viernes, 4 de mayo de 2012

El Estado socialista - Errico Malatesta

Errico Malatesta (1853 - 1932)
«La conquista de los poderes públicos» es el objetivo de los socialistas-demócratas.  

No examinaremos esta vez hasta qué punto este fin está de acuerdo con sus teorías históricas, según las cuales la clase económicamente predominante detentará siempre y fatalmente el poder político, y, por tanto, la emancipación económica debería necesariamente preceder a la emancipación política. No discutiremos si, admitida la posibilidad de la conquista del poder político por parte de una clase desheredada, los medios legales pueden bastar para lograrla.

Queremos hoy discutir únicamente si esta conquista de los poderes públicos se armoniza o no con el ideal socialista de una sociedad de seres, libres e iguales, sin supremacías ni división en clases.

Los socialistas demócratas, especialmente los italianos, que, quieran o no, han sufrido más que otros la influencia de las ideas anarquistas, suelen decir en alta voz, por lo menos cuando polemizan con nosotros, que también quieren abolir el Estado, o de otro modo dicho, el gobierno, y que precisamente para poder abolirlo quieren apoderarse de él.

¿Qué significa esto? Si significa que pretenden con el acto de conquistarlo, abolir el Estado, anular toda garantía legal de los «derechos adquiridos», disolver toda la fuerza armada oficial, suprimir todo poder legislativo, dejar en su plena y completa autonomía a todas las localidades, a todas las asociaciones, a todos los individuos, e instaurar una organización social de abajo a arriba, mediante la libre federación de los grupos de productores y consumidores, entonces toda la cuestión quedaría reducida a ésta: que expresan con ciertas palabras las mismas ideas que nosotros expresamos con otras palabras: Decir: queremos asaltar aquella fortaleza y destruirla, o decir: queremos apoderarnos de aquella fortaleza para demolerla, es una misma cosa.

Quedaría, sin embargo, entre los socialistas-demócratas y nosotros la diferencia de opinión, ciertamente de máxima importancia, sobre la participación en las luchas electorales y saber si yendo los socialistas al parlamento favorecen o estorban la revolución; si preparan los hombres para una radical transformación del presente orden de cosas o si educan al pueblo para aceptar, después de la revolución, una nueva tiranía; por lo menos en aquella finalidad estaríamos de acuerdo. Pero la verdad es que estas declaraciones de querer apoderarse del Estado para destruirlo, o son censurables artificios de polémica, o, si son sinceras, provienen de anarquistas en formación que aún se consideran demócratas.

Los verdaderos socialistas demócratas tienen una idea bien diferente de esta «conquista de los poderes públicos». En el Congreso de Londres, para no citar más que una declaración reciente y solemne, dijeron claramente que es necesario conquistar los poderes públicos «para legislar y administrar la sociedad nueva». En la Critica Sociale leímos que es un error creer que el partido socialista una vez llegado al poder podrá o querrá disminuir los impuestos, que, al contrario, el Estado deberá, por medio de un aumento gradual de los impuestos, absorber gradualmente la riqueza privada para poner en práctica las grandes reformas que el socialismo se propone (institución de retiros para la vejez, para los inválidos, para los accidentes del trabajo; organización de escuelas dignas de los países civilizados; rescate de los grandes capitales, etc.) y de este modo irse encaminando hacia la lógica meta del perfecto comunismo, cuando todo se transformará en beneficio público y la riqueza privada en riqueza de la sociedad. (José Bonzo, «El partido socialista y los impuestos», Critica Sociale, mayo de 1897).

Por lo visto, es un gobierno completo lo que nos prometen los socialistas-demócratas, un gobierno con toda la necesaria secuela de múltiples y diversos funcionarios, de policías y carceleros (para los que tuvieren intención de no obedecer), sus jueces, administradores de fondos públicos; con sus programas escolares y sus profesores oficiales, etc., etc., y, naturalmente, con todo un cuerpo legislativo que hará leyes y fijará los impuestos y los varios ministerios que ejecutan y administran las leyes. Sobre esto podrá haber diferencias de modalidad, de tendencias más o menos centralizadoras, de métodos más o menos dictatoriales o democráticos, de procesos más o menos rápidos o graduales; pero en el fondo todos están de acuerdo, porque esta es la sustancia de su programa.

Es necesario ver ahora si este gobierno que los socialistas desean ofrece garantías de justicia social, si podría o querría abolir las clases, destruir toda explotación y opresión del hombre sobre el hombre, si, en una palabra, podría y querría fundar una sociedad verdaderamente socialista. Los socialistas-demócratas parten del principio de que el Estado, o gobierno, es simplemente el órgano político de la clase dominante. En una sociedad capitalística, dicen, el Estado sirve necesariamente los intereses de los capitalistas y les garantiza el derecho de explotar a los trabajadores; pero en una sociedad socialista, abolida la propiedad individual y desaparecidas, con la destrucción del privilegio, todas las distinciones de clase, entonces el Estado se transformaría en un órgano de los intereses sociales de todos los miembros de la sociedad.

Pero aquí se presenta una inevitable dificultad. Si es verdad que el gobierno es necesariamente y siempre el instrumento de los que poseen los medios de producción, ¿cómo podrá efectuarse el milagro de un gobierno capitalista con la misión de abolir el capital? Será, como querían Marx y Blanqui, por medio de una dictadura impuesta revolucionariamente, como un acto de fuerza, que revolucionariamente decreta e impone la confiscación de las propiedades privadas a favor del Estado, representante de los intereses colectivos? ¿O será, como parece quieren todos los marxistas y gran parte de los blanquistas modernos, por medio de una mayoría socialista mandada al parlamento por el sufragio universal?

