La
socialización de la propiedad, es decir, la riqueza social sustraída al
privilegio y al monopolio de pocos es convertida en patrimonio común de todos los
trabajadores productores, administrada por los interesados mediante la libre y
armónica organización de la producción y del consumo según las necesidades individuales
y colectivas, es por eso la concepción de las relaciones entre los hombres en
el terreno económico más en armonía con las reivindicaciones libertarias del
anarquismo.
Tal
concepción ha sido sintetizada desde hace cerca de cincuenta años -en los
últimos congresos de la primera Internacional- con la fórmula del
"comunismo anárquico", pero ésta no se entiende como un lecho de
Procusto, reservado a priori y por fuerza a todos los miembros de la sociedad,
sino como resultado de la experimentación y cooperación libres de los
interesados, en relación con las posibilidades, condiciones y necesidades de
los diversos momentos y del ambiente y, sobre todo, subordinado a la persuasión
y aceptación de todos los que deberán realizarlo y vivirlo en la nueva
sociedad.
De la
sociedad actual de injusticia, de explotación y de tiranía a la sociedad nueva
más justa de la igualdad y de la libertad no se irá, se nos objeta, de un salto
por un golpe de varita mágica.
¡Evidentemente!
La constitución anarquista de la sociedad será el resultado de una sucesión de
progresos en sentido libertario, evoluciones ya lentas, ya rápidas, revoluciones
más o menos violentas, derrotas y victorias parciales, incluso regresiones; y
todo eso a través de vastos movimientos sociales y políticos, en los que
participarán todos los pueblos, y no solamente el hecho del pequeño número de
individuos que se proclaman anarquistas.
Pero
sería un error creer que todo este movimiento incesante de evolución y
revolución entre los pueblos ocurre automáticamente, como por una fuerza
natural inconsciente e independiente de la voluntad humana.
Al
contrario, todo lo que prevemos ocurrirá solo en la medida que haya hombres que
lo quieran, más o menas claramente, más o menos completamente; y nosotros mismos
lo prevemos justamente porque lo queremos, del mismo modo que el peregrino
prevé la meta a que llegará justamente porque la quiere alcanzar y marcha hacia
ella.
La política
de los anarquistas
Nosotros
no negamos que en el vasto movimiento social, a través del cual la humanidad
progresa realizándose a sí misma, obran muchas fuerzas, ciegamente, por
impulsos contradictorios, bajo la influencia de instintos y necesidades momentáneas,
de pasiones arrolladoras, de acciones y reacciones que casi se diría mecánicas,
inconcientes o muy débilmente concientes. Pero es también verdad que esas
fuerzas, a pesar de su enorme cantidad, por sí solas no producirían el progreso,
y podrían significar también una regresión (y, en efecto, a veces la determinan).
La inmensa reserva de energías que hay en ellas se vuelve útil al progreso sólo
en cuanto en medio de ellas hay también fuerzas concientes; y se vuelve tanto más
útil y fecunda, cuando más los instintos e impulsos se transforman en voluntad conciente.
De aquí la necesidad de tal transformación, que es la tarea incesante de la
propaganda, la misión de las minorías voluntarias, la misión de los movimientos
de ideas.
La
misión de la minoría anarquista, de su movimiento y de su propaganda, es que se
formen lo más numerosas posible las conciencias libertarias; que se determine cada
vez más fuerte en las masas la necesidad de libertad; que la voluntad de
libertad se vuelva cada vez más difundida y consciente de su objetivo y de sus
caminos. Esta minoría no puede esperar, ciertamente, que ha de convertirse en
mayoría antes de la revolución (y tal vez de más de una revolución), es decir,
antes de que sean eliminados tantos obstáculos materiales, económicos y
políticos, que impiden a las grandes masas una visión clara de su mismo interés
de liberación; pero, cuando haya alcanzado una fuerza suficiente, puede ser la
vanguardia que abra con un acto de voluntad la puerta que cierra las vías del
porvenir. Es ya desde ahora el fermento, el gránulo de levadura del que habla
la Biblia; y más lo será en el seno de la revolución en la cual representará, lo
repito, con más conciencia que todas las otras fuerzas, la voluntad de
libertad.
