el demonio» resultaba más acorde con las representaciones demonológicas de
la época que referirse a la iniciación que había permitido el conocimiento de
las virtudes de plantas y ritos de curación. Juana Antonia había adquirido los
conocimientos de su madre, la india Francisca Elbira, a quien se vio obligada a
denunciar como su cómplice en el maleficio, a causa de los fuertes azotes a los
que fue sometida. Aunque la documentación disponible no permite hacer
generalizaciones como las de Silverblatt y Mannarelli, es plausible sostener
que las prácticas curativas realizadas por Juana Antonia y su madre remitieron
a una modalidad propiamente femenina y que la acusación de brujería,
independientemente de las intenciones del corregidor y de las representaciones
demonológicas, pudo ser el resultado, en un primer momento, de las tensiones
desatadas con los especialistas masculinos; estos últimos vieron en las
curanderas una amenaza a la mantención de sus clientes y prestigio. No es
extraño, entonces, que las dos personas que sirvieron de testigos contra Juana
Antonia hayan sido curanderos hombres. Posteriormente, uno de esos curanderos,
apoyado por el cacique de San Pedro de Atacama, acusó al otro de ser «maestro
de brujería». Este asunto abrió un segundo ámbito de tensiones entre los
curanderos y entre un curandero y la autoridad política.
En el
territorio de la Capitanía General de Chile, la situación no era tan diferente,
ya que los machis, «que son hechizeros»72, eran hombres, aunque de
ellos llamó especialmente la atención que además estuvieran vinculados a la
actividad bélica73. No obstante, y tal vez siguiendo el estereotipo
hispano, el cronista Jerónimo de Vivar señaló, a propósito de las indígenas del
área de Concepción, que son «muy grandes hechiceras». No queda claro si estas
hechiceras son chamanes como los machis o simplemente se trata de especialistas
de segundo orden. Ahora bien, las mujeres mapuches lograron, a partir del siglo
XVIII, articular una experiencia
chamánica propia. De acuerdo a Bacigalupo, este dominio chamánico femenino
estuvo ligado al control de los rituales de fertilidad, necesarios para las
actividades agrícolas, y a la relación que las machis tuvieron con la luna.
De
ahí entonces que el desplazamiento desde una «sociedad guerrera nómade» hacia
una sociedad de economía agrícola haya permitido el ascenso de las machis. Pero
este ascenso también significó, junto con la acumulación de ciertos excedentes
y la independencia de la tutela masculina, la adquisición de un poder alterno
al sistema patrilineal dominante74.
Economía colonial, género y
agencia
Los
proyectos colonial y republicano generaron intensas repercusiones sociales,
económicas y culturales en las poblaciones indígenas. Respecto a las mujeres,
la interrogante es si éstas fueron más recientes a las transformaciones
coloniales o si, por el contrario, se incorporaron plenamente a los nuevos
escenarios históricos. En el caso de los Andes coloniales, la condición y las
categorías fiscales de tributario75 y mitayo76 subrayaron la centralidad de los hombres
en las obligaciones económicas requeridas por la corona. De acuerdo a las leyes
de Indias, las mujeres y niños estaban efectivamente excluidos de tributar y
participar en los trabajos periódicos y forzosos que establecía el Estado77.
Esta legislación causó que la integración de las mujeres indígenas a la
sociedad colonial fuera más restrictiva en comparación a los hombres. Las
mujeres, siendo más distantes a tales actividades, fueron más resistentes a los
cambios culturales y desempeñaron el papel de trasmisoras de las tradiciones y
costumbres en sus comunidades y familias. Esta perspectiva es próxima a los
enfoques de Silverblatt y Larson, quienes destacaron el lugar de las mujeres
indígenas en la continuidad de las tradiciones culturales y en la resistencia a
la dominación.
Ahora
bien, el papel de la mujer andina debiera ser analizado en relación a las
dinámicas históricas de cada localidad. En el caso del Corregimiento de Atacama,
jurisdicción relativamente alejada de los grandes centros coloniales, las
mujeres demostraron una mayor oposición a perder sus lenguas nativas. Así lo
demuestra una queja formulada por el corregidor y revisitador Alonso Espejo en
1683: «Todos hablan la lengua [castellana] menos las indias que son más rudas,
y aunque hablan algo, la española, y la general la más ordinaria, y la materna»78.
Esto revela que, mientras los varones eran ladinos en la lengua castellana, las
mujeres hablaban corrientemente el cunza y la lengua general de la provincia,
que de acuerdo a las disposiciones eclesiásticas era el aymara79. A
pesar del calificativo de rudas que pesaba sobre ellas, las mujeres eran bilingües
en lenguas andinas, situación que pudo extenderse hasta mediados del siglo XVIII. A partir de la segunda mitad de
ese siglo, los registros muestran una tendencia de la población indígena
femenina al monolingüismo o al solo uso de lenguas indígenas, lo que pudo
incidir en los procesos de socialización de los niños80.
