sábado, 13 de septiembre de 2014

El anarquismo sin el feminismo es una ética finita - Vanina Escales



“Nada tiene tanto valor que no deba ser recomenzado, nada tanta riqueza que no deba ser enriquecido incesantemente”.

Raoul Vaneigem, Tratado del saber vivir

Resulta extraño comenzar escribiendo “la historia política de las mujeres”, ¿quiénes son las mujeres? Una minoría mayoritaria; un conjunto de existentes humanos atravesado por procesos sociales, económicos y culturales que han hecho de él un conjunto de sujetas; sujetas dedicadas a la reproducción de esa cultura que las somete y al trabajo reproductivo de más humanos; subjetividades sometidas. 

Aunque el Síndrome de Estocolmo sea para muchas el aire que respiran, la correa atada al cuello que les puso el sistema patriarcal a veces ahorca y otras hiere: feminicidios, cirugías estéticas, horas moldeando el cuerpo en el gimnasio, educación de los gestos, etc. Dentro de esta vasta minoría una porción intentó con más o menos éxito desandar los caminos de la sujeción: las anarquistas. A ellas hay que sumar otros colectivos que aunque por caminos distintos también buscaron dar curso a existencias insumisas. 

Estas mujeres de fines del XIX y comienzos del XX encontraron en el anarquismo una serie de consignas emancipatorias que harían propias: los argumentos de su liberación. Y fueron anarquistas a pesar de los anarquistas. ¿Revestían interés las mujeres para los compañeros? Mucho indica que muy poco o que, en todo caso, se trataba de un interés residual y secundario. Las mujeres debían primero comprender la causa para no funcionar como obstáculos en las luchas de sus parejas sentimentales. No debían alejar al obrero de su camino de reivindicaciones. Se creía que las mujeres cultivaban en el ámbito privado dos cosas: miedo a la huelga y religiosidad, ¿entendían los compañeros que ellos las habían encerrado allí? Seguramente unos pocos sí lo hicieron, pero el eslogan “ni dios, ni patrón, ni marido” identifica los agentes de sometimiento con claridad.

Las anarquistas no solo compartían con los compañeros las desventuras de la precarización del empleo, de las tiranías del patrón, de lo fortuito e inestable de su destino, sino que lograron, además, entender los dispositivos de dominación, de objetivación que las mantenían en relación de subordinación. La humillación de la servidumbre continuaba en el ámbito privado.

Una de las virtudes del anarquismo es haber planteado que lo privado es político. Los efectos de este descubrimiento fueron dispares. Es conocida la tensión que provocó La voz de la mujer * y su denuncia contra los compañeros que caminan para atrás cuando de la situación de las mujeres se trata: cangrejos cómodos conservadores que ante la posibilidad de ejercer dominio, ceden. Pero, ¿no eran anarquistas, acaso? Sin dudas identificaron lo que los sometía pero no vieron su rol en el sometimiento.

Vale la pena recordar la polémica de 1935 entre Solidaridad Obrera, el órgano de la CNT, y Mujeres Libres que leemos en el importante libro de Martha Ackelsberg, Mujeres Libres.

El anarquismo y la lucha por la emancipación de las mujeres. Mariano R. Vázquez, secretario de la central sindical, le daba la razón a Lucía Sánchez Saornil en que había hombres muy tiranos en sus casas pero que “si bien pudiera ser cierto que los hombres no tratan a las mujeres como iguales, es muy humano querer aferrarse a los privilegios. No se puede esperar que los hombres renuncien a sus privilegios voluntariamente, del mismo modo que no se espera que la burguesía ceda voluntariamente su poder al proletariado”. La respuesta de Lucía fue “Será ‘muy humano’ que el hombre desee conservar su hegemonía, pero no será anarquista”. Y aunque Lucía indica que la analogía es falsa ya que burgueses y hombres no comparten intereses, pero mujeres y hombres, sí; es posible pensar que Vázquez quiso decir lo que dijo y punto.

¿Cómo luchar contra regímenes autoritarios cuando se los desea? ¿Cómo luchar contra la heterosexualidad como régimen normativo cuando “es muy humano aferrarse a los privilegios”?

