– Usted es
republicano.
–
Republicano, sí; pero esta palabra no define nada. República, significa cosa
pública... También los reyes son republicanos.
– Entonces,
¿es usted demócrata?
– No.
– ¡Vaya! ¿No
será usted monárquico?
– No.
–
¿Constitucionalista?
– ¡Dios me
libre!
–
¿Aristócrata, acaso?
– De ningún
modo.
– ¿Desea un
gobierno mixto?
– Menos
todavía.
– ¿Qué es,
pues, usted?
– Soy
anarquista.
Para
Proudhon, más constructivo que destructivo, pese a las apariencias, la palabra
anarquía -que, en ocasiones, se allanaba a escribir an-arquía para ponerse un poco a resguardo de los ataques
de la jauría de adversarios- significaba todo lo contrario de desorden, según
veremos luego. A su entender, es el gobierno el verdadero autor de desorden.
Únicamente una sociedad sin gobierno podría restablecer el orden natural y
restaurar la armonía social. Arguyendo que la lengua no poseía ningún vocablo
adecuado, optó por devolver al antiguo término anarquía su estricto
sentido etimológico para designar esta panacea. Pero, paradójicamente, durante
sus acaloradas polémicas se obstinaba en usar la voz anarquía también en
el sentido peyorativo de desorden, obcecación que heredaría su discípulo Mijaíl Bakunin, y que sólo contribuyó a aumentar el caos.
Para colmo,
Proudhon y Bakunin se complacían malignamente en jugar con la confusión creada
por las dos acepciones antinómicas del vocablo; para ellos, la anarquía era,
simultáneamente, el más colosal desorden, la absoluta desorganización de la
sociedad y, más allá de esta gigantesca mutación revolucionaria, la
construcción de un nuevo orden estable y racional, fundado sobre la libertad y
la solidaridad.
No obstante,
los discípulos inmediatos de ambos padres del anarquismo vacilaron en emplear
esta denominación lamentablemente elástica que, para el no iniciado, sólo
expresaba una idea negativa y que, en el mejor de los casos, se prestaba a
equívocos enojosos. Al final de su carrera, ya enmendado, el propio Proudhon no
tenía reparos en autotitularse federalista. Su
posteridad pequeño-burguesa preferiría, en lugar de la palabra anarquismo, el
vocablo mutualismo, y su progenie socialista elegiría el término
colectivismo, pronto reemplazado por el de comunismo.
Más tarde, a
fines del siglo XIX, en Francia, Sébastien Faure tomó
una palabra creada hacia 1858 por un tal Joseph Déjacque
y bautizó con ella a un periódico: Le Libertaire,
[El Libertario]. Actualmente, anarquista y libertario pueden
usarse indistintamente.
Pero la
mayor parte de estos términos presentan un serio inconveniente: no expresan el
aspecto fundamental de las doctrinas que pretenden calificar. En efecto,
anarquía es, ante todo, sinónimo de socialismo. El anarquista es,
primordialmente, un socialista que busca abolir la explotación del hombre por
el hombre, y el anarquismo, una de las ramas del pensamiento socialista. Rama
en la que predominan las ansias de libertad, el apremio por abolir el Estado.
En concepto de Adolph Fischer,
uno de los mártires de Chicago, "todo anarquista es socialista, pero todo
socialista no es necesariamente anarquista".
Ciertos
anarquistas estiman que ellos son los socialistas más auténticos y consecuentes.
Pero el rótulo que se han puesto, o se han dejado endilgar, y que, por
añadidura, comparten con los terroristas, sólo les ha servido para que se los
mire casi siempre, erróneamente, como una suerte de "cuerpo extraño"
dentro de la familia socialista. Tanta indefinición dio origen a una larga
serie de equívocos y discusiones filológicas, las más de las veces sin sentido.
Algunos anarquistas contemporáneos han contribuido a aclarar el panorama al
adoptar una terminología más explícita: se declaran socialistas o comunistas
libertarios.
