Esta semana los usuarios de Metro nos encontramos con la puesta en marcha del programa “Música a un Metro”, programa que fue altamente cuestionado en el mes de mayo cuando hizo pública su convocatoria, entre otras cosas, porque inicialmente contenía la prohibición de interpretar obras sobre política, sociedad, medioambiente y religión, además de limitar la ejecución de obras de autoría propia.
Los colegas de la banda “Pelusa” han publicado una carta señalando, con mucho más conocimiento de causa que yo, una serie de críticas al programa, desde su condición de músicos seleccionados para ser parte de los 60 proyectos musicales que han sido autorizados por la empresa para presentarse en horario valle en 30 estaciones de las 100 que componen las líneas que están operativas en este momento.
“Pelusa” tuvo acceso al proceso de selección y al “acuerdo de compromiso” definitivo ofrecido por Metro S.A., por lo que en su declaración se pueden leer varios detalles que indican con claridad una falta de voluntad real para dignificar el trabajo del músico callejero, dejándome -al parecer- muy poco que agregar.
Sin embargo hay algo que escapa a lo observado como músicos participantes y que me ha tocado observar como simple usuario: la campaña gráfica que ha acompañado al programa.
Me he encontrado con tres interesantes carteles de andén. Uno muestra a los 60 talentos seleccionados felices de trabajar en el Metro, otro muestra -en una extraña caracterización- a un rapero cantando en un vagón y a otro pasajero sufriendo al tratar de hablar por teléfono y el último cartel muestra a un vendedor ambulante y a una joven con cara de inseguridad. Estos carteles explican que “el Metro que queremos depende de todos” por lo que aconsejan que “no compres a vendedores ambulantes ni dones dinero a músicos al interior de los trenes”.
Me resulta más curioso aún encontrarme con al menos otros dos carteles nuevos, que buscan que los pasajeros empaticemos con los guardias porque “para ser vigilante privado de Metro hay que sentir amor por los demás” o porque otro se siente tan chileno como uno porque le gustan los asados en familia, guardias además con nombre y apellido, “reales”. Son esos mismos guardias los que sacarán al músico que suba a tocar a tu vagón. La idea entonces es que tú apoyes con toda convicción a los vigilantes.
La música ha sido convertida en un funcionario y trabaja para Metro S.A. En cambio los músicos que la ejecutan intentan seguir trabajando aunque ya no de manera independiente sino más bien en un tranquilo limbo laboral. Se comprende que accedan a esta “oportunidad”. Ya lo dijo el tremendo Luis Jara en uno de los lanzamientos del programa: “quisiera que todos reconozcan el esfuerzo de Metro por dar el espacio, como corresponde, a todos los artistas callejeros”. En fin, cada oveja con su pareja.
Personalmente sólo me falta decir que lo que hace de algo un “objeto estético” es su capacidad de llamar la atención. La espontaneidad sin rumbo claro del artista callejero, esa misteriosa autonomía, su “precariedad” en relación a lo “mediático-profesional”, su mensaje intersticial en nuestro cotidiano, es lo que le da personalidad y lo que llama nuestra atención, no su “talento”. Al comprar el cuento del “talento shileno” que nos vende Metro y que nos vienen vendiendo hace rato por televisión, vamos perdiendo nuestra capacidad de poner atención en lo que vemos o escuchamos y nos adiestramos en el triste ejercicio de valorar la música según jerarquías impuestas por empresas en vez de crear nuestra propia escala de valores. Y así pasa también con todo lo demás… Ojo ahí…
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