Desde
ahora, y para eso la política de los anarquistas -entendida la palabra
"política" en el sentido de agitación y de acción revolucionaria
contra las instituciones políticas dominantes-, quiere ser una política de
libertad en todos los campos, hasta en las más pequeñas manifestaciones de su
movimiento. Donde quiera que se reivindique un derecho cualquiera, aunque sea
parcial, de libertad, -libertad de pensamiento, de palabra, de prensa, de
reunión, de asociación, de manifestación, de huelga, de experimentación social,
etc.,- allí hay un puesto de combate para los anarquistas, solidarios con todos
los explotados y los oprimidos, con todos los rebeldes, contra toda
manifestación política o económica de la autoridad y de la dominación del hombre
sobre el hombre. Con mayor razón, por tanto, habrá un puesto de combate para los
anarquistas, en toda revolución, por medio de la cual un pueblo o una clase
subyugada se esfuerce por abatir una tiranía, por alcanzar un objetivo
liberador.
Hacia la
revolución de la libertad
Pero
en las luchas parciales como en las generales, en las pequeñas y en las
grandes, debidas a la propia iniciativa o a iniciativas ajenas, en su
movimiento de partido como en los movimientos más vastos, obreros y del pueblo,
en los propios grupos y en las organizaciones de propaganda y de acción como en
las asociaciones proletarias más amplias y de clase, los anarquistas mantienen
constantemente su conducta sobre líneas directrices y bases de libertad.
Libertad,
en primer lugar, del movimiento frente a todos los otros movimientos más o
menos afines colaterales, en el sentido de su absoluta independencia y
autonomía. No teniendo objetivos materiales propios, individuales o de partido
que alcanzar (aparte de la emancipación de todos), el anarquista no sufre
celos:
aprueba
y apoya toda reivindicación de libertad de cualquier parte que proceda; pero,
no teniendo ligamen o vínculos políticos de interés con ningún partido, combate
sin trabas a todos los partidos y movimientos en la medida que representen
obstáculos a los fines libertario s y revolucionarios.
La
libertad es la guía y la norma de conducta del anarquismo en su desenvolvimiento
interno. Este repudia el concepto de disciplina cerrada y coercitiva a la que
desea ver sustituida por la disciplina moral y voluntaria, por el libre consentimiento
recíproco. Repudia toda forma de organización centralizada, autoritaria,
burocrática y jerárquica, y organiza en cambio, sus fuerzas sobre la base de la
autonomía de los individuos en los grupos y de los grupos en las asociaciones más
vastas: sobre la base del libre acuerdo para la propaganda y para la lucha,
coordinado y cada vez más amplio y extendido en el tiempo y en el espacio.
Así,
cuando los anarquistas participan en otros movimientos y organizaciones, en
donde creen necesaria y útil la propia intervención desde el punto de vista
anarquista y revolucionario, si no logran imprimirles la propia orientación,
combaten en ellos todos los defectos de autoritarismo que encuentran.
Este
es el camino por el cual se va hacia la revolución de la libertad, -hacia una
revolución que no repita el error (en parte inevitable, pero en parte debido también
a la ceguera de los revolucionarios), de las revoluciones pasadas: es decir, de
una revolución que en el acto de abatir una tiranía no eche, en el terreno fertilizado
por la sangre de tantos mártires y héroes, la semilla funesta de una tiranía
nueva.
¿Podrá
ser libertaria, y por tanto integralmente liberadora, la revolución que se
anuncia y que tal vez la misma reacción estatal y capitalista está provocando hoy
con sus horribles excesos? No lo sabemos; y hasta es lícito dudar de ello,
porque la misma tiranía, que puede provocar el estallido de la revuelta, no
dejará de comunicar a la revolución un poco de su morbo autoritario. Eso no
impedirá a los anarquistas saludar con alegría tal revolución, por imperfecta
que pueda ser, ni participar en ella con todas sus fuerzas y entusiasmo; así
como no ha impedido hasta aquí, y no impedirá nunca, prepararse y hacer todo lo
que puedan por apresurar su advenimiento.
