lunes, 5 de marzo de 2012

Augusto Strindberg - por Rudolf Rocker

 En la primavera de 1879 apareció en el mercado literario de Suecia una novela social titulada La alcoba roja. Su autor, Augusto Strindberg, ya no era entonces una figura desconocida en el mundo de las letras, pero antes no se le había prestado mayor atención. Sólo merced a la obra mencionada su nombre se hizo célebre en su patria y poco después en todos los países cultos de Europa. Existen pocos libros que hayan ejercido, como esta novela social, una influencia tan poderosa y radical sobre los contemporáneos. Su aparición ha sido algo más que un simple acontecimiento literario: fue una actitud valerosa y revolucionaria.


La literatura sueca de aquella época estaba totalmente dominada por un espíritu reaccionario y conservador, era un reflejo fiel de la estancada sociedad de Suecia. Años antes, Ibsen, en Noruega, había declarado la guerra a la sociedad oficial con su drama Los puntales de la sociedad. La obra de Ibsen había hallado también cierta resonancia entre la parte más liberal de la juventud sueca, pero en general esa influencia no fue poderosa. Sólo el libro de Strindberg logró desbaratar el espíritu conservador e implantar una nueva vida en la sociedad de Suecia. Bien pronto se formaron dos partidos que se combatían vehementemente. Entre la juventud de aquel país el libro encontró admiradores apasionados, mas en los viejos círculos conservadores levantaron su voz multitud de adversarios empedernidos. La crítica reaccionaria atacó rudamente a Strindberg, empleando las armas más envenenadas y exigiendo que sus obras fueran boicoteadas.


En este sentido es sintomático el juicio del diario conservador de Estocolmo Aftonbladt, el cual declaró que el autor de La alcoba roja ni siquiera entendía los principios elementales del arte literario. “Todo este mamarracho -decía el periódico- nos hace la impresión de unos muchachos traviesos que jugando en un charco se complacen en salpicar a la gente que pasa por ahí”.


Análogas observaciones aparecieron repetidas veces en la prensa conservadora; pero todo lo que ésta consiguió con sus injurias hiperbólicas, inspiradas en un odio fanático, fue que Strindberg se convirtiera repentinamente en una personalidad famosa en la literatura universal.


La forma literaria elegida por el artista sueco para su novela social fue la naturalista, hecho que provocó la reprobación unánime de los “estetas”; empero, lo que más se censuraba eran las tendencias revolucionarias que el autor desarrollaba en su libro y la manera cómo destruía los prejuicios sociales preconizando la guerra contra las mentiras convencionales.

En realidad, La alcoba roja no era una novela tendenciosa común, como lo pretendía la crítica conservadora; en esa obra se revelaba un talento excepcional y un artista multiforme e ingenioso. Era, en Suecia, el primer libro que arrancaba el velo estético de la realidad brutal y que representaba las formas sociales en su desnudez repugnante; era la obra de un revolucionario, de un destructor que no sentía temor por las consecuencias. Los filisteos de mentalidad estrecha que presentaron a Strindberg como un cínico desvergonzado, un hombre de instintos perversos que se deleitaba en revolcarse en el lodo, pronunciaron, al afirmarlo, su propia sentencia. Jamás el filisteo comprenderá la verdadera grandeza y su simpatía o antipatía será siempre la expresión de sus sentimientos mezquinos y de sus prejuicios estrechos. El estado psicológico de Strindberg al escribir La alcoba roja no era el de un cínico, indudablemente; era el vigoroso estado de ánimo de un joven titán que rompía las cadenas de la tradición con que le hiciera cargar la sociedad oficial; era la lucha contra las mentiras convencionales de la civilización moderna, la batalla de la vida contra el estancamiento y la reacción.


