La
aberración de los que ven la salvación de la revolución en la dictadura,
después de haber hecho durante una larga serie de años de la causa del
socialismo también una causa de libertad, no es distinta de la aberración de aquellos
revolucionarios que, al estallar la primera guerra mundial, vieron
comprometidos de repente la libertad y el socialismo, no tanto por la guerra en
sí, como por la amenaza de victoria de una de las partes beligerantes.
En
realidad estos últimos estaban nuevamente ofuscados después de casi un siglo de
experimentos, por la ilusión democrática, y confiaban de nuevo a la democracia
burguesa una misión salvadora. Los partidarios de la dictadura proletaria caen
en un error semejante, creyendo traer un remedio al sustituir la más o menos
enmascarada dictadura burguesa por aquella de los representantes de los
trabajadores. Y a nosotros, que afirmamos que se debe dejar que la revolución se
desencadene con el máximo posible de libertad, dejando el camino abierto a
todas las iniciativas populares, nos responden con una cantidad de objeciones,
que pueden ser resumidas en un sentimiento único, que por lo demás no son
capaces de confesar ni siquiera a sí mismos: el miedo a la libertad. Después de
haber exaltado al proletariado ahora lo reputan en lo íntimo de su pensamiento
incapaz de administrar por sí propio sus intereses y piensan en el nuevo freno
que será necesario ponerle para guiarlo "por la fuerza" hacia la
liberación.
Hacen
como el enfermo que debía sufrir una operación y fue el más audaz, aun contra
los médicos, en sostener que la operación se imponía, en desearla, en apresurar
los preparativos con la esperanza de curar; y después, en el último momento, se
niega y prefiere una inyección de morfina que calma por el momento el dolor, da
la ilusión pasajera del mejoramiento, pero deja intacto el mal y el peligro de
la muerte. Tiene una porción de escrúpulos, de temores y todas sus objeciones
son dirigidas a retardar el momento del acto operatorio, que sería el acto de su
verdadera curación.
Pretextos intelectuales para la dictadura
Todas
las objeciones que presentan los partidarios de la dictadura giran en torno a
este principal argumento: de la incapacidad de la clase obrera para gobernarse por
sí misma, para sustituir a la burguesía en la administración de la producción,
para mantener el orden sin el gobierno; es decir, le reconocen sólo la capacidad
de elegir representantes y gobernantes.
Naturalmente,
no declaran este concepto con nuestras mismas palabras; antes bien, lo
enmascaran a sí mismos más celosamente que a los otros con razonamientos teóricos
diversos. Pero su preocupación dominante es ésta: que la libertad es peligrosa,
que la autoridad es necesaria para el pueblo, así como los ateos burgueses
dicen que la religión es necesaria para no desviarse del buen camino.
Puede
suceder, en efecto, que la autoridad se haga necesaria, pero no porque sea algo
"natural" y porque no se pueda pasar sin ella, sino por el hecho de
que el pueblo se ha habituado a considerarla indispensable; porque en lugar de
enseñársele a obrar por sí y las formas cómo podría por su propia cuenta
resolver las dificultades, se le mantiene sobre este punto en las tinieblas,
más bien se le oculta la verdad, y para tenerlo más sometido se le muestra todo
fácil; porque se le enseña desde ahora que, apenas sacudido el yugo actual,
deberá crearse inmediatamente un nuevo gobierno que se ocupará de pensar cómo
debe dirigir y atender todo más tarde.
Aquellos
que hablan de la dictadura como de un mal necesario en el primer período de la
revolución -en el cual, por lo contrario, sería necesario un máximo de
libertad-, no advierten que ellos mismos contribuyen a hacerla necesaria con su
propia propaganda.
Muchas
cosas se hacen inevitables a fuerza de creerlas y de quererlas como tales; en
realidad, las creamos nosotros mismos. Así sucede con la dictadura, que los
marxistas están preparando con su propaganda, en lugar de estudiar la
posibilidad de evitar este mal, esta
preventiva amputación de la revolución.