La
reticencia de las indígenas a las transformaciones también puede ser analizada
a través de las cláusulas entregadas en sus testamentos. En éstos, las mujeres
reconocieron un sentido de pertenencia al afirmar sus pautas culturales o su
escala de valores. Una expresión de esas tradiciones sería la práctica de legar
tejidos, ropas o vestidos a sus hijas, y en caso de no tener descendencia
femenina, a sus sobrinas u otras mujeres81. Un caso ilustrativo de
esta práctica es el de Petrona Cutipa, natural del pueblo de Belén, ubicado en
la sierra de Arica, quien pese a tener como heredero universal a su sobrino,
testó toda su ropa y un paño de merino a su hermana Tomasa Cutipa82.
Resulta
discutible seguir sosteniendo que las mujeres indígenas no fueran incorporadas
a la economía; por el contrario, desde muy temprano ellas fueron piezas clave
del funcionamiento de la sociedad colonial. Si el tributo aplicado a los
varones en realidad concernía al conjunto de la comunidad y a cada unidad
doméstica, la mujer debía contribuir con la mita textil (tejer para el
encomendero o el corregidor, quien proveía la lana) y acompañar a su esposo en
las tareas que imponía el Estado colonial. Los visitadores coloniales, por
ejemplo, recurrieron a distintas estrategias para elevar la tasa textil que
debían entregar los hombres, incorporando incluso a los solteros bajo el
argumento que aun no teniendo esposas sí tenían «muchas madres y hermanas que
se la hagan»83. El sistema laboral colonial, como la mita minera
de Potosí, comprometió la participación de los recursos que los ayllu y
las comunidades proporcionaban en su conjunto. Mujeres, niños y parientes
acompañaban a los mitayos indígenas, preparaban productos básicos, como
el maíz, el charque y el chuño, equipaban a las recuas para los trajines, y
acopiaban alimentos para los largos períodos de servicio con salarios de mitayos
inferiores a los de los trabajadores libres; es decir, insuficientes para
la sobrevivencia del mitayo y su familia84.
Si
bien las leyes prohibían que las mujeres indígenas tributaran, los agentes
locales de la corona, especialmente los corregidores, intentaron aumentar sus
ingresos haciendo caso omiso de las disposiciones existentes. En 1754, los
indígenas de Atacama denunciaron por esta situación al corregidor Manuel
Fernández Valdivieso, que ante la ausencia o fuga de los hombres exigía el
cobro de los tributos a las mujeres85. Algo similar sucedió en los
Altos de Arica a fines del siglo XVIII,
cuando el intendente Álvarez y Jiménez prohibió que se recogieran tributos
entre las indias86. Otra forma que denota la presencia de la mujer
andina en la sociedad colonial se encuentra en el empleo de su trabajo en el
contexto del sistema de reparto87. Ese año, el mismo corregidor de
Atacama obligaba a las mujeres casadas, solteras y viudas a que le compraran
coca y ropa, para luego hacerse pagar por el trabajo de éstas en la confección
de tejidos y ponchos que vendía en Potosí, Salta y otros lugares88.
Frank
Salomon ha demostrado que desde muy temprano las mujeres se integraron a la
vida urbana, a la economía y a las prácticas culturales europeas, por medio del
trabajo en el servicio doméstico o por su emprendimiento en pequeñas
iniciativas económicas ligadas al comercio colonial de tejido y ropa. Este
hecho explicaría, por otra parte, la abundancia de testamentos elaborados por
mujeres indígenas89. Desde otra perspectiva, esta incorporación a la
ciudad ha sido considerada como efecto de una política económica que terminó
por desarraigar a las mujeres de sus
comunidades. Su trabajo en tareas domésticas en las casas de españoles,
instituciones y conventos, y su rápida inserción en el mercado laboral urbano
habrían provocado su fuerte desarraigo cultural90. No obstante, las
mujeres indígenas urbanas pudieron recrear sus identidades recogiendo algunos
rasgos distintivos de sus comunidades; por ejemplo, el uso del vestuario91.
La
incorporación a la sociedad colonial de las mujeres indígenas también puede
explicarse por su activa participación en la organización de cofradías,
devociones coloniales y cultos marianos. La preparación de las fiestas
religiosas con advocaciones marianas contó con la especial asistencia de las
mujeres. A inicios del siglo XIX, la indígena tacneña Petrona Santamaría
declaraba en su testamento que tenía unas tierras junto a sus familias, «con
cuyo producto haremos la fiesta alternativamente a la Gloriosa Santa Rosa»92.
Otra práctica habitual era dejar ofrendas, como lo hizo Elena Colque al donar
«un par de chupetes de oro para la virgen de los remedios del timar chaca
[Virgen de los Remedios de Timalchaca], y mande renovar mi marido el adorno de
la Virgen»93. Otra expresión de estas prácticas cristianas fueron
las limosnas, destinadas generalmente a pobres y mendigos. Un ejemplo de éstas
es la que concedió Martina Yañes y Cuencas, esposa de la segunda persona del
cacique del pueblo de Tarata, a miembros femeninos de su familia: «A mi tía
Juliana Yañes y a mis tres primas Mercedes, Petrona y Teodora Yañes, a dos
pesos a cada una los que se sacarán de mis bienes y se le entregará con
preferencia por ser unas pobres»94.
