lunes, 21 de mayo de 2012


El Estado: perspectiva general.
 Mijail Bakunin



¿El Estado es la encarnación del interés general?¿Qué es el Estado? Los metafísicos y los juristas cultos nos dicen que es una cuestión pública: representa el bienestar colectivo y los derechos de todos, opuestos a la acción desintegradora de los intereses egoístas y las pasiones del individuo. Es la realización de la justicia, la moralidad y la virtud sobre esta tierra. En consecuencia, no hay deber más grande o más sublime por parte del individuo que ofrecerse, sacrificarse y morir, si es necesario, por el triunfo y el poderío del Estado.

Aquí tenemos en pocas palabras la teología del Estado. Veamos entonces si esta teología política no oculta bajo su aspecto atractivo y poético realidades más vulgares y sórdidas.

Análisis de la idea del Estado. Analicemos primero la idea del Estado tal como aparece en sus apologistas. Representa el sacrificio de la libertad natural y los intereses de cada uno —de los individuos y de las colectividades relativamente pequeñas, asociaciones, comunas y provincias— ante los intereses y la libertad de todos, ante la prosperidad del gran conjunto.

Pero esta totalidad, este gran conjunto, ¿qué es en realidad? Es una aglomeración de todos los individuos y de todas las colectividades humanas menores comprendidos en él. Y si este conjunto, para su propia constitución, exige el sacrificio de los intereses individuales y locales, ¿cómo puede entonces representarlos realmente en su totalidad?

Una universalidad exclusiva, pero no inclusiva. No se trata, por tanto, de un conjunto viviente que proporcione a cada uno la oportunidad de respirar libremente y que llegue a ser más rico, libre y poderoso cuanto más amplio resulte el desarrollo de la libertad y la prosperidad de todos en su seno. No es una sociedad humana natural que apoye y refuerce la vida de cada uno mediante la vida de todos. Al contrario, es la inmolación de todo individuo y de las asociaciones locales; es una abstracción destructiva para una sociedad viviente; es la limitación, o más bien la negación completa de la vida y los derechos de todas las partes que integran el conjunto con arreglo al supuesto interés de todos. Es el Estado el altar de la religión política donde se inmola siempre la sociedad natural: una universalidad devoradora que subsiste a partir de sacrificios humanos, como la Iglesia. El Estado, lo repito otra vez, es el hermano menor de la Iglesia.

La premisa de la teoría del Estado es la negación de la libertad humana. Pero si los metafísicos afirman que los hombres —en especial quienes creen en la inmortalidad del alma— están fuera de la sociedad de seres libres, llegamos inevitablemente a la conclusión de que los hombres sólo puede unificarse en una sociedad al precio de su propia libertad, de su independencia natural; sacrificando sus intereses personales primero, y sus intereses locales después. Por consiguiente, la auto-renuncia y el auto-sacrificio son tanto más imperativos cuanto más numerosa es la sociedad y más compleja su organización.

En este sentido, el Estado es la expresión de todos los sacrificios individuales. Dado este origen abstracto y al mismo tiempo violento, debe continuar limitando la libertad en una medida creciente, y haciéndolo en nombre de esa falsedad llamada «el bien del pueblo», que en realidad representa exclusivamente los intereses de la clase dominante. De este modo, el Estado aparece como la negación y aniquilación inevitable de toda libertad, y de todos los intereses individuales y colectivos.

La abstracción del Estado esconde el factor concreto de la explotación de clases. Es evidente que todos los llamados intereses generales de la sociedad supuestamente representada por el Estado, que en realidad son sólo la negación general y permanente de los intereses positivos de las regiones, comunas, asociaciones, y de gran número de individuos subordinados al Estado, constituyen una abstracción, una ficción y una falsedad, y que el Estado es cómo un gran matadero y un enorme cementerio, donde a la sombra y con el pretexto de esta abstracción todas las aspiraciones mejores y las fuerzas vivas de un país son mojigatamente inmoladas y enterradas. Y puesto que las abstracciones no existen en sí ni por sí, puesto que carecen de pies para andar, manos para crear o estómagos para digerir la masa de víctimas entregada a su consumo, está claro que, lo mismo que la abstracción religiosa o celestial de Dios representa en realidad los intereses muy positivos y reales del clero, el complemento terrenal de Dios —la abstracción política del Estado— representa los intereses no menos positivos y reales de la burguesía, que actualmente es la principal, si no la única clase explotadora...

La Iglesia y el Estado. Para demostrar la identidad del Estado y la Iglesia, pediré al lector que observe que los dos se basan esencialmente sobre la idea del sacrificio de la vida y los derechos naturales, y ambos parten del mismo principio: la maldad natural de los hombres que, según la Iglesia, sólo puede ser vencida por la Gracia Divina y mediante la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado, sólo a través de la ley y la inmolación del individuo sobre el altar del Estado. Ambas instituciones intentan transformar al hombre: una en un santo, y la otra en un ciudadano. Pero el hombre natural ha de morir, porque su condena la decretan unánimemente la religión de la Iglesia y la religión del Estado.

Tal es, en su pureza ideal, la teoría idéntica de la Iglesia y del Estado. Es una pura abstracción; pero toda abstracción histórica presupone hechos históricos. Y estos hechos poseen un carácter enteramente real y brutal: violencia, expolio, conquista, esclavización. La naturaleza del hombre le lleva a no contentarse con la simple realización de ciertos actos; siente también la necesidad de justificarlos y legitimarlos ante los ojos de todo el mundo. Así, la religión vino en el momento oportuno a dar su bendición a los hechos consumados, y debido a esta bendición los hechos inicuos y brutales se transformaron en «derechos».