En su novela autobiográfica El hijo de una sirena, describe Strindberg el fogoso estado psicológico que lo dominaba en aquel período. Refiere allí la impresión poderosa que produjo en él Los bandidos de Schiller. Todos los sentimientos e ideas ocultas hallaron bruscamente en él una expresión clara y manifiesta. Los obscuros ensueños del joven Johan (Strindberg) tuvieron de repente una vigorosa exteriorización revolucionaria. “De modo, pues, que había otro hombre y al propio tiempo un poeta famoso, que sentía la misma repugnancia por la educación oficial de nuestras escuelas y universidades; un hombre que hubiera preferido ser un Robinson o un salteador de caminos antes que dejarse inscribir como miembro de ese inmenso ejército que se llama sociedad”. “¿Y éste es Schiller? ¿El mismo Schiller que escribió la historia ridícula de la guerra de los Treinta años y el flojo drama Wallestein?”. Sí, era el mismo. Allí se predicaba la revuelta, la revolución; el alzamiento contra las leyes, contra las costumbres, contra la religión. Era la revolución de 1781, anterior en ocho años a la gran revolución francesa. Y aquel era el programa de los anarquistas de cien años atrás, y Guillermo Marr resultaba nihilista. El drama apareció con un león en la portada y con el lema “In tyrannos” (Contra los tiranos). El poeta, que contaba veintidós años de edad, tuvo que huir. Nadie, pues, podía dudar de la intención de la obra, la cual ostentaba además un segundo lema, de Hipócrates: “Lo que no puede curar la medicina, lo cura el hierro y lo que no puede curar el hierro lo cura el fuego”.


¡Y qué magnífico es el comentario del artista sueco al conocido “Prólogo”, en el cual el dramaturgo alemán trató de justificar ante la sociedad oficial su obra revolucionaria!


“¿Decía Schiller la verdad al escribir su drama y mentía al publicar más tarde su prefacio? En ambos casos dijo la verdad, pues el hombre tiene una existencia doble: a veces aparece como hombre de la naturaleza; otras, como hombre de la sociedad. Parece que Schiller, sentado ante su escritorio, solo, aislado, trabajaba bajo el influjo de ciegos instintos naturales, como ocurre con otros, sobre todo con los poetas jóvenes. Escribió sin tomar en cuenta la opinión de los hombres, sin pensar en el público, en las leyes y en la constitución. Por un instante alzó el velo y conoció en toda su grandeza las mistificaciones de la sociedad. El silencio de la noche, que los poetas jóvenes eligen generalmente para su labor, no les recuerda la vida rumorosa, artificial y complicada de afuera; la oscuridad cubre los edificios de piedra, detrás de los cuales duermen las bestias humanas. Pero luego llega la aurora, el día luminoso, el ruido de la calle, la gente, los amigos, la policía, el repiqueteo de las campanas y el profeta empieza a temblar ante sus propias ideas. La opinión pública levanta su voz, claman los diarios, los amigos desaparecen y el temor a la soledad penetra en el alma del rebelde que se insurreccionara -le dice ésta- vete a la selva. Si eres un animal que no se puede amoldar a nuestras formas, o un salvaje, te enviaremos a una sociedad inferior que convenga para ti”. Y la sociedad tiene razón desde su punto de vista, y desgraciadamente le dan la razón; pero la posteridad enaltecerá al revolucionario, al único, que aspirara a implantar nuevas formas de la sociedad; al rebelde le dan la razón mucho tiempo después de su muerte.


Este era el estado psicológico que dio origen a la novela de Strindberg. Era el grito rebelde del individuo humillado y ofendido, la declaración de guerra contra la sociedad convencional con sus instituciones odiosas que sujetan el “yo” del hombre a la esclavitud tradicional. Strindberg no perdona a nadie. Arranca el último trapo de la sociedad burguesa, mostrando sus heridas sangrientas, su fealdad brutal, sus crímenes horrendos. Se siente que en sus venas corre sangre de obrero, porque el “hijo de una sirvienta” defiende en términos calurosos los derechos y los intereses del proletariado contra la tiranía de las clases ricas. Condena vehementemente el sistema de explotación de la burguesía y su influencia esclavizadota en todas las ramas de la vida social. Señala la venalidad de la prensa, de la literatura y del arte y la ironía despiadada de sus palabras contribuyente a que sus acusaciones resulten más pesadas y terribles. Strindberg no conoce límites para sus acusaciones. A este respecto es muy característica la escena en que el periodista Struve solicita la ayuda de su contrincante Falk. Struve dice:


– “No me gusta hablar de mi desgracia”. – “Entonces habla de tus crímenes” -contesta Falk-. – “Yo no he cometido ningún crimen”. – “¡Si, los has cometido y grandes!”. Has colocado tu mano pesada sobre los oprimidos, has pisoteado a los heridos y te has burlado de los miserables. “¿Ya no recuerdas la última huelga, en la que te pusiste del lado de la fuerza bruta?”. – “¡Del lado de la ley, hermano mío!”. – “¡Ah, la ley! ¿Y quién ha escrito la ley para los pobres, tonto? ¡Los ricos! Es decir el señor para el esclavo”. – “No, la ley ha sido hecha por el pueblo, por el sentimiento general de justicia. ¡Dios mismo ha escrito la ley!”. – “Oye, cuando hablas conmigo puedes dejar a un lados tus frases bonitas. ¿Quién ha escrito la ley de 1734? El señor Kronstedt. ¿Quién hizo la ley sobre los castigos corporales? El mayor Sabelmann; era un proyecto suyo y sus amigos, que formaban la mayoría, votaron por él y no el pueblo ni el sentimiento general de justicia. ¿Quién redactó la ley de los accionistas? El juez Svindel Gren. ¿Quién compuso el nuevo reglamento parlamentario? El asesor Valonius. ¿Quién implantó la ley de la defensa legítima, es decir de la defensa de los ricos contra las exigencias legítimas de los pobres? Los grandes capitalistas, los fabricantes y los mercaderes. ¡No me vengas con tus frases! ¿Quién ha escrito la nueva ley sobre la herencia? Unos criminales. ¿Quién hizo la ley de bosques? Unos ladrones. ¿Quién impuso la ley de los billetes de banco para los bancos privados? Unos estafadores. Y tú vienes a contarme que Dios las ha escrito. ¡Pobre Dios!”.


Es de imaginarse cómo la sociedad conservadora de Suecia reprobó una obra que estorbaba de un modo tan desagradable la calma de las clases ricas y los delicados sentimientos estéticos de la vieja orientación literaria. Hasta la última década del siglo pasado la alta sociedad considerada una falta grave leer un libro del gran escritor sueco y la mayor parte de las bibliotecas populares no han tenido el valor de acoger sus obras.
En los trabajos sucesivos del período inmediato se manifiestan también los anhelos revolucionarios de Strindberg. Su obra El matrimonio hasta provocó una acusación contra él “por injurias a las ceremonias religiosas”, pero su brillante discurso de defensa no sólo echó abajo la acusación, sino que lo convirtió en el hombre más popular de Suecia.


Uno de los problemas más importantes de que trataba la literatura escandinava era la emancipación de la mujer. Ibsen y Bjoernson habían planteado este tópico con una energía inquebrantable y con el tiempo se desarrolló entre los elementos radicales de la juventud escandinava un verdadero culto de la mujer de la cual participaba también Strindberg.


