lunes, 21 de mayo de 2012

Fragmento del Capitulo I: La descentralización de la industria,del libro "Campos, fábricas y talleres” de Piotr Kropotkin.

La descentralización
 de la industria 



¿Quién no recuerda el notable capítulo con que Adam Smith abre su investigación respecto a la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones? Aun aquellos de nuestros economistas que rara vez vuelven la vista hacia las obras del padre de la economía política, y con frecuencias olvidan las ideas que las inspiraron, saben ese capítulo de memoria, tan a menudo ha sido copiado una y otra vez, llegando a convertirse en artículo de fe; y la historia económica del siglo  que ha transcurrido, desde que Adam Smith lo escribió, ha sido, por decirlo así, sólo su comentario.
«División del trabajo» fue su bandera; y la división y subdivisión permanente de funciones -esta última sobre todo- se han llevado tan lejos, hasta conseguir dividir a la humanidad en castas, que están casi tan fuertemente constituidas como las de la antigua India. Tenemos, primero, la amplia división en productores y consumidores: de un parte, productores que consumen poco, y consumidores que producen poco, de la otra. Y después, entre los primeros, una serie de nuevas subdivisiones: el trabajador manual y el intelectual, profundamente separados entre sí, en perjuicio de ambos; el trabajador de campo y el de la fábrica; y entre la masa de los últimos, de nuevo innumerables subdivisiones, tan verdaderamente minúsculas, que la idea moderna del trabajador parece ser un hombre a una mujer, y hasta una niña o un muchacho, sin el conocimiento de ningún oficio, sin menor idea de la industria en que se emplea, no siendo capaz de hacer en el curso del día, y de la vida entera, más que la misma infinitésima parte de una cosa: empujando una vagoneta de carbón en una mina, desde los trece años a los sesenta, o haciendo el muelle de un cortaplumas o «la decimoctava parte de un alfiler.» Meros sirvientes de una máquina determinada, meras partes de carne y hueso de alguna maquinaria inmensa, no teniendo idea de cómo y por qué la máquina ejecuta sus rítmicos movimientos.
La destreza del artesano se ve despreciada, como restos de un pasado condenado a desaparecer. Al artista, que antiguamente hallaba un placer estético en sus obras, ha sustituido el esclavo humano de otro de hierro. Pero, qué más; hasta el trabajador del campo, que antes acostumbraba a encontrar un cosuelo de las penalidades de su vida en la casa de sus antepasados -futuro hogar de sus hijos- en su amor al terruño, y su íntima relación con la naturaleza; hasta él ha sido condenado a desaparecer, para bien de la división del trabajo. Él es un anacronismo, se nos dice: debe ser sustituido en el cultivo en grande, por un sirviente temporal tomado para el verano y despedido la venir el otoño; un desconocido, que no volverá más a ver el campo que regó una vez en su vida. «El reformar la agricultura, de acuerdo con los verdaderos principios de la división del trabajo y la organización industrial moderna -dicen los economistas- es cuestión de poco años».
Deslumbrados con los resultados obtenidos por nuestro siglo de maravillosas invenciones, especialmente en Inglaterra, nuestros economistas y hombres políticos fueron todavía más lejos en sus sueños de división del trabajo. Proclamaron la necesidad de dividir a la humanidad entera en talleres nacionales, teniendo cada uno de ellos su especialidad particular. Se nos decía, por ejemplo, que Hungría y Rusia están predestinadas por la naturaleza a dar trigo, a fin de alimentar a los países manufactureros; que Inglaterra tiene que proveer a todos los mercados de algodones tejidos, ferretería y carbón; Bélgica de géneros de lana, y así sucesivamente. Y aun hasta dentro de cada nación, cada región ha de tener su especialidad particular. Así ha sucedido durante algún tiempo, y así debe continuar. De este modo se han hecho fortunas y se seguirán haciendo lo mismo.
Habiéndose proclamado que la riqueza de las naciones ha de medirse por la cantidad de beneficios obtenidos por los menos, y que las mayores utilidades se realizan por medio de la especialización del trabajo, no era posible concebir hasta que existiese la cuestión, respecto a si los seres humanos se someterían siempre a tal especialización; si se podría especializar a las naciones como se hace con lo obreros. Siendo la teoría buena para hoy, ¿por qué hemos de preocuparnos del mañana? ¡Que el mañana traiga también la suya!
