Traducido desde “A proposito di uno sciopero,” L'Associazione (Niza) 1, no. 1 (6 de
septiembre [recte octubre] de 1889). Al
castellano: @rebeldealegre. Sólo se publicaron
siete números de este periódico, los tres primeros desde Niza, los
restantes desde Londres.
Un
asunto que correctamente preocupa a los revolucionarios es cómo sucederá la
revolución.
La sociedad establecida no puede
durar, dicen, pero aún así refleja tremendos intereses, está respaldada por un
montón de prejuicios tradicionales, y, por sobre todo, es defendida por una
poderosa organización militar que se desmoronará tan pronto como el hechizo de
la disciplina se rompa, pero mientras tanto es un formidable perro guardián y
medio de represión. ¿Dónde encontraremos la fuerza y la unidad de acción
requeridos para vencer? Los planes y conspiraciones están bien cuando se trata
de montar una acción específica que necesita sólo a un puñado de personas, pero
son generalmente incapaces de determinar una revuelta popular lo suficientemente
amplia como para representar una oportunidad de victoria. Los movimientos
espontáneos son casi siempre demasiado pequeños o demasiado localizados,
erupcionan con demasiado descuido y son muy fácilmente aplacados como para dar
esperanzas de ser tornadas en una sublevación general.
Razonando en esta línea, la conclusión
casi siempre alcanzada es que las mejores ocasiones para intentar una
revolución social las ofrece algún movimiento político montado por la
burguesía, o una guerra.
Aunque estamos siempre listos para
tomar la oportunidad que las guerras o las revueltas políticas puedan
ofrecernos para la expropiación y la revolución social, no creemos que esas
sean las más probables, ni las más deseables de las circunstancias.
Una guerra puede gatillar una
revolución, al menos en el país vencido. Pero la guerra despierta la mala
semilla de los sentimientos patrióticos, inspirando el odio por el país
vencedor, y la revolución que ésta podría hacer nacer — en gran medida
promovida por el deseo de venganza y confrontada con la necesidad de resistir
la invasión — tiene una tendencia a no ir más allá de un lío político. Existe
incluso el peligro de que el pueblo, fastidiado por las depredaciones y
matonajes de los soldados extranjeros, pueda olvidar la lucha contra los
burgueses y fraternizar con estos últimos en una guerra contra el invasor.
Una agitación política carga con el
mismo tipo de peligros, aunque a menor escala; el pueblo acepta alegremente
como amigos a todos los que luchan contra el gobierno, y los socialistas, que
estarían naturalmente intentando tornar el tumulto en una revolución social,
serían acusados de poner la victoria en riesgo y de servir a los intereses del
gobierno.
Tales eventos se están volviendo cada
vez más improbables. La burguesía ha ido habituando de alguna manera a las
revueltas desde la emergencia del partido socialista que amenaza con
arrebatarle la victoria de las manos, y el pueblo, iluminado por la experiencia
y la propaganda, ya no anhela tanto ir al sacrificio por la gloria y el
beneficio de sus amos. Y nuevamente, la burguesía no tiene real intención de
hacer la revolución — ni en los países europeos occidentales ni en las Américas.
En esos países, es la burguesía la que en realidad gobierna. El hecho de que
parte de ella se encuentre en graves aprietos y que enfrente la bancarrota y la
pobreza no depende de las instituciones políticas y no puede ser alterado por
un mero cambio de gobierno. Es, en vez, el resultado del mismo sistema
capitalista al cual la burguesía le debe su existencia. Y, no importa cuán
inevitable e inminente pueda parecer la guerra por mil razones económicas y
políticas, es siempre pospuesta y se hace cada vez menos probable que ocurra a
medida que los avances del socialismo internacional hace a los dominadores
temer sumergirse en la oscuridad que sigue a una gran guerra europea.
De todos modos, las guerras y las
revueltas políticas no dependen de nosotros, y nuestra propaganda, por su misma
naturaleza, tiende a volverlas cada vez más difíciles e improbables. Sería por
lo tanto muy mala táctica de nuestra parte si basáramos nuestros planes y
esperanzas en eventos que no podemos y no deseamos gatillar.