Pero
la preparación revolucionaria de los anarquistas, hoy, como su preparación en
la revolución, mañana, no tiene ni puede tener un carácter pasivo, de aquiescencia
a los efectos autoritarios que prevén en ella desde ahora. Desde ahora, al
contrario, oponen su "concepción libertaria de la revolución" a la
concepción autoritaria de todos los otros reformadores y revolucionarios, sea a
la democrática que, entre otros, sostienen los socialistas legalistas, sea a la
despótica de los comunistas estatales y de los dictatoriales.
Cuando
los anarquistas hablan, pues, de preparación revolucionaria, no entienden
solamente la preparación material de la caída de las tiranías existentes, sino la
preparación también para ejercer en la revolución toda su influencia con la
propaganda y el ejemplo, a fin de que resulte lo más libertaria posible aun en el
caso, hoy previsible, de que su orientación general no sea del todo en el
sentido por ellos querido.
Es
preciso que la revolución encuentre en el pueblo, lo más difundidos posible, la
necesidad y el sentimiento de la libertad, para que constituyan un dique a las
tendencias naturalmente despóticas de los eventuales nuevos gobiernos que se
formen; y éstos deben hallar en las minorías conscientemente libertarias una
fuerza de oposición moral y material organizada que, sin servir al juego de las
viejas reacciones en acecho, impida su consolidación y salve la revolución de
la detención y de la muerte a que la llevaría todo poder estatal, aun surgido
de su seno y desempeñado en su nombre.
Mientras
la libertad no sea completa para todos, la revolución no habrá terminado o, si
hubiere terminado, dejaría en herencia la necesidad de una nueva revolución. Y
la bandera de la revolución de los vencedores del momento, enseñoreados del
gobierno, deberá pasar a las manos de las oposiciones más avanzadas que
quedaron fieles a la causa de la libertad, -hasta el día que ésta triunfe en
una humanidad fraternal que no sepa ya de dominadores y de súbditos, de
explotadores y de explotados.
Justificación
moral de la violencia revolucionaria
Ciertamente,
los defensores del actual estado de cosas tienen algún derecho o razón para
imputar a los revolucionarios y a la revolución los males que sin embargo,
ellos preconizan frenéticamente, cuando hablan de manías sanguinarias, de furias
destructoras o de otras tonterías parecidas, -ellos que defienden un sistema de
cosas que aniquila más vidas humanas y destruye más riquezas de lo que podría
hacerla la más costosa revolución. Pero no es menos verdad que la revolución,
por la fuerza misma de las cosas y por las necesidades de su triunfo, costará
siempre muchísimo, y no raramente se encontrará en contradicción consigo misma,
es decir, con aquellos principios de justicia, de igualdad y de libertad de los
que ha partido.
Por
ejemplo: una de las reivindicaciones básicas del anarquismo es el derecho a la
vida. La primera libertad que los anarquistas -los "libertarios"-
reivindican para todos los hombres es la libertad de vivir. No podría ser de
otro modo. Sin embargo, la revolución, con sus revueltas, deberá pasar sobre el
cuerpo de sus enemigos: es decir, será constituida por toda una serie de
atentados a la integridad física, a la vida, de los enemigos del pueblo, y al
mismo tiempo arriesgará en sus luchas la vida de una infinidad de revolucionarios.
Hay, por lo tanto, una cierta contradicción momentánea, de hecho, entre el fin,
último ideal del anarquismo, y los medios de los anarquistas revolucionarios.
