domingo, 26 de agosto de 2012

La Lucha de clases según Bakunin


INEVITABILIDAD DE LA LUCHA DE CLASES EN LA SOCIEDAD
Ciudadanos y esclavos: tal era el antagonismo existente en el mundo antiguo y en los Estados esclavistas del Nuevo Mundo. Ciudadanos y esclavos, es decir, obreros a la fuerza, esclavos no de derecho, pero sí de hecho; tal es el antagonismo del mundo moderno. Y al igual que los Estados antiguos sucumbieron por la esclavitud, así perecerán también los Estados modernos a manos del proletariado. 

Las diferencias de clase son reales a pesar de la falta de delimitaciones claras. En vano intentaríamos consolarnos pensando que este antagonismo es ficticio y no real, o que resulta imposible trazar una línea clara de demarcación entre las clases poseedoras y las desposeídas, ya que ambas se mezclan a través de muchos matices intermedios e imperceptibles. Tampoco existen tales líneas de delimitación en el mundo natural; por ejemplo, es imposible mostrar en la serie ascendente de los seres el punto exacto donde termina el reino de las plantas y comienza el reino animal, donde cesa la bestialidad y comienza la humanidad. Sin embargo, existe una diferencia muy real entre una planta y un animal, y entre un animal y el hombre. 

Lo mismo acontece en la sociedad humana: a pesar de los vínculos intermedios que hacen imperceptibles la transición de una situación política y social a otra, la diferencia entre las clases es muy marcada, y todos pueden distinguir a la aristocracia de sangre azul de la aristocracia financiera, a la alta burguesía de la pequeña burguesía, o a esta última del proletariado fabril y urbano —lo mismo que podemos distinguir al terrateniente, al rentier, del campesino que trabaja su propia tierra, y al granjero del proletario rústico común (la mano de obra agrícola a sueldo). 

La diferencia básica entre las clases. Todos esos diferentes grupos políticos y sociales pueden reducirse ahora a dos categorías principales, diametralmente opuestas y naturalmente hostiles entre sí: las clases privilegiadas, que comprenden a todos los privilegiados en cuanto a posesión de tierra, capital, o incluso sólo de educación burguesa, y las clases trabajadoras, desheredadas en cuanto a la tierra y al capital, y privadas de toda educación e instrucción. 

La lucha de clases en la sociedad existente no admite conciliación. El antagonismo existente entre el mundo burgués y el de los trabajadores asume un carácter cada vez más pronunciado. Todo hombre sensato —cuyos sentimientos e imaginación no estén distorsionados por la influencia, a menudo inconsciente, de sofismas tópicos— debe comprender que es imposible cualquier reconciliación entre ambos mundos. Los trabajadores quieren igualdad, y la burguesía quiere mantener la desigualdad. Obviamente, una cosa destruye a la otra. En consecuencia, la gran mayoría de los capitalistas burgueses y los propietarios con valor para confesar abiertamente sus deseos manifiestan con la misma franqueza el espanto que les inspira el actual movimiento laboral. Son enemigos resueltos y sinceros; los conocemos, y bien está que así sea.

Indudablemente, no puede haber reconciliación entre el proletariado, irritado y hambriento, movido por pasiones social-revolucionarias y obstinadamente determinado a crear otro mundo sobre los principios de verdad, justicia, libertad, igualdad y fraternidad humana (principios tolerados en la sociedad respetable sólo como tema inocente de ejercicios retóricos), y el mundo ilustrado y educado de las clases privilegiadas que defienden con desesperado vigor el régimen político, jurídico, metafísico, teológico y militar como última fortaleza en la custodia del precioso privilegio de la explotación económica. Entre esos dos mundos, entre el sencillo pueblo trabajador y la sociedad educada (que combina en sí misma, como sabemos, todas las excelencias, bellezas y virtudes) no hay reconciliación posible. 

La lucha de clases en términos de progreso y reacción. Sólo han persistido dos fuerzas reales hasta el presente: el partido del pasado, de la reacción, que comprende a todas las clases poseedoras y privilegiadas y que ahora busca refugio, a menudo expresamente, bajo la bandera de la dictadura militar o la autoridad del Estado; y el partido del futuro, el partido de la emancipación humana integral, el partido del Socialismo Revolucionario, del proletariado. 