Y así lo ha hecho: la estrecha concepción de la vida, que consiste en pensar que el negocio, ha de ser el solo principal estímulo de la sociedad humana, y la obstinada idea que supone que lo que existió ayer ha de existir siempre, se hallan en desacuerdo con las tendencias de la vida humana, la cual ha tomado otra dirección. Nadie negará el alto grado de producción a que puede llegarse por medio de la especialización. Pero, precisamente, a medida que el trabajo que se exige al individuo en la producción moderna se hace más simple y fácil de aprender, y por consiguiente, también más monótono y cansado, la necesidad que siente el individuo de variar de trabajo, de ejercitar todas sus facultades, se hace cada vez más imperiosas. La humanidad percibe que ninguna ventaja aporta a la comunidad el condenar a un ser humano a estar siempre en el mismo lugar, en el taller o la mina, y que nada gana con privarle de un trabajo tal, que lo pusiera en libre contacto con la naturaleza, haciendo de él una parte conciente de un gran todo, un partícipe de los más elevados placeres de la ciencia y el arte, del trabajo libre y de la concepción.
También las naciones se niegan a ser especializadas: cada una es un compuesto agregado de gusto e inclinaciones, de necesidades y recursos, de aptitudes y facultades. El territorio ocupado por cada nación es igualmente un tejido muy variado de terrenos y climas, de montes y valles, de declives, que conducen a variedades aún mayores de territorios y de razas. La variedad es el carácter distintivo, tanto del territorio como de sus habitantes, lo cual implica también una variedad en las ocupaciones.
La agricultura llama a la vida a la manufactura, y ésta sostiene a aquéllas: ambas son inseparables, y su mutua combinación e integración produce los más grandes resultados. A medida que el conocimiento técnico se hace del dominio general; a medida que se hace internacional, y no es posible tenerlo oculto por más tiempo, cada nación adquiere los medios de aplicar toda la variedad de energías a toda la variedad de empresas industriales y agrícolas.
El entendimiento no distingue los artificiales límites políticos: lo mismo le pasa a la industria, y la presente tendencia de la humanidad es el tener reunidas en cada país y en cada región la mayor variedad posible de industrias colocadas al mismo nivel que la agricultura. Las necesidades de la aglomeración humana corresponden así a las del individuo, y mientras que una división temporal de funciones sigue siendo la más segura garantía de éxito en cada empresa particular, la división permanente está condenada a desaparecer, siendo sustituida por una variedad de ocupaciones intelectuales, industriales y agrícolas, correspondientes a las diferentes aptitudes del individuo, así como a la variedad de las mismas dentro de cada agregación de seres humanos.
Cuando nosotros, pues, separándonos de los escolásticos de nuestros libros de texto, examinamos la vida humana en su conjunto, pronto descubrimos que, mientras que todos los beneficios de una división temporal del trabajo deben conservarse, es ya hora de reclamar los que corresponden a la integración del mismo.
La economía política ha insistido hasta ahora principalmente en la división: nosotros proclamamos la integración, y sostenemos que el ideal de la sociedad, esto es, el estado hacia el cual marcha ésta, es una sociedad de trabajo integral, una sociedad en la cual cada individuo sea un productor de ambos, trabajo manual e intelectual; en la que todo ser humano que no esté impedido sea un trabajador, y en la que todos trabajen, lo mismo en el campo que en el taller industrial; donde cada reunión de individuos, bastante numerosa para disponer de cierta variedad de recursos naturales, ya sea una nación o una región, produzca y consuma la mayor parte de sus productos agrícolas e industriales.
Pero inútil es decir que mientras que la sociedad permanezca organizada de tal modo que permita a los dueños de la tierra y el capital el apropiarse para sí, bajo la protección del Estado y de derechos históricos, el sobrante anual de la producción humana, no será posible se efectúe por completo semejante cambio. Pero el presente sistema industrial, basado sobre especialización permanente de funciones, lleva ya en sí mismo los gérmenes de su propia ruina.
Las crisis industriales, que cada día se hacen más agudas y más extensas, agravándose y empeorándose más aun por los armamentos y las guerras que implica el sistema actual, son causa de que su sostenimiento se haga cada vez más difícil.
