Las diferencias de clase son reales a pesar de la falta de delimitaciones claras. En vano intentaríamos consolarnos pensando que este antagonismo es ficticio y no real, o que resulta imposible trazar una
línea clara de demarcación entre las clases poseedoras y las
desposeídas, ya que ambas se mezclan a través de muchos matices
intermedios e imperceptibles. Tampoco existen tales líneas de
delimitación en el mundo natural; por ejemplo, es imposible mostrar en
la serie ascendente de los seres el punto exacto donde termina el reino
de las plantas y comienza el reino animal, donde cesa la bestialidad y
comienza la humanidad. Sin embargo, existe una diferencia muy real entre
una planta y un animal, y entre un animal y el hombre.
Lo mismo acontece en
la sociedad humana: a pesar de los vínculos intermedios que hacen
imperceptibles la transición de una situación política y social a otra,
la diferencia entre las clases es muy marcada, y todos pueden distinguir
a la aristocracia de sangre azul de la aristocracia financiera, a la
alta burguesía de la pequeña burguesía, o a esta última del proletariado
fabril y urbano —lo mismo que podemos distinguir al terrateniente, al rentier, del campesino que trabaja su propia tierra, y al granjero del proletario rústico común (la mano de obra agrícola a sueldo).
La diferencia básica entre las clases. Todos
esos diferentes grupos políticos y sociales pueden reducirse ahora a
dos categorías principales, diametralmente opuestas y naturalmente
hostiles entre sí: las clases privilegiadas, que comprenden a todos los privilegiados en cuanto a posesión de tierra,
capital, o incluso sólo de educación burguesa, y las clases trabajadoras, desheredadas en cuanto a la tierra y al capital, y privadas de toda educación e instrucción.
La lucha de clases en la sociedad existente no admite conciliación. El
antagonismo existente entre el mundo burgués y el de los trabajadores
asume un carácter cada vez más pronunciado. Todo hombre sensato —cuyos
sentimientos e imaginación no estén distorsionados por la influencia, a
menudo inconsciente, de sofismas tópicos— debe comprender que es
imposible cualquier reconciliación entre ambos mundos. Los trabajadores
quieren igualdad, y la burguesía quiere mantener la desigualdad.
Obviamente, una cosa destruye a la otra. En consecuencia, la gran
mayoría de los capitalistas burgueses y los propietarios con valor para
confesar abiertamente sus deseos manifiestan con la misma franqueza el
espanto que les inspira el actual movimiento laboral. Son enemigos
resueltos y sinceros; los conocemos, y bien está que así sea.
Indudablemente, no
puede haber reconciliación entre el proletariado, irritado y hambriento,
movido por pasiones social-revolucionarias y obstinadamente determinado
a crear otro mundo sobre los principios de verdad, justicia, libertad,
igualdad y fraternidad humana (principios tolerados en la sociedad
respetable sólo como tema inocente de ejercicios retóricos), y el mundo
ilustrado y educado de las clases privilegiadas que defienden con
desesperado vigor el régimen político, jurídico, metafísico, teológico y
militar como última fortaleza en la custodia del precioso privilegio de
la explotación económica. Entre esos dos mundos, entre el sencillo
pueblo trabajador y la sociedad educada (que combina en sí misma, como
sabemos, todas las excelencias, bellezas y virtudes) no hay
reconciliación posible.
La lucha de clases en términos de progreso y reacción. Sólo
han persistido dos fuerzas reales hasta el presente: el partido del
pasado, de la reacción, que comprende a todas las clases poseedoras y
privilegiadas y que ahora busca refugio, a menudo expresamente, bajo la
bandera de la dictadura militar o la autoridad del Estado; y el partido del futuro, el partido de la emancipación humana integral, el
partido del Socialismo Revolucionario, del proletariado.
Hemos de ser sofistas
o completamente ciegos para negar la existencia del abismo que separa
actualmente a ambas clases. Como acontecía en el mundo antiguo, nuestra
civilización moderna —regida por una minoría relativamente limitada de
ciudadanos privilegiados— tiene como base el trabajo forzado (forzado
por el hambre) de la gran mayoría de la población, condenada
inevitablemente a la ignorancia y la brutalidad...
