Cuando los gobiernos temen
alguna convulsión política o social, suscitan discordias internacionales o
fingen creer en los propósitos bélicos de sus vecinos. Invocando el amor a la patria, arrojan una ducha
helada sobre el calor tórrido de los más levantiscos. Naturalmente, el mundo
oficial proclama la necesidad de armarse; y como para ello se requiere dinero,
vienen en seguida las operaciones financieras. Realizado el armamento de la
Nación, se vuelve contra los adversarios interiores el arma traída para servir
contra el enemigo exterior: el aumento de la fuerza militar coincide casi
siempre con la disminución en las libertades públicas.
Más que para defender la integridad del territorio y el honor de la bandera, los gobiernos
fomentan, pues, ejércitos para contener las revoluciones y afianzarse en el
poder. Sin compactas legiones de pretorianos, el Sultán yacería en el fondo del
Bósforo, el Zar se bambolearía en el extremo de una soga, el Emperador de
Alemania bramaría en la jaula de un manicomio, el Rey de España haría de
monaguillo en una escuela de hermanos cristianos, el Emperador de Austria
serviría de portero en una casa de señoras amables y complacientes.
Al ejército se le encomia,
no sólo por ejercer el noble oficio
de guardián de las fronteras sino por desempeñar en las ciudades la altísima
función de mantener el orden público; es decir, salvaguardar la vida y los intereses
de los ciudadanos. Por ciudadanos entiéndase clases privilegiadas, pues a nadie
se le ocurriría figurarse que rifles y cañones sirvan para defender el pellejo
y los harapos de la muchedumbre: la canalla
no vale como persona defendible, sino como fuerza muscular explotable.
¡El orden público!
Estas palabras encierran la virtud de ser usadas con tanto derecho por un
autócrata de Asia como por un presidente de Suiza. El orden público, dice el Sultán, y siembra cien mil o doscientos
mil cadáveres en los pueblos de Armenia y Macedonia; el orden público, dice el Zar, y lanza sus cosacos a vengar en el
huelguista ruso los golpes recibidos en Manchuria; el orden público, dice el reyezuelo del África Central, y manda
empalar al prisionero traidoramente cogido en una razzia; el orden público,
dice el grotesco presidente de Bolivia, y se enrojece las manos en la sangre de
Lanza, después de habérselas dorado con el oro chileno.
Hay orden público mientras el patrón esquilma desvergonzadamente al
proletario; reina el desorden, si el proletario no quiere seguir dejándose
sacrificar por los patrones. Si un caldero estalla y produce la muerte de diez
o doce operarios, no se altera el orden
público; pero si treinta o cuarenta operarios destrozan el motor de una
fábrica, el orden público se halla
seriamente amenazado.
La amenaza exige medidas
de represión cuando los jornaleros suspenden sus faenas para demandar aumento
de salario y disminución en las horas de trabajo. Si el grupo rebelde no es numeroso,
se le aísla, se le cortan los víveres y se le somete por el hambre. Si la
huelga adquiere proporciones alarmantes y posee la fuerza suficiente para
arrollar al polizonte o guardia civil, entonces acude el soldado.
Es de verse el heroísmo
del ejército para defender al ahíto y despachurrar al hambriento. De general a
soldado raso, todos revelan el mismo encono y la misma fiereza con el
huelguista. ─¿Pides pan?, pues come
hierro y plomo.─ ¿Pides justicia?, pues calla eternamente. Las ciudades se
transforman en selvas, los obreros en animales de caza, los militares en
sabuesos y galgos. Los que se dejaron arrollar en las fronteras o retrocedieron
ante los negros de África marchan de triunfo en triunfo, pisoteando las
entrañas de niños, de mujeres y de ancianos. Porque el heroico defensor del orden público descarga el rifle, sin
averiguar por qué ni sobre quién, importándole un bledo que la bala hiera al
amigo, al hermano, al padre o al hijo. Merced al ambiente degenerador de la
caserna, el hombre se transforma en animal adiestrado para embestir a sus
compañeros; peor aún: se convierte en máquina para funcionar con rigidez
matemática, pulverizando con tanta indiferencia al grano que nada siente como a
la carne que gime de dolor.