En
suma, pese a que en algunas regiones las mujeres indígenas se desarrollaron en
lugares apartados y rurales, ellas lograron, generalmente, interactuar sin
problemas con las instituciones del Estado, articulando un acabado conocimiento
de los sistemas y prácticas legales. Más aún, se ha sugerido que los supuestos
proyectos coloniales de hegemonía masculina pudieron ser interpelados a través
de las esferas legales, particularmente a través de los testamentos. Las
indígenas encontraron ahí un espacio para manipular y negociar la distribución
de sus patrimonios y, con ello, su lugar en la sociedad. En esa perspectiva, el
caso de las viudas indígenas resulta interesante, pues tuvieron la libertad
suficiente para cambiar las disposiciones testamentarias y distribuir los
bienes conyugales de acuerdo a sus intereses95. Sin embargo, estos
aspectos no han sido suficientemente abordados por la etnohistoria del norte de
Chile.
Las
mujeres indígenas tuvieron un rol importante en algunos rituales y en la vida
comunitaria, tal como lo comprueba, por ejemplo, su papel en la preparación de
chicha de maíz en los Altos de Arica a comienzos del siglo XVIII96.
Por otra parte, disponemos de algunos casos en que ellas defendieron con empeño
sus bienes y su lugar en la sociedad. Tal es el caso de la viuda indígena
Ignacia Paredes, del ayllu de Olanique, quien se queja en su testamento de su
hijo que había vendido unas tierras de su propiedad, y relata que cuando lo
descubrió, éste le contestó que «lo había hecho privado de la circunstancia de
ser hijo; y yo la de Madre»97. El hecho de vender la propiedad sin
su consentimiento, aun cuando legalmente pudiera hacerlo por ser el hijo
legítimo de su padre, determinó que la viuda utilizara su testamento de acuerdo
a lo que consideraba justo, razón por la cual decidió legar a su hijo Juan José
Paredes (hijo ilegítimo) los bienes restantes: árboles y media calle de agua
que disfrutaba en su ayllu. Más tarde explicaría que su decisión se debió a que
este hijo era el que había desempeñado las funciones del mejor marido, «porque
no he tenido otro amparo ni refugio que la de este honrado y obediente hijo
quien hasta el día me sostiene en cama»98. De este modo, la viuda
castigaba a su hijo legítimo y sus descendientes, favoreciendo al que había
asumido las reglas propias de la reciprocidad familiar.
Más
allá de evaluar la originalidad cultural de estas prácticas testamentarias, es
necesario apreciar históricamente cómo las mujeres indígenas lograron utilizar
sus testamentos para vencer cualquier situación de subalteridad y reivindicar
un sentido de justicia acorde a su condición de mujer en un tejido social del
cual formaban parte. No debe extrañar, entonces, que Elena Colque, indígena de
Livilcar, pueblo ubicado en la cabecera del valle de Azapa, aun estando
enferma, decidiera dejar sus terrenos a su marido, don Fructuoso Tarque, «en
agradecimiento de su leal compañía»99.
Las
agencias que desempeñaban las mujeres indígenas y su conocimiento de las
prácticas legales pudieron tener distintas suertes en la medida que éstas
amenazaban el control político de algunos dispositivos coloniales. A fines del
siglo XVIII, las mujeres indígenas de la jurisdicción de Lípez se organizaron y
denunciaron judicialmente a su cura doctrinero cuando las obligaba a tejer
grandes cantidades de ropa en los obrajes. Si se negaban a tejer, el clérigo
las azotaba en sus asentaderas, acusación que finalmente fue probada y que
gatilló la expulsión del de la doctrina100. Sin embargo, esta no fue
la misma suerte de Francisca Alave, indígena viuda de la doctrina de Codpa,
quien no estuvo de acuerdo con los cobros excesivos que el cura Andrés Joseph
Delgado le exigía por el entierro de su difunto marido. Francisca Alave
averiguó con sus vecinos cómo poder defenderse y decidió escribir su queja al
mismísimo obispo. Luego de ser reprendido por sus superiores, el cura
doctrinero mandó a traer a la indígena «y la hiso correr la sangre dejándola
inmovible y enferma, de cuyas resultas después de algún tiempo murió»101.
En el
caso de las mujeres rapanui, aunque ellas estuvieron expuestas a una fuerte
subordinación en el matrimonio, esto no significó una ausencia de agencias
femeninas. Por el contrario, el lugar preponderante que tenían en la producción
y reproducción del hogar, particularmente en la preparación de los alimentos,
las transformó en elementos clave del ordenamiento cultural, como se demuestra
en algunos mitos de crisis102. Esto también se ve confirmado por su
participación en actividades rituales de curación y en la manipulación
simbólica necesaria para el triunfo de los hombres en el combate103.