Hemos de ser sofistas o completamente ciegos para negar la existencia del abismo que separa actualmente a ambas clases. Como acontecía en el mundo antiguo, nuestra civilización moderna —regida por una minoría relativamente limitada de ciudadanos privilegiados— tiene como base el trabajo forzado (forzado por el hambre) de la gran mayoría de la población, condenada inevitablemente a la ignorancia y la brutalidad... 

El comercio libre no es solución. En vano podemos decir con los economistas que el mejoramiento de la situación económica de las clases trabajadoras depende del progreso general de la industria y el comercio en todos los países y de su completa emancipación de la tutela y la protección estatal. La libertad de industria y comercio es, por supuesto, una gran cosa, y constituye uno de los fundamentos básicos para la unión internacional futura de todos los pueblos del mundo. Siendo amigos de la libertad a cualquier precio, y de todas las libertades, debiéramos ser igualmente amigos de tales libertades. Pero hemos de reconocer, por otra parte, que mientras exista el Estado actual, mientras el trabajo siga siendo siervo de la propiedad y el capital, esta libertad, al enriquecer a una sección muy pequeña de la burguesía a expensas de la gran mayoría de la población, producirá un buen resultado: debilitará y desmoralizará más completamente al pequeño número de personas privilegiadas, e incrementará la pobreza, el resentimiento y la justa indignación de las masas trabajadoras, acercando así la hora de la destrucción de los Estados. 

El capitalismo del libre comercio es un suelo fértil para el crecimiento de la pobreza. Inglaterra, Bélgica, Francia y Alemania son sin duda los países europeos donde el comercio y la industria disfrutan de una mayor libertad relativa y han alcanzado el nivel más alto de desarrollo. Por lo mismo, son precisamente los países donde la pobreza se siente de modo más cruel, y donde parece haberse ensanchado en una medida desconocida para los demás países la distancia que separa a los capitalistas y propietarios de las clases trabajadoras. 

El trabajo de las clases privilegiadas. De este modo, nos vemos llevados a reconocer como regla general que en el mundo moderno —aunque no sea en la misma medida que en el mundo antiguo— la civilización de un pequeño número se basa todavía sobre el trabajo forzado y el barbarismo relativo de la gran mayoría. Sin embargo, sería injusto decir que esta clase privilegiada es totalmente ajena al trabajo. Por el contrario, en nuestros días muchos de sus miembros trabajan a fondo. El número de personas absolutamente ociosas decrece perceptiblemente, y el trabajo está empezando a provocar respeto en esos círculos; porque los miembros más afortunados de la sociedad están empezando a comprender que para mantenerse en el alto nivel de la civilización actual, para ser capaces al menos de disfrutar de sus privilegios y conservarlos, es preciso trabajar mucho. 

Pero existe una diferencia entre el trabajo de las clases acomodadas y el de los obreros: el primero, al estar pagado en una medida proporcionalmente muy superior al segundo, proporciona ocio a las personas privilegiadas, y el ocio constituye la condición suprema de todo desarrollo humano, intelectual y moral — una condición jamás disfrutada hasta ahora por las clases trabajadoras—. Además, el trabajo de las personas privilegiadas es casi exclusivamente de tipo nervioso, es decir, de imaginación, memoria y pensamiento, mientras que el trabajo de los millones de proletarios es de tipo muscular; a menudo, como acontece en el trabajo fabril, no desarrolla todo el sistema humano, sino sólo una parte en detrimento de todas las demás, y por lo general se verifica bajo condiciones dañinas para la salud corporal y opuestas a su desarrollo armonioso. 

En este sentido, el trabajador de la tierra es mucho más afortunado: libre del efecto viciante del aire mal ventilado y a menudo emponzoñado de las fábricas y talleres, y libre del efecto deformante de un desarrollo anormal en algunas de sus potencias a expensas de las otras, su naturaleza se mantiene más vigorosa y completa. Pero, a cambio, su inteligencia es casi siempre más fija, indolente y  mucho menos desarrollada que la del proletariado fabril y urbano. 

Recompensas respectivas en ambos tipos de trabajo. Los artesanos, los obreros fabriles y los trabajadores de granjas forman una sola categoría, la del trabajo muscular, que se opone a los representantes privilegiados del trabajo nervioso. ¿Cuál es la consecuencia de esta división real que constituye la base misma de la situación presente, tanto política como social? 