De hecho, creemos que el prejuicio de
esperar por oportunidades que no podemos llevar a cabo nosotros es en gran
parte culpa del tipo de inercia y fatalismo al que algunos de nosotros a veces
sucumbimos. Por supuesto, aquel que no puede hacer nada o piensa que no puede
hacer nada, se inclina a dejar que las cosas tomen su curso y a dejar que el
curso de la naturaleza disponga las cosas. Y ese mismo prejuicio podría muy
bien ser culpa del hecho de que muchos buenos socialistas, cuyo cálido amor por
el pueblo y ardiente espíritu revolucionario no podríamos negar, creen estar
obligados a bajar sus armas y esperar a que algo caiga del cielo. Sin poder
soportar tal ociosidad, se lanzan, sólo por hacer algo, al concurso electoral y
entonces, poco a poco, abandonan la ruta revolucionaria por completo y
descubren que se han convertido, contra sus voluntades, en vulgares políticos.
¡Cuán a menudo lo que parece — y bien puede haber resultado ser — traición ha
comenzado por un entusiasmo e impaciencia que han perdido su camino!
Por suerte hay otras avenidas por las
que la revolución puede suceder, y entre ellas nos parece que la agitación
obrera en la forma de huelga es la más importante.
Las grandes huelgas que han ocurrido
en los años recientes en un número de países europeos iban apuntando a los
revolucionarios en dirección a aquel método abandonado; pero, de todas ellas,
la colosal huelga de los trabajadores portuarios en Londres hace poco tiempo ha
probado ser especialmente instructiva.[1]
*
* *
Estos
son los hechos:
Tras una corta pero ocupada campaña de
propaganda, los trabajadores temporales de los puertos de Londres, que en la
región son unos 50.000, se organizaron en un sindicato y rápidamente comenzaron
la huelga. Los temporales son trabajadores a pedido que se reportan en los
portales de los depósitos cada mañana y, si hay trabajo para ellos, son
empleados por el día o en realidad simplemente por varias horas de corrido. Son
éstos trabajadores pobres que viven en tugurios estrechos y fétidos, alimentándose
o incluso manteniendo su hambre a raya con alimentos de desecho y licores
contaminados, y vistiéndose de harapos. Viviendo el día a día, su trabajo
siempre incierto, expuestos a la competencia de todos los famélicos que llegan
desde todo lugar de Inglaterra y del resto del mundo, habituados a disputar
unos con otros por un poco de trabajo, despreciados por los trabajadores de los
oficios más afortunados, ciertamente satisfacen toda condición necesaria para
ser considerados inapropiados para la organización y para una revuelta
consciente contra los explotadores. Y sin embargo tomó sólo un par de años de
propaganda realizada por un puñado de hombres voluntariosos capaces de
dirigirse a ellos en términos inteligibles para probarles que son bien capaces
de unir fuerzas, pararse rectos, y exigir la atención de todo el mundo
civilizado. Lo que simplemente demuestra que el pueblo está en realidad más
avanzado de lo que algunos creerían, y que una lenta pero persistente
elaboración ya está en camino entre las masas, todo desconocido para los
filósofos, preparándoles para el gran día que alterará la faz de la tierra.
Los huelguistas demandaban seis
peniques la hora (en vez de cinco) por un día de trabajo; y ocho peniques la
hora por trabajo antes de las 8 de la mañana y después de las 6 de la tarde; la
abolición del arreglo mediante el cual el trabajo era subcontratado a
explotadores de segundo nivel quienes, a su vez, subcontrataban a otros; un
mínimo de cuatro horas de trabajo para los contratados, y unos cuantos otros
cambios regulatorios.
La huelga de los trabajadores
temporales había sido escasamente declarada cuando todos los demás sindicatos
asociados a la carga y descarga de los buques — estibadores, portadores del
carbón, lancheros, carreteros, etc. — también detuvieron el trabajo, algunos de
ellos ni siquiera buscando mejorías sino sólo por solidaridad con los
temporales. Rechazaron todo compromiso y toda concesión hasta que los
temporales tuvieran lo que querían.
Llevados por el ejemplo, otros
sindicatos no relacionados con los puertos entablaron simultáneamente sus
propias demandas y se fueron a huelga.
Y Londres, la gran capital de los
monopolios, fue testigo de 180 mil personas en huelga, e impresionantes
protestas de hombres con rostros demacrados, vestidos en harapos, cuyo severo
ceño infundió terror en las almas de la burguesía.