El fascismo microscópico puede alojarse en la pareja, en el amigo, en el compañero o en uno mismo. Hay que repetir como un mantra: “La lucha en el frente del deseo requiere una subversión de todos los poderes en todos los niveles”. ¿Cómo oxidar las políticas represivas si se es cómplice de los más rancios valores sociales? ¿Cómo corroer las prácticas del dominio si se cree, con el heterocapitalismo, que el otro es mercancía y propiedad privada? ¿Cómo formar organizaciones disruptivas si imitan el Estado en pequeña escala en lugar de ensayar prácticas de organización distintas? ¿Cómo descontaminarse de las subjetividades autoritarias?

Al mismo tiempo el individuo surge como problema (sin solución en lo que a esta persona se refiere): se piensa en términos de individualidades, en vidas de anarquistas, en héroes y heroínas, en nombres propios. Cada vez más se hace necesario volver a pensar las circunstancias en las que nuestra existencia se desarrolla. Cada vez más el individualismo parece invención y herencia del liberalismo aún vigente. Cada vez más se hace la separación del individuo del campo social, como si tal cosa fuera posible. Son las relaciones de producción capitalistas las que crean individuos aislados, sin grupo, como condición necesaria para su captura como trabajador o consumista. La determinación de “ser” es bastante indigesta, pero “ser con” y abismarse en los otros provoca revoluciones cotidianas.

Rodolfo González Pacheco escribió en la década de 1930 que “Los anarquistas no tenemos más que a los anarquistas”, una indicación del repliegue entre pares, una forma de cuidarnos mutuamente, de códigos compartidos, de cultivar una cultura propia, etc. Las anarquistas dijeron algo similar a los compañeros: cansadas de esperar su turno en la revolución dijeron “nos tenemos a nosotras”. Aún hoy es posible escuchar a nostálgicos libertarios misóginos subrayar que las anarquistas no eran feministas –para despreciar a las últimas y como si el feminismo fuera cosa de “mujeres”– desconociendo que actualmente es el movimiento feminista el que rompe más eficazmente el edificio de las jerarquías, promueve formas insumisas y disidentes de vida, alberga y cuida a todas aquellas vidas no asimiladas, además de generar debates y aportes teóricos para unas culturas de la liberación afines al anarquismo. El feminismo parece ser quien más lejos lleva la máxima bakuniana: destruye subjetividades sumisas para crear otras sobre esas ruinas. En este sentido, incluso la palabra mujer es de uso provisorio. No es extraño, entonces, que el anarquismo hoy sea el feminismo radical. Como tal es enemigo, además, del feminismo creador de víctimas y de todas las filosofías que refuerzan la idea de rebaño de ovejas. El anarquismo, es decir, el feminismo socava el suelo donde los poderes se erigen. El feminismo, es decir, el anarquismo, se propone extirpar los microfascismos instalados en el terreno del deseo, en el terreno de la reproducción social.

En este diccionario vamos a encontrar nombres propios que son ideas fuerza. Tendremos que cruzar las entradas y leerlas sabiendo que integraron organizaciones, que actuaron como manadas subversivas, que no estuvieron solas esperando la revolución.

Nos legaron estrategias de supervivencia, nos enseñaron que la libertad no se busca sino que se ejerce, nos dejaron un mapa que transitaron. Leemos este diccionario sabiendo que las vidas que acá se cuentan no fueron de heroínas porque ellas despreciaron las idolatrías, sino de luchadoras que construyeron con sus pares nuevas formas de hacer política basadas en la solidaridad, el affidamento y la determinación. Finalmente, el trabajo de Cristina Guzzo, lleno de amor y cuidado, contribuye a un capítulo importante de la historia del anarquismo y salda una deuda en la historiografía de las mujeres.


Artículo tomado del Libro Libertarias en América del sur De la A a la Z  de Cristina Guzzo (Corresponde al prólogo del Libro)


* Periódico histórico del anarco-feminismo en la región argentina (Nota de N&A)

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