Ya los trabajadores manifiestan claramente su intención de no soportar por más tiempo con paciencia las miserias que cada crisis origina, y cada una de estas acelera el momento el en cual las presentes instituciones de propiedad individual y producción sean por completo derribadas por medio de luchas internas, cuya violencia e intensidad dependerán del mayor o menor grado de buen sentido de las que ahora son clases privilegiadas.  Pero nosotros sostenemos también, que cualquier intento, socialista encaminado a restaurar las actuales relaciones entre el capital y el trabajo, fracasará por completo si no se han tenido presentes las tendencias antes mencionadas hacia la integración. Ellas no han recibido aún, en nuestra opinión, la atención debida de parte de las diferentes escuelas socialistas; cosa que, forzosamente, tendrá que suceder.



Una sociedad reorganizada, tendrá que abandonar el error de pretender especializar las naciones, ya sea para la producción industrial o la agrícola, debiendo cada una contar consigo misma para la producción del alimento, y de mucha parte, o casi toda, de las primeras materias, teniendo al mismo tiempo que buscar los mejores medios de combinar la agricultura con la manufactura, el trabajo en el campo con una industria descentralizada, y viéndose obligada a proporcionar a todos una «educación integral», la cual, por si sola, enseñando ciencia y oficio desde la niñez, puede dotar a la sociedad de las mujeres y los hombres que verdaderamente necesita. Que cada nación sea su propio agricultor y manufacturero; que cada individuo trabaje en el campo y en algún arte industrial; que cada uno combine el conocimiento científico con el práctico: tal es, lo afirmamos, la presente tendencia de las naciones civilizadas.
El prodigioso crecimiento de la industria en la Gran Bretaña, y el desarrollo simultáneo del tráfico internacional, que ahora permite el transporte de la materia prima y de los artículos alimenticios en una escala gigantesca, han motivado la creencia de que dos o tres naciones de la Europa Occidental estaban destinadas a ser la únicas manufactureras del mundo, no necesitando más, según se argüía, que abastecer el mercado de artículos manufacturados y sacar de todos los pueblos de la tierra el alimento que ellas no pueden producir, así como las primeras materias necesarias para su fabricación. La continua y creciente rapidez de las comunidades transoceánicas y las facilidades siempre en aumento del embarque, han contribuido a fortalecer dicha opinión.
Si contemplamos los cuadros seductores del tráfico internacional, pintados tan admirablemente por Neumann Spullart -el estadístico y casi el poeta del comercio del mundo- nos vemos inclinados a caer en un profundo éxtasis ante los resultados obtenidos. «¿Por qué hemos de cultivar el trigo, criar ganado vacuno y lanar, dedicarnos a cuidar árboles frutales, labrar la tierra y sufrir a todas las penalidades a que se halla sujeto el agricultor, teniendo que mirar siempre con temor hacia el cielo, temiendo una mala cosecha, cuando podemos obtener con mucha menos fatiga montañas de grano de la India, América, Hungría o Rusia; carne de Nueva Zelanda, legumbres de las Azores, manzanas del Canadá, pasas de Málaga, y así sucesivamente?» -exclaman los europeos occidentales. «Ya hoy -dicen- nuestro alimento se compone, aun entre las familias poco acomodadas, de productos traídos de todas las partes del mundo; nuestras telas están tejidas con fibras que han nacido y con lanas que se han esquilado en todo el globo; las praderas de América y Australia, las montañas y estepas de Asia, los desiertos helados de las regiones árticas, los cálidos de África y las profundidades de los Océanos, los trópicos y las tierras donde se ve el sol a media noche, son nuestros tributarios.
Los hombres de todas las razas contribuyen, con su participación, a suministrarnos nuestros principales alimentos y artículos de lujo, telas sencillas y géneros ricos, en tanto que nosotros les enviamos, en cambio, el producto de nuestra superior inteligencia, nuestro conocimiento práctico y nuestras poderosas facultades de organización, industriales y comerciales. ¿No es un gran espectáculo este activo y complicado cambio de productos entre todos los pueblos que tan rápidamente se ha desarrollado en pocos años?» 
Concedemos que lo pueda ser, ¿Pero acaso no será un quimera? ¿Es, por aventura, una necesidad? ¿A qué precio se ha obtenido, y cuánto durará?



