Por estos días, el patriota siente infinito placer al ver al
inmigrante disfrazado de huaso o portando banderitas sobre su cuerpo. Es
el placer de la conquista del otro, del cuerpo del otro, que deberá
doblegarse siempre y duplicar su fuerza de trabajo a cambio de menos
monedas de las que habrá de merecer cualquier connacional.
No hay nada que cause más placer a un patriota que mirar a un niño haitiano vestido de huaso para ir a la escuela chilena. Placer y morbo, a sabiendas de que los padres de ese niño seguirán barriendo las calles santiaguinas mientras el Estado chileno y su brazo armado sostienen la ocupación militar en aquel territorio de la negrura adolorida.
No hay nada que cause más placer a un patriota que mirar a un niño haitiano vestido de huaso para ir a la escuela chilena. Placer y morbo, a sabiendas de que los padres de ese niño seguirán barriendo las calles santiaguinas mientras el Estado chileno y su brazo armado sostienen la ocupación militar en aquel territorio de la negrura adolorida.
Lo que
el artificio patriotero no podrá disfrazar es la miseria del anciano que
recorre las bien barridas calles de la patria, vendiendo banderas
tricolores para poder masticar el pan. A esa vergüenza, no hay poncho
huaso que le quepa.
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