El comercio libre no es solución. En
vano podemos decir con los economistas que el mejoramiento de la
situación económica de las clases trabajadoras depende del progreso
general de la industria y el comercio en todos los países y de su
completa emancipación de la tutela y la protección estatal. La libertad
de industria y comercio es, por supuesto, una gran cosa, y constituye
uno de los fundamentos básicos para la unión internacional futura de
todos los pueblos del mundo. Siendo amigos de la libertad a cualquier
precio, y de todas las libertades, debiéramos ser igualmente amigos de
tales libertades. Pero hemos de reconocer, por otra parte, que mientras
exista el Estado actual, mientras el trabajo siga siendo siervo de la
propiedad y el capital, esta libertad, al enriquecer a una
sección muy pequeña de la burguesía a expensas de la gran mayoría de la
población, producirá un buen resultado: debilitará y desmoralizará más
completamente al pequeño número de personas privilegiadas, e
incrementará la pobreza, el resentimiento y la justa indignación de las
masas trabajadoras, acercando así la hora de la destrucción de los
Estados.
El capitalismo del libre comercio es un suelo fértil para el crecimiento de la pobreza. Inglaterra,
Bélgica, Francia y Alemania son sin duda los países europeos donde el
comercio y la industria disfrutan de una mayor libertad relativa y han
alcanzado el nivel más alto de desarrollo. Por lo mismo, son
precisamente los países donde la pobreza se siente de modo más cruel, y
donde parece haberse ensanchado en una medida desconocida para los demás
países la distancia que separa a los capitalistas y propietarios
de las clases trabajadoras.
El trabajo de las clases privilegiadas. De
este modo, nos vemos llevados a reconocer como regla general que en el
mundo moderno —aunque no sea en la misma medida que en el mundo antiguo—
la civilización de un pequeño número se basa todavía sobre el trabajo
forzado y el barbarismo relativo de la gran mayoría. Sin embargo, sería
injusto decir que esta clase privilegiada es totalmente ajena al
trabajo. Por el contrario, en nuestros días muchos de sus miembros
trabajan a fondo. El número de personas absolutamente ociosas decrece
perceptiblemente, y el trabajo está empezando a provocar respeto en esos
círculos; porque los miembros más afortunados de la sociedad están
empezando a comprender que para mantenerse en el alto nivel de la
civilización actual, para ser capaces al menos de disfrutar de sus
privilegios y conservarlos, es preciso trabajar mucho.
Pero existe una
diferencia entre el trabajo de las clases acomodadas y el de los
obreros: el primero, al estar pagado en una medida proporcionalmente muy
superior al segundo, proporciona ocio a las personas privilegiadas, y
el ocio constituye la condición suprema de todo desarrollo humano,
intelectual y moral — una condición jamás disfrutada hasta ahora por las
clases trabajadoras—. Además, el trabajo de las personas privilegiadas
es casi exclusivamente de tipo nervioso, es decir, de imaginación,
memoria y pensamiento, mientras que el trabajo de los millones de
proletarios es de tipo muscular; a menudo, como acontece en el
trabajo fabril, no desarrolla todo el sistema humano, sino sólo una
parte en detrimento de todas las demás, y por lo general se verifica
bajo condiciones dañinas para la salud corporal y opuestas a su
desarrollo armonioso.
En este sentido, el
trabajador de la tierra es mucho más afortunado: libre del efecto
viciante del aire mal ventilado y a menudo emponzoñado de las fábricas y
talleres, y libre del efecto deformante de un desarrollo anormal en
algunas de sus potencias a expensas de las otras, su naturaleza se
mantiene más vigorosa y completa. Pero, a cambio, su inteligencia es
casi siempre más fija, indolente y mucho menos desarrollada que la
del proletariado fabril y urbano.
Recompensas respectivas en ambos tipos de trabajo. Los artesanos, los obreros fabriles y los trabajadores de granjas forman una sola categoría, la del trabajo muscular, que se opone a los representantes privilegiados del trabajo nervioso. ¿Cuál
es la consecuencia de esta división real que constituye la base misma
de la situación presente, tanto política como social?