Pero hubo más:
Los trabajadores empleados en las
plantas de gas se ofrecieron para ir a huelga. Londres habría quedado en la
oscuridad al caer la noche y los hogares de los burgueses estarían expuestos a
graves peligros. La misma oferta fue hecho por los conductores de tranvías, los
obreros siderúrgicos, y los carpinteros.
Otras ciudades en Inglaterra sintieron
el impacto del ejemplo dado, y brotaron huelgas más o menos grandes aquí y
allá. En su tierra y en todas partes, el proletariado comprendió que los
trabajadores de Londres luchaban en la causa común, y se inundó de
extraordinaria ayuda proveniente de todos lados.
Los huelguistas habían de ser
admirados por la resolución con que soportaron las más duras privaciones, y por
la fortaleza con que rechazaron toda sugerencia de compromiso, por la
inteligencia que desplegaron al anticipar lo que se necesitaría para la lucha,
y por el espíritu de solidaridad y sacrificio que prevaleció en sus filas.
Se esforzaron por alimentar a una
población, incluidos mujeres y niños, de más de medio millón de personas; de
levantar suscripciones y colectas por toda la ciudad; de seguir el ritmo a una
vasta correspondencia por carta y telegrama; de organizar mítines, protestas, y
charlas; de estar pendientes, poner manos a la obra, y estar alerta en caso que
los patrones timaran a pobres ingleses o extranjeros hacia el esquirolaje; de
monitorear todas las entradas a los puertos para ver si había personas yendo a
trabajar y cuántas. Todo esto, asombrosamente bien hecho por voluntarios no
solicitados.
Hubo un incidente digno de notar: un
buque de carga de hielo arribó y corrió el rumor de que este hielo iba
destinado a los hospitales. Los huelguistas corrieron en tal número a ayudar a
descargarlo sin cuidado alguno de si iban a ser pagados o no por la labor. Los
enfermos — y en especial los pacientes en los hospitales — no debían sufrir por
cuenta de la huelga.
No hay duda; gente como esta merece y
es capaz de velar por sus asuntos por sí misma y, de ser libres, se guiarían en
sus labores por esta preocupación por el bien general — ¡algo completamente
ausente en el sistema burgués de producción!
Esos trabajadores poseían un amplio, a
menudo instintivo, conocimiento de sus derechos y de su utilidad a la sociedad,
y tenían la mentalidad combativa requerida para hacer una revolución; sintieron
un vago anhelo por medidas más radicales que pudiesen terminar con su
sufrimiento de una vez por todas, y borrar de la producción a todos los
patrones e intermediarios que, aunque no producen nada, claman la mayor parte
de lo producido, y hacen del trabajo, que debiese ser una obligación — algo de
qué glorificarse y de lo cual derivar satisfacción — un infierno de dolor y una
marca de inferioridad.
La ciudad estaba en alboroto, las
provisiones se habían agotado en gran medida, muchas fábricas habían sido
cerradas por falta de carbón o de materias primas, y con la incomodidad
creciente, la irritación estaba en alza. En las esquinas, se comenzaba a hablar
de hacer redadas a los distritos más adinerados.
Un estallido de revolución social
soplaba por las calles de la gran ciudad.
Desafortunadamente las masas están aún
impregnadas del principio de autoridad y creen que no pueden y no deben hacer
nada sin órdenes desde arriba. Y así fue que los huelguistas fueron
influenciados por un comité de personas que ciertamente merecen elogios por la
parte que habían jugado en sentar las bases para la huelga o por servicios
previos, pero que llanamente no eran adecuados para la posición a la que habían
sido elevados por las circunstancias. Enfrentados a una situación completamente
nueva que había ido más allá de todo a lo que aspiraban y para lo cual no
tenían corazón, no pudieron lidiar con las responsabilidades incumbentes a
ellos y llevar las cosas adelante, y no tuvieron la modestia y la inteligencia
de hacerse a un lado y dejar que las masas actuaran. Comenzaron por restringir
la huelga con una demostración contra la huelga general, y siguieron por hacer
todo en su poder por mantener la paz y mantener la huelga dentro de los
parámetros de la ley. Después, luego de que el momento de oportunidad había
pasado, y el agotamiento había comenzado a minar el entusiasmo, presionaron por
lo que habían antes rechazado e hicieron un llamado a la huelga general, sólo
para retractarse debido a nuevos temores y presiones.