El dominio del lenguaje simbólico y ritual de las mujeres rapanui se
intensificó en el contexto colonial. Por eso, los misioneros alentaron una
indigenización del cristianismo, que se tradujo en el rol activo de los y las
catequistas, y de la propia comunidad cristiana, en la reproducción de las
devociones. Ese lenguaje religioso se tradujo también en un lenguaje político
que permitió a las mujeres desarrollar una agencia activa en la coyuntura
colonial de fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Comentarios finales
En
este recorrido por la historia de las mujeres indígenas en Chile se impone la
necesidad de proseguir el estudio de las mujeres desde una perspectiva
etnohistórica y multidisciplinaria. No obstante, salen a la luz algunos hechos
que cuestionan los estereotipos afianzados en el imaginario social. En primer
lugar, la violencia de género ha sido una práctica arraigada, milenaria e
imposible de ocultar, la cual conocemos gracias a la información etnográfica e
histórica que tenemos de la voluntad femenina y social, quienes reclamaron el
derecho de alejarse o divorciarse del varón abusador. Con todo, no siempre la
mujer es la víctima, puesto que, excepcionalmente, hay situaciones en las que
esas prácticas se invierten. En el tránsito de las sociedades igualitarias a
las complejas surgen las figuras de las mujeres poderosas, tanto en el ámbito
social como en el político y religioso, pues algunas de ellas son elevadas a la
condición de divinidades; en los Andes eran consideradas huacas. La conquista
europea trajo enormes cambios para la mujer indígena. Junto a la violencia
sexual hay una prédica que eleva las virtudes de la castidad, del ideal mariano
y del matrimonio monogámico, al mismo tiempo que siembra la desconfianza sobre
las mujeres al presentarlas, desde una perspectiva europea, como instrumentos
del demonio y asociarlas directamente a la hechicería. Surgen nuevas
autoridades e instituciones que exigen nuevos servicios y tributos, los que
obligan a muchas comunidades a recurrir al mercado colonial como una fuente
adicional de recursos. De esta manera, algunos hombres y mujeres lograron una
mediana fortuna comerciando en las ciudades y pueblos. Muchas de ellas han
dejado su testimonio por medio de testamentos, donde se resume parte de sus
vidas y de su involucramiento en la sociedad colonial. Por otra parte, una gran
cantidad de mujeres campesinas dejaron pocos testimonios personales; por ello,
nos aproximamos a ellas a través de diversas fuentes que las mencionan como
conservadoras de una tradición simbólica y agraria. A veces son calificadas de
rudas por no hablar el español, pero a su vez se reconoce que manejaban varias
lenguas andinas. Es decir, a pesar de su aparente rudeza eran políglotas y
poseían una vasta capacidad de comunicación. Además, su aislamiento también es
relativo. Desde muy temprano, en los tiempos incaicos y conforme avanzaba el
período colonial, las mujeres estuvieron vinculadas a la sociedad mayor, al
Estado, al mercado y a la Iglesia. Aun cuando estaban lejos de la ciudadanía,
no sorprende su papel en las denuncias contra funcionarios y curas que hacían
lo contrario de lo que predicaba el discurso colonial. Las mujeres indígenas no
estuvieron nunca al margen de la historia.
Notas
1
A inicios de la década de 1990, Salazar llamó la atención sobre este vacío
historiográfico. «La mujer del “bajo pueblo” en Chile: bosquejo histórico». En
Proposiciones, Nº 21, Santiago, 1992, pp. 64-83.
2
Para una discusión bibliográfica sobre la historia de las mujeres indígenas en
la sociedad colonial, particularmente en el virreinato peruano, consúltese
María Teresa Díez Martín: «Perspectivas historiográficas: mujeres indias en la
sociedad colonial hispanoamericana». En Espacio, tiempo y forma, serie IV,
Historia moderna, tomo 17, 2004, pp. 215-253. Para una perspectiva de la
historiografía mesoamericana, y particularmente andina, sobre el tema de género
en la sociedad colonial, véase la excelente introducción de Karen B. Graubart
en su libro With our Labor and Sweat Indigenous Women and the Formation of
Colonial Society in Peru 1550-1700. Satndford, California, Stanford University
Press, 2007, pp. 1-25.
3
Para estos aspectos se han considerado los presupuestos analíticos de Chandra
Talpade Mohanty: «Bajo los ojos de Occidente. Saber académico y discursos
coloniales». En Sandro Mezzadra (comp.): Estudios postcoloniales. Ensayos
fundamentales. Madrid, Traficantes de Sueños, 2008, pp. 69-101.
4
Arlette Farge: La atracción del archivo. Valencia, Edicions Alfons El Magnànim,
1991, pp. 29-37.
5
Bernardo Arriaza y Vivien Standen: Bioarqueología. Historia biocultural de los
antiguos pobladores del extremo norte de Chile. Santiago, Editorial
Universitaria, 2008, pp. 102-103.