Volvamos la vista ochenta años atrás. Francia se hallaba desangrada al terminar las guerras napoleónicas; su naciente industria, que había empezado a crecer al terminar el siglo pasado, fue aniquilada. Alemania e Italia eran impotentes en el terreno industrial; los ejércitos de la gran República habían dado un golpe mortal a la servidumbre en el continente; pero con la vuelta de la reacción se hacían esfuerzos para reanimar a la decadente institución, y la servidumbre implica la ausencia de toda industria digna de este nombre. Las terribles guerras entre Francia e Inglaterra, las cuales se han explicado con frecuencia como hijas de meras causas políticas, tenían un origen más profundo: la cuestión económica. Ellas eran promovidas por alcanzar la supremacía del mercado del mundo, iban contra el comercio y la industria francesa, y la GranBretaña ganó la batalla haciéndose suprema de los mares. Burdeos dejó de ser rival de Londres, y la industria francesa pareció muerta en flor. Y favorecida por el poderoso impulso dado a las ciencias naturales y a la tecnología por la gran era de los inventos, no encontrando competencia seria en Europa, la Gran Bretaña empezó a desarrollar su poder industrial.
Producir en gran escala, en inmensa cantidad, fue el lema escrito en su bandera. Las fuerzas humanas necesarias se encontraban a la mano entre los campesinos, en parte arrojados por fuerza de la tierra y en parte atraídos a las ciudades por la elevación de los salarios; se creó la maquinaria necesaria, y la producción británica de artículos manufacturados marchó con una rapidez gigantesca; en el transcurso de menos de setenta años -desde 1810 a 1878- el rendimiento de las minas de carbón aumentó desde 10 a 133.000.000 de toneladas; las importaciones de la materia prima se elevaron de 30 a 380.000.000 de toneladas, y las exportaciones de género manufacturero de 46 a 200.000.000 de libras esterlinas. El tonelaje de la flota comercial case se triplicó, construyéndose quince mil millas de ferrocarriles.
Es inútil repetir a que precios se obtuvieron los anteriores resultados: las terribles revelaciones de las comisiones parlamentarias de 1840 al 42 respectó a las terribles condiciones de los trabajadores industriales, las relaciones de «territorios despoblados» y los robos de niños están aún frescos en la memoria; ellos serán gráficos monumentos que demuestren por qué medios la gran industria se implantó en este país.
Pero la acumulación de la riqueza en manos de las clases privilegiadas marchaba con una velocidad en la que jamás se habían soñado. Las increíbles riquezas que ahora sorprenden al extranjero en las casas particulares de Inglaterra se acumularon durante ese período; las excesivamente dispendiosas condiciones de vida que hacen que una persona considerada rica en el continente aparezca sólo como de una posición modesta en Inglaterra, fueron introducidas en aquélla época.
Sólo la propiedad imponible se duplicó durante los últimos treinta años del anterior período, en tanto que en el curso de esos mismo años (1810 a 1878), no bajó de 27.800.000.000 de francos -cerca de 50.000.000.000 en la actualidad- lo colocado por los capitalistas ingleses en industrias o empréstitos extranjeros.
Pero el monopolio de la producción industrial no podía ser de Inglaterra eternamente, ni el conocimiento industrial ni el espíritu de empresa podían conservarse para siempre como un privilegio de estas islas; necesaria y fatalmente empezaron a cruzar el canal y a extenderse por el continente. La gran revolución había creado en Francia una numerosa clase de propietarias territoriales, quienes gozaron cerca de medio siglo de un relativo bienestar, o al menos de un trabajo seguro, y las filas de los trabajadores de las ciudades sólo aumentaba lentamente. Más la revolución de la clase media de 1789-1793 había ya hecho una distinción entre el campesino propietario y el proletario de la aldea, y al favorecer al primero en detrimento del segundo, obligó a los trabajadores que no tenían tierra ni hogar abandonar sus pueblos, formando así el primer núcleo de las clases trabajadoras entregadas a merced de los industriales. Además, los mimos pequeños propietarios territoriales después de haber disfrutado de un período de indiscutible prosperidad, empezaron a su vez a sentir la presión de los malos tiempos, viéndose obligados a buscar ocupación en la industria. Las guerras y la revolución habían contenido el desarrollo de ésta, pero empezó a crecer de nuevo durante la segunda mitad de nuestro siglo, desarrollándose y mejorándose; y ahora, sin embargo de haber perdido la Alsacia, Francia no es ya tributaria de Inglaterra en cuanto a productos manufacturados, como lo era hace cuarenta años. Hoy sus exportaciones de artículos manufactureros se evalúan en cerca de la mitad de los de la Gran Bretaña, y las dos terceras partes de ellos son textiles, mientras que sus importaciones de los mismos consiste principalmente en hilo torcido de algodón y lanas de las clases más superiores, que en parte son reexportados después de tejidos, y una pequeña cantidad de género de lana. En lo referente a su consumo interior, Francia manifiesta una tendencia bien marcada a llegar a ser completamente un país que se baste a sí mismo, y en cuanto a la venta de sus manufacturas inclina a confiar, no en sus colonias, sino especialmente en su propio y rico mercado interior.