Ellos
no encaran por completo el problema, precisamente porque no tienen bastante fe
en la libertad, porque, al contrario, apoyan toda su fe en la autoridad.
Por
consiguiente, no pueden resolver el problema. Lo resolvemos, sin embargo,
nosotros, los anarquistas, que vemos en la libertad el mejor medio para la
revolución: para hacerla, para vivirla y para continuarla.
El
temor al desorden, al desencadenamiento de las pasiones, al florecimiento de
los egoísmos, a los desahogos de la brutalidad, de la indisciplina y de la negligencia,
etc., fue siempre el pretexto con que se ha justificado toda tiranía y
combatido toda idea de revolución.
¡Es
curioso que algunos socialistas encuentren justamente en este hecho una
justificación de sus ideas dictatoriales! Se desarrolla en sustancia este
concepto: que también la burguesía hizo su revolución imponiendo la dictadura, que
en realidad vivimos bajo la dictadura burguesa, que la burguesía, para hacer la
guerra, acentuó su centralización dictatorial, etc., y que por eso también el
proletariado tiene derecho a hacer lo mismo. Que tenga derecho frente a la
burguesía, es decir, que la burguesía sea la menos autorizada para
escandalizarse ante la idea de una dictadura proletaria, puede ser un argumento
justo; antes bien, agregaríamos nosotros, que la burguesía hace mal en
alarmarse, aun desde su punto de vista, porque peor suerte le reservaría una
revolución verdaderamente libre de toda traba gubernamental. Pero que el
proletariado tenga interés en recurrir a la dictadura, esto es harina de otro
costal.
El
ejemplo de que haya servido a la burguesía no prueba nada; antes bien, prueba
lo contrario. La revolución social no puede tener la misma orientación que la
burguesía; y además, una cosa es revolución y otra la guerra. No todos los
medios que son buenos para la guerra o para una revolución burguesa, son buenos
para una revolución social. La centra1ización autoritaria de la dictadura es un
medio totalmente perjudicial, en cuanto es el más adecuado para transformar una
revolución social en revolución exclusivamente política -en especial al quitar
al pueblo la iniciativa de la expropiación inmediata- vale decir preparar,
desde el punto de vista proletario y humano, el mismo fracaso de las
revoluciones precedentes.
Esas
revoluciones, que sin embargo fueron hechas especialmente por el pueblo, el
cual era también entonces impulsado por un deseo de liberación completa y de
igualdad no solamente política, terminaron en el triunfo de una clase sobre
otras, justamente porque la dictadura llamada revolucionaria preparó e hizo posible
tal triunfo. Si la burguesía la empleó fue precisamente para sofocar la
revolución, porque tenía interés en ello. El proletariado tiene, al contrario, un
interés opuesto, es decir, que la revolución no sea sofocada, sino que realice su curso completo. La dictadura, por lo tanto, iría
contra su interés.
Es
verdad que una dictadura proletaria y revolucionaria podría también trastornar,
arruinar y anular los privilegios actuales de la burguesía; pero ya que, debiendo
ser limitada en sus componentes, sería siempre la dictadura de algunos partidos
o de algunas clases, se vería inclinada no a destruir todo gobierno de partido
y toda división de clases, sino a sustituir el gobierno actual por otro, el
actual dominio de clase por otro de clase también. Y naturalmente, como la
existencia de un gobierno implica la existencia de súbditos, la existencia de
una clase dominante significa la existencia de otras clases dominadas y
explotadas.
Sería
el mismo perro con diferente collar.
Chaleco de
fuerza para la revolución
No
somos profetas ni hijos de profetas y no podemos prever el modo como todo esto
podrá acontecer. Pero reclamamos la atención de los lectores, y en especial de
los socialistas, sobre este hecho: que el proletariado no es una clase única y
homogénea, sino un conjunto de categorías diversas, de algunas especies de subclases,
etc., en medio de la cual hay más o menos privilegiados, más o menos
evolucionados y aun algunos que son, en cierto modo, parásitos de los otros.