6
Martín Gusinde: Los indios de Tierra del Fuego. Buenos Aires, Centro Argentino
de Etnología Americana, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técticas, 1982, tomo I, p. 332.
7
Ibídem, p. 338.
8
Ibídem, tomo II, pp. 785-836.
9
María Rostworowski: Ensayos de historia andina II. Pampa de Nasca, género, hechicería.
Lima, Instituto de Estudios Peruanos, Banco Central de Reserva del Perú, 1998,
p. 72.
10
Francisco Fernández Astete: La mujer en el Tahuantisuyo. Lima, Fondo
Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2005, p. 71. Véase
también a John Murra: Formaciones económicas y políticas del mundo andino.
Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1975. John Murra: La organización
económica del Estado inca. México, Siglo XXI, 1978.
11
Murra, op. cit.; Rostworowski, op. cit., p. 67; Hernández, La mujer..., op.
cit., pp. 96-105.
12
Rostorowski, op. cit., pp. 60-61.
13
Hernández, op. cit., p. 95. José Luis Martínez Cereceda: Autoridades en los Andes, los atributos del señor. Lima, Pontificia
Universidad Católica del Perú, 1995, p. 84.
14
Ibídem, pp. 68-70.
15
María Rostworowski. Estructuras andinas
de poder. Ideología religiosa y política. Lima, Instituto de Estudios
Peruanos, 1983, pp. 167-173.
16
Jorge Hidalgo: Culturas protohistóricas
del norte de Chile. El testimonio de los cronistas. Santiago, Cuadernos de
Historia, Nº 1, Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Educación,
Departamento de Historia, Cátedra de Historia de Chile, 1972, pp. 71-74.
17
Tristan Platt: «Symétries en miroir. Le concept de yanantin chez les Maches de
Bolivie». En Annales ESC, vol. 33,5,
1978, p. 1096.
18
Juan Ossio: Parentesco, reciprocidad y
jerarquía en los Andes. Lima, Fondo Editorial PUCP, 1992, p. 218.
19
Billie-Jean Isbell: «De inmaduro a duro: lo simbólico femenino en los esquemas
andinos de género». En Denise Arnold (comp.): Más allá del silencio. Las fronteras de género en los Andes. La
Paz, CIASE/ILCA, 1997, pp. 253-300.
20
Frank Salomon: «“Conjunto de nacimiento” y “línea de esperma” en el manuscrito
quechua de Huarochiri (ca. 1608)». En Denise Arnold (comp.): Más allá del silencio. Las fronteras de
género en los Andes. La Paz, CIASE/ILCA, 1997, pp. 301-322.
21
Alison Spedding: «“Esa mujer no necesita hombre”: en contra de la “dualidad
andina”. Imágenes de género en los yungas de La Paz». En Denise Arnold (comp.),
op. cit., pp. 325-343.
22
Ina Rösing: «Los diez géneros de Amarete, Bolivia». En Denise Arnold (comp.), op. cit., pp.77-92.
23
Ibídem, p. 83.
24
Vivian Gavilán: «Una aproximación a las relaciones de género entre los aymara
del norte de Chile». En Temas Regionales,
año 2, 2, 1995, pp. 21-33. «“Buscando vida”: Hacia una teoría aymara de la
división del trabajo por género». En Chungara,
vol. 24, 1, 2002, pp. 101-117. Consúltese, además, Ana María Carrasco: «Constitución
de género y ciclo vital entre los aymara contemporáneos del norte de Chile». En
Chungara, vol. 30, 1, 1999, pp.
87-103.
25
Vivian Gavilán: «Representaciones del cuerpo e identidad de género y étnica en
la población indígena del norte de Chile». En Estudios Atacameños, Nº 30, 2005, p. 144.
26
Juan Ossio, op. cit., p. 216.
27
Guillaume Boccara: Los vencedores.
Historia de pueblo mapuche en la época colonial. Santiago, IIAM-Universidad
de Chile, 2007, p. 139.
28
Ibídem, p. 142. En la comprensión del género y la sexualidad, la perspectiva de
Boccara no sobrepasa la oposición masculino/femenino, y descuida el análisis de
géneros duales y sexualidades alternativas. Para esto último consúltese Ana
María Bacigalupo: «La lucha por la masculinidad de machi: políticas coloniales
de género, sexualidad y poder en el sur de Chile». En Revista de Historia Indígena, vol. 6, 2003.
29
III Concilio Limense, Constitución 37ª, f. 82. En Rubén Vargas Ugarte: Concilios Limenses, Lima, 1951, tomo I.
Para un análisis histórico del modelo de «matrimonio indisoluble», consúltese a
Philippe Ariès: «El matrimonio indisoluble». En Sexualidades occidentales. Buenos Aires, Paidós, 1987, pp. 189-214.
30
Clara López Beltrán: Alianzas familiares.