A los representantes privilegiados del trabajo nervioso —que, incidentalmente, están llamados en la actual organización de la sociedad a desempeñar este tipo de trabajo sólo porque nacieron en una clase privilegiada, y no por ser más inteligentes— corresponden todos los beneficios, pero también todas las corrupciones de la civilización existente. Hacia ellos fluyen la riqueza, el lujo, la comodidad, el bienestar, las alegrías familiares, y el disfrute exclusivo de la libertad política, junto con el poder para explotar el trabajo de millones de obreros y gobernarlos a voluntad en aras del propio interés; es decir, todas las creaciones, todos los refinamientos de la imaginación y el pensamiento... que les proporcionan el poder necesario para hacerse hombres completos —y todos los venenos de una humanidad pervertida por el privilegio. 

¿Y qué queda para los representantes del trabajo muscular, para los incontables millones de proletarios, o incluso pequeños propietarios rurales? Una inevitable pobreza, donde faltan incluso las alegrías de la vida familiar (porque la familia se convierte pronto en una losa para el pobre), ignorancia, barbarie y casi podríamos decir una forzada bestialidad, con el «consuelo» de servir como pedestal para la civilización, para la libertad y para la corrupción de una pequeña minoría. Pero, a cambio, los trabajadores han preservado la frescura de mente y corazón. Fortalecidos en lo moral por el trabajo, aunque les haya sido impuesto, han conservado un sentido de la justicia mucho más alto que el de los juristas instruidos y los códigos legales. Viviendo una vida de miseria, abrigan un cálido sentimiento de compasión para todos los desdichados; han preservado su sensatez sin corromperla con los sofismas de una ciencia doctrinaria o las falsedades de la política; y puesto que no han abusado de la vida, puesto que ni siquiera la han usado, han mantenido su fe en ella. 

El cambio de situación producido por la gran revolución francesa. Pero, se nos dice, este contraste o abismo entre la minoría privilegiada y el gran número de desheredados ha existido siempre y sigue existiendo. Entonces, ¿qué tipo de cambio se produjo? El cambio consiste en que antes este abismo estaba envuelto en una densa niebla religiosa y oculto así a las masas del pueblo; desde que la Gran Revolución comenzó a despejar esta niebla, las masas se han hecho conscientes de la distancia, y empiezan a preguntarse por el motivo de su existencia. El significado de tal cambio es inmenso. 

Desde que la Revolución trajo a las masas su Evangelio —no el místico, sino el racional; no el celestial, sino el terrenal; no el divino, sino el humano, el Evangelio de los Derechos del Hombre—, desde que proclamó que todos los hombres son iguales, que todos los hombres tienen derecho a la libertad y a la igualdad, las masas de todos los países europeos y de todo el mundo civilizado, tras despertar gradualmente del sopor que les había mantenido en la servidumbre desde que el cristianismo los drogara con su opio, empezaron a preguntarse si no tenían ellas también derecho a la libertad, la igualdad y la humanidad. 

El socialismo es la consecuencia lógica de la dinámica de la Revolución Francesa. Tan pronto como se planteó esta cuestión, guiado por su admirable sensatez y por sus instintos, el pueblo comprendió que la primera condición de su emancipación real, o de su humanización, era un cambio radical en la situación económica. La cuestión del pan cotidiano era para ellos simplemente la primera cuestión porque, como había observado hace mucho tiempo Aristóteles, el hombre debe ser liberado de las preocupaciones de la vida material para poder pensar, para poder sentirse libre, para llegar a ser hombre. En cierto modo, los burgueses que vociferan tanto en sus ataques contra el materialismo del pueblo y le predican las abstinencias del idealismo, lo saben muy bien, pues lo predican solo de palabra, y no con el ejemplo. 

La segunda cuestión para el pueblo era el ocio tras el trabajo, condición indispensable para la humanidad. Pero el pan y el ocio nunca podrán obtenerse sin una transformación radical de la organización presente de la sociedad, y esto explica por qué la Revolución, empujada exclusivamente por las consecuencias de su propio principio, dio origen al Socialismo.

 Extraído del compilado de Maximoff. Lo que está escrito en negrilla corresponden al Compilador (Maximoff) todo el resto a Mijaíl Bakunin http://www.theyliewedie.org/ressources/biblio/es/Bakunin_Mijail_-_Escritos_de_Filosofia_Politica_I.html



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