Hay
en esa clase minorías y mayorías, divisiones de partido, de intereses, etc. Hoy
todo esto se advierte menos, porque la dominación burguesa obliga un poco a
todos a ser solidarios contra ella; pero el hecho es evidente para quien
estudie de cerca el movimiento obrero y corporativo. Ahora bien, la dictadura
proletaria, que seguramente iría a pasar a manos de las categorías obreras más
desarrolladas, mejor organizadas y armadas, podría dar lugar a la constitución
de la clase dominante futura, a la cual ya le agrada llamarse a sí misma élite
obrera, para daño no solamente de la burguesía, simplemente destronada en las personas
de sus miembros, sino también de las grandes masas menos favorecidas por la
posición en que se encuentran en el momento de la revolución.
Se
constituirá de seguro otra clase dominante –podría más bien llamarse una casta,
muy semejante a la actual casta burocrática gubernamental, a la cual justamente
sustituiría- integrada por todos los actuales funcionarios de los partidos, de
las organizaciones, de los sindicatos, etc. Además, la dictadura tendría también,
junto con el gobierno central, sus órganos, sus empleados, sus ejércitos, sus
magistrados, y éstos, junto con los funcionarios actuales del proletariado, podrían
precisamente constituir la máquina estatal para el dominio futuro, en nombre de
una parte privilegiada del proletariado y aliada a ella. La cual, naturalmente,
cesaría de ser, en los hechos, "proletariado" y se volvería más o
menos (el nombre importa poco) lo que en realidad es hoy la burguesía. Las cosas
podrían ocurrir diversamente en los detalles; podrían también tomar otra
orientación, pero sería parecida a ésta y tendría los mismos inconvenientes.
En
líneas generales, el camino de la dictadura no puede conducir la revolución más
que a una perspectiva de este género, es decir, a lo contrario de la Finalidad
principal del anarquismo, del socialismo y de la revolución social.
Tan
erróneo es decir que se quiere la dictadura para la revolución como que se la
desea para la guerra.
Que
se la quiera para la guerra que la burguesía y el Estado hacen con la piel de
los proletarios, es natural. Se trata de hacer la guerra por la fuerza, de
hacer combatir por la fuerza a la mayoría del pueblo contra sus propios
intereses, contra sus ideas, contra su libertad, y es natural que para obligado
se necesite un verdadero esfuerzo violento, una autoridad coercitiva, y que el
gobierno se arme de todos los poderes en su contra.
Pero
la revolución es otra cosa: es la lucha que el pueblo emprende por su voluntad
(o cuya voluntad es determinada por los hechos) en el sentido de sus intereses,
de sus ideas, de su libertad. Es preciso, por consiguiente, no refrenarlo, sino
dejado libre en sus movimientos; desencadenar con entera libertad sus amores y
sus odios, para que brote el máximo de energía necesaria para vencer la
oposición violenta de los dominadores.
Todo
poder limitador de su libertad, de su espíritu de iniciativa y de su violencia
sería un obstáculo para el triunfo de la revolución; la cual no se pierde nunca
porque se atreva demasiado, sino sólo cuando es tímida y se atreve muy poco.
Los temidos
"excesos revolucionarios"
El
temor al desorden y a sus consecuencias es una superstición infantil, como el
temor a caerse del niño que hace poco aprendió a caminar.
Ninguna
revolución está exenta de desorden, por lo menos en sus comienzos. Aun en las revoluciones
más suaves, más educadas y más burguesas no se pudo evitar; ni se lo evitará en
una revolución social, que sacude completamente y desde su base a la sociedad.
Pero
ciertamente, para que la vida sea posible, es preciso que un orden se
establezca cuanto antes. Pero el problema que se presenta no es el de un nuevo
gobierno, sino el de saber qué es lo más apropiado para restablecer el orden,
cómo se puede establecer un orden mejor: un gobierno más o menos dictatorial o
bien la libre iniciativa popular.