UNA REBELDIA
VISCERAL
El
anarquismo constituye, fundamentalmente, lo que podríamos llamar una rebeldía
visceral. Tras realizar, a fines del siglo pasado, un estudio de opinión en medios
libertarios, Agustín Hamon llegó a la conclusión de
que el anarquista es, en primer lugar, un individuo que se ha rebelado. Rechaza
en bloque a la sociedad y sus cómitres. Es un hombre que se ha emancipado de
todo cuanto se considera sagrado, proclama Max Stirner. Ha logrado derribar
todos los ídolos. Estos "vagabundos de la inteligencia", estos
"perdidos", "en lugar de aceptar como verdades intangibles
aquello que da consuelo y sosiego a millares de seres humanos, saltan por
encima de las barreras del tradicionalismo y se entregan sin freno a las
fantasías de su crítica impudente".
Proudhon
repudia en su conjunto al "mundo oficial" -los filósofos, los
sacerdotes, los magistrados, los académicos, los periodistas, los
parlamentarios, etc.- para quienes "el pueblo es siempre el monstruo al
que se combate, se amordaza o se encadena; al que se maneja por medio de la
astucia, como al rinoceronte o al elefante; al que se doma por hambre; al que
se desangra por la colonización y la guerra". Elisée
Reclus explica por qué estos aprovechados consideran
conveniente la sociedad: "Puesto que hay ricos y pobres, poderosos y
sometidos, amos y servidores, césares que mandan combatir y gladiadores que van
a la muerte, las personas listas no tienen más que ponerse del lado de los
ricos y de los amos, convertirse en cortesanos de los césares".
Su
permanente estado de insurrección impulsa al anarquista a sentir simpatía por
los que viven fuera de las normas, fuera de la ley, y lo lleva a abrazar la
causa del galeote y de todos los réprobos. En opinión de Bakunin, Marx y Engels
son muy injustos cuando se refieren con profunda desprecio al Lumpenproletariat, el "proletariado en
harapos", "pues en él, únicamente en él, y no en la capa aburguesada
de la masa obrera, reside el espíritu y la fuerza de la futura revolución
social".
En
boca de su Vautrin, poderosa encarnación de la
protesta social, personaje entre rebelde y criminal, Balzac pone explosivos
conceptos que un anarquista no desaprobaría.
LA AVERSIÓN POR EL ESTADO
Para el
anarquista, de todos los prejuicios que ciegan al hombre desde el origen de los
tiempos, el del Estado es el más funesto. Stirner despotrica contra los que
"están poseídos por el Estado" "por toda la eternidad".
Tampoco Proudhon deja de vituperar a esa "fantasmagoría de nuestro
espíritu que toda razón libre tiene como primer deber relegar a museos y
bibliotecas". Así diseca el fenómeno: "Lo que ha conservado esta
predisposición mental y ha mantenido intacto el hechizo durante tanto tiempo,
es el haber presentado siempre al gobierno como órgano natural de justicia,
como protector de los débiles". Tras mofarse de los
"autoritarios" inveterados, que "se inclinan ante el poder como
los beatos frente al Santísimo", tras zamarrear a "todos los partidos
sin excepción", que vuelven "incesantemente sus ojos hacia la
autoridad como su único norte", hace votos porque llegue el día en que
"el renunciamiento a la autoridad reemplace en
el catecismo político a la fe en la autoridad".
Kropotkin se
ríe de los burgueses, que "consideran al pueblo como una horda de salvajes
que se desbocarían en cuanto el gobierno dejara de funcionar".
Adelantándose al psicoanálisis, Malatesta pone al descubierto el miedo a la
libertad que se esconde en el subconsciente de los "autoritarios".
¿Cuáles son,
a los ojos de los anarquistas, los delitos del Estado?