El alcalde de la ciudad y el alto
clero, que había permanecido impasible, sin importarles en nada el sufrimiento
de los trabajadores, volvieron a la ciudad una vez que vieron que las cosas se
prolongaban demasiado y que el asunto estaba en dificultad y enfrentando el
fracaso. Abrumados como siempre por tiernos sentimientos por la amada buena
gente, se ofrecieron a mediar... Y luego de cinco semanas de heroico esfuerzo,
todo el asunto terminó en un compromiso, tras lo cual los trabajadores
volvieron a trabajar con la promesa de que sus demandas serían satisfechas
desde el 4 de noviembre.
*
* *
Véase
cuán fácil podría suceder una revolución y, ¡ay! cuán fácil la oportunidad se
puede dejar esfumar.
Si solamente en Londres la huelga
general hubiese sido alentada y se le hubiese permitido seguir, la situación se
hubiese tornado muy problemática para la burguesía, y la revolución se le
hubiese ocurrido rápidamente al pueblo como la más simple solución. Fábricas
cerradas; vías férreas, tranvías, buses, carros y cabinas en pausa; los
servicios públicos cortados; los suministros de alimentos suspendidos; las
noches sin luz de gas; cientos de miles de trabajadores en las calles — qué
situación para que un grupo de personas, ¡hubiesen tenido un poco de materia
gris y una pizca de agallas!
Si solo un poco de llana y clara
propaganda en pro de la expropiación violenta se hubiese montado de antemano;
si algunas bandas de valientes se hubiesen dispuesto a tomar y repartir
alimentos, vestimenta, y otros artículos útiles que las bodegas tenían por
montones, o si individuos aislados hubiesen forzado su entrada a los bancos y
otras oficinas de gobierno para prenderles fuego, y otros hubiesen entrado a
los hogares de la alta burguesía y alojado a las esposas e hijos ahí; y si
otros le hubiesen dado su justo merecido a los más avaros burgueses y otros
hubiesen puesto fuera de acción a los líderes de gobierno y a todo aquel que,
en tiempos de crisis, pueda tomar su lugar, a los comandantes de la policía,
los generales y todo el escalón superior del ejército, tomados por sorpresa en
sus dormitorios o mientras salen de sus casas: en resumen, si solamente hubiese
habido unos pocos miles de revolucionarios decididos en Londres, que es tan
inmensa, entonces hoy la vasta metrópolis — y con ella, Inglaterra, Escocia, e
Irlanda — estarían enfrentando una revolución.
Y tales cosas, tan problemáticas y
casi imposibles de sacar adelante — si
son éstas dispuestas y preparadas por algún comité central — se vuelven lo más
fácil del mundo si los revolucionarios, en acuerdo en sus propósitos y métodos,
actúan junto a sus compañeros para empujar las cosas en la dirección que
piensan es mejor cuando la oportunidad aparece, en vez de esperar la opinión u
orden de nadie.
Hay más que suficientes personas de
coraje, de determinación, en cada ciudad y pueblo. Si nada más, la alta tasa de
crímenes lo sugeriría; es a menudo nada más que la erupción intempestuosa de
energías acorraladas que no hallan salida útil en el estado presente de las
cosas. Lo que falta es la propaganda: cuando alguien tiene una imagen clara en
su mente del fin a alcanzar y de los medios que llevan a él, actuará sin
solicitud y con la confianza en que está haciendo bien y no sentirá temor ni
cobarde indecisión.
*
* *
Admitamos
haber cometido errores:
En aquellos días en que las ideas
anarquistas comenzaban a ganar terreno en la Internacional, existían dos
escuelas de pensamiento en cuanto a las huelgas en el proletariado. Algunos,
que no suscribían a ningún ideal amplio de total emancipación y cambio social,
reconocían que la huelga era el mejor medio disponible para que el trabajador
mejorase sus circunstancias y reconocían que esto, más la cooperativa, serían
la última palabra en cuanto al movimiento obrero.