En su novela La alcoba roja define en términos claros los derechos de aquélla y en El matrimonio celebra el amor como la fuerza natural y eterna que renueva la vida; defiende los derechos de la mujer sobre su propio cuerpo, exigiendo la igualdad social para ambos sexos.
Pero fue precisamente en este sentido que Strindberg mudó de opinión en la forma más radical. Su novela autobiográfica Confesiones de un necio demuestra cuánto han influido la experiencia y los suecos de carácter personal en el cambio tan absoluto de sus ideas. El antiguo defensor de la emancipación de la mujer se transformó repentinamente en acérrimo enemigo del sexo femenino. La mayor parte de las obras posteriores del artista sueco se refieren al oscuro problema de la lucha cruel y recíproca entre ambos sexos. En la segunda parte de El matrimonio, en la pieza Camaradas y en la ya mencionada novela Confesiones de un necio, en los dramas Padre, Señorita Julia y en algunos otros trabajos ese problema ocupa un lugar preferente. Para Strindberg, la mujer representa la encarnación terrible de esas fuerzas diabólicas que destruyen el equilibrio interior del hombre y anulan su personalidad. La mujer es el abismo que absorbe el carácter humano, la potencia creadora del hombre. La lucha que sostiene entre sí las diversas razas y naciones no es más que un juguete en comparación con esa tragedia sangrienta que sin cesar se repite en la misma forma arcaica entre ambos sexos. Hombre y mujer son, recíprocamente, enemigos a muerte y el amor es el fenómeno más cruel, más egoísta y brutal en la vida de los hombres.


En esta ocasión conviene no olvidar el papel que ha desempeñado la emancipación de la mujer en las obras de los modernos escritores escandinavos. Bjoernsterne Bjoernson e Ibsen fueron los pioneers de ese movimiento y durante algún tiempo esta cuestión predominó casi totalmente en el arte: de ese país. Strindberg ha sido el primer opositor: su pieza Padre fue una replica a la Nora de Ibsen y aun cuando la tesis que sostiene allí es muy parcial, nadie osará negar que se trata de un exclusivismo genial. En Padre, el autor presenta al hombre una delicadeza y una sinceridad naturales y a causa de eso jamás logrará conocer las intrigas de la mujer. El hombre puede dominar por medio de la fuerza bruta, pero la mujer domina valiéndose del engaño, de la hipocresía y de la mentira. En el matrimonio el hombre resulta siempre engañado, el tonto. Podrá poseer las aptitudes intelectuales más asombrosas, podrá ser un genio, pero tan pronto como se coloca en la atmósfera de la mujer se convierte en un niño, en un pobre de espíritu, en un imbécil. El amor no es en realidad sino un recurso para atrapar al hombre y el amor maternal resulta una maldición para el hijo. Padre es sin duda la mejor tragedia, la más profunda que haya escrito Strindberg. Esta pieza abre bruscamente un principio ante nuestros ojos: es el grito desesperado de un alma torturada que sangra por millares de heridas y que siente que está perdida. La impresión que produce la obra es de una fuerza artística extraordinaria. Se podrá no estar de acuerdo con las tendencias que Strindberg desenvuelve en esa tragedia, pero es indudable que su obra ha sido un excelente remedio para el culto exagerado de los emancipadores de la mujer. También en Señorita Julia el vigor dramático del artista sueco alcanza un grado máximo.


A fines del penúltimo decenio del siglo pasado Strindberg llegó a conocer a Federico Nietzsche. Este conocimiento ejerció una influencia poderosa sobre su evolución intelectual. La doctrina del superhombre lo dejó encantado: veía por fin el camino que buscara durante tanto tiempo sin lograr dar con él. Algunas de sus obras posteriores, como Chandala y Frente al mar abierto, constituyen la expresión de ese conocimiento. El socialista se convierte en individualista extremo, combate a la democracia, que es según él la tiranía de la multitud ignorante, la victoria de la mediocridad y de las aspiraciones pequeñas. No son las masas que sufren sino la aristocracia intelectual, las personalidades aisladas, las que sienten todo el significado trágico de la existencia humana en una sociedad que no posee profundidad espiritual alguna.