Elite, géneros y negocios en la paz, siglo XVII. Lima, Instituto de
Estudios Peruanos, 1998, p. 226.
31
Tercero catecismo y exposición de la
doctrina christiana, por Sermones. Antonio Ricardo Impressor, Ciudad de los
Reyes, 1585, f. 84.
32
Ibídem, f. 85.
33
Ibídem, f. 88.
34
Philippe Ariès: «El amor en el matrimonio». En Sexualidades occidentales, op. cit., p. 183.
35
Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano: «Las cargas del sacramento». En Revista Andina, año 2, 2, 1984, pp.
403-434. Bernard Lavallé: Amor y opresión
en los Andes coloniales. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1999, pp.
87-92.
36
Bernard Lavallé, op. cit., p. 30.
37
Ann Twinam, “Honor, sexualidad e ilegitimidad en la Hispanoamerica colonial”,
en Asunción Lavrin (coordinadora), Sexualidad
y matrimonio en la América hispana, siglos XVI-XVIII, México, Grijalbo,
1991, pp. 131-133.
38
Bernard Lavallé, op. cit., p. 80.
39
Pierre Bourdieu: La dominación masculina.
Barcelona, Anagrama, 2003, p. 54.
40
Tercero catecismo…, op. cit., p. 152.
De acuerdo al sermonario, el pecado nefando o de sodomía incluía tanto el
«peccar hombre con hombre, o con mujer no por el lugar natural». También se
consideraba como pecado contra natura «la polución extraordinariamente
derramada fuera del vaso», pero se reservaba dicha denominación a la cópula sodomítica,
«que es cuando se consumma dentro en el vaso contra natura». Manuel Rodríguez: Summa de casos de consciencia con
advertencias muy provechosas para confessores. Salamanca, Juan Fernández,
1598, p. 580.
41
Luis de Valdivia: Arte y gramatica general
de la lengua que corre en todo el Reyno de Chile: con un vocabulario y
confessionario. Sevilla, Tomás López de Haro, 1684, pp. 26-27.
42
Jean Delumeau: El miedo en Occidente.
Madrid, Taurus, 2002, p. 486.
43
Nelson Castro, Juan Chacana y Ricardo Mir: «Excitar y subyugar. Pastoral de la
imagen y control de la memoria indígena colonial. Virreinato peruano, siglos
XVII-XVIII». En Diálogo Andino (en
prensa).
44 Hippolyte Roussel: «Île de Pâques ou Rapanui.
Notice». Annales de Sacrès Coeurs,
1926, p. 11.
45 Ibídem, p. 15.
46 Alfred Métraux: Ethnology of Easter Island. Honolulu, Bernice P. Bishop Museum,
1971, p. 98.
47
María Eugenia Santo Coloma: Guardianes de
la tradición. Mestizaje y conflicto en la sociedad rapanui. Rapa Nui, Rapanui Press, 2004, pp.
173-174.
48 Hippolyte Roussel, op. cit., p. 12.
49 Eugène Eyraud: «Lettre du Père E. Eyraud». En
Annales de Propagation de la Foi,
tomo 38, 1867, p. 127.
50
Ibídem, pp. 126-127.
51
Bienvenido de Estella: Misterios de Isla
de Pascua. Rapa Nui,
Rapanui Press, 2007 [1920], p. 147.
52
Nelson Castro: El diablo, Dios y la
profetisa. Evangelización y milenarismo en Rapa Nui, 1864-1914. Rapa Nui,
Rapanui Press, 2006.
53
Nelson Castro: «Pastoral, etnología y colonialismo. Los misterios del padre
Bienvenido de Estella». En Bienvenido de Estella, op. cit., estudio
introductorio.
54
Carmen Bernand y Serge Gruzinski: De la idolatría. Una arqueología de las
ciencias religiosas. México, Fondo de Cultura Económica, 1993. Jean Delumeau,
op. cit.
55
Martín de Castañega: Tratado de las supersticiones y hechicerías. Edición y
estudio preliminar de Fabián Campagne. Buenos Aires, Universidad de Buenos
Aires, 1997 [1529], pp. 63-64. Pedro de Ciruelo: Reprouación de las supersticiones
y hechicerías. Alcalá de Henares, Ioan de Brocar, 1647.
56
Manuel Rodríguez: Summa de casos de consciencia con advertencias muy
provechosas para confesores. Juan Fernández, Salamanca, 1598, p. 12.
57
Fray Juan de San Pedro: La persecución del demonio. Crónica de los primeros
agustinos en el norte del Perú. Estudio preliminar de L. Millones, J. Topic y
J. González. Málaga, 1992 [1560]. José de Acosta: De procuranda indorum salute.
Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1984, 2 vols. Pablo
José de Arriaga: «La extirpación de la idolatría en el Pirú». En Crónicas
peruanas de interés indígena. Edición y estudio preliminar de F. Esteve Barba.