Alemania sigue la misma marcha: durante los últimos veinticinco años, y especialmente desde la última guerra, su industria ha experimentado verdadera reorganización; su maquinaria ha mejorado por completo, y sus nuevas fábricas están provistas de máquinas que, casi puede decirse, representan la última palabra del progreso técnico; tiene muchos operarios y obreros dotados de una educación técnica y científica superior, encontrando su industria un auxiliar poderoso en un ejército de ilustrados químicos, médicos e ingenieros. Considerada en su totalidad, Alemania ofrece hoy el espectáculo de una nación en un período de Aufschwung, con todas las fuerzas de una nueva impulsión en todos los terrenos. Hace treinta años era tributaria de Inglaterra: ahora es ya si competidora en los mercados del Sur y del Este, y dada la rapidez con que actualmente su industria camina, su competencia ha de hacerse sentir aún más vivamente.
La ola de la producción industrial, después de haber tenido su origen en el Noroeste de Europa, se extiende hacia el Este y Sudoeste, cubriendo cada vez un círculo mayor; y a medida que avanza hacia Oriente y penetra en países más jóvenes, implantan allí todas las mejoras debidas a un siglo de inventos mecánicos y químicos; toma de la ciencia todo lo que ésta puede prestar a la industria, encontrando pueblos deseosos de utilizar los últimos resultados del progreso humano.
Las nuevas fábricas de Alemania empiezan a donde llegó Manchester después de un siglo de experimentos y tanteos; y Rusia principia a donde Manchester y Sajonia han llegado en la actualidad. Rusia, por su parte, trata de emanciparse de la tutela de la Europa occidental, y empieza rápidamente a fabricar todos aquéllos géneros que anteriormente acostumbraba a importar, ya de la Gran Bretaña, ya de Alemania.
Los derechos de importación pueden, tal vez, en ciertas ocasiones, favorecer el nacimiento de nuevas industrias, pero siempre a expensas de otras que se hallen en el mismo caso, y evitando el mejoramiento de las existentes, pues la descentralización de la industria se efectuará con derechos protectores o sin ellos; yo hasta diría que a su pesar.
Austria-Hungría e Italia siguen la misma senda, desarrollando sus industrias nacionales, y hasta España y Serbia van a unirse a la familia de los pueblos manufactureros. Y aún hay más: hasta la India, hasta el Brasil y Méjico, apoyados por capitales e inteligencias inglesas y alemanes, empiezan a establecer industrias propias en su suelo. Finalmente, un terrible competidor, cual es los Estados Unidos, se ha presentado últimamente a todos los países industriales de Europa: a medida que allí la educación técnica se va extendiendo más y más, la industria debe crecer en los Estados, y, en efecto, lo hace con tal velocidad -una velocidad americana- que, dentro de muy pocos años, los mercados que ahora son neutrales se verán invadidos por los géneros americanos.
El monopolio de los que primero ocuparon el campo industrial, ha dejado de existir, y no retornará a la vida, por grandes que sean los movimientos espasmódicos que se hagan para volver a un estado de cosas que ya pertenece al dominio de la historia. Hay que buscar nuevos senderos, orientaciones nuevas: el pasado ha vivido, pero no puede seguir viviendo más.



 Texto extraído y Libro completo en http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l159.pdf

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