Los
marxistas optan por un gobierno revolucionario; nosotros, al contrario, creemos
que el gobierno, peor aún si es dictatorial, será un elemento más de desorden,
puesto que establecerá un orden artificial y nunca de acuerdo a las tendencias
y a las necesidades de las masas. Estas por el contrario, a través de las
propias instituciones libres podrán bastante mejor y más ordenadamente proceder
por vía directa, desde ellas mismas, a organizarse en forma tal que quede asegurado
el "orden" necesario, es decir, el orden libre y voluntario, no el
artificial y oficial que los gobiernos mandan e imponen desde arriba.
Este
orden en el desorden ha sido visto y admirado en casi todas las revoluciones y
durante los 'períodos de conmociones populares. A menudo se notó, en tales períodos,
una enorme disminución de los fenómenos de delincuencia común. Cuando
desaparecen los esbirros y el gobierno es inexistente, se puede decir que el
pueblo asume por sí mismo la responsabilidad del orden, no por delegación de
terceros, sino directamente, en todo lugar, con los medios y personas de que
localmente dispone. Algunas veces, sin embargo, va también más allá de los
límites, como cuando, en 1848, fusilaba aun a cualquier mísero ladrón inconciente
detenido infraganti.
Este
espíritu de orden del pueblo ha sido advertido por todos los historiadores en
los períodos inmediatamente sucesivos a las insurrecciones, cuando el viejo
gobierno había sido derrumbado y reducido a la impotencia y el nuevo no había
sido creado todavía o era aún demasiado débil. Esto se vio en los meses más
desordenados, que los historiadores burgueses llaman de anarquía, de la
revolución de 1789-93, tanto en la ciudad como en el campo; así también en las
diversas revoluciones europeas de 1848 y después en la Comuna de 1871. El
desorden vino más tarde, con el retorno de un gobierno regular, fuera éste el
viejo o el nuevo. Aunque hayan ocurrido siempre inconvenientes, como es
natural, jamás los hubo en los períodos "anárquicos" de tal magnitud como
aquellos que se han debido deplorar luego con el retorno del "orden"
impuesto por un gobierno cualquiera.
No
hay, por otra parte, que bautizar como excesos revolucionarios, como desórdenes,
ciertos actos de violencia contra la propiedad y las personas, que son verdaderos
y propios episodios de la revolución, inseparables de ésta, por medio de los
cuales y a través de los cuales toda revolución se realiza. La revolución del
89, por ejemplo, es inconcebible sin el ahorcamiento de los acaparadores y de
los causantes del hambre del pueblo, sin el incendio de los castillos, sin las
jornadas de Setiembre, sin los llamados excesos de Marat, de los hebertistas,
etc. Esta especie de desorden es totalmente inevitable antes de alcanzar el
orden nuevo que a nosotros nos importa; es preciso, por lo tanto, dejarle toda
la libertad para manifestarse y para desarrollarse. Bastante más perjudicial sería
querer detenerlo, como sería perjudicial oponer
un dique a un torrente cuyas aguas,
obstaculizadas en su curso natural se verterían en turbión para arruinar los
campos vecinos; mientras que dejándolas proseguir libremente su curso llegarían
antes a la llanura, donde proseguirían su camino hacia el mar, siempre con la
más grande tranquilidad.
El
pueblo ha mostrado esa misma capacidad de orden en todas las revoluciones, aun
en un sentido positivo, es decir como espíritu de organización para la
satisfacción de aquellas múltiples necesidades que aún en tiempos
revolucionarios tienen su imprescindible imperativo categórico. "Es preciso no haber visto nunca en
obra al pueblo laborioso; es preciso haber tenido toda la vida la nariz metida
en los infolios y no conocer nada del pueblo para poder dudar de él; hablad al
contrario, del espíritu de organización de ese gran desconocido que es el
Pueblo a aquellos que 10 vieron en París en los días de las barricadas o en Londres,
durante la gran huelga de los docks de 1887, cuando debía sostener un millón de
hambrientos, y os dirán cuán superior es a todos los burócratas de nuestras
administraciones". (1)
Ni
espontaneísmo ni uniformización
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