Madrid, BAE, Ediciones Atlas, 1968, tomo 209. Pedro de Villagómez: Carta
pastoral de exortación e instrucción contra las idolatrías de los indios del
Arzobispado de Lima. Lima, Jorge López Impresor de Libros, 1649.
58
Pedro de Villagómez, op. cit. Gaspar Navarro, siguiendo a Santo Tomás, sostenía
que el demonio no podía quitar la conexión (en la cual consiste el ser y la
conservación de la naturaleza) y subordinación del universo, «porque ninguno
puede pervertir el orden natural, sino el mismo autor de la naturaleza», que es
potencia infinita. Por el contrario, el demonio era definido como criatura de
necesidad, de potencia finita y limitada, y lo único que podía hacer era mover
«la fantasía de los que tratan con él». Navarro sostuvo que aunque los demonios
«perdieron la gracia, y las virtudes, y ciencias ínfulas sobrenaturales, mas no
perdieron su naturaleza, habilidad y ingenio ni las ciencias que por su ingenio
alcanza». Gaspar Navarro: Tribunal de superstición ladina, explorador del
saber, astucia y poder del demonio. Huesca, Pedro Bluson, 1631.
59
Esto también se puede constatar en los juicios de idolatrías, en los que los
ministros de idolatrías están en estrecha relación con los caciques, incluso
ellos mismos pueden desempeñar ese oficio. Por otra parte, las mujeres
desempeñan un papel secundario en estos rituales de culto a los ancestros. Consúltese
los documentos publicados por Pierre Duviols: Procesos y visitas de idolatrías.
Cajatambo, siglo XVII. Lima, IFEA-PUCP, 2003. Para el área de Atacama, Victoria
Castro: De ídolos a santos. Evangelización y región andina en los Andes del
sur. Santiago, Fondo de Publicaciones Americanistas Universidad de Chile –
Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2009.
60
«Constituciones para indios del II Concilio Limense, Constitución 110». En
Vargas Ugarte, op. cit.
61
Felipe Guamán Poma de Ayala: Nueva crónica y buen gobierno. Edición de John
Murra, Rolena Adorno y Jorge Urioste. Madrid, Historia 16, 1987, pp. 884-886.
62
Jorge Hidalgo y Nelson Castro: «Fiscalidad, punición y brujerías. Atacama,
1749-1755». En Historia andina en Chile. Santiago, Editorial Universitaria,
2004, pp. 315 y ss.
63
Felipe Guamán Poma, op. cit., pp. 266-279.
64
Carmen Bernand y Serge Gruzinski, op. cit., p. 167.
65
Licenciado Polo de Ondegardo: Tratado y averiguación sobre los errores y
supersticiones de los indios. Colección de libros y documentos referentes a la
historia del Perú, 1916, tomo III, p. 28.
66
Irene Silverblatt: Luna, sol y brujas. Género y clases en los Andes
prehispánicos. Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las
Casas, 1990.
67
María Emma Mannarelli: «Inquisición y mujeres: Las hechiceras en el Perú
durante el siglo XVIII». En Revista Andina, año 3, 1, 1985, p. 151.
68
Ana Sánchez: «Mentalidad popular frente a ideología oficial: el Santo Oficio de
Lima y los casos de hechicería (siglo XVII)». En Henrique Urbano (comp.): Poder
y violencia en los Andes. Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos
Bartolomé de las Casas, 1991.
69
Javier Flores: «Hechicería e idolatría en Lima colonial (siglo XVII)». En
Henrique Urbano (comp.): Poder y violencia en los Andes. Cusco, Centro de
Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, 1991.
70
Jorge Hidalgo y Nelson Castro, op. cit.
71
ABNB EC, 1754, Nº 58: «Autos seguidos por los indios del pueblo de Tacamas [San
Pedro de Atacama] contra don Manuel Fernández Valdivieso, sobre varios
maltratamientos», foja 2 r.
72
Luis de Valdivia: Sermón en la lengua de Chile, de los mysterios de nuestra
santa fe catholica, para predicarla a los indios infieles del Reyno de Chile,
Valladolid, 1621, p. 11.
73
Diego de Rosales: Historia Jeneral del Reino de Chile, Flandes Indiano.
Santiago, Andrés Bello, 1989, p. 135. Citado en Boccara, op. cit. La relación
entre el machi, considerado como hechicero, y la guerra es analizada por
Boccara, op. cit., pp. 142-150.
74
Ana María Bacigalupo: «El poder de las machis mujeres en los valles centrales
de la Araucanía». En Yosuke Kuramochi (coord.): Comprensión del pensamiento
indígena a través de sus expresiones verbales. Quito, Abya-Yala, 1994.
75
Hombres indígenas mayores de edad o casados no mayores de cincuenta años.
76
Porcentaje de varones de una comunidad que debía concurrir a trabajar
obligatoriamente durante un período en empresas agrícolas o mineras.
77
Leyes de Indias.
78
Jorge Hidalgo: «Cambios culturales de Atacama en el siglo XVIII: Lengua,
escuela, fugas y complementariedad ecológica». En Historia andina en Chile.