Escuchemos a
Stirner: "El estado y yo somos enemigos". "Todo Estado es una
tiranía, la ejerza uno solo o varios". El Estado, cualquiera que sea su
forma, es forzosamente totalitario, como se dice hoy en día: "El Estado
persigue siempre un sólo objetivo: limitar, atar, subordinar al individuo,
someterlo a la cosa general (...). Con su censura, su vigilancia y su policía,
el Estado trata de entorpecer cualquier actividad libre y considera que es su
obligación ejercer tal represión porque ella le es impuesta (...) por su
instinto de conservación personal". "El Estado no me permite
desarrollar al máximo mis pensamientos y comunicárselos a los hombres (...) salvo
si son los suyos propios (...). De lo contrario, me cierra la boca".
Proudhon se
hace eco de las palabras de Stirner: "El gobierno del hombre por el hombre
es la esclavitud". "Quien me ponga la mano encima para gobernarme es
un usurpador y un tirano. Lo declaro mi enemigo". Y luego pronuncia una
tirada digna de Molière o de Beaumarchais:
"Ser gobernado significa ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido,
legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado, sermoneado, fiscalizado,
estimado, apreciado, censurado, mandado, por seres que carecen de títulos,
ciencia y virtud para ello (...). Ser gobernado significa ser anotado,
registrado, empadronado, arancelado, sellado, medido, cotizado, patentado,
licenciado, autorizado, apostillado, amonestado, contenido, reformado,
enmendado, corregido, al realizar cualquier operación, cualquier transacción,
cualquier movimiento. Significa, so pretexto de utilidad pública y en nombre
del interés general, verse obligado a pagar contribuciones, ser inspeccionado,
saqueado, explotado, monopolizado, depredado, presionado, embaucado, robado;
luego, a la menor resistencia, a la primera palabra de queja, reprimido,
multado, vilipendiado, vejado, acosado, maltratado, aporreado, desarmado,
agarrotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado,
sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado,
ultrajado, deshonrado. ¡Eso es el gobierno, ésa es su justicia, ésa es su
moral! (...) ¡Oh personalidad humana! ¿Cómo es
posible que durante sesenta siglos hayas permanecido hundida en semejante abyección?".
Para
Bakunin, el Estado es una "abstracción que devora a la vida popular",
un "inmenso cementerio donde, bajo la sombra y el pretexto de esa
abstracción, se dejan inmolar y sepultar generosa, mansamente, todas las
aspiraciones verdaderas, todas las fuerzas vivas de un país".
Al decir de
Malatesta, "el gobierno, con sus métodos de acción, lejos de crear
energía, dilapida, paraliza y destruye enormes fuerzas".
A medida que
se amplían las atribuciones del Estado y de su burocracia, el peligro se
agrava. Con visión profética, Proudhon anuncia el peor flagelo del siglo XX:
"El funcionarismo (...) conduce al comunismo estatal, a la absorción de
toda la vida local e individual dentro de la maquinaria administrativa, a la
destrucción de todo pensamiento libre. Todos desean abrigarse bajo el ala del
poder, vivir por encima del común de las gentes". Es hora de acabar con
esto: "Como la centralización se hace cada vez más fuerte (...), las cosas
han llegado (...) a un punto en el que la sociedad y el gobierno ya no pueden
vivir juntos". "Desde la jerarquía más alta hasta la más baja, en el
Estado no hay nada, absolutamente nada, que no sea un abuso que debe
reformarse, un parasitismo que debe suprimirse, un instrumento de la tiranía
que debe destruirse. ¡Y habláis de conservar el Estado, de aumentar las
atribuciones del Estado, de fortalecer cada vez más el poder del Estado!
¡Vamos, no sois revolucionarios!".
Bakunin no
se muestra menos lúcido cuando vislumbra, angustiado, que el Estado irá
acentuando su carácter totalitario. A su ver, las fuerzas de la
contrarrevolución mundial, "apoyadas por enormes presupuestos, por
ejércitos permanentes, por una formidable burocracia", dotadas "de
todos los terribles medios que les proporciona la centralización moderna"
son "un hecho monumental, amenazador, aplastante".
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