El
mismo razonamiento se podría hacer respecto de todo el complejo de la violencia
revolucionaria. Cuando ésta es un acto de liberación indudablemente tiene en sí
su justificación moral, pues en sustancia es acto de legítima defensa. Pero,
aun en tal caso, aun cuando se limita exclusivamente a destruir una autoridad, no
es por eso menos, en cierto sentido, también ella, un acto de autoridad. Eso
aparece claro si se piensa que la violencia revolucionaria es siempre el hecho
de minorías que, al levantarse contra la violencia de una minoría enemiga, -la
minoría de los privilegiados-, imponen de hecho un cambio de estado a las
mayorías apáticas, a las mayorías que por ley de adaptación se han resignado
ayer a ser oprimidas y explotadas y tienden en el fondo a conservar más que a
cambiar la propia situación. Y que, una vez roto el equilibrio por la violencia
revolucionaria y creada una situación nueva, podrán adaptarse a la situación
nueva y al hecho cumplido, y también a consolidarlo y alegrarse de él.
Eso,
en teoría, puede estar en contradicción con el principio absoluto de libertad;
pero no se puede negar que es una necesidad imprescindible de toda revolución y
de todo progreso. No hay que olvidar nunca, por lo demás, cuando examinamos los
problemas prácticos, para resolverlos en la vida y con los medios que la vida
nos ofrece, que lo absoluto está más allá de nuestras posibilidades; que en la
vida y en la lucha todo es relativo. Lo absoluto debe servimos de guía, de faro
hacia el cual dirigimos, para ir siempre hacia él y no volver atrás; pero si no
hubiéramos de movernos más que para realizarlo de un modo completo, nos
condenaríamos a la inmovilidad eterna.
La
pura lógica de la coherencia absoluta no podría ser, por lo tanto, el objetivo
de un verdadero revolucionario.
Cuando
la revolución ha estallado, todo debe ser subordinado al triunfo de la
revolución, a la necesidad de vencer y de aniquilar todas las fuerzas enemigas.
Esta es la única lógica, la verdadera, posible para la revolución.
En todos los
casos: participar activamente
La
revolución es un poco el caos, hecho de contradicciones, de progresos y de
retrocesos súbitos, de impulsos sublimes y de actos inhumanos, en el que todas
las pasiones y todas las fuerzas sociales y todos los instintos entran en juego;
y a veces pasiones e instintos que en períodos normales no se puede vacilar en
condenar, en una revolución se convierten en coeficientes de triunfo y de
progreso. A menudo, además, hasta hombres y grupos y fracciones que antes de la
revolución están del todo separados del movimiento, hostiles y también hostilizados
por los revolucionarios, por interés o por los fines egoístas y menos plausibles,
se unen a la revolución o la favorecen. Y los revolucionarios conscientes deben
tener presente también estas fuerzas, para poderlas explotar sin repugnancias sentimentales;
de otro modo se correría el peligro de verlas utilizadas por el enemigo.
No se
puede, por lo tanto, tener en cuenta demasiado al pie de la letra las fórmulas
y los programas en tiempo de guerra efectiva; y la revolución es una guerra, la
guerra de los oprimidos contra los opresores.
En
este sentido todas las fuerzas que debilitan, combaten y contribuyen a destruir
las fuerzas enemigas, deben ser utilizadas. ¡Ah! ciertamente, en período
revolucionario tenemos también el hampa, que se levanta con propósitos de saqueo;
tenemos a los ambiciosos que aspiran hipócritamente a destituir a los dominadores
actuales para ponerse en su lugar; y alguna vez estos últimos consiguen ponerse
a la cabeza de la revolución, limitando un poco sus reivindicaciones y exagerando
un poco sus promesas. Eso crea la necesidad de oponerse a tales gérmenes
latentes de sucesiva reacción, pero no puede constituir nunca un motivo para los
revolucionarios que les lleve a obstaculizar la revolución y a ponerse a un lado
como si la cosa no les interesase. ¡Sería un verdadero crimen contra la causa
de los oprimidos!
Cuando
las praderas están secas, basta un chispazo, para que sobrevenga el incendio. Interés
y deber de anarquistas será participar en la revolución, de cualquier modo que
estalle, para imprimirle lo más posible una orientación socialista y libertaria,
para conquistar combatiendo la fuerza moral y material con que oponerse luego a
quien quisiera explotar y hacer desviar el movimiento. Es preciso comprometer
con actos resolutivos de expropiación y de destrucción, la revolución misma a
los ojos de quien la quisiera reducir a un simple "quítate de ahí para que
me ponga yo"; es decir, es preciso hacer imposible una reconciliación de
los revolucionarios más moderados con el viejo régimen, para que la revolución
vaya lo más lejos posible y cave más hondo el abismo entre el pasado y el
porvenir.