A los representantes
privilegiados del trabajo nervioso —que, incidentalmente, están llamados
en la actual organización de la sociedad a desempeñar este tipo de
trabajo sólo porque nacieron en una clase privilegiada, y no por ser más
inteligentes— corresponden todos los beneficios, pero también todas las
corrupciones de la civilización existente. Hacia ellos fluyen la
riqueza, el lujo, la comodidad, el bienestar, las alegrías familiares, y
el disfrute exclusivo de la libertad política, junto con el poder para
explotar el trabajo de millones de obreros y gobernarlos a voluntad en
aras del propio interés; es decir, todas las creaciones, todos los
refinamientos de la imaginación y el pensamiento... que les proporcionan
el poder necesario para hacerse hombres completos —y todos los venenos
de una humanidad pervertida por el privilegio.
¿Y qué queda para los representantes del trabajo muscular, para
los incontables millones de proletarios, o incluso pequeños
propietarios rurales? Una inevitable pobreza, donde faltan incluso las
alegrías de la vida familiar (porque la familia se convierte pronto en
una losa para el pobre), ignorancia, barbarie y casi podríamos decir una
forzada bestialidad, con el «consuelo» de servir como pedestal para la
civilización, para la libertad y para la corrupción de una pequeña
minoría. Pero, a cambio, los trabajadores han preservado la frescura de
mente y corazón. Fortalecidos en lo moral por el trabajo, aunque les
haya sido impuesto, han conservado un sentido de la justicia mucho más
alto que el de los juristas instruidos y los códigos legales. Viviendo
una vida de miseria, abrigan un cálido sentimiento de compasión para
todos los desdichados; han preservado su sensatez sin
corromperla con los sofismas de una ciencia doctrinaria o las falsedades
de la política; y puesto que no han abusado de la vida, puesto que ni
siquiera la han usado, han mantenido su fe en ella.
El cambio de situación producido por la gran revolución francesa. Pero,
se nos dice, este contraste o abismo entre la minoría privilegiada y el
gran número de desheredados ha existido siempre y sigue existiendo.
Entonces, ¿qué tipo de cambio se produjo? El cambio consiste en que
antes este abismo estaba envuelto en una densa niebla religiosa y oculto
así a las masas del pueblo; desde que la Gran Revolución comenzó a
despejar esta niebla, las masas se han hecho conscientes de la
distancia, y empiezan a preguntarse por el motivo de su existencia. El
significado de tal cambio es inmenso.
Desde que la
Revolución trajo a las masas su Evangelio —no el místico, sino el
racional; no el celestial, sino el terrenal; no el divino, sino el
humano, el Evangelio de los Derechos del Hombre—, desde que proclamó que
todos los hombres son iguales, que todos los hombres tienen derecho a
la libertad y a la igualdad, las masas de todos los países europeos y de
todo el mundo civilizado, tras despertar gradualmente del sopor que les
había mantenido en la servidumbre desde que el cristianismo los drogara
con su opio, empezaron a preguntarse si no tenían ellas también derecho
a la libertad, la igualdad y la humanidad.
El socialismo es la consecuencia lógica de la dinámica de la Revolución Francesa. Tan
pronto como se planteó esta cuestión, guiado por su admirable sensatez y
por sus instintos, el pueblo comprendió que la primera condición de su
emancipación real, o de su humanización, era un cambio radical en
la situación económica. La cuestión del pan cotidiano era para ellos
simplemente la primera cuestión porque, como había observado hace mucho
tiempo Aristóteles, el hombre debe ser liberado de las preocupaciones de
la vida material para poder pensar, para poder sentirse libre, para
llegar a ser hombre. En cierto modo, los burgueses que vociferan tanto
en sus ataques contra el materialismo del pueblo y le predican las
abstinencias del idealismo, lo saben muy bien, pues lo predican
solo de palabra, y no con el ejemplo.
La segunda cuestión
para el pueblo era el ocio tras el trabajo, condición indispensable para
la humanidad. Pero el pan y el ocio nunca podrán obtenerse sin una
transformación radical de la organización presente de la sociedad, y
esto explica por qué la Revolución, empujada exclusivamente por las
consecuencias de su propio principio, dio origen al Socialismo.
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