Abstracción del Estado en la vida real. Veamos ahora qué papel jugó y sigue jugando en la vida real, en la vida humana, esta abstracción del Estado, paralela a la abstracción histórica llamada Iglesia. El Estado, como he dicho antes, es efectivamente un gran cementerio donde se sacrifican todas las manifestaciones de la vida individual y local, donde mueren y son enterrados los intereses de las partes integrantes del todo. Es el altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos se sacrifican a la grandeza política; y cuanto más completo es este sacrificio, más perfecto es el Estado. De ello deduzco que el imperio ruso es un Estado par excellence, un Estado sin retórica ni sutilezas verbales, el más perfecto de Europa. Por el contrario, todos los Estados donde se permite respirar algo al pueblo son desde el punto de vista ideal Estados incompletos, lo mismo que son deficientes las demás Iglesias en comparación con la Católica Romana.

El cuerpo sacerdotal del Estado. El Estado es una abstracción que devora la vida del pueblo. Pero a fin de que pueda nacer esa abstracción, de que pueda desarrollarse y continuar existiendo en la vida real, es necesario que exista un cuerpo colectivo real interesado en el mantenimiento de su existencia. Esa función no pueden realizarla las masas del pueblo, pues ellas son precisamente las víctimas del Estado. Debe realizarla un cuerpo privilegiado, el cuerpo sacerdotal del Estado, la clase gobernante y poseedora cuya posición en el Estado es idéntica a la posición de la clase sacerdotal en la Iglesia.

El Estado no podría existir sin un cuerpo privilegiado. En efecto, ¿qué vemos a lo largo de la historia? El Estado ha sido siempre el patrimonio de alguna clase privilegiada: la clase sacerdotal, la nobleza, la burguesía; y al [257] final, cuando todas las demás clases se han agotado, entra en escena la clase burocrática y entonces el Estado cae —o se eleva, si lo preferís así— al estatuto de una máquina. Pero para la salvación del Estado es absolutamente necesario que exista alguna clase privilegiada, con interés en mantener su existencia.

Las teorías liberales y absolutistas del Estado. El Estado no es un producto directo de la Naturaleza; no precede —como la sociedad— al despertar del pensamiento en el hombre. Según los escritores políticos liberales, el primer Estado lo creó la voluntad libre y consciente del hombre; según los absolutistas, el Estado es una creación divina. En ambos casos domina a la sociedad y tiende a absorberla por completo.

En el segundo caso [el de la teoría absolutista], esta absorción es evidente por sí misma: una institución divina debe devorar necesariamente a todas las organizaciones naturales. Lo más curioso en este caso es que la escuela individualista, con su teoría del contrato libre, conduce al mismo resultado. De hecho, esta escuela empieza negando la existencia misma de una sociedad natural anterior al contrato, pues tal sociedad supondría la existencia de relaciones naturales entre los individuos y, por lo tanto, de una limitación reciproca de sus libertades, contraria a la libertad absoluta supuestamente disfrutada —según esta teoría— antes de concluir el contrato, y que en definitiva no sería más que ese mismo contrato, existiendo como un hecho natural y previo al contrato libre. Con arreglo a esta teoría, la sociedad humana sólo comenzó con la consumación del contrato; pero entonces, ¿qué es esta sociedad? Es la realización pura y lógica del contrato, con todas sus tendencias implícitas y sus consecuencias legislativas y prácticas: es el Estado.

El Estado es la suma de negaciones de la libertad individual. Veamos el asunto más de cerca. ¿Qué representa el Estado? La suma de negaciones de las libertades individuales de todos sus miembros; o la suma de sacrificios hechos por todos sus miembros renunciando a una parte de su libertad en favor del bien común. Hemos visto que, [258] según la teoría individualista, la libertad de cada uno es el límite o, si se prefiere, la negación natural de la libertad de todos los demás. Y es esta limitación absoluta, esta negación de la libertad de cada uno en nombre de la libertad de todos o del bien común, lo que constituye el Estado. Por ello, donde comienza el Estado cesa la libertad individual, y viceversa.

La libertad es indivisible. Se alegará que el Estado, representante del bien público o del interés común a todos, suprime una parte de la libertad de cada uno para asegurar la parte restante de esta misma libertad. Pero este remanente será como mucho seguridad, en modo alguno libertad. Porque la libertad es indivisible; no es posible suprimir en ella una parte sin destruirla en su conjunto. Esta pequeña parte de libertad que está siendo limitada es la esencia misma de mi libertad, es todo. Por un movimiento natural, necesario e irresistible, toda mi libertad se concentra precisamente en esa parte que está siendo reprimida, aunque sea pequeña.


El sufragio universal no es garantía de libertad. Pero se nos dice que el Estado democrático, basado sobre el sufragio universal y libre de todos los ciudadanos, no puede sin duda ser la negación de su libertad. ¿Y por qué no? Esto depende por completo de la misión y el poder delegado por los ciudadanos en el Estado. Y un Estado republicano, basado sobre el sufragio universal, puede ser extraordinariamente despótico, incluso más despótico que un Estado monárquico, cuando bajo el pretexto de representar la voluntad de todos hace caer sobre la voluntad y el movimiento libre de cada miembro el peso abrumador de su poder colectivo. 

¿Quién es el árbitro supremo del bien y el mal? Pero el Estado, se nos contestará, restringe la libertad de sus miembros sólo en la medida en que esta libertad está inclinada a la injusticia y a la perversidad. El Estado impide que sus miembros maten, roben y se ofendan entre sí; y en general evita que hagan el mal, dándoles a cambio una plena y completa libertad para hacer el bien. ¿Pero qué es el bien y qué es el mal?





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