Imaginemos
que la revolución estalle muy pronto, mucho antes (como es más que probable) de
que se hayan creado las posibilidades psicológicas y materiales de victoria
para los anarquistas. La revolución podría tener fuera de la anarquía, tres
orientaciones distintas: republicano-burguesa, social-demócrata, comunista- dictatorial.
Todas estas tres hipótesis tienen en su favor elementos y también en contra; es
inútil aquí hacer previsiones. Pero admitamos una cualquiera de esas hipótesis:
¿deberían, por consiguiente, los revolucionarios anarquistas, sólo porque el
movimiento tendrá, en prevalencia, una bandera diferente de la suya y adversa a
ellos, quedar a un lado desdeñosos, esperando musulmanamente que la revolución
se vuelva anarquista por sí sola? Si hiciesen así, marcarían, como partido
militante, el propio suicidio, y alejarían enormemente el día del triunfo de
los propios principios.
Al
contrario, por lo tanto, los anarquistas participarán activamente en la
revolución, cualquiera que sea su orientación y como quiera que la influencien
sus jueces eventuales: en todos los casos. Y podrán estar seguros de que, aun
cuando no triunfen las propias reivindicaciones libertarías e igualitarias,
llegarán tanto más próximas al triunfo cuanto más enérgicos y activos hayan
sido en la revolución sus partidarios, cuanto más hayan impregnado éstos a la
revolución de sus propias ideas y tendencias. Con la propia participación en la
revolución habrán conquistado una fuerza moral y material suficiente, por lo
menos, para poner un dique al autoritarismo ajeno, para impedir que éste supere
ciertos límites, para obtener por fin de la revolución los mayores frutos
posibles, utilizables luego en interés del proletariado y de la futura victoria
anarquista.
Cualquiera
que sea el poder político que logre sobreponerse a la revolución, ésta, por su
acción corrosiva y demoledora, lesionará siempre, al menos al comienzo, todas
las autoridades más débiles y sacudidas; y misión de la oposición anarquista
será justamente el impedir a esas autoridades reforzarse, aprovechar su
debilidad para constituir núcleos y organismos propios de vida autónoma y
prolongar lo más posible el ejercicio de la libertad. Esto podrá hacerlo si
durante la revolución ha sabido hacerse valer, aumentar su prestigio, conquistarse
la adhesión de más vastas masas, dando ejemplo de la lucha, del ataque, del
sacrificio, pero sin dejarse absorber ni explotar ciegamente por los otros
partidos, sino conservando siempre la propia fisonomía distinta y sus
características de movimiento y de partido de libertad.
La
afirmación de Proudhon, de que el "mejor medio de evitar los daños de una
revolución es el de participar en ella", tiene sobre todo valor en esto:
que la participación de los revolucionarios más avanzados y más idealistas en la
revolución es el mejor medio posible para hacer que la revolución se desarrolle
del modo más conveniente a los intereses de las clases oprimidas y a la causa de
la libertad y de la justicia social.
No puede
haber revoluciones "puras"
La valorización
de la revolución no puede inferirse, por tanto, -como hacen por motivos
diversos tanto los reaccionarios como los socialistas legalistas de los daños materiales
de la revolución misma, del número de las vidas humanas consumidas, de sus contradicciones
inevitables con los principios abstractos,
de las intenciones particulares de las diversas agrupaciones que se
adhieren a ella, de los errores y también de las torpezas con que pueda ser mancillado
el movimiento insurreccional, sino sólo por la orientación general que se puede
hacer prevalecer en ella por los resultados morales y materiales que puede dar,
de modo que a su triunfo siga una elevación y una ganancia de libertad y de
bienestar para el pueblo. Es preciso
también que una derrota eventual tenga por consecuencia un paso adelante hacia
una sucesiva revolución victoriosa, y que constituya en la historia una
afirmación enérgica de la voluntad popular que aspira a una civilización
superior, entendida esta palabra "civilización" no en el sentido
burgués y convencional, sino en el sentido anarquista de una más difundida
justicia para todos, de una elevación de las masas, sea moral o material, sea intelectual
o política.