Santiago, Editorial Universitaria, 2004, p. 158.
79
AGI, Indiferente General, 1604.
80
Jorge Hidalgo: «Cambios culturales…», op. cit., p. 160.
81
La importancia de los tejidos y ropa para las sociedades andinas ha sido
reconocida a partir de los trabajos de John Murra: «La función del tejido en
varios contextos sociales y políticos». En Formaciones económicas y políticas
del mundo andino. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1975, pp. 145-179.
Denise Arnold et al.: Hilos sueltos: los Andes desde el textil. La Paz,
ILCA-Plural Editores, 2007. También se ha sugerido cómo la transmisión de
objetos rituales, tales como tejidos, aquillas y keros, se convirtió en una
práctica común incorporada en las tempranas cartas testamentarias coloniales.
Véase al respecto María Rotworoski: Ensayos de historia andina: elites, etnias,
recursos. Lima, IEP/BCRP, 1993, p. 460. Joanne Rappaport: «Cultura material a
lo largo de la frontera septentrional inca: Los pastos y sus testamentos». En
Revista de Antropología y Arqueología, vol. VI, 2, 1990, pp. 11-25.
82
Archivo Regional de Tacna (en adelante ART), legajo 10, cuaderno 329, 26 de
marzo de 1821, f. 14 v.
83
Carlos Assadourian: «La política del virrey Toledo sobre el tributo indio: el
caso de Chucuito». En J. Flores y Rafael Varón (eds.): El hombre y los Andes.
Homenaje a Franklin Pease. Lima, PUCP, 2002, p. 759.
84
Brooke Larson: Colonialismo y transformación agraria en Bolivia. Cochabamba,
1500-1900. La Paz, Ceres/Hisbol, 1992, pp. 88-89.
85
Jorge Hidalgo: «Cambios culturales…», op. cit., p. 168.
86
Archivo General de la Nación, Archivo Colonial, Fondo Derecho Indígena,
cuaderno 415, legajo 24, f. 9 v.
87
La entrega de productos que los indígenas debían comprar a precios arbitrarios
y por obligación impuesta por la autoridad del corregidor.
88
Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia, Expedientes Coloniales, Nº 59, 1755,
fs. 25 v y 26 r.
89 Frank Salomon: «Indian Women of Early Quito as
Seen Through their Testaments». En The Americas, 44, 3, 1988, pp.
325-341.
90
Luis Miguel Glave: Trajinantes. Caminos indígenas en la sociedad colonial,
siglos XVI-XVII. Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1989, p. 338. Del mismo
autor: «Mujer indígena, trabajo doméstico y cambio social en el virreinato
peruano del siglo XVII: La ciudad de La Paz y el sur andino en 1684». En
Bulletin Français d’Études Andines, Nº 17, 3-4, 1987, pp. 39-69.
91
R. Barragán: «Entre polleras, ñañacas y llicllas. Los mestizos y cholas en la
conformación de la tercera república». En Henrique Urbano (comp.): Tradición y
modernidad en los Andes. Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las
Casas, 1997, pp. 43.73.
92
Archivo Nacional de la Administración, Fondo Notarial de Arica, vol. 81, 1819,
f. 379 v.
93
ART, legajo 35, cuaderno 852, 1883, fs. 2 r y 2 v. Esta fiesta se celebra en el
santuario de Timalchaca, en los Altos de Arica.
94
Archivo Nacional de la Administración, Fondo Notarial de Arica, vol. 81, 13 de
septiembre de 1833, f. 287 v.
95
Ana María Presta: «De testamentos, iniquidades de género, mentiras y
privilegios: doña Isabel Sisa contra su marido, el cacique de Santiago de Curi,
Charcas, 1601-1608». En J. Flores y Rafael Varón (eds.): El Hombre y los Andes.
Homenaje a Franklin Pease. Lima, PUCP, 2002, pp. 817-829.
96
Jorge Hidalgo y Alan Durston: «Reconstitución étnica colonial en la sierra de
Arica: El cacicazgo de Codpa, 1650-1780». En Actas del III Congreso Internacional
de Etnohistoria, Lima, 1998, II, pp. 32-75.
97
Archivo Nacional de la Administración, Fondo Notarial de Arica, vol. 79, 1834,
pieza 3, f. 1 v.
98
Ibídem.
99
ART, legajo 35, cuaderno 852, 19 de noviembre de 1883, f. 1 v.
100
Archivo y Biblioteca Arquidiocesano Monseñor Taborga (ABAS), Sección
Arzobispal, Serie Visitas, Visita San Pedro de Turco, 1680, s/f.
101
Archivo Arzobispal de Arequipa, legajo Arica-Codpa, 1650-1891, s/f, f. 5 v.
Documento facilitado por el Proyecto Fondecyt Posdoctoral 3060120, de la
doctora María Marsilli.
102
Nelson Castro: El diablo…, op. cit., pp. 38-41.
103 Hippolyte Roussel, op. cit., p. 17.
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