Los otros, los socialistas
autoritarios, entendían y decían llanamente que la huelga era un sinsentido
económico y que no tenía la fuerza para traer mejoría duradera alguna, qué
decir de emancipar al proletariado; pero concedían que era un buen arma de
propaganda y agitación, hacían uso frecuente de él y llamaban a la huelga
general como un medio de hacer que la burguesía por hambre se viera forzada a
rendirse. Lo único era que, en virtud de que eran autoritarios, imaginaban que
una huelga general podía ser organizada con anticipación para romper en una
fecha específica agendada por un comité central, una vez que la mayoría de los
trabajadores se hubiese unido a las filas de la Internacional, y que la
explotación burguesa llegara a un fin de modo mucho más pacífico.
Nosotros los anarquistas, atrapados
entre los prejuicios burgueses de una facción y el utopismo autoritario de la
otra, estábamos tal vez algo impregnados de la antigua mentalidad jacobina que
prestaba poca atención a las acciones de las masas y pensábamos que éstas
serían emancipadas utilizando los mismísimos métodos empleados para
esclavizarlos, y nos apresuramos en criticar la huelga como arma económica y
fallamos en darle su crédito como exponente de rebelión moral. Gradualmente
dejamos al movimiento obrero completo en manos de reaccionarios y moderados.
Nosotros, que pretendemos
involucrarnos en toda insurrección, no importa lo pequeña que sea, nosotros que
nos sentimos avergonzados si, una vez que las barricadas comienzan en algún
lugar, no hacemos todo en nuestro poder por hacer eco de la revuelta o corremos
a llenar las filas, hemos visto a decenas de miles de personas enfrentando sus
escudos contra el capital, hemos visto la lucha agriarse y tomar giros
revolucionarios.... y hemos permanecido impasibles, dejando el campo abierto a
aquella clase de autodenominados revolucionarios que aparecen principalmente
para predicar la limitación y la tranquilidad y para tornar todo en una
oportunidad para lanzar candidatos.
Ya va siendo la hora de volver a
examinarnos. No estamos por cierto renunciando a otros medios de acción a
nuestra disposición o que puedan sentarnos bien — pero por sobre todo, volvamos
a estar entre el pueblo.
Las masas se conducen hacia grandes
demandas por vía de pequeñas peticiones y pequeñas revueltas: mezclémonos con
ellas e incitémoslas a avanzar. En toda Europa, las mentes se inclinan en el
presente a las grandes huelgas de trabajadores agrícolas o industriales,
huelgas que involucran vastas áreas y sindicatos a montones. Bueno, entonces,
encendamos y organicemos tantas huelgas como podamos; asegurémonos que la
huelga se contagie y que, una vez que estalle, se esparza a diez o a cien
oficios distintos en diez o en cien pueblos.
Pero que cada huelga cargue su mensaje
revolucionario: que cada huelga convoque a personas de vigor a que castiguen a
los patrones y, por sobre todo, a que cometan transgresiones contra la
propiedad y que demuestren así a los huelguistas cuánto más fácil es tomar que
pedir.
Una revolución que nazca de una gran
proliferación de huelgas tendría el mérito de encontrar la pregunta ya hecha en
términos económicos y conduciría con mayor seguridad a la emancipación
comprehensiva de la humanidad.
Las tácticas que proponemos nos
llevarán al contacto directo e ininterrumpido con las masas, nos proveerá de un
enclave desde donde importar y esparcir nuestra propaganda por todas partes, y
nos permitirá dar aquellos ejemplos y llevar a cabo aquella propaganda por los hechos, que siempre
predicamos pero que tan rara vez practicamos, no por alguna falta de determinación
o coraje, sino por carencia de oportunidades.
Así que salgamos en busca de tales
oportunidades.
[1] Malatesta se refiere a lo
que ha venido a conocerse como la Gran Huelga Portuaria, que tomó lugar en Londres desde el 14 de agosto al 16 de
septiembre de 1889. Esta es reconocida
generalmente como el comienzo del “nuevo sindicalismo” británico, que difería
del antiguo sindicalismo de oficios por su esfuerzo en lograr una amplia base
de trabajadores no cualificados o semi-cualificados y por su enfoque en la
acción industrial. Hay evidencia de que Malatesta, retornado recientemente
desde Sudamérica, estuvo en Londres en aquel entonces, antes de moverse a Niza
para editar L'Associazione. Por ende
fue testigo directo de la huelga.
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