Los
reaccionarios y los conservadores hablan a menudo y de buena gana, en tiempo de
revolución, de hampa y de "bandidos". Las revoluciones del 89, la del
48 y del 71 en Europa, y la última en Rusia, a escuchar a los cronistas moderados
del tiempo, estuvieron llenas de actos de bandidismo. Ahora bien; aun sin tener
en cuenta el hecho de que a menudo los "bandidos" no eran para
aquellos más que los verdaderos revolucionarios, es cierto que las revoluciones
hacen salir a la superficie muchas escorias sociales, muchas fuerzas oscuras
poco nobles en su origen.
¿Y eso
qué significa?
Se
podría decir, entre otras cosas, que los llamados "bajos fondos", en
donde la revolución recluta automáticamente una parte de sus milicias, son
también pueblo, incluso la parte más desgraciada del pueblo, la que en tiempos
normales sufre más con el régimen de opresión y de explotación, y que son una
consecuencia de la injusta estructura social. La revolución se hace también para
ellos, por su redención, o para la de sus descendientes, del embrutecimiento y del
crimen que la opresión política y económica tiende a perpetuar. Pero esta
consideración doctrinaria y humanitaria tiene un valor secundario frente a la
consideración más importante que la revolución es un crisol que no puede elegir
previamente la leña que ha de arder y el metal que ha de fundir. Se produce
independientemente de la voluntad de los promotores y de los combatientes individuales,
poniendo en juego todas las fuerzas, todas las voluntades, todas las pasiones,
todos los instintos, todos los ideales y todos los intereses que hallan eco en
ella, y no podría ser de otro modo.
El
que no la quiere así no es un revolucionario, no es verdaderamente un enemigo
de los opresores y de los explotadores más que... en teoría. El que quisiera
hacer una revolución como se ejecuta un contrato, el que quisiera medir
exactamente la entrada y la salida, el que en la gran llamarada quisiera
separar la leña buena de la dañada y casi la concebiera como una hoguera estética
y de plantas perfumadas, ése debe resignarse a sufrir el mundo innoble como es
hoy, es decir, a soportar para siempre los innumerables males ocasionados por
la injusticia social (tantos que en comparación la revolución más desgraciada
no podría producir más), pues una revolución ideal -incluso anarquista-, pero
regulada, acompasada y equilibrada, ideada bajo la guía de las propias
preocupaciones abstractas, por nobilísimas que sean, no tendrá nunca lugar.
Sin
embargo, la revolución tiene por sí una virtud moral y consecuencias morales
enormes. La eficacia de la revolución en el sentido de las ideas del anarquismo
estará en relación directa en la preparación anterior hecha por los
revolucionarios, con lo que éstos hayan sabido impregnar de ideas y sentimientos
socialistas y libertarios al movimiento social y aquellos ambientes y aquellas
clases que más seguramente serán arrastrados por los acontecimientos a la
órbita revolucionaria.
Esto
deben tener presente los hombres de ideas, en el trazado de su misión como hombres
de acción, la que consiste también y sobre todo en preparar las condiciones
materiales y morales y los medios para que la revolución social sobrevenga lo
antes posible y sea lo más seguro posible su triunfo definitivo.
La
revolución puede decirse que es para la humanidad lo que es para un organismo
enfermo una intervención quirúrgica que al extirpar con dolor del paciente
algunos tumores malignos, al precio de ese dolor relativamente momentáneo,
salva de la muerte el organismo entero y le ahorra por un largo período sucesivo,
sufrimientos infinitamente más dolorosos y más largos, permitiéndole saborear
con la tranquilidad reconquistada, las alegrías superiores del cerebro y del
corazón.
Educación
práctica para la revuelta