Y ¡esto nos ofrecen por
tema de admiración y ejemplo los glorificadores de la carrera militar! No, no
merecen admiración ni pueden servir de modelo los polizontes del rico, los
sicarios del obrero, los profesionales del asesinato. ¿Puede haber cerebro más
lóbrego ni corazón más duro que el cerebro y el corazón de un hombre encanecido
bajo el uniforme? Lo más inteligente y lo más sensible de un viejo inválido es
su pata de palo. Por abusivos y despóticos, por inflados y soberbios, por
inhumanos y crueles, todos los portadores de sable son igualmente aborrecibles,
desde el gran mariscal que llora lágrimas de cocodrilo al divisar el campo de
batalla donde acaba de hacer morir a cincuenta mil desgraciados, hasta el cabo
instructor que arroja una lluvia de palos sobre el humilde recluta por no haber
adquirido el suficiente grado de embrutecimiento para convertirse en autómata
de evoluciones militares.
La Humanidad avanza muy
lentamente, porque al acelerar el paso, tropieza en las redes de un sacerdote o
se hiere en la bayoneta de un soldado. El reino del sacerdocio declina: el
imperio de la milicia no da señales de concluir. El hisopo nos arroja de cuando
en cuando algún asperges inofensivo aunque mal intencionado; el sable nos
quebranta diariamente los huesos o nos desangra las venas. La blusa tiene su
peor enemigo en la casaca. La sociedad burguesa puede compararse a un vetusto
edificio que amenaza ruina. Los nobles, los capitalistas y los sacerdotes son
apolillados y endebles puntales que nada sostienen; las columnas de hierro
macizo, los que impiden el derrumbamiento final, son los militares.
Los actuales horrores de
Rusia revelan todo lo que saben realizar los defensores del orden público. De una huelga contenida
con el rifle, de esa revolución sofocada por el pretoriano, de esa muchedumbre
azotada, sableada y fusilada, surge una lección. Se impone un cambio de
táctica. El poder destructor de las armas modernas, la velocidad en la
transmisión de órdenes por medio del telégrafo, la facilidad de la concentración
y movilización de enormes masas aguerridas, hacen muy difícil, si no imposible,
el buen éxito de revoluciones populares, sin base en alguna fracción del
ejército. Se gira en un círculo vicioso: las revoluciones no triunfan sin
soldados, y las revoluciones hechas con militares corren peligro de degenerar
en cesarismos o simples cambios de jefes.
Según Rousseau, «ninguna
revolución merece llamarse buena si cuesta la vida de un solo hombre».
Resucitaríamos al buen ginebrino para que en Rusia consumara hoy una revolución
sin sacrificar algunos miles de hombres, unas cuantas decenas, cuando menos.
Mucho dudamos que el Zar, los grandes duques y todos los magnates moscovitas
cedieran a los argumentos del filósofo y se despojaran de sus derechos adquiridos. A ciertos felinos
no se les arranca la presa sin arrancarles los dientes.
La bondad de una
revolución estribaría en sacrificar el menor número de hombres, escogiendo los
más culpables y más elevados: un cachetero en la cerviz del toro hace más que
diez banderillas o mil alfileres en lomos y patas. Si gracias a la perfección
del armamento se dificulta la acción popular, merced al formidable poder de las
substancias explosivas se centuplica el radio de la acción individual: un solo
hombre consuma la obra que no puede realizar una muchedumbre.
El Zar que no pierde su
serenidad ante las carnicerías de la guerra en Asia ni se conmueve con los
asesinatos cometidos por la soldadesca en Rusia palidece al oír la muerte de
Sergio y tiembla como un niño al pensar que su armazón de huesos y pellejo corre peligro de saltar desmenuzada en
mil pedazos.
Manuel González Prada
Escrito entre 1904 y 1909
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