Pero la teoría del superhombre no fue tampoco capaz de impresionar para siempre el carácter de Fausto del escritor sueco. Las melodías embriagadoras de Zarathustra se extinguieron poco a poco y el alma del artista volvió a quedar en la soledad. Entonces Strindberg buscó consuelo y satisfacción en el jardín encantado del misticismo, que ha atraído en los últimos decenios a muchos de aquellos que antes se habían destacado en el campo del naturalismo. En esta nueva fase de su vida Strindberg demostró también la misma parcialidad extrema, que ha sido uno de los rasgos característicos de la idiosincrasia. Durante algún tiempo hasta llegó a extraviarse en el oscuro caos de las fantasías espiritistas. Una colección de pequeñas narraciones forma su producción correspondiente a ese período, el cual lo llevó, finalmente, al catolicismo. Él mismo ha descrito en su obra autobiográfica Infierno la trayectoria de esa evolución original y en el drama A Damasco vemos al “hijo descarriado” buscar consuelo y amparo en la “gran Madre Iglesia”.


Este proceso extraordinario ha sido incomprensible para muchas personas, cuando en realidad resulta harto comprensible. Es el caso del artista que busca la armonía interior, la primera conexión con un grandioso período creador en el arte, y que no puede encontrarla en el tremendo caos de las aspiraciones, deseos y necesidades individuales que dividen hoy nuestra vida colectiva. Es evidente que el catolicismo de Strindberg no era el catolicismo de la Iglesia. Sería un error profundo pensar que las nuevas tendencias religiosas que aparecieron últimamente representan un síntoma de que vivimos en un período de regreso espiritual. No; se trata de nuevas aspiraciones del alma humana, de nuevos caminos creados por la nostalgia de lo eterno. Ellos no conducen al pasado: aspiran a encontrar la santidad del porvenir. Lo que buscaba Strindberg era la unidad, la gran armonía interior. Ante sus ojos espirituales se levantaba la época misteriosa de los dos enigmáticos siglos del misticismo cristiano de la Edad Media. Lo desconocido y lo maravilloso atraían su pensamiento y su corazón; aun no concebía entonces que la institución dominadora de la Iglesia no tenía ninguna vinculación íntima con las aspiraciones místicas de esa época. Por eso la Iglesia papal no ha podido tampoco aferrarlo a sí y bien pronto la abandonó para buscar nuevos derroteros, para calmar su nostalgia interior.


En 1900 Strindberg volvió a publicar una novela social, Las moradas góticas, en la cual describe a la sociedad tal como él la veía en las postrimerías del siglo XIX. Dicho libro pertenece indudablemente a las mejores obras de esa época. En él ofrece Strindberg un cuadro de los movimientos espirituales de nuestros tiempos, así como de las instituciones políticas, económicas y sociales de los hombres. Mostrando la lucha entre las distintas tendencias, llega a la conclusión de que en el fondo existe una sola cuestión: ¿quién debe dominar en el nuevo siglo, la bestia o el hombre? El punto de vista zoológico, dice, que tanta influencia ejerciera en la literatura moderna durante algún tiempo, ha quebrado espiritualmente; se ha iniciado un nuevo período, el período del alma. Hasta ahora sólo veíamos las exterioridades de los acontecimientos y por ello hemos olvidado el inmenso y eterno enigma de la psiquis humana.


Strindberg ha sido el gran buscador en el caos de nuestra época destructora. Muchas veces cambiaron las ideas del gran artista sueco, pero esa mudanza obedecía siempre a un doloroso proceso de su vida. Fue uno de los artistas más honestos y sinceros de nuestro tiempo. Con excepción de Tolstoi, ningún escritor moderno se atrevió a hablar a sus contemporáneos con tanta franqueza como lo hiciera él. Ha sido Strindberg una de las figuras más características entre los artistas coetáneos; su alma estaba plena de nostalgia y de inquietud. Veía las sombras de una grandeza que se aproximaba y en su alma se reflejaba el templo de las generaciones venideras. Pero no podía alcanzar la orilla opuesta; vislumbraba el porvenir como un espejismo en el desierto; y murió en el desierto, pero su mirada agonizante hubo de saludar aún el país sagrado que buscara siempre sin haberlo encontrado jamás.





Extraído del libro : “Artistas y rebeldes” de Rudolf Rocker  http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l187.pdf

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