 ¿Se procederá de golpe a la expropiación de la clase dominante por parte de la clase económicamente sujeta, o se procederá gradualmente obligando a los propietarios y a los capitalistas a que se dejen quitar poco a poco todos sus privilegios?

Todo esto parece extrañamente en contradicción con la teoría del «materialismo histórico» que para los marxistas es dogma fundamental. Nosotros no queremos ahora examinar estas contradicciones ni saber lo que pueda haber de verdad en la doctrina del materialismo histórico. Supongamos que de cualquier modo que sea, el gobierno ha caído en manos de los socialistas y quedó bien y fuertemente constituido un gobierno socialista. ¿Habría, por este solo hecho, llegado la hora del triunfo del socialismo?

Nosotros creemos que no.

Si la institución de la propiedad individual es el origen de todos los males que conocemos, no es porque una cierta parte de terreno esté inscrita en el registro de la propiedad en nombre de fulano o de zutano, sino porque dicha inscripción da a este individuo el derecho de usar de la tierra como le plazca, y el uso que de ella hace es regularmente malo, es decir, en perjuicio de sus semejantes.

En su origen todas las religiones dijeron que la riqueza es un gravamen que obliga a sus poseedores a cuidarse del bienestar de los pobres y servirles de padre, y en las fuentes del derecho civil vemos que el señor de la tierra está preso por tantas obligaciones cívicas que mejor parece un administrador de los bienes en interés del público, que propietario en el sentido moderno de la palabra. Pero el hombre está de tal modo forjado que cuando tiene modo de dominar e imponer a los demás su voluntad, usa y abusa hasta reducirles a la esclavitud y a la abyección. Así el señor, que debía ser padre y protector de los pobres, se transformó siempre en su más feroz explotador. Así sucedió y sucederá siempre con los gobernantes.

De nada sirve decir que cuando el gobierno salga del pueblo hará los intereses del pueblo; todos los poderes salieron del pueblo, porque el pueblo es quien da la fuerza, y todos oprimen al pueblo. De nada sirve repetir que cuando no haya clases privilegiadas el gobierno no podrá dejar de ser el órgano de la voluntad colectiva. Los gobernantes constituyen por sí mismos una clase, y entre ellos se desarrolla una solidaridad de clase mucho más poderosa que la existencia entre las clases fundadas sobre los privilegios económicos. 

Es verdad que hoy el Gobierno es siervo de la burguesía, pero más lo es porque sus miembros son burgueses que por ser gobierno; como todos los siervos detestan al amo y le engaña y roba. No fue para servir a la burguesía que Crispi saqueó los bancos, como tampoco era para servirla que violó la Constitución.

 Aunque el gobernante no abuse ni robe personalmente, provoca en torno suyo una clase que le debe sus privilegios y tiene interés en que permanezca en el poder. Los partidos de gobierno son en el campo político lo que las clases propietarias en el económico.

Mil veces lo hemos repetido los anarquistas y toda la historia lo confirma: La propiedad individual y el poder político son dos eslabones de la cadena que sujeta la humanidad. Imposible librarse de uno sin librarse del otro. Abolid la propiedad individual sin abolir el gobierno y aquélla se reconstituirá por obra de los gobernantes. Abolid el gobierno sin abolir la propiedad individual y los propietarios se reconstituirán en gobierno.

Cuando Federico Engels, tal vez previendo la crítica anarquista, decía que, desaparecidas las clases, el Estado propiamente dicho no tiene ya razón de ser y se transforma de gobierno de hombres en administrador de las cosas, no hacía más que un vano juego de palabras. Quien tiene el dominio sobre los hombres, quien gobierna al producto gobierna al productor, quien mide el consumo es dueño del consumidor.

La cuestión es ésta: o se administran las cosas según los libres pactos de los interesados y entonces es la anarquía, o son administradas según la ley fabricada por los administradores y entonces es el gobierno, es el Estado, y fatalmente será tiránico.

Aquí no se trata de la buena o de la mala fe de este o aquel hombre, sino de la fatalidad de las situaciones, y de las tendencias que en general los hombres desarrollan cuando se hallan en ciertas circunstancias. Además, si se trata verdaderamente del bien de todos, si verdaderamente administrar las cosas quiere decir en interés de los administrados, ¿quién mejor puede hacerlo que los mismos productores y consumidores de estas cosas?

¿Para qué sirve un gobierno?

El primer acto de un gobierno socialista apenas llegado al poder debería ser este: Considerando que siendo gobierno nada podemos hacer y paralizaríamos la acción del pueblo obligándole a esperar leyes que no podemos hacer sino sacrificando los intereses de unos y de otros y de todos los nuestros en particular, nosotros, gobierno, etc., declaramos abolida toda autoridad, invitamos a todos los ciudadanos a que se organicen en asociaciones que correspondan a sus varias necesidades, confiamos en la iniciativa de esas instituciones y para bien de ellas les aportaremos el tributo de nuestra obra personal.


Jamás gobierno alguno hizo cosa semejante y tampoco lo haría un gobierno socialista. Por esto si algún día el pueblo tiene la fuerza en sus manos y sabe ser juicioso impedirá que se constituya un gobierno cualquiera.

Errico Malatesta

1 comentario:

  1. Excelente artículo, muy claro y descriptivo. Eso si, con varios errores de redacción.

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